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Capítulo uno


✶ MINUTO 


Oscuridad...

Mi corazón golpeaba frenéticamente contra mis costillas de tan solo pensarlo. El nudo se estableció en mi garganta, convirtiéndose en lágrimas irremediables que se arrastraron por mi cara hasta escurrir desde el mentón.

Ardió en el interior de mi pecho.

El fuego disparó una innumerable cantidad de términos que no fui capaz de procesar a tiempo, pero bastó tan solo uno en especial para atormentarme.

De tener la fuerza, me habría reído de esa sola palabra: miedo.

Un minuto fue suficiente para que el mismo sol dejara de parecerme acogedor y se convirtiera en nada más que en algo así como un adefesio.

Sabía bien que la luz en la oscuridad no prevalecía por siempre y que a su causa, debería ser atesorada, pero empecé a verlo todo excesivamente deslumbrante al punto de sentir tan demoledor dolor ahí, concentrado en mi pecho. Todo por culpa suya.

Y nuevamente pensé. Luz, sinónimo de amenaza. No la mires, pues perseverará. Es del tipo de calor que sofoca, del que arde en las venas. El que termina llevándose todo.

Apreté los puños con fuerza, siendo consciente del dolor punzante cuando incrusté las uñas en la carne de mis palmas.

Gritos desenfrenados se construyeron en mi garganta y de alguna forma conseguí reprimirlos.

Miré a Ashton con vacilación.

La mancha se esparcía por su mano lentamente y con viabilidad. Supe que la sensación no era para nada agradable dado a que contraía los dedos como muestra de verdadero dolor.

«Ashton se va a convertir. Se lo llevarán. Él... Se irá. ¿Siquiera hay algo que pueda hacer?».

El pánico se incorporó en cada centímetro de mi cuerpo, inmovilizándome.

Poco después el suelo respiró, se movió tal y como una ola en el océano lo haría al principio de su formación. El sonido emitido fue similar a un siseo.

A mis costados la arena se sacudió y de pronto, un cúmulo salió despedido con igual apariencia a largas cuerdas que se extendieron hacia el cielo. Acto seguido cayeron bruscamente sobre Ashton, hundiéndolo en el suelo con la misma violencia, sumergiéndolo, llevándoselo consigo.

No me dio tiempo a reaccionar. La palabra «no» volvió a sonar amargamente entre mis labios.

Tampoco alcancé a tocarlo. Ni siquiera podía gritar.

Continué arrodillada, inmovilizada por completo.

Mis piernas, asumí que después de la anormal reacción consumada por el suelo, se enterraron en él. Súbitamente la brecha realizada en la tierra por el cuerpo de Ashton, se cerró como la herida de un demonio.

Tiempo después, empecé a escarbar hasta el punto en que sentí la arena clavarse como espinas en la carne debajo de mis uñas. Mi piel se ensució de negro e iba a peor, pues la arena continuó resbalando en cada mísero intento, rellenando lo poco que lograba cavar con mis dedos.

Nunca sentí tanto miedo en mi vida. El pánico también estuvo a punto de hacerme perder el control.

Por un minuto había llegado a pensar en la suerte que tuvimos de que Mango soltase la cortina sobre Ashton, impidiendo que la luz le rozara nada más que la mano. Al parecer no fue del todo benefactor. Sentí que en alguna parte me había equivocado porque Ashton ya no estaba a mi lado. Todo se me presentaba como una mala película de horror.

Cuando dejé de intentar, quedé inmersa en un silencio obstinado.

Me rendí y empecé a temblar.

Quise lanzarme al suelo y llorar, ahogarme entre los gritos aglomerados en mi garganta porque era lo único que me creí capaz de hacer. No podía más.

Sentí el frío acumularse en mi estómago e inútilmente me ordené serenar todos aquellos demoledores sentimientos, siendo algo así como una de mis costumbres, mas sólo por esta vez, no funcionó. Estaba conmocionada y muy aterrada. Tampoco me creí capaz de lograr pensar en ninguna otra cosa que no fuera rememorar la imagen de Ashton siendo llevado. Una y otra vez, mi cabeza rebobinaba el filme.

Respirar también se volvió pesado. Partículas de arena empezaron a levantarse del suelo como copos de nieve que en vez de caer del cielo, se dirigían hacia él. Así pude liberar mis piernas. Pero en seguida tuve que cubrirme la piel expuesta, porque cada vez que algún grano la rozaba, provocaba una incómoda picazón.

A unos metros hubo una estridencia que desgarró el perenne silencio en compañía de un chillido tenaz. La última columna del escenario que se había conservado de pie se había partido a la mitad, derrumbándose muy cerca de mí. Más arena se desparramó en todas direcciones.

No me moví.

El escenario se descompuso en ese mismo material árido, comprimiendo la nube negruzca que, flotando en derredor, me dificultaba el respirar. Hasta el mismo baúl se había deshecho por completo. Y de entre todo ese cúmulo, Mango, el desenfrenado titi salió corriendo como si hubiera sido disparado por el cañón de una pistola.

Pegó un gran salto y, en tan solo tres brinquitos más, ya se encontró junto a mí, jaloneándome la sudadera.

Su acción no me tomó por sorpresa. Él tenía miedo, y yo, seguramente me encontraba peor.

Una parte de todo ese nubarrón oscuro se fue dispersando en el ambiente, y la otra gran parte sobrante, en cambio, formó un montículo de lo que antes fue un espeluznante escenario. Agradecí que al menos fuese capaz de esconderme por más tiempo.

Tal y como un insignificante impulso me limpié las lágrimas con el dorso de mi mano y me obligué a mirar más allá, justo por donde las sombras habían frenado su marcha entre la orilla del parque y todo el destrozo. Me recordó las escenas de guerra, cuando la ansiosa multitud se preparaba en formación para el ataque. Y ¿qué se suponía que podía hacer al respecto? No tenía ninguna clase de arma.

Miré de regreso a mis manos.

«—Inútil. No pudiste proteger a nadie de los que querías. ¡No hiciste nada!». —La voz en el interior de mi cabeza riñó—. «¿Quién demonios te crees para pensar siquiera en la escasa posibilidad de lograr resolver algo que está tan fuera de tu alcance?».

Las lágrimas se juntaron en mis ojos, nublándome la vista. Sentí el borboteo de la sangre descontrolada, empezar a golpearse contra las paredes de mis venas.

—Puedo... —Empecé a decir entre dientes.

Las cosas no tenían que ser así.

«—No. No puedes».

—Sí. Tengo que hacer algo... —Las palabras salieron de mi boca sin ningún tipo de consentimiento previo—. Todavía hay algo que puedo hacer.

De inmediato di con la idea acerca de los anillos y la luz con la que aportarían. Sin embargo, no sabía con certeza si esa idea pudiera funcionar.

«Al menos debo intentar hacer lo que sea», pensé con mayor determinación. Y aunque lo que más necesitaba en ese momento fuesen los tres medallones juntos, tuve la ligera esperanza de que aún, quedaba otra salida. De que no todo era mentira. Que Aros al menos fue sincero con respecto a que, lo único que podía mantener el control de las sombras, era alguno de los anillos. El inconveniente estaba en cuál de todos ellos podía ser capaz de hacer semejante cosa.

Mango se encontraba más inquieto que antes, brincando y soltando quejidos que no hicieron más que ponerme la piel de gallina.

Me levanté del suelo con un dolor de cuerpo que casi no fui capaz de reconocer. Me sentía enferma.

El primate trepó por mi costado con agilidad y se inclinó sobre mi hombro. Comenzó a sacudir los brazos y dobló las rodillas como un resorte, tal y como había hecho veces anteriores con Milo, para avisarle que las sombras estaban ahí, muy posiblemente rastreando nuestra energía, pues, vernos como tal, no podían.

Me detuve a una distancia prudente de ellas, quedándome sin lugar en el cuál ocultarme.

Todo estaba muerto, como un desierto infernal. Y yo también me sentía del mismo modo.

Por más que quisiera evitarlo, la mezcla del sinnúmero de sensaciones siniestras me acobardó. Tampoco pude dejar de estar nerviosa por los fragmentos arenosos que flotaban alrededor, sin ningún otro objetivo en particular más que el de incomodar.

Sequé las palmas sudorosas en mis tejanos, pero no sirvió de mucho. Aún conservaba zonas húmedas en la sucia y desgastada tela.

Asesté varios golpes contra mis muslos para que dejasen de temblarme las manos, y no lo conseguí.

Llené mis pulmones de aire e intenté devolver mi concentración a lo que tenía en frente de mí, formando puños con las manos, reuniendo toda mi energía en ese lugar.

Al no tener ni la menor idea de cómo funcionaban los anillos, empecé a repasar en lo que debía decir. Tal vez un «¿Quietas ahí?» funcionaría, o «¡Fuera de aquí, aléjense!». Quizá... «¿Absténganse en hacer todo lo que les diga?».

¿Y si acaso debía hablar en noruego o algún otro idioma? No serviría de nada. A duras penas manejaba mi idioma a nivel cultural y el francés muy básico aprendido en el colegio.

Al frente de mí, un horizonte sombrío y petrificado, ya sabía sobre nuestra presencia. No eran demasiadas, aun así, no dejaban de parecerme amenazantes y, por sobre todo, aterradoras.

«Ashton...» El crudo y terrible recuerdo cruzó por mi mente, golpeándome con ferocidad.

Sacudí la cabeza hasta marearme.

Ideármelo tal y como ellas... No sabía hasta qué punto de catastrófico podía llegar a ser. Físicamente ya me sentía como haber sido arrollada por un camión que transitaba a gran velocidad y sobrevivido de algún modo. Psicológicamente, ni hablar. Estaba a punto de caer dentro de un barranco que, de hecho, ya había sido capaz de quebrarme, tan solo de presumir su oscura y muy atractiva profundidad.

Mirar hacia mis manos se estaba volviendo un mal hábito, pero necesitaba comprobar que los anillos no habían decidido esfumarse. Deseé poder relajarme un poco al advertir que seguían ahí, manteniendo sus ostentosos colores como una galaxia turbia; azul, negro, blanco, turquesa y naranja, los colores de mi garantía, o bien de mi maldición.

Como era de esperarse, no conseguí la confianza que empecé a necesitar como nunca antes en toda mi corta vida. Prácticamente por ser palabras de Aros, que se las había ingeniado para alejar el medallón con la carpa lacrada de los otros dos a través de mí. Usándome también en su búsqueda del resto de integrantes, dando así con Renzo, Milo y Ashton.

Me enardeció recapitular su apatía y facilidad para terminar con la vida de Ashton y, luego, con su lucha frente a la oscuridad, convirtiéndolo en... «—Una sombra», la voz en mi cabeza volvió a entrometerse y me mordí el interior de la mejilla, negándolo inútilmente. Maldita intuición, si es que acaso era ella la que se interponía con esa clase de pensamientos negativos.

Aunque quisiera buscar culpables y señalar con el dedo, se lo habían llevado. Sin embargo, nada me probaba que él realmente se hubiera convertido en una sombra. Pero, maldita también la duda, que seguía atesorando el empeño de picarme las costillas con un objeto filoso. Tenía miedo de que así fuese, de verlo así, convertido en una de ellas.

Alcé la mirada y por un momento creí que iba a desmayarme.

Había estado esforzándome en respirar hondo y tuve que acallar el nuevo grito de sorpresa que se agolpó en mi garganta.

Las sombras desaparecieron, o al menos, casi todas. Tan solo una permaneció, terminando de levantarse como un tornado.

Cuando se volvió contra el piso y se configuró de pie en frente de mí, me hizo pensar que quiso presumir su nueva adquisición.

—Ash... —Me atranqué con mi propia saliva.

Mi remedo de ideas colapsó, así como mis pies se enredaron cuando de improviso retrocedí, cayendo al suelo. Pero ni siquiera conseguí lamentarme de la mescla de dolores que pude sentir en su debido momento.

«—¡Se acabó!». Mi intuición gritaba alarmada dentro de mi cabeza.

Mango no fue tan tonto como para quedarse a ver lo mal que resultaban siendo las cosas al final. Se echó a correr como un loco, huyendo lejos de mí. De nosotros.

«No puede ser, no puede ser, no puede...» Empecé a repetirme, algo así como una cantosa súplica. Quise convencerme de que lo que mis ojos miraban, no era real.

Movió la cabeza como si de un dolor de cuello se tratara. Tenía el sombrero bien colocado sobre la coronilla y todo el peso de su cuerpo vencido sobre el bastón.

De repente levantó una mano hacia mí, pero se detuvo a mitad del camino para examinar su ahora nueva y compleja apariencia. Posteriormente me observó.

Permanecí tan concentrada en él que no fui consciente del momento en el que estiré mi brazo hacia su dirección. Y él, se apresuró a hacer lo mismo.

Toda su piel... Todo él...

Tuve un momento de esperanza lacerante una vez más.

Verlo de pie, tendiéndome una mano. Hizo que mi corazón se detuviera y reiniciara su marcha como un demente descontrolado. Me sentí a punto de sufrir un paro cardiaco.

Quise creer que nada había cambiado, que el hecho de que su piel hiciera juego con el oscuro frac no tenía nada que ver. Y que los accesorios, aun luciendo ficticios sobre su coronilla y mano, todavía podían darle esa apuesta elegancia y personalidad que de alguna forma llegué a admirar tanto.

Pero una vez más, me equivoqué.

Tomó mi mano. Su tacto había pasado de ser frío y terso, a ser picoso, rudo y... Áspero, al igual que la arena que abundaba en todas partes.

No se me dificultó destacar sus facciones ensombrecidas por completo. Tampoco creí que fuera posible el que las sombras tuvieran un rostro perfecto. Para mí, solían lucir iguales, y las veces que logré distinguirlas fue por su habilidad representada, como la de Giorgio, que se movía como lo que era, un trapecista. O por estaturas, como cuando las vi salir del bosque, la madrugada en que todo Port Fallen quedó enterrado bajo la oscuridad.

Nunca las tuve demasiado cerca por tanto tiempo. Pero esta, parecía ser especial, empezando porque estaba en su mundo y lucía más poderosa.

La presión ejercida por su agarre se fortaleció, lastimándome, brindándome la impresión de como si de pronto quisiera arrancarme los dedos.

Mis ojos se clavaron en los suyos renegridos y en su rostro inexpresivo. No supe qué podría haber expresado mi cara, pero sospeché que cualquier tipo de dolor físico no podía ni compararse.

Los pedazos que quedaban en mi interior terminaron triturándose. Su ruda acción me inundó en un mar de agua salada que se estancó en mi garganta, ahogándolo todo, asfixiándome, chocando sus frenéticas olas contra mi pecho y arrasando hasta con los residuos.

Forzaba los anillos para sacármelos. Qué estúpida, él ni siquiera recordaba que era imposible.

El pavor heló mi cuerpo por completo, más aún cuando el anillo con la piedra blanca, empezó a parpadear.

Deseé que se detuviera.

—Alto Ashton... Por favor, ¡detente! —supliqué con todas mis fuerzas.

Las lágrimas interceptaron mi voz, así como la fuerza de la luz desatada por el anillo lo hizo con mi vista. Solo me quedó asumir que, con toda su potencia, resplandeció.

Ashton no escuchó, ni yo lo volví a oír. Cambió a estar tan ausente como de pronto mi energía disminuyó, descendió como en una montaña rusa desprovista de seguridad. Esta vez nada podría esperarnos abajo más que una terrible colisión.

«No puede terminar así». Me dije a mí misma

Pero tan solo un mísero minuto bastó para lograr convencerme de que sería mejor no mirar, cerrar los ojos y, a lo mejor, tal vez dormir, por un buen tiempo... Tan solo dormir.


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