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La presencia de tantos monstruos juntos nos dejo a todos paralizados. Ni siquiera mis hermanos parecían recordar su entrenamiento en esos momentos. En esa ocasión fue mi turno de actuar, los jalé a los dos hacia atrás de las ropas, pero no habíamos dado ni dos pasos cuando el suelo explotó justo en el lugar en el que nos encontrábamos. La mesa salió volando por los aires y la perdí de vista cuando mi cabeza chocó con el piso debido a mi caída. En la confusión que prosiguió, intenté levantarme, mirando cómo una de las bestias sacudía las espinas en su espalda y nos bañaba en polvo y escombros. Mis manos temblaban y me hacían caer en cada intento. 

Todo era caos. 

Los cazadores corrían de un lado a otro, buscando armas o ya preparados con ellas para atacar. Pero era inútil. Los monstruos los lanzaban en el aire como si fueran mosquitos. Yareth y Yuma seguían a mi lado, hablando a gritos, pero yo tenía los oídos tapados y todo lo que podía escuchar era un horrible pitido agudo. 

Las brujas y el brujo jóvenes salieron corriendo por la puerta gritando algo al grupo que iba con ellos. Andra me dio una mirada dura con sus ojos rojos antes de seguir a sus amigos a través de la puerta de la vecindad. El anciano vaquero se quedó de pie y cuando una de las criaturas le lanzó un zarpazo, lo esquivó como si nada. Con movimientos ágiles y delicados se alejó dando vueltas de carro. Sus rasgos se distorsionaron y a sus dedos le salieron garras.

—¡Bruno!—gritó y desde la calle llegó corriendo un enorme lobo gris que atacó a una de las criaturas. El anciano comenzó a cambiar con más rapidez y de un segundo a otro era un jaguar gigante en cuatro patas que le rugía a la misma criatura que el lobo atacaba.

No pude seguir mirando, pues el monstruo frente a mi me encontró cuando intenté ponerme en pie de un salto. Las pupilas de sus ojos se dilataron al verme. Yareth estiró mi brazo para levantarme después de mi intento fallido y luego Yuma tiró de mi otro brazo para que retrocediera con ellos a un lugar más seguro. 

Como en cámara lenta vi el miedo en los Sánchez al darse cuenta de que tenían al enemigo en el corazón de su hogar, el dolor de quienes presenciaban como sus hijos, hermanos o padres eran cortados en pedazos, destripados de un zarpazo o molidos contra el suelo de un golpe. El alarido de una voz conocida nos hizo girar la cabeza al mismo tiempo. Vimos a Sabina en las manos de una de las criaturas. La anciana luchaba, lanzando golpes certeros con su bastón. Hubiera matado a un humano, pero no a esas cosas. Tres cazadores, muy seguramente sus hijos, disparaban, cortaban y golpeaban a la criatura. 

Sus esfuerzos fueron en vano. Cuando otro grupo dirigido por Ámbar se acercaba, el monstruo metió la cabeza de la anciana en su boca y la cerro. Todos los cazadores terminaron bañados en la sangre de su matriarca. 

Creo que solté un grito horrorizado, pues me resultó una escena demasiado familiar. Había pasado lo mismo. Lo recordaba tan bien. El grito de Tonallí que cesó de un momento a otro. 

 Y entonces, entre todo el caos capté la rabia de los ojos de Bilal, no contra mí, sino contra los monstruos. 

Estaba en el suelo, con uno de los monstruos sobre él. Zeke estaba en el lomo de otra criatura, con una daga en alto y buscando un punto débil entre aquellas espinas.

Uno de mis hermanos me agarró de la mano y jaló de mi. Yo no podía despegar los ojos de Bilal y la forma en que lanzaba un grito y con una mano en alto, lanzaba al monstruo tres metros en el aire y este caía sobre Zeke y su monstruo. El golpe fue inútil para ambas criaturas, por que solo segundos después ya estaban levantados, buscando nuevas presas.

Zeke se había perdido en el aire entre sombras y en un segundo apareció junto a Bilal, agarrando una herida en su brazo, la tela blanca de su camisa se llenaba de sangre más rápido de lo que lo había hecho la noche anterior.  Bilal se levantó, sacudiéndose y escuchando lo que le decía con el ceño fruncido su compañero. 

Los perdí de vista cuando la bestia frente a nosotros dio un paso en nuestra dirección, pero ya estábamos subiendo las escaleras. Despegué los ojos del caos y miré a mis hermanos, pero solo Yuma estaba frente a mí y quien me jalaba de la mano era Kevin. Al echar un vistazo sobre mi hombro y encontré a Yareth, en un estado de shock parecido al mío.

—¡¿A dónde vamos?! — pregunté por sobre el ruido.

—¡Tienen que alejarse del suelo! —explicó Kevin. 

A pesar de lo acabábamos de presenciar, sus ojos eran sobrios. Parecía tener la mente despejada. 

—!¿Y qué propones?!—gritó Yuma—¡¿Quieres que volemos?!

 Kevin empujó a Yuma para pasarlo de largo y comenzó a guiarnos por las escaleras que había subido la noche anterior yo sola. 

—¿Qué haces? —quiso saber Yareth. 

Los gritos desde el edificio todavía se podían escuchar cuando Kevin me soltó y empujó la puerta que daba a la azotea, esta rechinó cuando la forzó para abrirla por completo.

—¡¿Qué esperan?!—gritó, apoyando su peso contra el metal. 

Esperó a que estuviéramos los tres en la azotea y luego cerró la puerta, con él al otro lado. 

—¡Espera!—corrí hacia la puerta y reprimir el impulso de gritar—, ¿Qué estás haciendo? 

—¿Qué? ¿Y ahora qué?—quiso saber Yareth. 

Kevin nos miró con intensidad.

—Escondan a su hermana, nadie puede saber sobre esos cuchillos.

La mirada salvaje en sus ojos indicaba que estaba ansioso por ir a pelear junto a su gente, pero estaba más apurado en ponernos a salvo. En ponerme a mi a salvo. Solo podía haber una razón.

—Conoces la leyenda—murmuré al comprenderlo.

Kevin miró desesperado por sobre su hombro, hacia el patio y su gente.

—Ellos parecen dispuestos a todo por esa información—cerró los ojos como si lo que estaba pensando le causara dolor—. Si la leyenda es cierta, debes evitar que los obtengan o cada ser vivo va a morir. Un evento de extinción masiva —soltó como si no pudiera creerlo—, ¿entiendes?

Lo sabía. No era necesario que me lo dijera, pero escuchar salir esas palabras, que me había estado repitiendo a mi misma. EL que saliera de la boca de alguien más, solo causó que sintiera un escalofrió.

—¡Tienen que irse, ya!

Negué con la cabeza, no podía decirle que viniera con nosotros, él se quedaría a pelear por su familia. Él era bueno. Una persona que estaba anteponiendo a mis hermanos y a mi—si eso significaba salvar al mundo—por sobre su familia.

—Gracias, Kevin. 

EL sonrió débilmente. Pasó su mano a través de los barrotes y la cerró en un puño. Dudé un momento, pero estiré un puño hacia él y lo chocamos. Un gesto simple, pero sentí que significaba mucho más que cualquier posible despedida.

—Gracias por todo—dije otra vez y él asintió, dando media vuelta para bajar por las escaleras, pero entonces regresó con la voz entrecortada y una mirada aún más intensa que antes—. Una cosa más, no confíes en la serpiente. Él no es tu amigo.  

Me quedé pasmada mirando que se iba sin darme oportunidad de replicar. ¿Nao no era mi amigo? Él no lo conocía. No había manera alguna de que supiera cómo era Nao. Mis hermanos parecían confundidos cuando me giré para mirarlos, pero ninguno se atrevió a pronunciar palabra, tampoco les di la ocasión. 

—¡Rápido!—dije al pasar junto a ellos.

Decidí que era mejor no pensar en las palabras de Kevin, ni en Nao en ese momento. No cuando el sismo estaba aumentando y los gritos de la gente se volvían cada vez peores. A lo lejos podía ver nubes de polvo elevándose hacía el cielo. Eran edificios caídos y eran tantos que me temí que ese se convirtiera en un día de luto para todo el pías.

Yuma soltó una maldición y se llevó las manos a la cabeza. Yareth apretó las manos en puños y me miró, como si no pudiera creerlo.

Tomé una gran respiración y la solté por la boca lentamente, luego corrí por la azotea y salté al otro lado del callejón. No me costó ni el más mínimo esfuerzo, nada comparado con la noche anterior. Incluso mis hermanos podrían seguirme; si estaban en forma no les iba a costar seguir el paso. Yareth rodó sobre sí mismo poco después de Yuma, y cuando los dos estuvieron en pie corrí, guiándolos por un camino que había descubierto la noche anterior. Sus pasos poco a poco se fueron quedando a mis espaldas y fue hasta que llegué a la calle que miré sobre mi hombro, encontrándolos corriendo lo más rápido que podían.

—¡Eda! —gritó Yareth con todas sus fuerzas—¡Espera!

Los vi correr para intentar alcanzarme y yo pensé que era el momento de decirles que allí nos separábamos, pero ninguna palabra alcanzó a salir de mi boca porque desde el cielo cayó una sombra entre nosotros. Yuma y Yareth se frenaron en seco y los tres observamos cómo se incorporó. No era una sombra, era un hombre con alas hechas de oscuridad vaposora. 

Zeke se paró derecho a dos metros de mí y me miró como si quisiera aplastarme. Detrás de él, otra sombra se hizo presente. Bilal. 

Los dos tenían unas enormes alas sobre sus espaldas, pero en un abrir y cerrar de ojos habían desaparecido convertidas en humo negro. A mi mente llegó la silueta de una cola dos noches atrás.

Miré a Yareth con los ojos desorbitados y él parecía decirme: Te lo dije, te lo dije. 

Sí. Él tenía razón.

Eran ángeles caídos.

Eran demonios. 

—¡Se acabó! —sentenció Bilal mirándome con rabia—, ¡vendrás con nosotros, Edahí Coralillo! 

Zeke, que estaba más cerca de mí, se acercó, pero cuando un cuchillo pasó rosando su cara se detuvo en seco. Yuma todavía tenía la mano en alto cuando lo miré. El cuchillo de cazador se clavó en una antena satelital de la azotea, a unos centímetros de mi cara. A pesar de sus intenciones, fulminé a mi hermano con la mirada.  

—¡No te acerques a ella!—dijo, sin notar mi reproche. 

Los cazadores teníamos un lema. No atacábamos sin razón, ni matábamos sin honor. Había razón y habría honor. 

Yuma había escogido pelear. 

Bilal se giró hacia mis hermanos, pero Zeke no despegó sus ojos de mí. Desenfundé los cuchillos de caza de mis muslos y los puse frente a mi cara. 

—Usa tu fuego—dijo Zeke secamente—, con esa pose altanera no vas a lograr nada. 

Arrugué el rostro, preguntándome cómo era que solo una noche antes, cuando me había mostrador una sonrisa que me resultó bonita, embriagante, me sentí tan envuelta en su encanto.

Me lancé, llevando el filo del cuchillo horizontalmente hacia él. Lo esquivó grácilmente, pero yo ya estaba dejando caer el otro hacia su pecho. Lanzó mi mano lejos de él con un golpe que dolió hasta el hueso. Alcancé a rasguñar su mano y un chorro de sangre resbaló por su piel. Miré atentamente las gotas rojas. 

Los dos nos quedamos parados, en seco, mirando la herida. Entonces él llevó el dorso de su mano hacia su cara, y sin dejar de mirarme lamió la sangre, llevándose todo rastro con su lengua. 

—Si querías más—dijo seriamente—, solo tenías que decirlo.

Levanté los ojos para mirarlo, me observaba con desdén. Solo que...no, no era desdén. 

Miré como los rayos parecían ser tragados por su cabello oscuro, la forma en que sus ojos azules parecían brillar con una ansia salvaje. Había visto esa misma mirada solo unos minutos antes, en Kevin. 

Demasiado tarde lo entendí y mi comprensión probablemente se vio reflejada en mi rostro. 

Yo era la presa. 

Me pateó en el pecho y di dos pasos tambaleantes hacia atrás. La mitad de mi pie quedó en el aire y miré hacia abajo en la calle. El mercado estaba varios metros por debajo, por suerte nadie podía vernos desde allí por las carpas que les tapaban la vista. 

Sentí un viento dirigiéndose a mi cara y cuando me agaché para esquivar otra patada de Zeke, perdí el equilibrio y la mitad de mi cuerpo quedó en el aire. Solté uno de mis cuchillos, que hizo una trayectoria hacia abajo y rebotó sobre una de las carpas.  

Solté un grito de sorpresa y me incorporé. Zeke me agarró del cuello de la camisa y me levantó en el aire como si yo no pesara nada. Tal como la noche anterior mis manos se aferraron a la suya, pero la diferencia era que esta vez no me importaba caer. Pateé hacia él, haciendo palanca en pecho y clavé mi cuchillo restante en su brazo.

—No creas que te debo nada—le solté entre dientes.

Sentí el cuchillo atravesando la carne y el hueso cuando hice más fuerza. Él soltó un quejido, luego apretó la quijada, mirándome con enojo. El agarre en mi cuello se fue haciendo más débil, hasta que de un momento a otro, me soltó. Traje mi cuchillo conmigo cuando mi trasero golpeó contra la orilla, solté un grito y manotee en el aire, pero no pude mantener el equilibrio. El mundo comenzó a ponerse de cabeza y una sensación vertiginosa me invadió.

Escuché que mis hermanos gritaron mi nombre, pero no pude ver que hacían o dónde estaban, porque solo podía ver como Zeke se agarraba el brazo y abría los ojos como platos al verme caer. Se echó hacia adelante, estirando la mano y sus dedos se cerraron cerca de los míos, pero mi cuerpo ya había caído.

Vi todo dando vueltas y viniendo hacia mí. Cerré los ojos y me hice bolita en el aire. Me precipité rápido hacia abajo y caí sobre la carpa junto a mi cuchillo, pero mi caída no se detuvo allí. La carpa cedió bajo mi peso, se desgarró y terminé golpeando una superficie acolchada. Era una mesa repleta de montañas de ropa de segunda mano. Los gritos de la gente se elevaron en el aire y lo hicieron con más fuerza cuando la mesa también cedió. Vi a varias chicas y mujeres con niños echándose para atrás después de verme. 

Todo el aire salió de mis pulmones y mi visión se volvió oscura a momentos.

Me tomó varios intentos respirar de nuevo. Tosí ante la sensación de pesadez física en mi pecho. Solté un alarido de dolor por los pobres músculos de mi espalda y piernas. Cuando mi visión se volvió estable y clara, vi a Zeke.

Estaba inclinado sobre el borde de la azotea con el ceño fruncido y la mano hacia abajo, como si se hubiera congelado en esa posición. Eleve lentamente la mano en su dirección, mostrándole mi dedo anular.

Pasaron unos largos segundos en los que negó con la cabeza. La incredulidad estaba plasmada en sus facciones, seguramente decepcionado por mi capacidad de sobrevivir a la caída. Pero entonces mi corazón de se detuvo por un momento, porque me pareció ver que una sonrisa se dibujaba en sus labios, una sonrisa que prometía pesadillas y dolor futuro.

Se incorporó y segundos después pude ver cómo Yuma llegaba por detrás de él y comenzaban a pelear. 

Las personas me rodearon y comenzaron a llamar a emergencias. Mis ojos se encontraron con unos verdes que me miraron con sorpresa. Varias manos me ayudaron a levantarme y sentí algunos manotazos mientras me gritaban que había arruinado la ropa. 

—¡Quieta señora!—dijo alguien—, ¿No ve que es un ángel?

Reconocí la voz solo hasta que dijo lo último y busqué entre la multitud que me rodeaba. Pero él fue más rápido, envolvió sus brazos alrededor de mí y yo sentí el aroma a Petricor en su cabello.

—Allí estás—dijo Nao.

El peso de esas ultimas treinta horas cayó sobre mis hombros, todos de golpe. Ya no tenía que seguir contra corriente. Lo había encontrado. 

Lo abracé con fuerza y miré a los ojos verdes de Diana, parada detrás de él. Le di una sonrisa y ella vino a abrazarme también.


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