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Capítulo 4

Con la constante mirada de Inar en mi espalda le entrego los girasoles restantes a Galileo, él me sonríe mientras me ofrece el pago extra, habla un poco conmigo en el lenguaje de señas, aun me cuesta captar rápidamente lo que me dice pero me enorgullece poder comunicarme con él. Creo entender una disculpa por haber olvidado que necesitaba girasoles.

Le quito importancia com un gesto. No se si consideraría a Galileo un amigo, pero es de las pocas personas con las que establezco una conversación desde que estoy aquí.

Es un chico muy trabajador, y de los pocos conocidos de mi edad, su limitación va de la mano con mi ocasional timidez y es muy agradable para pasar el tiempo.

Sus rulos castaños claros se mueven cuando asiente y una pequeña sonrisa toma posesión de mis labios como despedida cuando se dispone a acomodar en los recipientes los coloridos ejemplares, su floristería es una cosita diminuta de apariencia bohemia, que no solo le da belleza al lugar sino que también emana alegría para cualquiera que la mire al pasar.

Decido hacer mi camino hacia la pick-up al mismo tiempo que Inar cambia las estaciones de radio en el reproductor antiguo del vehículo, una pegajosa canción de moda chilla en la cabina y me obliga a arrugar la nariz, expresión que he adoptado como desagrado.

Él solo me mira divertido. —¿Qué? ¿No te gusta el género?

Y si bien decido no responderle, estiro la mano desde mi asiento para bajar el volumen, en el instante que Inar pretende hacer lo mismo.

Sus dedos rozan los míos, es apenas una caricia perceptible pero lo suficiente como para que los vellos se ericen por el toque inesperado. Aparta rápidamente la extremidad y consigo, lentamente bajar el tono de la música.

Un silencio nos absorbe a ambos, pero lo agradezco, parece necesitar estar en constante habladuría.

Alrededor de veinte minutos, la calle principal se divisa por entre los pinos en la carretera, un sinfín de verde abrazando las vías. Inar observa todo por la ventana, pareciendo absorto, y aunque estoy a gusto con el ambiente en este momento le pregunto:

—¿Estás bien?

Por el rabillo del ojo puedo ver que ha abandonado la posición cerca de la ventana y ahora su vista está en mi perfil.

—¿Por qué preguntas?

Vamos que le dije que no éramos amigos, le traté mal y ahora me siento de la mierda porque está callado. Aun así no le diré eso.

Levanto una ceja, casi riendo por la pregunta para que no piense que me importa.

—¿Tal vez porque desde que llegaste no puedes mantenerte callado y de la nada ahora estas mudo?

Eso logra que él sonría. —Entonces extrañas que hable contigo.

—¿Qué? ¡No! Solo estoy siendo amable.

—Mhmm, convéncete a ti misma de que no te caigo bien. —Dice guiñando.

Suelto un bufido. Esto me gano por andar hablando. —No me agradas, no es algo de lo que tenga que convencerme.

—Auch, volvemos con la mala actitud.

Suspiro pero me arrepiento, la verdad no sé porque adopto este comportamiento con el nuevo voluntario, siento que debo estar a la defensiva, no quiero que me conozca, no quiero que me agrade, no quiero acostumbrarme a alguien, ni dar confianza.

Tampoco significa que deba ser una arpía con él, aunque no es como que su primera impresión fuera lo máximo y me haya tratado muy bien. Pero se disculpó, y no debería estar tan repelente.

Supongo que podría dejarle entrar al menos un poco, conversar temas superficiales. Cosas interesantes de mi pero...

No hay nada interesante que saber de mí, ya no.

—¿Deberías dejar que yo juzgue eso no crees?

Frunzo el ceño, porque no entiendo su pregunta, hasta que caigo en cuenta de que mi último pensamiento fue en voz alta. Mis mejillas adquieren un tono rojizo y sé que espera que le diga algo más pero no recibe una palabra de mí.

Alvana eres una imbecil.

—Hablé con la recepcionista, el bus está retrasado por cincuenta minutos, tendremos que esperar a que llegue.

Alvana se frota las sienes con fastidio para luego acomodarse en el asiento, está sentada en los bancos de espera y distraída desliza a largo de su muñeca un delgado brazalete de plata. Parece absorta en la acción, mientras acaricia los detalles de la misma es que puedo notar los dijes en forma de corazones que cuelgan.

Es algo que a simple vista pensarías que desentona con ella, un metal limpio y delicado en una chica de apariencia rústica con los cabellos salvajes y manchas de tierra por el trabajo rural, pero la forma en la que decora su piel y la pertenencia con la que toca el accesorio, hace que el brazalete se vea tan suyo como si se tratara de una extremidad.

Levanta la vista atrapándome mientras la veo, sus ojos son oscuros como el café que no ha sido colado, sus labios gruesos, carnosos y rosados contrastando con la palidez de su piel que es algo incomprensible para quien trabaja bajo el sol por largas jornadas, con la iluminación de las ventanas su cabello adquiere este tono claro de rojo/naranja que enmarca la redondez de sus mejillas, siempre con un ligero matiz sonrojado. Sé que se pregunta porque la sigo observando, sin embargo no soy capaz de parar.

—¿Por qué viniste aquí? —Pregunta, por la forma en la que lo hace, se refiere al viaje y no a la estación.

Dejo que mi cerebro procese por un instante lo que cuestiona. ¿Por qué vine aquí?  Un lugar a miles de kilómetros lejos de mi casa, un país distinto, cerca de todo menos a parecerse a una ciudad, de voluntario en una granja.

Y mi mente se transporta a las ropas negras, las rosas blancas, la lluvia torrencial, la mirada de todos a mí alrededor, los lamentos y la tristeza. Mis pensamientos viajan a los ojos de ella, apagados y rojos, a su sonrisa sutil y encantadora.

El corazón que se desboca en mi pecho, ese que ya está roto se agrieta un poco más, de pronto soy consciente de la humedad en mis ojos, del bajón de ánimo, del aire que no sabía estaba reteniendo.

Trago saliva, muy consiente de que estoy siendo tan honesto como puedo cuando digo: —Vine a comenzar de cero.

Treinta minutos después un autobús aparca frente a las instalaciones de la estación, varias personas lo abordan pues tal parece Elavec es un país muy turístico, sobretodo la pequeña ciudad capital de Olympia, Alvana extrae el móvil de su overol oscuro y se dispone a desbloquearlo, una foto de ella con un chico en la pantalla protagonizan el fondo, y aunque no se puede observar la cara de él, se ve su quijada en donde en su pecho yace ella con una diminuta sonrisa.

Ni siquiera se detiene a admirar la imagen, actúa más como en piloto automático. Arrastrando sus dedos por la superficie táctil del móvil, ninguno de los dos ha querido hablar, luego de su pregunta me he aislado por un momento, sin embargo me atrae a la realidad el solo enigma que ella representa.

Se da vuelta y yo actúo como si no acabara de ver por encima de su hombro. Se dedica a mirar la fotografía de un sonriente chico rubio en su galería de fotos, quien asumo es el voluntario, alzo la vista por entre el río de personas tratando de detectar una cabeza rubia como la de la imagen.

—¿Lo ves por algún lado? —Pregunta, sosteniendo el artefacto en lo alto de mi rostro para que sea capaz de hacerme una idea, pero niego con la cabeza.

No hay señales de él, pero una idea llega a mi mente. Recuerdo lo desorientado que me sentía esperando a la organización y como pensé que tal vez estarían en la entrada y no en la sala de espera al abordaje.

Jalo de la mano a Alvana quien por acto de reflejo se suelta de mí, pero trato de ignorarlo.

—Creo que debe estar en la entrada, seguro pasó antes y no lo hemos visto.

Camino a paso largo por entre las personas, dando zancadas, no es como si estuviese muerto de la emoción por ver otra cara desconocida pero la incomodidad entre Alvana y yo es demasiado palpable.

Y no tengo idea de que la causa en primer lugar...

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