Capítulo 1: Gabriel
Gabriel nunca había tenido suerte.
Desde pequeño era consciente de ello y, por esa razón, nunca contó con ella para nada; todo lo conseguía mediante esfuerzo y tenacidad. Se sacó los estudios a base de horas y horas de estudio, siendo como era un alumno terrible a la hora de estudiar, y en paralelo fue construyendo lo que él consideraba sería la base de su carrera musical.
Gabriel conoció lo que era una guitarra cuando escuchó con seis años a un hombre tocarla en medio de la calle, con la funda del instrumento abierta para recibir cualquier donativo; sin embargo, lo que más fascinó al pequeño Gabriel fue ver la expresión en la cara de ese hombre, absorto de cualquier transeúnte que caminara por su lado o pasara de largo. No, su atención estaba enteramente en aquella caja de madera con seis cuerdas y, para su infantil entendimiento, aquello era la felicidad.
Desde aquel instante Gabriel nunca se separó de una guitarra.
Al cumplir los ocho años sus padres cedieron al fin y le compraron una pequeña guitarra acorde a su tamaño. No era espectacular ni tenía un diseño de exposición, al contrario, a ojos de muchos podría parecer tremendamente ordinaria, pero para él era la cosa más increíble creada nunca.
Como era previsible con el paso de los años esa guitarra se quedó pequeña para él, puesto que iba creciendo, pero aquella primera guitarra abrió una puerta que, para él, significó el descubrimiento de su razón de ser. Obviamente estas conclusiones tan profundas no salieron de aquel pequeño Gabriel de ocho años, sino de una retrospección que el mismo chico hizo años después, cuando llegó la hora de decidir su futuro.
Cuando Gabriel cumplió los dieciocho años se vio en la encrucijada de tomar una decisión: continuar los estudios convencionales, convirtiéndose en un universitario atareado y lleno de exámenes o perseguir su sueño y convertirse en un músico profesional. Sus padres, de costumbres y creencias arraigadas, no veían con buenos ojos que su hijo tirase su vida por la borda por un simple capricho musical, pero él logró llegar a un trato con ellos. Gabriel viviría durante tres años en Nueva York, lugar donde creía que su sueño más brillaría, y se convertiría en un músico capaz de labrarse la vida de esa forma. Pero, si no lo conseguía en ese periodo de tiempo, tendría que volver a Madrid y estudiar una carrera.
No fue trabajo fácil convencer a sus padres, pero lo consiguió con lo mismo que le había sacado adelante desde pequeño; esfuerzo y tenacidad.
Y así hizo. Al graduarse hizo las maletas, se despidió de todos sus seres queridos y cogió un avión rumbo a su sueño con escala en Nueva York.
Ese joven iluso lleno de pájaros en la cabeza ya no era el mismo dos años después, tan seguro de sí mismo y de su música. Ahora no era más que un conjunto de carne y tendones que buscaba a ciegas recuperar esa seguridad y ansiaba no decepcionar a su familia y a ese pequeño Gabriel que quería ser la próxima estrella del mundo. Lo intentaba cada día, con esfuerzo y tenacidad, pero últimamente parecía que ni siquiera sus acérrimos aliados lo acompañaban ya.
Un suspiro escapó de entre los labios de Gabriel.
Siempre había sido un joven muy sentimental, pero ese día se sentía demasiado sensible para su gusto.
Hacía dos semanas que su antiguo casero, un hombre desagradable y realmente irritante, le había pedido amablemente que abandonara su casa. ¡Si sólo se había retrasado un par de días con el alquiler! Gabriel intentó razonar con el señor Grant, pero este no tuvo contemplaciones; le quería fuera en dos semanas, ni un día más ni un día menos.
Así que Gabriel se vio en la tesitura de buscar un nuevo piso en Nueva York, a un precio asequible para un joven cuyos únicos ingresos eran más bien escasos. Fue un verdadero quebradero de cabeza para él, buscando como loco por todas partes y sin éxito, hasta que un día la solución le fue a parar a la cabeza. Literalmente, de hecho. Un periódico se levantó con el viento y se estrelló en su cara, con la buena o mala suerte de dejar a Gabriel a la vista un anuncio de un piso perfecto para él.
Tal vez la suerte no fuera tan ajena a él, después de todo.
De ese modo Gabriel consiguió un techo bajo el que dormir a pesar de hallarse demasiado lejos, para su gusto, del centro de la ciudad.
El 704 de Van Nest Ave era un edificio sencillo, de fachada de ladrillo y con forma rectangular, de sólo cuatro pisos y nada de sótanos. No era un edificio espectacular, ni de lejos el más agradable que había conocido, pero era mejor que un puente o un banco en medio de un parque.
Gabriel sentía los riñones doloridos y la tensión de los brazos ya empezaba a flaquear. La caja llena de trastos en sus manos pesaba cada vez más y el frío en el ambiente volvía inútiles e insensibles a sus dedos, por lo que no sabía cuándo estos iban a traicionarle y dejar escapar la caja, de modo que tenía que darse prisa.
Frente a él se hallaba ese viejo edificio que, por desgracias de la vida, se había convertido en su nueva y temporal casa. Porque Gabriel no pretendía quedarse en aquel pequeño barrio del Bronx, no, sino que pretendía volver al centro de la ciudad porque era allí donde tenía más posibilidades de conseguir su sueño. O, por lo menos, acercarse a él.
Se trataba de algo temporal. No más de un par de meses, quizás tres.
Un claxon sonó demasiado cerca suyo y, sobresaltándole, hizo que sus dedos fallaran y la caja casi se estrellase contra el suelo. Maldijo por lo bajo.
A su derecha una chatarra que algunos podrían considerar clásica, de un llamativo color naranja, le instaba a apartarse de la carretera, justo donde le había dejado el taxi segundos antes.
Se apartó con rapidez, arrastrando la funda de la guitarra con una mano y otra de las cajas con el pie. Casi se cayó, no muy dado a la gracia del equilibro, pero por lo menos no fue atropellado.
El coche avanzó hasta quedar justo a su lado y de esa forma Gabriel pudo ver que el conductor no era más que un chico, tal vez un par de años mayor que él, rubio y de ojos desconocidos, puesto que llevaba unas gafas de sol. Vestía una chaqueta de cuero desgastada y un sombrero negro, un estilo que le pareció muy personal, de esos que no quedan bien a todo el mundo. Sin embargo, a aquel individuo le iba sorprendentemente bien. El conductor bajó la ventanilla del coche y, asomando la cabeza, le sonrió.
—Ten más cuidado la próxima vez, chico. En este barrio no todos habrían sido tan civilizados al verte en medio de la carretera.
El aparentemente buen samaritano se bajó las gafas, le guiñó un ojo cómplice y desapareció de nuevo en el coche, dándose a la fuga segundos después. De esa forma Gabriel se quedó solo, confundido y helado, ya en la acera, viendo como el coche naranja se iba convirtiendo en un punto hasta desaparecer. Memorable.
Con hastío miró de nuevo al edificio, pareciéndole cada vez más funesto.
Bufó.
Dejó la caja que tenía entre las manos en el suelo y, con cierta reticencia, montó la otra que estaba a sus pies encima. Había demasiadas probabilidades de que algo malo pasase si montaba esas dos cajas y probaba a llevarlas a la vez, pero tampoco pensaba arriesgarse a dejar sus cosas en medio de la calle, en el Bronx. No sabía todavía si era cierto el tópico del vandalismo de las películas sobre dicho barrio, pero no pensaba averiguarlo.
Colocó las manos debajo de la primera caja y, rezando, las levantó con cuidado.
Nada pareció caerse, ni siquiera moverse.
Con lentitud empezó a soltar una de las manos y se equilibró.
Sintió como algo se deslizaba en la caja, pero nada sonó a roto. Esperó.
Los segundos pasaron y nada se cayó.
Su pecho se hinchó de orgullo.
Una vez ya resuelto, más o menos, el tema de las cajas se colgó al hombro la guitarra y se dispuso a entrar al edificio con la mala suerte de, al llegar justo a la puerta, oír el chirriar de la goma de unas zapatillas y, segundos después, sentir el choque contra su cuerpo.
—¡Cuidado! —el grito femenino llegó tarde, pero la dueña de la voz no.
A causa del golpe Gabriel había cerrado los ojos por instinto, preparado para la caída, por eso se sorprendió cuando no fue el frío y duro suelo lo que sintió tras el grito, sino el calor y la presencia de otro cuerpo agarrando el suyo para evitar la caída.
—¡Perdón! ¡Llego tardísimo! —otra voz de mujer, más ahogada esta, le hizo abrir los ojos.
Una figura de mujer corría por la calle, con una bolsa de deporte golpeando su cadera a cada zancada, alejándose de él mientras gritaba varias disculpas. Bueno, de ellos. Para sorpresa de Gabriel una diminuta chica había aplacado su cuerpo y había impedido que se cayera, además de mantener las cajas quietas. Él la miraba incrédulo, sin embargo, ella no lo miraba a él.
—¡Ten más cuidado la próxima vez, Lia!
La morena que corría agitó la mano en señal de entendimiento, sin detener su carrera. Desapareció al dar la vuelta en una esquina.
—¡Uf! Por qué poco— Gabriel desvió la mirada de nuevo a la desconocida de pelo rosa, que ahora sí lo miraba. Y le sonreía inclusive. —Debes perdonarla, a veces a Ophelia se le nubla el sentido cuando llega tarde a la Academia. Pero es una buena chica.
De un solo tirón le incorporó. Él seguía desubicado.
—¿Eres el nuevo vecino? El otro día nos informó Steph que habría un nuevo inquilino, pero no te esperaba hasta la semana que viene. Soy Bryce, por cierto, también vivo aquí. En el cuarto derecha, por si te lo preguntas. ¿Y tú? Los únicos dos apartamentos que están vacíos son el que pega pared con el mío o el que está debajo, así que de todas formas seremos compañeros.
La joven, al contrario de lo que cualquiera esperaría de una verborrea como aquella, no sonaba apresurada. El cerebro de Gabriel, por otra parte, había cortocircuitado y apenas podría decirse que llevara una velocidad de pensamiento. Lo único que podía hacer era mirarla y nada más.
Se trataba de una chica mayor que él, con el pelo de un rosa pastel recogido en un moño completamente despeinado, los ojos verdes, los labios pintados de rosa fucsia y vestida con un simple mono vaquero lleno de manchas de pintura. Olía como a gasolina, pero sin resultar tan intenso. Gabriel había conocido a muchas mujeres en su vida, pero jamás unos labios le habían parecido tan cautivadores. Los veía moverse, absorto, hasta que el silencio y la intensidad de la mirada de ella le hizo entender que esperaba una respuesta por su parte.
—Eh... sí. Digo, no. O sea yo...
Aquello estaba resultando patético.
Ella pareció darse cuenta de que él no la había estado escuchando y, en vez de enfadarse, le sonrió indulgente.
—Eres el nuevo vecino, ¿cierto? —empezó de nuevo. Una chispa se encendió en su cerebro y de nuevo todo comenzó a funcionar.
—Eh, sí. Soy el nuevo vecino. Del tercero derecha— especificó. La sonrisa de ella se amplió.
—Yo del cuarto derecha, vivo encima de ti. Encantada de conocerte, vecino— le extendió la mano y él se la estrechó, habiendo dejado las cajas ya a salvo en el suelo.
—Igualmente. Mi nombre es Gabriel, por cierto.
—Bryce— respondió ella en consecuencia.
Un pequeño silencio se instauró entre ellos. Gabriel no sabía cómo romperlo. Se sentía avergonzado por cómo se había comportado en primera instancia con ella, quedándose en blanco. Para su suerte, fue ella quien rompió el silencio.
—¿Necesitas ayuda?
De nuevo, él no supo qué contestar. ¿Ayudarle?
—¿Perdón?
—Con las cajas, me refiero. El ascensor está en mantenimiento y tendrás que subir todo eso a pie. Tal vez necesites un par de manos más— ofreció. Él abrió la boca, entendiendo.
¿Además no funcionaba el ascensor? ¡¿Qué tenía la suerte contra él?!
—Eso sería estupendo, gracias— no pudo evitar sentirse aliviado. Esa vecina le había salvado de caerse y, en consecuencia, de que se le cayeran las cajas al suelo y además se ofrecía a ayudarle. Tal vez las cosas no fueran a ir tan mal después de todo.
Cada uno con una caja y, además, él con su guitarra comenzaron a subir las escaleras. Por dentro el edificio no eran tan feo. Había un suelo de mármol blanco y el ascensor se encontraba en el centro, dejando así las escaleras a la derecha. A la izquierda, le dijo Bryce, estaba el cuarto del conserje y era donde se reunían los vecinos cuando había junta vecinal. Una que al parecer no se celebraba con regularidad.
—Como puedes ver no somos muchos vecinos tampoco. Quitando a la familia que vive en el primero el resto vivimos solos— Bryce caminaba delante de él, hablándole sobre el edificio y la comunidad, dándole una panorámica perfecta del tatuaje que decoraba la parte superior de su cuello, justo antes del nacimiento del pelo. —Te alegrará saber que somos bastantes jóvenes, y nos reunimos bastante a menudo. Si quieres puedes pasarte algún día, te prometo que ninguno muerde. O bueno, la mayoría del tiempo.
Justo cuando extendió su invitación llegaron frente a la puerta de la casa de Gabriel. No supo si eran imaginaciones suyas, pero creyó ver como ella se mordía el labio mientras lo miraba dejar la caja para sacar las llaves del bolsillo.
—Por otro lado, no te recomiendo que te pares mucho en el segundo piso. Allí viven Judith y Jeanine, y puedo asegurarte de que nada les entretiene más que cotillear sobre la vida de los demás.
Gabriel introdujo la llave en el ojo de la cerradura mientras escuchaba atento sus consejos. Bryce lo miraba apoyada en la pared junto al marco, con los brazos cruzados.
—Oh, y si ves a un hombre con pinta de vagabundo murmurando cosas por el edificio no te asustes, solo es el vecino del tercero. Nadie sabe cómo se llama, pero lleva aquí tanto tiempo que ni las cotorras del segundo han podido averiguarlo. Nosotros le llamamos Casper, en honor al fantasma, pero creo que no le gusta mucho, siempre nos gruñe cuando le saludamos–- mientras ella divagaba él la miraba divertido.
—¿Llamamos?
—Los chicos y yo. Bueno, chicos. En verdad somos tres chicas y dos chicos. Está Ophelia, la que casi te arrolla en la entrada, Helena, que vive en esa puerta de ahí— señaló la casa de la izquierda. —Luego también están Theo y Wyatt, del primero y del cuarto respectivamente. Solemos reunirnos una vez por semana en la casa de quién toque, dependiendo de cómo disponga.
—¿Sois algo así como un club? —Gabriel preguntó con cierta sorna. Ella sólo sonrió misteriosa.
—Algo así— fue su críptica respuesta.
La puerta del piso ya estaba abierta, sin embargo, ellos y las cajas seguían en el rellano. La conversación había acabado y ninguno de los dos mostró intenciones de continuarla. En cambio, estaban muy ocupados mirándose el uno al otro.
Si a Gabriel le habían parecido en un primer momento cautivadores sus labios era porque no la había mirado a los ojos con atención. La mirada de Bryce era felina, incitante y seductora, y Gabriel no tenía dudas de que ella era completamente consciente de ese hecho.
No supo cuánto tiempo se pasó dejándose comer por sus ojos, pero ella acabó por hablar, sin llegar a romper el ambiente.
—Creo que será mejor que te instales, vecino— la sugerencia sonó como un ronroneo. —Y ven a verme cuando quieras, no seas tímido. Te prometo que me contendré para no morder.
Despidiéndose con una última sonrisa, Bryce le pasó de cerca y luego continuó subiendo las escaleras. No fue hasta que escuchó como la puerta de ella se cerraba que dejó escapar todo el aire que había estado conteniendo.
Qué mujer.
Sacudió la cabeza y, cansado ya de levantar y bajar cajas, las empujó con el pie hasta el interior del apartamento. Cerró la puerta. La luz estaba apagada y las cortinas echadas, por lo que apenas había trazas de luz en el apartamento. El aire olía a polvo y a viejo.
Gabriel dejó las llaves sobre una pequeña mesilla que había en la entrada y se internó con indecisión en la casa. Encendió la luz. Los plomos parecieron estallar y las bombillas parpadearon más de lo normal antes de que las luces iluminaran.
El pasillo de la entrada daba a un espacio abierto lo suficientemente grande para albergar una cocina, un salón y un comedor en poco más de 40 metros cuadrados. No era nada espectacular, pero por lo menos contaba con lo básico: electrodomésticos, una mesa y un par de sillas, un sofá, una televisión y otra mesa más baja. A la derecha había una puerta que conducía al único cuarto de la casa y a la izquierda la puerta del aseo. Gabriel revisó que hubiera una ducha y un retrete, y que la cama no fuera un colchón tirado en el suelo.
Satisfecho con que no le hubieran timado se descolgó la funda de la guitarra y la apoyó con cuidado en la pared para luego dejarse caer en el sofá, levantando así una considerable cantidad de polvo que se quedó flotando en el aire. Tosió.
Miró el reloj que llevaba en la muñeca y vio que todavía faltaba un par de horas para que llegaran los de la mudanza con las cajas restantes.
Parecía que alguien se pasaría el resto de la tarde limpiando y adecentando el lugar.
Poniéndose manos a la obra, Gabriel rebuscó por toda la casa hasta encontrar los utensilios de limpieza, dispuesto a terminar el trabajo cuanto antes.
De esta forma pasó el tiempo.
Levantó las persianas y dejó que la luz natural iluminase la habitación, poco a poco el polvo fue desapareciendo de los muebles, las pelusas del suelo y los cristales volvieron a su traslúcido habitual. Gabriel sin duda hubiera estado indignado por el aspecto de la casa si su alquiler no fuera tan asequible. Para cuando el reloj marcó las seis la casa había quedado impoluta.
Satisfecho consigo mismo se apoyó sobre el palo de la escoba y observó con orgullo lo que había conseguido.
Nunca había sido muy amigo de la limpieza, de hecho, su madre y él solían pelear cuando era un adolescente por el aspecto descuidado de su cuarto. Pero no fue hasta que se fue a vivir solo y empezó a darse cuenta de la verdadera naturaleza del desorden que desarrolló aquella extraña (en él) aversión por la suciedad. Gabriel estaba seguro de que su madre vería con muy buenos ojos aquel nuevo cambio suyo.
Como invocada por el demonio, el nombre de su madre se iluminó en la pantalla del móvil. La melodía de Ey mama! lo sobresaltó de tal forma que el palo de la escoba se le resbaló de las manos, estrellándose contra el suelo con estruendo. Arrugó la cara y, en pánico, cogió el teléfono sin ser consciente de la fuerza con la que mordía el labio inferior.
Colocó la escoba contra la mensa pero esta resbaló a la vez que descolgaba.
—¡Hola, mamá!
¡Pum!
Gabriel cerró los ojos ante el segundo golpe que iba contra el suelo. Esperaba que su vecino de abajo no estuviera en casa. O que fuera sordo.
—Gabi hijo, ¿estás bien? —el tono suspicaz de su madre le obligó a serenarse y, como siempre, a mentir.
—¡Sí! Por supuesto. ¿Por qué habría de estar mal? —el moreno se alejó de la encimera y fulminó con la mirada al palo de plástico. —Por aquí todo de maravilla. Fantástico, de hecho. ¿Vosotros que tal por casa?
Desvió el tema, omitiendo la información de que le habían echado del piso anterior y que se había tenido que ir a otro, que seguía sin alcanzar su triunfo musical y que, además, había perdido la seguridad en sí mismo y en su música. Su madre no podía saber eso, no todavía. Si ella descubría que tenía razón y que él no debería estar allí, que ser músico no era tan sencillo como que te apasione la música, él estaría de vuelta en Madrid antes de poder decir guitarra.
—Oh, muy bien. A tu prima Julia le han dado un ascenso en el periódico en el que trabaja. Ahora es corresponsal y está esperando destino. ¿No sería maravilloso que la enviasen a Nueva York contigo? —Gabriel sintió como la sangre y su alma abandonaban su cuerpo.
—Fabuloso —logró formular sin parecer que se había tragado serrín.
—Por lo menos así habrá alguien que te eche un ojo de vez en cuando. Ya sabes hijo que no me gusta no saber casi nada de ti. ¡Apenas hablamos! Y cuando lo hacemos es porque soy yo la que te llama. Deberías tener un poco más de consideración con tu madre, Gabriel, que soy yo la que te ha parido. ¡Y con dolor!
Gabriel se dejó caer en el sofá mientras escuchaba la regañina de su madre. Una que, en el fondo, sabía se tenía merecida.
—Lo siento mamá, es sólo que he estado muy liado. Prometo que la próxima seré yo quien llame.
—Pero que sea pronto y no dentro de meses. Tu padre y yo queremos tener noticias tuyas cariño, saber de tu vida en la Gran Manzana —Gabriel se abstuvo de corregir a su madre y decirle que no vivía allí. A su llegada a Estados Unidos descubrió que había mucho desconocimiento y tópicos que no eran verdaderamente ciertos en cuanto a los americanos. Y viceversa. —¿Y bien? No tienes nada que contar.
Desde la ventana Gabriel vio como un coche viejo naranja aparcaba. El conductor salió del interior y, mientras sacaba un maletín del maletero, se puso a hablar con una chica que caminaba hacia él. Lo único que pudo distinguir de ella era una cabellera rubia platino. Parecían mantener una conversación interesante, una en la que seguramente no se estuvieran mintiendo entre ellos y evitando información.
—¿Gabi? —el reclamo de su madre lo sacó de su ensimismamiento.
—Sí, perdona. ¿Qué decías?
—Que me cuentes sobre tu vida, hijo. ¿Cómo va el trabajo?
No tenía.
—Bien.
—¿Y tu carrera musical?
Estancada.
—Bien.
—¿Y tu casa? ¿Tus amigos?
Me han echado. Demasiado ocupado como para hacerlos.
—De maravilla.
Por cada mentira Gabriel sentía un peso más sobre él. Aun así se consolaba diciendo que, cuando consiguiera su sueño, habrían valido la pena.
—Lo siento mamá, pero tengo que colgar.
El silencio de ella le sonó lleno de tristeza y reproche. Se llevó la mano libre a los ojos.
—Por supuesto hijo, he debido de pillarte en mal momento. Adiós, cariño.
—Adiós mamá.
—Tu padre y yo te queremos.
Gabriel sentía a cada segundo la garganta más seca.
—Yo también, mamá.
La llamada acabó y, como cada vez que ocurría, Gabriel se sintió el ser más miserable del planeta.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro