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capitulo 1. Al lado oscuro

**Al lado oscuro**

Voy a contarte una historia, una historia que lo cambiará todo... ¿Y si te dijera que todo lo que crees saber sobre esta isla y sus habitantes está mal? ¿Me creerías? ¿Y si te dijera que la definición de crueldad es algo que la mayoría de las personas no puede siquiera imaginar?

**Año 2026.**

La Asunción, Arismendi. Margarita, 5:30 a.m.

Desperté muy temprano. El sol aún no había hecho acto de presencia y las aves, al igual que mi esposo, descansaban en un profundo sueño. Me preparé para salir, y si todo sale bien, podré matar tres pájaros de un tiro.

Primero, correr 5 kilómetros desde el refugio hasta la plaza Luisa Cáceres de Arismendi, que es sin duda uno de los mejores lugares en toda la isla para visitar; pero iré no por lo que va todo el mundo, para mí será diferente. Hay un doble propósito: el primero, el café, un placer culposo desde que descubrí la cafetería que allí se encuentra; y segundo, cobrar una deuda, y así, tres pájaros de un tiro. Dejé la nota para mi esposo en la mesita de noche, tomé mi morral, la carta, mi teléfono, los audífonos y mi arma.

Una vez fuera, dejé sonar la playlist con "Julian Winding - Out Of Your Room", en lo personal, una gran canción que sirvió a su propósito de mantener mi ritmo.

La isla en los últimos años había cambiado mucho; cada vez hay más seguridad, más cámaras, policías en todas partes. Sin embargo, a nadie se le había ocurrido buscarnos aquí en el casco... una suerte. Pero una que podría acabarse en cualquier momento, debía actuar rápido.

Aceleré, imprimiendo fuerza a mis piernas, pasando del trote a la carrera; muchas de las personas que empezaban a salir de sus hogares se desdibujaban de mi campo visual debido a la velocidad. Para ese momento ya había comenzado a sonar "Julian Winding - Darkness Old Friend", justo al inicio de la batalla entre la mente y el cuerpo, donde estos piden que te detengas amenazando con dolor.

Pero esto ya no es importante para mí, ya que eso se convierte en entrega y mi cuerpo continúa tan ágil como siempre. Solo me tomó catorce minutos llegar a la plaza, justo al finalizar la canción.

El cálido sudor bajaba por mi espalda como una caricia con sabor a victoria y el frío solamente auspiciaba una mañana calurosa. Justo al otro lado de la plaza podía por fin ver La Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, o como le llamaban todos, "La Catedral".

Me detuve justo a la izquierda de la escultura de Luisa Cáceres de Arismendi, la cual, a diferencia de mí, observaba a perpetuidad la fachada de La Catedral. Luisa comparte plaza con Simón Bolívar, ambos rodeados de abetos, mangos y una arboleda; ahora, incluso en la penumbra, la escultura solamente pierde un poco de belleza.

Hermoso sin duda, pero condenado a un odioso lugar. Después de recuperar el aliento, atravesé la plaza a paso rápido hasta quedar frente al arco de la antigua casa parroquial, donde está inscrita la palabra «SPES OMNIUM CARMELITARIUM SALVE», que en simples palabras significa «Esperanza de todos los Carmelitas, te saludamos»; una frase dirigida a María Santísima del Carmen y no en menor medida, al Círculo.

Toqué la puerta y una de las beatas de la clave se asomó detrás en completo silencio.

—¿Quién está ahí?— preguntó dubitativa y su mirada fue desde la capucha de mi suéter hasta mis pies. Yo, levantando mi manga, le mostré el tatuaje con el escudo de la familia que tenía en la muñeca izquierda.

—Salve— le dije sin apartar la mirada. 
—Salve— me respondió, llevándose las manos al colgante del pecho con inseguridad y sin dejar de ver el símbolo de la familia. 
—Por favor, entre, el padre vendrá en un momento. 
—Llévame hasta él, no tengo tiempo que perder. 
—Bien, mi señora. Por favor, sígame. 
Pasamos el corto pasillo del salón del altar mayor; justo detrás estaba el padre Miguel Estrada, absorto en el escrito de su sermón para la misa de la mañana.

La beata aceleró el paso y se acercó al padre para anunciarle mi llegada al oído; la mano del padre, que sostenía la hoja, sufrió un espasmo que no me pasó desapercibido. Detrás del padre se exhibía una imagen de Nuestra Señora de La Asunción, flanqueada por imágenes de San Pablo y San Juan Bautista, lo cual hacía que se le viese muy acompañada.

—Salve, padre— le dije mientras le dejaba ver una sonrisa. El padre acudió a mi encuentro con paso apresurado. 
—¿Y qué trae a la mujer más buscada de toda Latinoamérica hasta este santo lugar? 
—La familia... en concreto, la deuda que la clave le debe a la familia. Ya va siendo hora de que sea cobrada. 
—¿Por ti? La clave no le debe pleitesía a usted— dijo, mirándome de arriba abajo. 
—Usted lee mucho, ¿cierto, padre?— dije mientras le dejaba ver una sonrisa cínica. 
—En una de sus lecturas debe haberse topado con la historia de esta ciudad, especialmente de lo sucedido dentro de estos muros.

Sabe... en 1817, Mesones había invadido la isla de Margarita, que desde 1816 había sido el bastión de los revolucionarios venezolanos. ¿Lo recuerda? Los margariteños, en gran inferioridad numérica, fueron empujados cada vez más atrás por las fuerzas de Mesones en su marcha a la capital de la provincia hasta aquí, La Asunción. Finalmente, ante tales circunstancias, los margariteños se atrincheraron en el cerro Matasiete, a las espaldas de La Asunción, para resistir a las fuerzas de este; la batalla fue sangrienta, digna de ser recordada.

Los españoles atacaron frontalmente, presionando a los defensores, y el mismísimo Ernesto Gómez desenvainó su sable y combatió a los españoles cuerpo a cuerpo. Las lanzas se quebraron, los mosquetes escupieron fuego y las bayonetas bañaron el campo con la sangre de los combatientes; así, pues, Ernesto, recibiendo varias heridas de gravedad en la batalla, vio a la muerte con sus ojos.

—Sé... sé a dónde quiere llegar, pero le repito que... 
—Silencio, padre, escuche.— Mientras desenvainaba mi navaja y la posaba en la garganta del padre. Su semblante pasó de la roja ira al blanco pergamino. 
—Lo que la historia no cuenta, padre...— dije en tono burlón, mientras le devolvía la mirada de arriba abajo.

Es que el mismísimo Ernesto Gómez fue parte de "La clave" y fue traído tras estos muros, y sus heridas tratadas aquí, en la sede de La clave; sin embargo, los españoles tenían ojos y oídos dentro de la ciudad.

Y bastó un pedazo de papel para que se enviaran asesinos por su cabeza. Una vez que lo encontraron, los asesinos no fueron sigilosos; fueron acabando con todo aquel que encontraron a su paso: niños, niñas, beatas, soldados... Uno de esos asesinos era la cabeza de mi familia, uno muy diestro para aquellos tiempos, y con sable y daga en mano se disponía a quitarle la vida al "padre regente de la clave". Tanto poder y un asesino lo tenía entre la espada y la pared.

—¿Qué irónico, no le parece así, padre?— le dije mientras presionaba un poco más la navaja. 
—En fin, ¿dónde había quedado? ¡Ah! ¡Sí! El padre rogó por su vida y dijo quién era y lo que era "La clave". Le ofreció algo al asesino, pero este, con la nueva información, rechazó la oferta a cambio de protección a perpetuidad para él y su familia; dejaría vivir al padre y acabaría con los asesinos, y contra todo pronóstico lo logró, salvando la vida de Ernesto en el proceso.

Desde entonces, el símbolo de la familia fue grabado en los muros de esta y todas las iglesias del país, y en cualquier lugar donde la clave hace de las suyas, como acto de celebración y recordatorio de aquel trato.

—Usted no pertenece a la familia— dijo con dificultad el padre. 
—Tiene un punto; aunque porto el escudo, es cierto que no nací en la familia. Sin embargo, fui acogida por ella.— Deslicé la carta hasta sus manos temblorosas. 
—Esta carta fue escrita en puño y letra por la actual cabeza de familia. Puede revisar, el sello de cera no ha sido roto.— Retirando el cuchillo de su garganta, al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa que dejaba ver mi dentadura perfecta. 
—Es usted el representante de mayor rango de la clave en la isla, la carta es para usted, léala.

El padre observó por un segundo la carta y apresuradamente rompió el sello de cera. Sus ojos ávidos recorrieron la carta de principio a fin y, frunciendo las cejas, me regresó la mirada.

—Muy bien, entonces requiere un pase. ¿Cuántas personas? 
—Solo una. Una niña— mientras le extendía una hoja. La dirección exacta de dónde se encuentra la niña y a dónde debería ser llevada, y claro, quién es la persona a quien debe entregarse. 
—Todo se encuentra escrito ahí. 
—Sol lucit omnibus— sentenció el padre, asintiendo con gesto afirmativo, al mismo tiempo que me invitaba al altar con un gesto de mano. 
—Perfectio quadri— dije en respuesta. 
Caminé hacia el altar y clave la navaja en el escudo familiar tallado en la pared. 
—La deuda está saldada.

Al salir de la catedral, me dirigí hasta la plaza y dejé escapar el suspiro, uno que había estado guardando por mucho.

Me puse en camino a la cafetería y, al llegar, ordené un café con leche oscuro. A medida que las primeras luces de la mañana se filtraban a través del frente de cristal y el delicioso olor del café inundaba la cafetería, sentí nostalgia por primera vez en mucho tiempo; me sentía segura, pero no a salvo. El viejo hábito de mirar por encima del hombro no desaparecía.

Los minutos pasaron y, durante ese periodo de tiempo, me dediqué a observar alrededor con todo detalle. La vibración de mi teléfono que descansaba en la mesa atrajo mi atención; el número de mi esposo encabezaba el mensaje: «Ya estoy aquí "M"». La complicidad rápidamente me arrancó una breve sonrisa y levanté la vista hacia la ventana de cristal; afuera, un Shelby GT plateado se estacionaba frente al local.

Una persona descendió de él con movimientos resueltos; para mí, era el hombre más hermoso que había visto jamás y, para mi dicha, aquel era a quien en la intimidad llamaba esposo. Debajo del costoso traje podía apreciar el susurro de su poderoso cuerpo y cada movimiento que él hacía era una invitación y una advertencia.

Nuestras miradas se cruzaron; no hubo sonrisas, aun así, el recuerdo de la última noche provocó que mordiera con suavidad mi labio inferior. Casi podía sentir la cadencia de sus besos en mis labios y, bajo la ropa, el calor de sus caricias. Él me pertenece y yo siempre le sabría corresponder, después de todo.

—Ven— dije en susurros a través de mis labios, mientras le apresuraba con un gesto de manos.

Se aproximó, haciendo gala de sus movimientos seguros. Se sentó frente a mí y su mirada me dejó ver que mi escape nocturno no le gustó mucho.

—Imagina mi sorpresa esta mañana al despertarme y no encontrarte en la cama; solamente encontrar esta nota que dice: «Te veo en esa cafetería a las ocho en punto». 
—Increíble— mofándome, le estaba sacando de quicio, seguro. 
—¿Verdad? Pero lo más increíble fue que al salir, me encontré con el representante de la clave en la puerta de la casa— dijo entre dientes, con un susurro amenazante. 
—Lo más extraño de todo fue que me mostró un pase de la clave, no tres. Solo uno para la niña— decía meneando la cabeza de lado a lado en clara desaprobación. 
—Puedo entender lo que te llevó a contactar a la clave; no quiero imaginar lo que hiciste para que aceptaran— inclinando su cabeza hacia mí y con un tono de voz lleno de cautela y preocupación. 
—Y ni siquiera quiero saberlo. Pero lo que no puedo entender es que me dejaras fuera de la decisión. Se supone que somos un equipo, se supone que siempre haríamos todo juntos y tomaríamos este tipo de decisiones tan importantes los dos. 
—Cariño, mira a tu alrededor; la isla ha cambiado; ya nada es como solía ser. Debemos adaptarnos a las circunstancias o perecer. ¿Lo entiendes? Será mejor y tendrá una vida mejor; ¿acaso no se trató siempre de eso? 
—Maldita sea, Katherine— mirando sigiloso a los lados mientras me miraba con rabia. 
—No debías haberlo hecho sin consultarme primero. 
—Supéralo, ya está hecho; ahora tenemos que escapar de la isla. ¿Entiendes? Se nos acaba el tiempo, solo así tendremos una oportunidad.

El suave ronroneo del teléfono logró sacarnos del trance. El número que leía en la pantalla del aparato me era desconocido y en el acto causó que frunciese el ceño. Me lo llevé hasta mi oído y atendí la llamada.

—Diga. 
—Montenegro, qué dulce placer escuchar tu voz. 
Esa voz... esa maldita voz la conozco de algún lugar. 
—Veo que reconoces mi voz. Te preguntarás cómo es que tengo tu número telefónico. Pero lo que debe importarte más es hacerte la pregunta: ¿quién te delató? 
Ahora te haces llamar Mariana Montenegro; sin embargo, sé bien quién eres... Katherine González, alias "Mariposa Negra", la peor criminal y narcotraficante que ha parido este país.

Un sudor frío bajó por mi espalda.

—Tú y tu acompañante tienen la opción de rendirse ahora; no por mi gracia, créeme. Si por mí fuera, hubiese dado la orden a los francotiradores hace dos minutos, pero bueno, los tiempos cambian. 
—¿Qué sucede, Kat?— preguntó mi esposo con semblante preocupado y pálido. 
—Se nos acabó el tiempo— dije en un susurro mientras le dedicaba una mirada. 
—¿Y bien? 
—Ven a buscarme tú mismo— le amenacé. 
—Que así sea— respondió en tono burlón.

Desarmé el teléfono y, para ese momento, mi esposo ya había sacado su arma; yo le acompañé en el gesto. Sin embargo, una serie de detonaciones de un arma atrajo nuestra atención; un disparo impactó en mi pierna y otro a mi esposo en la espalda.

Las personas dentro del local empezaron a gritar y a refugiarse, tirándose al suelo. Eso me permitió ver al atacante; era la mesera tras el mostrador. Mi esposo se puso a cubierto mientras yo accionaba el arma en dirección a la mujer, haciendo caso omiso del dolor de aquella bala incrustada en mi pierna. Aquella mujer se cubrió detrás del mostrador, lo cual me permitió avanzar hacia su posición.

Un segundo tirador que no había visto se dispuso a apuntarme, pero mi compañero le abatió, permitiendo que me concentrara en la mujer que se hacía pasar por una mesera.

Disparé el arma de nuevo a través del vidrio del exhibidor; un quejido me indicó lo que esperaba, le había dado. Me lancé sobre el mesón y la encaré; la mujer quiso apuntar en mi dirección, pero estaba preparada y, en tres rápidos movimientos, la desarmé. Sin embargo, ella tomó un mazo del mostrador y, con rápidos movimientos en arco, intentó golpearme.

Yo esquivé los primeros dos golpes; el tercero me impactó de lleno en mi guardia alta, y el siguiente golpe vino de una combinación que me dio justamente en las costillas, haciendo que perdiera el equilibrio. Sin duda, la mujer tenía entrenamiento militar. Respondí el golpe con una patada frontal a su estómago que la desequilibró, haciendo que se irguiera lo suficiente para que mi esposo pusiera una bala entre sus cejas. Volteé a verle, pero lo que vi me dejó de piedra; más de un impacto de bala se veía en su cuerpo.

No fueron hechos por los atacantes del local, sino por los francotiradores. Le vi desplomarse sobre el mar de cristales rotos, mientras en sus ojos veía cómo la vida se le escapaba y, como si de un niño se tratara, lágrimas salieron de sus ojos.

**Hora: 10:40 a.m. - Cafetería.**

Me encontraba caminando de lado a lado, mientras escuchaba las noticias de un televisor donde decían lo que estaba pasando en esos momentos; quería escuchar para saber qué ventajas podría tener. Pero por lo visto, no hay mucho que hacer.

**En la mañana del 5 de octubre se vive un momento tenso en toda Margarita; todo se encuentra parcialmente tomado y custodiado. El terror se vive en la capital, La Asunción; ahí, todo acceso al lugar ha sido cerrado. Francotiradores del GAE se encuentran en sitios estratégicamente seleccionados. En la plaza se encuentra la criminal más buscada de Venezuela y de toda América, quien se encuentra acorralada en un cafetín con cuatro rehenes en su poder. En la entrada de este yace el cuerpo sin vida de quien presuntamente se cree es Félix Rojas, alias "Can", uno de los criminales más despiadados de El Círculo. Esta información está aún a espera de confirmarse, ya que por las fuertes medidas de seguridad no hemos podido acercarnos hasta los oficiales...**

Apagué el televisor, ya no quería escuchar a esa reportera.

—Katherine, te habla el inspector en jefe del GAE, deja ir a los rehenes y sal con las manos en alto. Estás herida y te tenemos rodeada, tu compañero está muerto; ríndete y respetaremos tu vida... aún tienes la oportunidad de salir ilesa —dijo a través del megáfono. 
En lo personal, no estoy hecha para la vida en prisión; sin duda prefiero morir antes de pudrirme en una celda... Desde mi posición podía observar a los francotiradores y al inspector hacer señas al grupo táctico, dando la orden para que estos se acercaran lo más que pudieran a mi posición; mi derrota es casi inminente.

Pero tal vez, con algo de suerte, podría llevarme al inspector, así que apunté a su posición.

—Inspector, se ve que no me conoce. Yo nunca me rindo. —Disparé por la ventana hacia el agente; sin embargo, la herida me impidió siquiera acercarme a darle. Volví a cubrirme detrás de la pared y me senté debajo de la ventana que estaba al lado de la puerta. El cuerpo de mi esposo pude arrastrarlo hasta mi posición, le tomé la mano y le di un tierno beso, un último beso... el fuego corría por mis venas, seguía ignorando el dolor de mis piernas, sabía bien lo que debía hacer.

Pude observar a los rehenes: a la pequeña en brazos de su padre y a la pareja tras el mostrador. «No más sangre por hoy».

—¡Largo! ¡Pueden irse!—les ordené a todo pulmón, y ellos salieron como alma que lleva el diablo, gritando que no disparen. Esa palabra se repitió en la voz de los agentes apostados en las afueras del local. 
Sin la ventaja de los rehenes, el equipo táctico se acercó raudo; tomé aire y me persigné, dibujando en mi frente una cruz carmesí por la sangre de mi esposo y la mía que tenía en mis manos. 
—Te veré pronto, cariño—le dije a mi esposo. 
—Sal con las manos en alto.—

Escuché decir por megáfono al inspector mientras escuchaba al grupo táctico acercarse a escasos tres metros del local, moviéndose con pasos seguros, firmes pero cautelosos. Serené mi respiración y un recuerdo invadió mi mente.

Cuando solía ser solo una niña, mi madre me llevaba a asistir a clases de catecismo. Recuerdo que un día de esos me di cuenta de un hecho extraño... En el principio del tiempo, a la humanidad se le dio a elegir entre el pecado y la buena voluntad, pero la cuestión es: ¿por qué? Y más intrigante aún, ¿por qué la humanidad eligió pecar?

Ahora, con cierta edad, podría tener la respuesta a dicho enigma: "El deseo". Sí, el deseo es el culpable, pues es de esto que nacen las acciones. Qué cruel es la libertad.

La adrenalina se disparó, el dolor desapareció, salí de mi cobertura y pude accionar el arma. Tres disparos fue todo lo que había en el arma; así, los agentes respondieron y vi mi vida pasar ante mis ojos.

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