Capítulo 2
Aunque mis planes fueron interrumpidos, logré mi ansiado baño luego de mostrarle su habitación al nuevo voluntario. Me parecía curioso como había cambiado su actitud altanera, a una tímida mientras le explicaba cómo ubicarse por los pasillos.
—¿Y los encargados? —Había preguntado, extrañado de no tener una presentación formal.
Me encogí de hombros. —Seguro verás a Tania y Adrián en la cena, en el día todos estamos ocupados.
No había dicho nada más, pero tampoco le di mucho tiempo, dejándolo solo en su habitación mientras me iba a la mía.
No tenía ánimos de conversar con él, o con nadie mejor dicho, estaba cansada, hambrienta y también un poco triste. Era imposible no pensar en mi hogar de vez en cuando, tal vez el hecho de que alguien nuevo haya venido de voluntario me recordaba mi primera vez aquí. Huyendo, huyendo durante dos años, tratando de superar algo que no dejaba de encerrar en un cajón en el fondo de mi mente.
A la hora de la cena camino mas relajada a la cocina, la comida de Tania siempre logra animarme, el sonido de los pájaros ahora es reemplazado por el de los grillos y el silencio de la noche.
Sin duda una de las cosas que me convenció de quedarme en la quinta de los Rosales fue el ambiente, pues me encontré enamorándome de cada espacio y de la calma que lo acompañaba.
El sonido estruendoso me hace detener el paso apenas me acerco al marco de la sala. Tania está apoyada de la isla de cerámica y la tapa de una olla yace en el piso de madera.
—¡Tania! ¿Estás bien?
Corro hacia ella tomándola del brazo, asiente pero se nota lo pálida que está, con el cucharón aún en la mano y el delantal con ilustraciones de tacitas.
—Solo fue un mareo, Alvanita.
—Un mareo solamente no te pone así. Ven, siéntate, por favor. —Suelta un bufido pero se deja guiar hasta las sillas, lleno un vaso con agua y se lo entrego mientras recojo la tapa que se cayó.
—No tienes que exagerar, estoy perfectamente.
Miro mal a la pelinegra. —Tania es que eres una testaruda, debes de ir al médico pronto, últimamente te pasa esto mucho.
Hace un gesto con la mano, restándole importancia. —Es que se me ha bajado la tensión es todo.
Esa excusa para todo, y no le insisto, porque aunque no lo parezca, no quiero molestarla. Me preocupo por la mujer como si fuese mi madre, más no quiero que piense que soy una entrometida.
—¿Qué tal si te recuestas y yo preparo la comida? seguramente a Adrián le encantaría pasar más tiempo con su esposa ¿no crees?
Tania se ríe y por un momento el corazón se me calienta, es de esas mujeres adorables que provoca abrazarlas siempre. Se bebe el agua de un tirón y como si me hubiese escuchado, Adrián, su esposo, entra en la cocina con una canasta de manzanas, seguramente de la recolecta de esta tarde.
—¡Alvanita! Traje manzanas para que me hagas unos de esos pasteles que tanto me gustan.
Le sonrío, Adrián tiene el cabello blanco y la piel morena, sus ojos almendrados son honestos como los de Tania. Deja la canasta en la encimera y aprovecha para rodear a la mujer con un abrazo, dándole un sonoro beso en la mejilla, ella por su parte extiende el brazo, propinando un jocoso golpecito en el hombro.
—¡Sabes que el doctor te prohibió el exceso de azúcar, Adrián Rosales!
El viejo hombre sonríe con picardía, plantándole otro beso a su esposa, esta vez en la frente. —Un pedazo de pastel no puede matar a nadie.
Ella suspira con fastidio fingido intentando ocultar la sonrisa que se abre paso por sus mejillas.
—Vale, vayan a descansar mientras hago la cena y el pastel. —Los empujo a ambos con amabilidad, Tania deja su delantal en la barra. —Todos sabemos que esta terca mujer no quiere ver el descanso.
El moreno se ríe. —¿Querías impresionar al voluntario nuevo, mi vida?
Las mejillas de su esposa se tiñen de carmesí, pero me brinda una mirada de agradecimiento. —Gracias mi niña, Alvi.
Observo como abandonan la cocina hasta que la mirada se desenfoca en un punto en la nada, mi imaginación me hace crear un escenario donde Damián y yo tenemos una vida como la de ellos; Linda, pacífica y llena de amor.
Lo que hubiese podido ser posible si él me hubiese amado.
Pero no.
Quiero entrar, pero no lo hago.
Al llegar lo único que quise hacer fue recorrer toda la propiedad, pero me he acobardado cuando la noche ha caído, temiendo no encontrar mi camino de vuelta en la quinta. La propiedad es inmensa.
Alvana solo desapareció, y si bien la promesa de una cena me mantuvo alerta, mis tripas ya no podían seguir a la expectativa.
Estaba abochornado por mi actitud temprana, no pensé que a penas en mi primer día ya tendría que corregir mi comportamiento, pero aquí estoy. Sumándole a eso, espiar detrás de la puerta como un crío.
Este no era mi plan de acción al viajar fuera de Alemania, no esperaba terminar en un voluntariado y menos cagándola al primer día. Elavec me resulta extraño hasta ahora, lo poco que he visto. Parece irónico que me sienta aún más perdido que en mi país natal.
Entrar al voluntariado en línea fue una idea desesperada, necesitaba dar paso atrás en mi vida, tomar fotos, relajarme, tratar de ocupar mi mente el algo distinto.
Nada mejor que alojamiento y comida gratis a cambio de que brindes ayuda unas horas al día en un lugar tan peculiar como este.
Pero ahora cuando salgo detrás del umbral, y veo como la castaña se encuentra perdida en sus pensamientos, recuerdo la forma triste en la que vio a la pareja de ancianos y me pregunto por qué luce como yo, cansada emocionalmente.
Si no la vieras como ahora nunca pensarías que sufre, con esa aura de frescura, rudeza fingida y felicidad que emana, hasta que sus ojos se nublan, y sin darse cuenta derrama unas cuantas lágrimas. No debería estar analizándola. No debería creer que porque la vi en un momento vulnerable la conozco. Solo soy un extraño.
Tal vez debería hacer algo, decir algo, quiero intervenir pero puedo ver (o creer) que necesita estar sola.
No puedo ir a hablar con una desconocida y preguntarle por qué llora, así reconozca ese estado tan bien sin necesidad de conocerla.
Porque yo también estoy así.
¿Quién lo diría? No soy el único queriendo escapar de sí mismo.
Tarareo una canción para distraer mi mente, mientras coloco los tomates cocidos en la sartén, el olor a aceite de oliva impregna el ambiente y me obliga a cerrar los ojos de placer gracias al aroma, la comida sin duda posee ese sentimiento terapéutico en mí.
Muevo los lazos de pasta en una olla de agua hirviendo con sal, la cena está casi lista, así que me encargo de pelar y cortar las manzanas para hacer el pastel de Adrián.
Me giro para buscar el azúcar en la alacena cuando la figura del voluntario nuevo se abre paso por entre el muro de la cocina, haciéndome dar un salto, por poco tirando el cucharon al suelo, suelto un pequeño grito mientras llevo la mano al pecho.
—¡¿Qué haces ahí parado como un fantasma?!
Me brinda una sonrisa, una que me hace fruncir el ceño. Es el tipo de mueca espontánea pero tímida, la cual no llega a sus ojos pero es suficientemente cautivante, remuevo el sentimiento incómodo que se apodera de mí, me recordó al alguien.
De repente, ya no tengo ganas ni de verlo a la cara.
—Pase por aquí y te vi cocinando... ¿Quieres ayuda?
Me ocupo tomando la canela y el azúcar, evitando contacto visual. —Si puedes revolver la salsa para que no se queme, te lo agradecería.
Parece contento porque hace lo que le digo con la misma sonrisa y en silencio. Cuando termino con las manzanas puedo ver que ya ha apagado la olla y se encuentra recostado en la barra de la cocina, observándome con detenimiento, levanto una ceja.
—¿Te molestaría que te preguntara por qué estas cubierta de pintura?
Me echo a reír, obviamente no estaba admirando tu figura, Alvana.
Debo parecer una loca con todas estas manchas en el overol, aún así me encojo de hombros, negando la idea de que pueda avergonzarme.
—¿Te molestaría que te preguntara por qué de la nada ahora no eres un idiota maleducado y arrogante?
Él jadea colocando una mano en su pecho a modo de broma.
Inconscientemente levanto los labios en una sonrisa, pocas personas toman mis comentarios con humor antes de conocerme, normalmente soy "Sarcástica y ácida."
Pero Inar baja la mirada luego de eso, con una mueca de pesar y mi sonrisa cae, automáticamente me siento como una imbécil por tratarle así cuando solo me hizo una pregunta.
Nerviosa, apilo los trozos de manzanas en la base del pastel y suelto: —Me gusta pintar, no me doy cuenta del desastre sino después de que todo este chapoteado.
Percibo como cambia su peso de una pierna a la otra, me giro con la bandeja para meterla en el horno y me detengo un poco para verle. Tiene una increíble mirada clara, entre amarillo y verde un tono poco usual en el iris de alguien, por el efecto de la luz de las bombillas parece un rayo de sol artificial.
Me da la impresión de que me analiza, frunzo el ceño.
—Pintar...¿Qué pintas?
La pregunta me saca de balance, creo que mis manos tiemblan cuando mi mente pasa las imágenes de mis obras estos últimos años.
El retrato de Damián llega a mi mente, los lugares que visitamos juntos, nuestras manos entrelazadas y hasta el contorno de su boca, la que humedecía antes de besarme, todo lo que he capturado en lienzos, papeles, libretas y...
Niego, me obligo a exhalar, estoy a punto de contestar una banalidad para no quedar como una tonta cuando el grito del voluntario me saca de la burbuja.
—¡Mierda!
Sostiene su mano con desesperación y la sopla violentamente, sigo la vista desde la orilla de la cocina en donde las hornillas siguen echando humo y rió. Inar me observa como si estuviese loca.
—¿Cómo puedes reírte? ¡Me acabo de quemar la mano!
Dejo la bandeja en la barra central y abro el grifo del agua. —¿Cómo no reírme ah? ¿Quién es tan torpe para meterle la mano a una hornilla caliente?
—¡No la vi, estaba apoyándome!
Giro los ojos pero tomo su mano y lo empujo al grifo, dejando que el agua fría caiga en ella por montón, da un respingón pero luego se relaja, sin embargo mi sonrisa es ancha.
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