Capítulo 8
Detesto cuando el mes de noviembre llega, porque además del frío, también trae consigo la nostalgia. Y mi mente no deja de rememorar situaciones.
Levantarme esta mañana fue más difícil que cualquier otro día.
Al cerrar los ojos podía recordar mi sueño. En la penumbra de la habitación casi puedo ver las calles bañadas de una ligera capa de nieve, con ese clima que si bien no era insoportable, suponía suficiente frío para encender la calefacción del auto.
Recordaba la sensación de la piel erizada pero no sabría si por el ambiente o por las caricias, los labios que temblaban pero del nerviosismo.
Los vidrios tintados y Damián acomodado en los asientos de atrás del vehículo conmigo, los dos inquietos, con la advertencia latente en el pecho de que en cualquier segundo podríamos ser atrapados, en aquella oscura y solitaria carretera.
Su cabello más café por la ausencia de luz y sus ojos brillantes, viéndome con amor...o yo quería creer que así era.
Abrí lentamente los párpados cansados.
Tal vez ambos nos estábamos engañando.
Él creyendo que me amaba.
Yo creyendo que él lo hacía.
Conozco muy bien los pensamientos que siguen a mi sueño, las sensaciones que experimenté de ese recuerdo, en donde por segundos sentí el mundo tan poco importante, poco relevante, me bastaba con la respiración de aquel chico y con el latir de su corazón junto al mío, podría jurar que ya me tenía, que no importaba lo difícil de las circunstancias yo lo apoyaría, habría dado todo por verle feliz. Pero bien es verdad que mientras más duraderos queremos ser para alguien, más temporales nos volvemos.
Así que cuando el astro rey decide iluminar la habitación y me saca de insomnio, decreto que definitivamente, esta mañana comenzaría mi día amargada.
El asiento del conductor en la camioneta es extrañamente más cómodo que el del acompañante, así que me quedo allí a esperar que la chica llegue. Lo que no imagino es que Alvana abra la puerta de golpe y provoque que me estampe contra la tierra.
De inmediato la incomodidad del dolor se aloja en mi espalda y en mis posaderas, que amortiguaron la caída, desde el ángulo en el suelo puedo ver la silueta de ella, que con el sol reflejándola parece más pelirroja.
—¿Qué haces tú ahí?
No tengo que verme en un espejo para saber que le estoy enviando dagas con los ojos.
—Ah pues ya sabes el piso siempre me ha parecido cómodo.
Alvana rueda la mirada y entra en la camioneta, desde el asiento me grita. —¡Levanta de ahí, Tadeo! ¡Si no quieres que te aplaste!
—¡Vaya hospitalidad!
Me levanto y troto para llegar al auto antes de que ella se ponga en marcha.
No encuentro a nadie en los establos o en el huerto, en realidad todo luce desierto, la cocina está vacía, no hay rastro de Tania moviendo utensilios por doquier ni de Adrián con su taza de café.
Pensaría que con el pasar de un mes ya conocería la rutina de todos pero siempre son tan cambiantes que resulta imposible.
Me dedico a recorrer cada rincón de la propiedad en su búsqueda pero tal parece me han dejado solo, ni la camioneta con girasoles pintados está en el sitio de siempre.
Frunzo el ceño, ni Tadeo con su constante habladuría ronda la residencia. Me encamino al cuarto de Alvana, con la esperanza de que ella se encuentre, mi mano ahora sana por el tiempo y los cuidados, roza el pomo al no recibir respuesta.
Giro el pomo para probar y la cerradura cede, miro detrás de mí una vez más para cerciorarme de que nadie me observa, me encuentro nervioso, temiendo ser pillado, debería estar haciendo algo, cualquier otra cosa que haya quedado pendiente de ayer.
Aun así, la curiosidad me embarga y hace imposible la tarea de abandonar la habitación.
Dentro, el cuarto permanece casi como la última vez que lo vi, a diferencia que ahora los rayos del sol entran por las ventanas y no hay ni una sola obra oculta tras pedazos de tela blanca, lo que captura mi atención es el retrato que da directamente a la ventana opuesta.
Ahí en pinceladas bruscas pero con detalles, perfectos sombreados y acuarela, hay un rostro, donde los ojos cafés están devolviéndome la mirada y los mechones rebeldes de un cabello oscuro caen en la frente del muchacho.
Cada pliegue, arruga en la sonrisa, curvatura de los labios, inclinación y anchura de la nariz, acentuado, definido.
Sin necesidad de conocer al chico, sé que debe ser exactamente cómo esta imagen.
Repentinamente un sentimiento de culpa me invade. ¿En realidad qué es lo que hago aquí curioseando la intimidad de Alvana?, ¿Por qué quiero saber que ronda la mente de esta chica?, ¿Por qué me mata el hecho de no conocer quién es el rostro del retrato?
Pero no son las preguntas las que me aterran, es saber las respuestas, estoy interesado en ella.
Así que mi miedo me gana y me doy la vuelta con intención de abandonar el cuarto, y casi lo hago.
Casi, porque la figura de la señora Tania recostada del umbral de la puerta, me deja congelado en mi lugar.
—¿No podemos simplemente avisar que dejaremos el maíz en la puerta e irnos?
Suspiro.
—No, Tadeo.
—¿Por qué no?
—Porque no
El rubio me mira mal, cual niño impaciente la verdad.
—Simplemente no podemos porque tú no lo quieres, eres demasiado complicada y mandona. —Se apoya de una pared y evita mirarme.
Parece el protagonista de una rabieta y solo me da gracia el hecho de que este ser humano parezca un hombre y se comporte como una cría.
—O... quiero ser profesional y entregar los pedidos como debe ser.
Tadeo deja de refunfuñar pero entierra la cabeza debajo del techo de lona.
A pesar del sol de esta mañana, ha empezado a llover, muy fuerte. Lo cual provoca caos en un lugar como Elavec donde todo está acondicionado a su habitual calor y luz solar.
Fuera la gente se refugia en los locales del centro, y nosotros esperamos pacientemente -al menos yo- a Don Luis, el hermano de Adrián y mayor comprador de maíz por aquí.
Las gotas caen con velocidad y tintan el pavimento de gris oscuro, lo que encuentro relajante, el sonido del choque acuático contra lo sólido consigue calmarme y de alguna forma hace que me relaje considerablemente, en comparación a la negatividad con la que desperté, me siento mucho mejor.
Tadeo por su parte, con el cabello aplastado por el agua y temblando del frío, parece estar al borde del colapso nervioso.
—¿La camioneta tiene calefacción?
Le miro bien, tal vez no fui la única que se levantó de mal humor, y ciertamente mi amabilidad no fue mostrada luego de que Inar, casualmente me comentara lo que pensaba el rubio de mí desde que llegó.
"—Es que él cree que eres un poco rara y retraída."
Yo, rara.
Es decir, con Tadeo fui amable. ¿Pero rara?
Me ha tocado la fibra rencorosa.
—De milagro tiene frenos. —Contesto con una sonrisa y él frunce el ceño. Si, si tiene calefacción. Pero no, no se lo diré.
—De verdad que tienes que ser bipolar.
Estoy a punto de contestarle que se lo ha ganado, pero la alegre voz de Don Luis me interrumpe.
—¡Muchacha! ¿Qué haces ahí en el frío? ¡Pasa, pasa!
Don Luis abre la puerta de su local y se hace a un lado, llevo alrededor de ocho meses viniendo a entregar el maíz y aun así, nunca me canso de deleitarme visualmente con el interior de la tienda.
Los colores arropan el lugar como una manta cálida, te produce una sensación de comodidad, azul celeste, amarillo pastel, lila, rosa claro y una tocada de madera oscura y trazos blancos con relieve, hasta ahora he dibujado bosquejos de la pequeña panadería/pastelería, pero no tengo las acuarelas para darle crédito a tan linda obra.
—¿Gustan de un chocolate? No sé de dónde ha salido esta lluvia, no debería llover sino hasta diciembre. ¡Y a lo mucho una vez! —Se acerca a nosotros con unas tazas de porcelana, son las favoritas de su esposa, ella una vez me lo comentó, esas que llevan las flores chinas esculpidas.
Los dos asentimos y para cuando tenemos la bebida en mano, noto como Tadeo parece estar experimentando la presencia divina con cada sorbo del chocolate.
Suprimo una risa. —Muchas gracias, Don Luis. El cargamento que le encargó al señor Adrián está en la parte trasera de la camioneta, si quiere, en lo que baje la lluvia se lo traemos hasta acá.
—¡Oh, no hace falta, Alvanita! ¡Mi hermano tiene excelentes voluntarios! —Suelta una risa amable y las esquinas de sus ojos adquieren arrugas.
A pesar de que es el hermano de Adrián, son muy distintos físicamente, por su parte Don Luis es bajo y regordete con el cabello apenas canoso y los ojos más oscuros, la única similitud sería el tono de su piel, un moreno oscuro.
—Hace unos días, ha venido el hijo de un viejo amigo en la ciudad, me está ayudando en la tienda y pues...—Baja la voz, haciéndome su cómplice. —Se ha convertido en mi mula de carga.
Don Luis suelta una risotada y Tadeo que no ha estado escuchando nos mira asombrado, imagino que calculando desde hace cuánto estoy aquí como para tener tan buena relación con todos.
Dejo mi taza en la mesilla una vez que termino, afuera sigue lloviendo a cántaros, los vidrios están salpicados por gotas pequeñas y el grisáceo es anormal para ser apenas de tarde. El establecimiento está cerrado por hoy pero si hubiese abierto, estaría abarrotado como de costumbre.
—Bien, deja llamar al chico, no creo que el voluntario nuevo quiera volver afuera. —Mira a Tadeo y este se hunde en su asiento, declarando una negativa no dicha.
Sonrío. —Él es Tadeo, y no estaría así de empapado de no ser un obstinado de primera.
El rubio voluntario quería cargar todo el maíz por sí solo, bajo la lluvia, dejarlo en la puerta e irse, no le dije nada porque sabía que no podría con los sacos sin ayuda, duró veinte minutos en rendirse y en que yo le hiciera molestar más, declarando que dañaría los asientos de la camioneta si se subía empapado.
Podríamos decir que era una venganza por andar de chismoso con Inar.
¿Yo rara? Já.
No es como si me importase lo que Inar pensara de mí, creo...Pero tampoco veía de muy buena educación andar diciendo que era una extraña, loca parlanchina de los animales. Claro que Inar me dijo sus exactas palabras luego, luego de él tratar de endulzar la situación.
Don Luis desaparece por el pasillo, este que da a la entrada de empleados. Hay panecillos amarillos con glaseado de azúcar en la mesilla y cojo uno, mordisqueándolo en silencio, acción que Tadeo imita.
Le miro. —¿Verdad que esto es mejor que dejar las cosas en la puerta no?
Me mira mal, pero puedo ver el brillo de broma en él. —Supongo que está bien —Dice, encogiéndose de hombros, no aceptando para nada que tengo la razón.
Sonrío, lista para tomar otro bocado de la delicia de azúcar, el panecillo sabe a maíz, mantequilla, azúcar y amor de la señora esposa de Don Luis, pero me atraganto.
Empiezo a toser como si mi garganta se hubiese cerrado, abro los ojos más de lo normal y el corazón se me acelera, siento como Tadeo se yergue en el silloncito y me da palmadas en la espalda.
El reconocimiento, desconcierto y alarma se apoderan de mi mente y cuerpo.
Don Luis con su regordeta figura llama a su esposa a gritos para que ayude.
En medio del caos, el rubio pregunta. —¡¿Alguien sabe hacer la maniobra de Heimlich?!
Y la verdad es que no tengo nada atorado en la garganta, ya ha pasado, la incomodidad del dolor sigue ahí pero he tragado, aun así siento como si me desmayara.
Estoy temblando, una gota de sudor frío corre por mi frente y sí.
Tal vez ya me estoy desvaneciendo.
¿Por qué?
Pues justo detrás de Don Luis, hay un hombre.
Alto, cabello oscuro, ojos cafés, nariz medio ancha, quijada marcada, cejas gruesas pobladas y el rastro de barba de días
Alguien a quien conozco a la perfección.
Damián Manosalva está a menos de tres metros de mí.
Después de un año entero evitándolo.
¿Cuál fue mi reacción?
¡Pues caer al suelo por un desmayo, claro!
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