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Capítulo treinta y siete


RENCOR 


Mi pecho martilleaba rítmicamente y mi cabeza luchó por aprisionar algo que logró escapar de su resguardo. Sin comprender qué, empecé a buscar a tientas, sabiendo de improviso que era de suma importancia, pero se había ido. Todo se había ido.

«¿Qué era precisamente ese todo?», me pregunté.

Desconocer aquello que me ocasionó semejante intranquilidad y desesperación, terminó propinándome un golpe de ansiedad que se hizo por completo de mi pulso y respiración, acelerándolos.

Sentí el mundo empezar a girar y quise hacerme un ovillo para así refrenar la horrible sensación de mareo, pero no fue fácil sobreponerme. Mi cabeza parecía un remolino, una jungla llena de pensamientos incoherentes.

Podía sentir mi cuerpo hundirse cada vez más en el colchón, como si fuera succionado. La pesadez me empujaba a permanecer recostada.

Me moví un poco y sentí mucho calor. Abrí los ojos y desplacé la vista sobre las paredes celestes. Las imágenes evidenciaron que me hallaba en mi dormitorio, y parecía ser temprano en la mañana. Tuve el destello de un pensamiento, dictándome que no era un lugar en el que debía estar.

Todavía con la molestia presente me removí sobre el colchón y palpé, lo que estuve segura, fueron partículas arenosas.

Pateé las sábanas, apartándolas de mí, deshaciendo todo ese calor que había comenzado a sofocarme.

Consternada examiné mi cuerpo. No sólo resultó alarmarme el dolor de cabeza palpitante que mi brusco movimiento activó, también me había quedado dormida con la ropa puesta y terriblemente sucia, como si hubiera tomado la decisión de arrastrarme por el suelo desde el colegio, por todo el camino de regreso a casa.

¿Qué había pasado después de que Thomas me citara en la vieja estación? El muy idiota me llevó con la sola intención de espantarme, para burlarse de mí. Me había hecho esperar durante mucho tiempo y, al final, lo único que hizo fue darme un gran susto al pronunciar mi nombre inesperadamente.

Me froté la frente.

¿Por qué de repente tuve la impresión de estar confundiendo algo?

Al segundo también lo recordé. Mamá me había regañado por la puerta de casa abierta.

Saqué las piernas fuera de la cama y suspiré cuando mi estómago gruñó. Busqué mi teléfono sobre la mesita de noche para comprobar la hora, pero no lo encontré. ¿En dónde lo había dejado?

Cuando me puse de pie, casi fui a parar directo al suelo. Parecía no tener huesos o músculo alguno. Los sentí como hechos de gelatina, me molestaban tremendamente. Y mi mano derecha dolía, como si me hubiera caído un gran mueble encima, mas no había nada, ni moretones o cosas extrañas, nada. Pero ninguna de esas experiencias era comparable con el extraño vacío que aprecié momentos antes de abrir los ojos. Todavía lo tenía presente.

¿Por qué razón precisamente me sentía tan vacía? Como muerta.

Empecé a sospechar. Nació el recelo al pensar que no solo hablaba dormida, sino que también existía la posibilidad de haberme vuelto una completa sonámbula. ¿Había salido de casa entre sueños? Era terrible, pero la única explicación razonable que encontré.

Antes de alcanzar la puerta del baño, un pequeño detalle me frenó en seco. El aparador, que normalmente debía encontrarse perfectamente ubicado en una esquina de mi pieza, estaba movido, torcido de una forma que no podía pasar desapercibido. No terminé de razonar cuando vi que le faltaba una de sus cortas patas. Eso podía explicar por qué estaba inclinado hacia la pared.

—¿Qué fue lo que hice?

Extrañada caminé hacia el baño y me introduje en él, inesperadamente necesitada por vaciar mi vejiga. Aproveché también para darme una ducha fugaz, sintiéndome inquieta por algún motivo. De vez en cuando me vi deslizando la cortina tan solo un poco, para asomar la vista y así comprobar que estaba sola.

Terminé en tiempo record, diez minutos, aproximadamente, pero mucho antes de lo previsto, empezando porque, en verdad, estaba muriendo del hambre. Lo que también me llevó a pensar en porqué mamá no había hecho acto de presencia con la orden para desayunar. ¿Se habría quedado dormida? Imposible, eso también conllevaba que papá y los gemelos estuvieran en el mismo estado.

Me torné ansiosa cuando una inexplicable preocupación me arribó. No tenía idea de por qué motivo estaba experimentando tal sinnúmero de emociones desconocidas. Pero sentí la urgencia por querer comprobar por qué ningún miembro de mi familia había hecho acto de presencia en mi habitación todavía.

Enredada en la toalla, casi troté hasta el armario. Por advertir la vela a medio usar, tirada en el suelo justo al frente, me detuve dos metros antes de llegar.

La arena, el aparador patojo, la vela, mi apariencia desaseada y el cúmulo de emociones que desconocía por completo... ¿Acaso había hecho alguna clase de ritual?, ¿sonámbula?

Abrí la puerta de mi armario y, lo que en menos de un segundo lució como una prenda oscura tendida en un colgador, se derrumbó sobre la base y casi sobre mis pies, convertida en arena negra, exactamente como la que todavía yacía en mi cama.

Algo estrujó mi corazón y me dejó sin aliento, escuchando con atención los desbocados latidos resonar en mi cabeza.

Todavía contemplando la arena, mis ojos repentinamente se nublaron. Inexplicablemente las lágrimas corrieron sobre mis mejillas. Con las yemas de mis dedos comprobé del par de gotas saladas, el sentimiento irrevocable de abatimiento y desesperación al no encontrar el motivo.

El aire quedó atascado en mis pulmones y, por sí solo, afloró en forma de sollozo. Me ahogaba en un tormento recóndito. Tal vez se encontraba en alguna zona de mi pecho, quizá en mi cabeza, o posiblemente en cada célula de mi cuerpo.

¿Qué era todo eso?

—Realmente... Realmente me estoy volviendo loca.

Era suficiente para darse cuenta. Algo malo estaba sucediendo, no sólo en mi cuarto, cuyas irregularidades resaltaban a simple vista, sino también conmigo. De repente sentía unas ganas de llorar colosales y mucha, mucha angustia oprimiéndome el pecho.

Me vestí tan rápido como pude, con lo primero que hallé por el camino. Me bastó un short de deporte de felpa plomo, una camiseta blanca y el par de zapatos deportivos negros que hallé debajo de mi cama.

El mal presentimiento me llevó corriendo hasta la habitación de mis padres, pero no los encontré. Busqué a los gemelos en sus cuartos respectivos, tampoco estaban.

Sin comprender qué sucedía, corrí escaleras abajo.

Mi estómago gruñó mientras, desencajada, contemplé la cocina hecha un completo desastre. Todo estaba regado por todas partes, una de las alacenas yacía por el suelo, habiendo desperdigado todo su contenido. Hasta encontré cubiertos clavados en las paredes. Y la ventana junto a la puerta adyacente al horno, estaba rota, como si hubieran lanzado algo a través de ella. Pero eso no fue todo. La pared que separaba la cocina del comedor, estaba destruida.

Mi pánico fue en aumento.

Recurrir a la policía pareció ser la mejor alternativa, pero antes... ¿Quién sentía tanta hambre en un momento así? Obligada por mis tripas y la debilidad que sentía, tuve que buscar algo dentro del frigorífico. En su interior, varias botellas y frascos en general se habían caído, lo que me llevó a pensar que fue a causa de un terremoto. Pero ¿dejarme sola? No tenía mucho sentido.

Tomé una banana, un durazno, una manzana y salí de casa, pelando la primera fruta.

Después de atravesar el pórtico, observé a la familia Martin, la que vivía en frente de nuestra casa. Examinaban el buzón con aturdimiento, parecía que alguien lo había golpeado con un matillo hasta dejarlo en el suelo, como un pedazo de lata comprimida e inservible. Lo único que se mantenía de pie, fue una parte del soporte de madera clavado en el piso. No me detuve demasiado para observar y seguí con mi recorrido a la estación de policía, devorando mis frutas.

Más tarde, me encontré frente a la casa de Thomas. Se me ocurrió que podía acortar camino si tan solo hablaba con el sheriff Bennett, pero, al llamar a la puerta, nadie contestó. Di una vuelta alrededor, vigilando las ventanas. Nadie parecía estar en casa. ¿Los encontraría en la estación? Esperaba que fuera así, o empezaría a volverme loca de preocupación.

A trote, había dejado varias casas atrás, y, antes de ingresar al bulevar con restaurantes y tiendas varias, escuché un grito de horror proveniente justo de la última casa.

—¡Dios mío santo!, ¡Carry!, ¡cariño!

Di un salto, volviéndome a la mujer que escandalizó. Sujetaba un periódico envuelto mientras examinaba una de las columnas de su casa que tenía agujeros perfectamente redondos, como si un meteorito la hubiese traspasado.

El marido atravesó la puerta apresurado. Todavía con el pijama puesto y descalzo, se acercó a su esposa.

—¿Qué sucede, mujer? —preguntó a regañadientes.

—Polillas, eso sucede. ¡Te dije que fumigaras, pero eres tan-necio-como-una-piedra! —dijo ella pausadamente, mientras lo golpeaba en la cabeza con aquel periódico.

¿Desde cuándo las polillas hacían huecos tan perfectos?

En su defecto, algo raro estaba sucediendo en Port Fallen, y no eran exactamente polillas. Al menos, para mí, no lo parecían.

✷ ✶ ✷

La estación de policía estaba abarrotada de gente; personas alarmadas que platicaban sobre familiares o conocidos desparecidos, como tragados por el lago y sin previo aviso. La gran mayoría insistía una explicación, sobre el por qué no hacían nada al respecto, aunque sabían que no había muchas personas trabajando en la estación de policía, además, nunca antes se habían visto en la urgencia de contratar más personal.

Junto a la puerta descansaba un gran tablero con fotos de todos los desaparecidos, lo estaban terminando de llenar con imágenes y todavía faltaba espacio. Me tomó por sorpresa dar con un cartel del padre de Thomas, pero este era bastante antiguo, de casi dos semanas atrás.

Rápidamente me introduje en el gentío y, a empujones, me acerqué al mostrador, en busca de cualquier cara conocida que pudiese aclararme lo que estaba sucediendo, porqué mi familia junto a muchas otras personas se habían evaporado, porqué Port Fallen pareció haber sido azotado por una enigmática lluvia de meteoritos que ningún rastro dejó.

En un principio, no pude dar con ningún sheriff. Los murmullos y llantos empezaron a mortificarme. Y se sintió extraño que yo no me hubiera unido al grupo, como si algo dentro de mí hubiese cambiado en cuestión de una sola noche.

—Hola. —Una voz llegó a mis oídos, llamando mi atención de entre todas las demás—. ¿Hola? —insistió, tocando mi hombro un par de veces.

De reojo miré al anciano que, asimismo, se había acercado al mostrador en algún momento, permanecía junto a mí, atento. Tenía la piel rosada y un gran estómago, al que un par de tirantes parecían mantener en su sitio. También llevaba el cabello rubio con rayos blancos, como si fuera la peluca maltratada de algún payaso. Además, poseía el accesorio perfecto sobre su hombro: un bonito titi con sombrero rojo que, al notar que le observaba, sonrió.

—Buenos días —cabeceé.

Me miró extraño, como si nunca en la vida hubiese escuchado a alguien saludarle con respeto. Era una persona adulta, y mis padres me habían inculcado buenos modales.

Echar un vistazo hacia la puerta ubicada detrás del mostrador, justo ahí quedaban las oficinas, la del padre de Thomas también. Me debatí en si ingresar. Seguramente encontraría algún sheriff.

—¿A quién buscas? —Le escuché preguntar.

—A mi familia.

—Ellos están bien —aseguró con calma. Introdujo las manos en sus extraños pantalones bombachos y su estómago pareció crecer.

Me volví hacia él por segunda vez.

—¿Cómo lo sabe? —El anciano y su mono, me causaron una gran curiosidad.

De repente escuché otra voz reconocida, repetía un «Lo siento» mientras se abría camino entre toda la gente. Era el sheriff West, uno de los compañeros del padre de Thomas. Era un hombre alto, de piel morena, y bastante corpulento. Tenía el cuerpo más trabajado que hubiese visto jamás en Port Fallen.

Sheriff West —le llamé.

—Zara, ¿cierto? —dijo con pesar, irritado por la bulla levantada a nuestras espaldas. Las personas parecían tener muy poca paciencia pues, en cuanto lo vieron, empezaron a dispararle todo tipo de preguntas—. ¡Oh, no! ¿También vienes a llenar un reporte?

—Mi familia... —Tragué saliva cuando su lamentable expresión se precipitó como ser apaleada con un bate en la cabeza—. Buscaba al sheriff Bennett, al padre de Thomas.

—Thomas lo reportó como desaparecido, si no estoy mal, hace cuatro días, el jueves 15 de agosto, con exactitud. Fue el primero de todas estas personas, y tampoco sé si esté relacionado. Todas estas personas están buscando a familiares o amigos desde el domingo en la mañana, por esa razón suspendieron las clases el día de ayer y hoy, creí que estabas al tanto.

Me sentí como si estuviera rindiendo una prueba para la que no había estudiado absolutamente nada.

—Pero si jueves 8 de agosto fue anteayer —señalé.

Me contempló preocupado.

—Hoy es martes. —Verificó su reloj de muñeca—. Martes 20 de agosto.

Estaba segura que el día anterior había sido viernes 9 de agosto, la noche en que Thomas me había citado a la vieja estación, no lunes 19 de agosto.

¿Cómo fue que salté en el tiempo? ¿Por qué había sido transportada del viernes 9, al martes 20 de agosto? ¿En dónde quedaron esos diez días en total?

Empezó a espantarme mi largo sueño y lo que había hecho en él.

—Y... ¿Thomas? ¿En dónde está?

El sheriff negó con la cabeza.

—Ahora son muchos los que desaparecieron como por arte de magia. —Quiso parecer irónico, pero no lo consiguió. Toda la situación también le amargaba. Sin embargo, el gran hombre que todavía se encontraba junto a mí, soltó una carcajada casi insonora, y aunque quiso aparentar, tampoco le encontraba la gracia a todo lo que estaba pasando. Los rostros de todos en la estación estaban como desvalidos.

—La magia existe —aseguró aquel anciano, observándome de reojo—. ¿Ha escuchado hablar de la leyenda de El Circo de la Muerte, señor policía? Es grandioso, pero también una peligrosa maldición que acarrea a la misma muerte consigo. El sábado 17, todos asistieron a una presentación hipnotizadora, planeada por el dueño y su secuaz. Así es como fueron sumergidos en un sueño encapotado con sombras y espantajos bastante feos. Al siguiente día, se llevó a cabo un magnífico episodio con bomberos y policías tras la inesperada y gran escena del Spits Fire en la vieja estación. El lunes... El encuentro en el faro fue por poco y muy especial, pues todo Port Fallen fue absorbido por el arco de la muerte y estuvimos atrapados en él durante un largo tiempo, hasta que una muchachita valiente nos salvó a todos. Y ahora estamos aquí, preocupándonos por personas que seguramente estén de fiesta.

El silencio se hizo en la sala. Todos habían prestado atención al relato del anciano con pelos como chamuscados que, parecía preocupado en aclarar mi confusión.

Sinceramente terminé peor que antes.

—Ah, bien. Eso es genial... —El sheriff pasó junto al mostrador, hablando con nerviosismo—. Señor, le traeré una silla, para que, si gusta, se siente y descanse un poco.

Conocía la expresión que incómodamente trató de ocultar, pues yo tenía la misma plantada en toda la cara. El pobre anciano seguramente estaba delirando.

—Me acaba de llamar viejo loco, ¿cierto? —susurró para mí el veterano, molesto aparentemente—. Perfecto —festejó—. Y es que suena increíble, ¿o no? —Su mono sonrió, como si hubiera entendido lo que pretendió hacer sonar como un mal chiste.

Disimuladamente me aparté un poco.

El sonido de una radio regresó mi atención al sheriff West, a su figura detenida poco antes de cruzar la puerta.

«Calle Fray y Mastine. Sheriff West, los encontramos. Todos están en la feria. Repito, los encontramos en la feria».

Todo tipo de miradas esperanzadas cruzaron en el lugar, elevando voceos una vez más, atormentándome.

—¿Feria?, ¿cuál feria? —pregunté. ¿Había una feria en esa calle?, ¿desde cuándo?

Poco antes de permitirse contestarme, con irritación, el sheriff le dio un puñetazo al mostrador que casi soltó el tablero de su sitio, capturando así la atención de todos en la estación y, haciendo chillar al primate que jaló las greñas de su dueño.

—¡Por favor señores, conserven la calma! Hacemos lo posible por traerlos de regreso. —Su paciencia había escapado por la puerta trasera de la estación.

—¿Qué está pasando? —preguntó una mujer desde alguna parte posterior entre toda la exaltada multitud.

—Sí. Explíquenos por qué de repente, al despertar, todos se habían evaporado —exigió un hombre calvo, cerca de mí.

—Dijo algo sobre una feria. ¿A qué feria se refiere? —habló una viejecilla de voz temblorosa, sentada en una silla cerca de la salida—. ¿Acaso el anciano loco está más cuerdo que usted?

El hombre del mono chasqueó la lengua.

—Escuchamos hablar del suicidio. ¿Es cierto que tiene algo que ver? —La mujer junto a la anciana habló más calmadamente, aunque más bien, por la agitación de sus piernas, parecía llena de inquietudes.

El sheriff, colocando los brazos como jarras sobre su cintura, se vio resignado a decir:

—Es cierto. —Hizo una pausa en la que todos le prestaron atención—. En la mañana, se halló el cuerpo de un hombre en la secundaria Fallen. —Sentí el corazón en la punta de la lengua—. Tal pareció ser que se había colgado de las vigas del gimnasio, pero no encontramos más que largas tiras de tela que tendían del techo, y un muñeco de madera chamuscado que yacía tirado junto a él. Ese hombre, era el dueño de la feria.

Entre mis pavorosos pensamientos, casi no alcancé a escuchar los murmullos de espanto e incredulidad.

—¿Cómo está seguro de ese último detalle? —pregunté.

El silencio reinó nuevamente.

—Hay panfletos regados por ciertas zonas de Port Fallen, de una feria y un circo que ofrecían un espectáculo de ensueños con muñecos y atracciones varias —concluyó el sheriff.

—Si el dueño de la feria estaba en otro sitio, podría haberse tratado de un secuestro masivo o algo así. —El hombre calvo que antes ya había hablado, estaba a punto de perder el control—. Además, la noche del domingo, hubo un incendio en la antigua estación, escuchamos a los bomberos. ¿Todo está vinculado? Acaba de decir que el muñeco estaba quemado.

El sheriff apretó su cinturón casi tanto como su mandíbula.

—Por lo pronto, no podemos concluir ni especular nada más. Deberán esperar por las respuestas un poco más. —Se apresuró a salir de la estación, abriéndose camino una vez más entre toda esa gente enervada, confundida, y mayormente preocupada.

Lo seguí cuando le vi hacerme una señal disimulada, aprovechando la oportunidad para escapar del anciano loco. Era lo bueno de tener un mejor amigo, cuyo padre también era sheriff.

Cruzamos la calle, hasta su patrulla.

—Necesitamos más personal —dijo él, abriendo la puerta del piloto—. Anda, sube. Veremos si también encontramos al sheriff Bennett y a su hijo Thomas. Por cierto, vaya imaginación la del anciano, ¿no? La gente está inventando todo tipo de historias.

Apenas como cerré la puerta, aceleró la patrulla. Sino estaba mal, ansiaba escapar de todo el cúmulo de preguntas. Estaba agobiado, y lo sentía profundamente por él, ya que todavía le quedaba soportar un poco más conmigo a su lado.

—¿Qué está pasando exactamente? —pregunté—. ¿Por qué en la feria?

Estaba confundida al por mayor, especulando todo tipo posibilidades, tratando dar con alguna explicación clara y, sobre todo, razonable. Pero no recordaba nada de lo que había ocurrido durante diez largos días.

—El sábado 17 de agosto, la mayor parte del pueblo asistió a esa dichosa feria e, inexplicablemente, a pesar de que revisamos cada rincón del pueblo, ahora resulta que siempre estuvieron ahí, lo que es bastante extraño ya que la feria siempre se mantuvo cerrada y vacía. Port Fallen se volvió loco buscando. Pero la gota que derramó el vaso fue cuando, hoy en la mañana, encontraron al dueño de esa misma feria colgado en el gimnasio de la Secundaria Fallen. Asistes a ella ¿cierto? —Me miró por el retrovisor—. Además, se sumó lo sucedido el domingo 18 por la noche, cuando uno de los contenedores de un viejo ferrocarril se incendió en la antigua estación. —Me miró de reojo—. Sé que no debería contarte nada de esto, pero quizá tus hermanos...

—No, no lo creo. Connor y Gabe pueden ser todo, excepto pirómanos o asesinos —respondí ofendida y molesta a la vez.

—Me refería a si tal vez vieron algo. —No parecía convencido, y yo tampoco sabía cómo demostrárselo. No había forma, ni siquiera yo estaba segura de nada de lo que había terminado de escuchar. Conocían lo traviesos que podían llegar a ser, aunque nunca habían llegado tan lejos. En este caso, podía confiar plenamente en ellos.

—Creo que también están ahí, en la feria —indiqué.

El sheriff se limitó a observarme, invadido en culpa a causa de mis palabras. No tenía por qué haber inmiscuido a mis hermanos.

Al llegar a la feria, vimos a muchas personas dando vueltas, con rostros pálidos y llenos de confusión.

Ingresamos con la patrulla hasta el fondo y, mientras avanzábamos lentamente entre la multitud, vimos los puestos de carpas destrozados, la rueda moscovita esparcida en trozos por el piso y, al final, la carpa de un circo rasgada y el escenario junto a las butacas fraccionados.

—Esto no pudo suceder en cuestión de un minuto y sin que nadie escuchara el destrozo —comentó el sheriff, asombrado.

Todo me resultó reconocido y no tardé en recordar que, el viernes 9 de agosto, la noche en que Thomas me citó en la vieja estación, regresé a casa y mamá me había regañado por olvidar cerrar la puerta correctamente, aunque por un momento creí haberlo hecho bien.

También rememoré con claridad la semana que llegó después de eso, dado a que experimenté una gran inquietud, estuve casi igual de abrumada como me sentí durante la mañana, mientras tomaba una ducha sabiéndome en la urgencia de comprobar que estaba sola. Seguramente todo era a causa de la reprimenda, porque la había olvidado.

Al llegar el siguiente viernes, ocurrió el accidente de Natale. Nos habíamos quedado encerradas en la bodega del colegio y le pedí su ayuda para abrir la puerta. Las pilas de pupitres se habían derrumbado sobre ella, cayendo al momento en que intentaba extraer una silla. Estaba segura, no había sido culpa mía, pero la chismosa de la entrenadora se lo dijo a mamá, probablemente pintándome de mala, convirtiéndolo en el motivo suficiente que la llevó a retarme una vez más.

Al día siguiente, junto a papá y mis hermanos, habíamos estado de visita en la feria, pero por algún motivo tuve que irme y dejarlos. Memoria que me confundió bastante, pues ese mismo sábado por la noche, Thomas había llegado a mi casa y se quedó a dormir.

El domingo por la mañana nos dirigimos a su hogar, en donde me contó sobre la repentina evanescencia de su padre. Y el día lunes, noté lo de las desapariciones en Port Fallen. En el colegio, todos lucían muy preocupados. Sabía con certeza que mi familia estaba entre ese gran número de desaparecidos.

Recordar todo lo ocurrido durante esos diez días me alivió, pero no del todo. Todavía había algo que me intranquilizaba bastante.

—Es imposible. —El sheriff susurró, llevándome fuera de mis pensamientos—. Hasta el día de ayer esto... Todo esto estaba intacto.

Bajamos del auto y él se acercó a un grupo de personas bastante alteradas, pues no parecían tener ni la menor idea de lo que hacían en tal lugar. Tampoco sabían bien cómo habían llegado.

El entorno se asemejaba bastante a lo que acaecía conmigo. Sentía que había olvidado algo, pero ni siquiera recordaba qué parte de mis recuerdos había perdido. Lo que sí, estaba segura de que algo importante ocurrió en esos diez días, algo que hizo vívido mi gran desasosiego.

Fueron diez, los días que me habrían gustado, se asemejaran a un vacío nada más. Pero no, era tal el inoportuno malestar, que con solo pensar hacía daño. Confundía. Me llenaba de felicidad y tristeza a la vez.

Me sentía diferente por completo.

La preocupación se agitó en mí, y no solo por mi situación actual. Había algo más, algo como el desconocido objeto, ese que pareció haber subsistido oculto durante bastante tiempo en el interior de mi armario. Permanecía recóndito, en alguna zona de mi cabeza, endeble, como la arena negra.

¿Todo el destrozo que mis ojos habían visto, tenían algo que ver conmigo directamente?

Me dolía el pecho. Comencé a pensar que dentro de poco, empezaría a volverme loca. No solo yo, Port Fallen parecía haberse trastornado de un momento a otro.

Era normal, me dije, no recordar a la perfección lo que había hecho días atrás y sentir ese vacío...

—¡Eh, Goliat! —Con celeridad me volteé—. ¡Miren, es Goliat! —chilló con la evidente intención de que el mundo entero, estuviera al corriente del ridículo apodo con el que me habían bautizado mis infantiles hermanitos mayores.

Eché un vistazo en todas direcciones, con el corazón danzando dramáticamente. Nunca en la vida me había emocionado tanto escuchar la voz de uno de ellos.

Gabe, esquivó a la multitud, detrás estaba Connor, con apariencia de niño perdido. Apenas como los reconocí, corrí tan rápido como pude y, sin terminar de razonar mi alocado impulso, salté sobre ambos, como una demente, con una sonrisa extravagante.

Estaba conmovida, completamente emocionada por verlos. No me había percatado de la preocupación que sentía por el par de gemelos latosos, sino hasta ese momento en el que me vi con la necesidad de abrazarlos con fuerza.

—Estás... ¡Oh Dios mío, estás llorando! —A Gabe se le borró el humor.

—Cierra la boca, bestia. ¡Estaba preocupada!

—Oye, hermanita. —Connor me tocó el brazo, sonó sofocado—. Me estás ahorcando.

Señaló mi brazo alrededor de su cuello.

—Ah, perdón. —Me aparté.

Ambos se irguieron y, entre ellos, se arrojaron un gesto burlón cual pelota.

Bastó contar diez segundos para que me encontrara balanceándome entre ellos y a medio metro del suelo, como una hamaca. Gabe me sostenía los brazos y Connor los pies.

—¡Oigan! —grité—. ¿¡Qué les pasa!?

—Venga, no llores Goliat. Inundarás Port Fallen y convertirás el lago en mar.

En otra situación me habría enfadado y, a su vez, aullado que me soltaran, pero me sentía particular y extrañamente feliz.

Connor hizo una mueca y me bajó de pronto. Mientras me puse de pie, lo vi sobarse la muñeca.

—¿Qué hiciste? —le preguntó su hermano.

Me acomodé los cabellos que habían volado por todas partes.

—Ni idea. Solo me duele el brazo. Es como si me lo hubieran sacado y vuelto a colocar. Creo que es porque Zara pesa más que los pecados capitales.

Les miré, aún si poder borrar la sonrisa de idiota que todavía tenía en la cara.

—¿Qué? ¿Nos pintaron la cara de mariposas o algo? —dramatizó Gabe, palpándose las mejillas.

—No. Es solo que... Los quiero, par de idiotas —expuse con sorprendente naturalidad.

Ambos se miraron raro, y, para variar, luego a mí. Les daba la razón. En días pasados no habría podido expresarlo a través de mis propios labios.

¿Qué fue lo que me hizo despertar con semejante cambio?

—¿Escuchaste bien? —Gabe le preguntó a Connor.

—Dijo... Los quiero —respondió su gemelo.

—¿Ella?, ¿mostrando esa clase de afecto?

Connor puso cara de susto y se acercó a mí diciendo:

—¿Te golpeaste el mate?

—En verdad. Aunque sean idiotas y constantemente me provoquen arcadas, los quiero.

—Bien, esto se está tornando un poco raro... ¿Segura que te sientes bien? —Connor parpadeó muy rápido y tan cerca de mí, que su respiración casi pudo escucharse.

—Sí, sí. Mírala, está más pálida de lo normal.

—¡Alguien traiga una pala para levantarla porque va a desmayarse! —Connor agitó los brazos en el aire.

—Muchachos, dejen de armar tanto alboroto. —Volví la mirada para encontrarme con papá. Él sí que parecía encontrarse un poco pálido. Junto a él, mi madre, usando su chaqueta favorita, mirándome con ojos llenos de angustia y verdadero dolor.

La sonrisa fue deliberadamente eliminada de mi rostro cuando se lanzó para abrazarme.

—¡Oh mi niña, cuánto lo siento! —Se distanció un poco para mirarme a los ojos. Lloraba, y eso de algún modo me desgarró el alma—. Soy demasiado impulsiva. No debí haberte gritado. Eres mi pequeña y te amo más que a mi propia vida. Debí haberte escuchado antes, debí preguntarte...

—Está bien mamá. Estabas molesta, lo entiendo. Aunque pensé que no vendrías. No te gusta nada de esto...

—No. Estar molesta no es una excusa. He tratado de ser la madre que ustedes se merecen, pero le he guardado rencores a la vida y solo terminé desquitándome contigo de la peor forma. Desconfié de ti sin ningún motivo, y no me importa si la entrenadora pensó que era tu culpa, yo no lo creo. En verdad lo lamento. Tenía que venir a disculparme.

Ese había sido el motivo que la había llevado hasta la feria. Se esforzaba en ser la mejor madre, cuando ni ella misma había tenido una.

Volvió a apretarme entre sus brazos y yo le respondí con el mismo gesto de afecto. La amaba, pese a cualquier cosa. Era mi madre y estaba agradecida por ese mismo hecho. Al fin y al cabo, guardar rencores a la vida, no parecía ser beneficioso.

—Está bien, todo está bien. Eres la mejor madre del mundo, en verdad. Te amo.

—Y yo a ti mi pequeña, y yo a ti. 


✷ ✶ ✷


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