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Capítulo seis


MOLESTIA 


Sobre la nuca recibí un tremendo manotazo que me arqueó el cuello. Mis tímpanos reaccionaron, componiendo un insoportable pitido que perduró casi tanto como mi espasmo.

Miré a Lene con el disgusto enterrado en el estómago mientras inconscientemente me frotaba el cuero cabelludo.

—¡Cierra la boca por todos los cielos! —Se defendió—. Todos aquí ya estamos muy nerviosos.

Todavía empuñaba sus dedos en mi brazo. No me habría percatado, de no haber sido porque empezó a causarme gran dolor.

—¡Al menos tú puedes volar! —aullé, y soné aún más desentonada que un gallo.

El delgado cuchillo verde, giró tan rápido sobre sus dedos, que me fue difícil ser consciente del momento exacto en el que los hilos alrededor de mi cintura se fueron desprendiendo como látigos.

—¡Solo quédate quieta! —ordenó desesperada. Y claro que no pude hacer más que refunfuñar a causa de su inesperado golpe.

Al instante en que terminó de cortarlos todos, tuve la impresión de caer más rápido.

—No puedo llevarte porque pesas más que una yegua. —A más de golpearme, me comparaba con un animal—. No me veas con esos ojos. Te jalaré. De alguna forma, reduciré la velocidad del impacto. —Desvió la mirada—. O al menos trataré, lo más que pueda. Máximo perderás un diente, si no son todos...

—¿Por qué mejor no cambiamos de papeles?, tú sé la yegua, ¡y yo me trepo sobre tu espalda! No te pasará nada, ¡ya estás muerta! —Me empecé a exasperar. El vértigo se hacía por todo mi estómago, revolviéndome las tripas y, ¡ella me había golpeado en la cabeza!

—¡Deja de quejarte, mujer! ¡Vivirás!... Aunque posiblemente sin un brazo. —Su voz se apagó como la estación de una radio antigua—. O quizá pierdas una pierna. ¡Es tu culpa en primer lugar! —Volvió a gritar—. ¿¡Por qué tuviste que patear esos cristales!?

Ambas examinamos de nuevo en dirección a la superficie terrestre.

No muy lejos de nosotras, se encontraban las piezas de la fuente de energía de los medallones. También el resto de objetos punzantes que mis pies arrastraron, amenazándonos con sus puntas, aunque fueran del mismo grosor que un dedo pulgar.

Lene quiso aventarse para tomarlos. Pero era yo, o buscar forma alguna de alcanzar las piezas. No le tomó más de tres segundos pensarlo y apartarse, dejándome a la deriva.

Debió haberme sorprendido o molestado. Cada vez estábamos más cerca del suelo. Pero en vez de eso, sentí náuseas y un repugnante mareo cuando giré en el aire sin control alguno de mi cuerpo, quedando de cabeza y con los cabellos picoteándome los ojos.

—«No te desmayes... No te desmayes» —imploré en mi cabeza—. «Fue suficiente con haberlo hecho más de cincuenta veces».

Pero nunca fue mi culpa, desde que los anillos empezaron a nutrirse de mi energía sin ningún permiso, caía inconsciente cada dos por tres.

De todos modos, la angustia se plantó en mi semblante al comprender que, si no era el suelo, serían los cristales. Y que si por gracia del destino lográbamos superar los dos primeros obstáculos, el último se cerniría sobre nosotras como un meteorito; una pequeña figura envuelta de innumerables hilos que se revolvían a su alrededor, como si quisieran protegerlo de algo.

Segundos después, supe de qué.

La superficie terrestre no era más que un desierto irregular de arena negra, abismos, y grietas realizadas en el suelo. Se parecía mucho a la planicie que bordeaban los puertos, oculta detrás de las montañas. Pero justo al final del horizonte, por donde el límite terrestre parecía finalizar y la arena empezaba a curvarse ligeramente, un enorme y grueso árbol con la misma apariencia exánime se alzaba.

Aún después de mirarlo bien, semejaba tener vida debido a cómo se estremecía. Sus ramas parecían venas que soportaban el peso completo de un toldo púrpura con paredes parpadeantes y otros brotes que se enredaban a ella, moldeando así su figura cóncava.

De ese lugar habíamos escapado. No hubo lugar para la duda. Sus hojas se sacudían, pero no fue todo, un gran número de ellas aleteó en dirección al cielo, hacia nosotros.

Aves con ojos escarchados de un rojo vivo, tan grandes y descomunales como la que vi la misma noche en que conocí a Aros al descender del faro. O del corcel que irrumpió en mi hogar la primera noche en que Ashton se manifestó.

Eran las aberraciones de Aros, tampoco dudé de ese detalle.

Moví los brazos y pataleé, pero no conseguí balancear mi cuerpo. No había forma de conseguirlo sin apoyo alguno.

Y, como si la suerte de repente se hubiera puesto de mi lado, la imprevista electricidad que se transportó por mi cintura me erizó los vellos de la piel. A su vez, envolvió mi cuerpo casi por completo en una frescura aplacadora que ya conocía.

Me quedé tan inmóvil como un ser inerte.

—¡Piensa rápido! —La voz de Lene me alertó.

Tras un movimiento veloz de muñeca, cuatro de sus cuchillos —que había extraído de su peinado—, de entre el resto de cristales, se estrellaron preferencialmente contra las cuatro piezas de la fuente que parecían las de un rompecabezas, empujándolas como balas hacia mí.

No había nada que yo pudiese hacer más que usar las manos como escudo.

Consternada observé cuando inesperadamente frenaron, y, casi rozando mis dedos, se dejaron caer hasta refugiarse en el interior de mi bolsillo.

Me sentí como mamá canguro por todo lo que llevaba ahí dentro.

Aprecié una débil opresión en mi cintura una vez más y, en el instante en que mi cabeza se quedó en blanco, percibí un suspiro discreto.

No hice más que prestar oídos y volver la cabeza en esa misma dirección. Pero no vi nada más que el negruzco y anubarrado cielo que suspiraba, desprendiendo una agradable esencia picosa a canela.

Con osadía me apresuré a palpar aquella zona cerca de mi cintura, justo de dónde provenía la mayor presión.

Di con una mano fría y dedos largos que instantáneamente se enredaron con los míos.

Me fue difícil ocultar el reflejo; la estúpida sonrisa de alivio y felicidad que estuvo a punto de partirme la cara en dos al saber de quién se trataba.

En ese momento mi cuerpo giró de a poco, hasta que mis pies estuvieron en dirección al suelo de nuevo.

No reflexioné sobre el por qué Ashton no frenó nuestra caída, dado a que un nuevo anhelo en especial me invadió emocionalmente: él.

En ese instante nada más importó.

Dejé de temer al sentirme segura entre sus brazos. Esa misma acción suya bastó para saber que siempre encontraría la manera de aferrarse a mí, como lo mencionó. No me dejaría caer.

Fue así mismo como también, en cuestión de tan solo un parpadeo, el suelo se acercó a nosotros cuando podía jurar que todavía nos quedaban varios metros. Aterricé suavemente sobre mi estómago, como si se hubiera encontrado así de contiguo todo el tiempo.

Sin poder ser capaz de asimilarlo del todo, volteé hasta quedar sobre mis espaldas, disfrutando de la sensación de alivio que me causó sentir el suelo debajo.

Observé el particular techo chamuscado sobre mí. Respiré profundo y creí que mi exhalación rebotó. Recordé que Ashton había estado abrazándome por la espalda al caer y, al instante, supe que se mantenía a flote.

Levanté el dedo índice y supuse que toqué su pecho. De alguna forma se quedó así, evitando aplastarme. Lo suficientemente cerca de mí como para poder sentir con claridad su fresco aliento rozar mis labios.

Contuve la respiración y fue a su causa que el vacío se precipitó en mi interior, provocándome un extraño cosquilleo. Para nada desagradable.

La garganta de alguien carraspeó inesperada y tan fuertemente, que me hizo saltar de la impresión. Golpeé mi cabeza seguramente contra la de Ashton. Y aunque el dolor no fue tan fuerte, la vergüenza casi me mató. Tuve que frotarme la frente.

Volteé a ver con todo el enfado que en su momento fui capaz de reunir. Encontré a Lene, de pie en un rincón. Se encogió de hombros y, con descaro, insinuó todo el mal sentido que abarcaron los besos que empezó a lanzar aleatoriamente al aire.

—Lo entiendo todo —dijo—. Cupido aterrizó sobre ustedes y los dejó tontos.

—¿Qué acaba de pasar? —pregunté tajante.

Lene no dejaba de mostrarnos una sonrisa astuta. Yo me esforzaba por cambiar de tema, antes de que mis mejillas se calentaran casi tanto como ya lo habían hecho mis orejas.

Percibí el gélido pero agradable tacto de Ashton avanzar con delicadeza por mi brazo hasta tomar mi mano y ayudarme a levantar. Prontamente di con los cristales dispersados por el suelo y, aturdida, pero con cautela, empecé a levantarlos.

—Tu temor por caer desde tan alto desapareció. Debiste haberlo superado gracias a tu oh, Romeo, Romeo. ¿Dónde estás que no te veo? —Hice un mohín. Pero no podía enfadarme con ella. Después de todo, era mi miedo el que no me permitía verle—. Por eso fue que aparecimos en este lugar. Al que debimos haber ido a parar desde un comienzo.

—¿Cómo sabes que era este?

—No lo sabía con exactitud. Aros abrió tantos portales al azar con tal de esquivar los pedazos, que de seguro ahora mismo no tiene idea de a dónde fue a parar cada cosa, incluyéndonos. Por si antes no te percataste, caíamos a ningún sitio en particular. No había otro motivo más que dar rienda suelta a tu miedo, pero lo venciste justo a tiempo. —Hizo un gesto de cansancio—. No dejarte pensar en más temores es una tarea difícil.

Mi cabeza empezó a maquinar acerca de nuestro pleito ocurrido minutos atrás, y, de repente, estallé.

—¡Me estabas molestando apropósito!

El golpe, sus palabras en general, el soltarme... Sabía que Ashton se encontraba detrás de ambas, pero desde un principio se concentró en hacerme rabiar para que no pensara más en mi temor a caer desde lo alto.

Estiró la mano y sus dedos se movieron con sutileza bajo la tela blanca que, estuve segura, como diminutas partículas, empezó a moldearse.

Reconocí el pañuelo de Ashton tan pronto como di con las manchas que había dejado la arena, cuando lo usó en mí esa noche en la feria. Me avergonzó que lo mantuviera en ese estado por culpa mía.

Lene, de mala gana, me hizo un gesto y lo depositó en mi mano. Rápidamente me apresuré a envolver los cristales en él y guardar las piezas de la mitad de la fuente en mi bolsillo, junto al medallón de la carpa lacrada. Fue fácil distinguirlas, pues como había visto antes, solo cuatro aparentaban tener la forma idónea de las piezas de un rompecabezas.

—No había de otra. Le tienes miedo al miedo. Eso lo convierte en un gran problema. —Hizo una pausa—. Y dime... ¿Acaso escondías alas debajo de esos harapos?

Tal parecía ser una bromista de primera.

Estaba agradecida por haber impedido que mis miedos me invadieran, pero mayormente molesta porque me había hecho perder el control y seguirle el juego con mucha facilidad.

Finalicé el tema rodando la vista fuera de su alcance, encontrándome con algo mucho peor.

Lo que mis ojos me mostraron no pareció tener lógica, pero el nudo en la garganta idolatraba la realidad. La pesadumbre también me invadió. No resultó del todo fácil reparar que se trataba del hall de mi casa.

Los objetos conservaban su forma, pero las columnas apenas parecían estables. Absolutamente todo tenía la misma apariencia que el carbón. La oscuridad lo había deteriorado todo de tal manera, que al principio no pude reconocer ni mi propio hogar. El cómo lucía, demostraba que tan mal estaban las cosas. Y recordar al causante tan solo lo empeoró más.

—Pudo observarme cuando quería —comenté con repulsión, sin poder despegar la mirada de la cocina.

Faltaba una parte del muro que lo separaba del comedor. Aunque todavía se encontraban las alacenas y todos sus contenidos desperdigados por el suelo, de cuando Ashton nos salvó a Thomas y a mí de mi hermano títere.

—No tal cual. La maqueta es un conductor. Es decir que ves lugares, más no a las personas que lo frecuentan. Funciona algo así como un mapa, una guía para emerger en determinada zona usando la magia directa de la fuente de energía de los medallones, y un transporte. En nuestro caso hacíamos uso del ferrocarril. De esa forma es como pudimos viajar desde Noruega hasta aquí. Aros en cambio lo usaba para, mediante portales, movilizarse desde este mundo al tuyo. Pero ya se acabó, el conductor está destruido. Claro, a menos que encuentre la forma de crear otro.

—Creí que eran noruegos viviendo en América.

Anduvo hasta la sala y observó hacia los escalones que dirigían a la segunda planta. Parecían los sostenidos y bemoles de un piano.

—Íbamos de un sitio a otro con la intensión de hacer lo que nos gusta, pues gozábamos de esa gran ventaja. Tengo entendido que tú y Ashton, al escapar de los espantajos de Dalas, fueron reubicados en una línea fusionada entre un mundo y otro. Ésta magia no es difícil de usar. Su funcionamiento varía en lo que hace falta para mantener la estabilidad del circo y, mayormente, en lo que su dueño desea hacer. No es necesario que lo grite a todo pulmón, tan solo que lo sienta en lo más profundo de su ser.

Parecía ser que todo trabajaba del mismo modo. En mi cabeza transitó la descabellada idea de que los anillos, las veces que mostraron su luz, también respondieron mediante el deseo y anhelo.

Fue por desear, que la luz del anillo con la piedra blanca se encendió y pude descender del faro. Cuando la sombra de Ashton intentó sacarme los anillos, deseé con todas mis fuerzas que se detuviera y entonces la luz también se encendió. Por último, desde que todo empezó, anhelé saber más, así que terminé husmeando dentro de las cabezas sin ningún control, saltando entre recuerdos que me mostraron hechos y desenredaron muchos nudos.

Todas esas veces me encontré desesperada o en peligro. Lo que me llevó a la conclusión de que tampoco había visto nada de Lene. Seguramente mantenía la guardia, así como Ashton lo hacía todo el tiempo y Aros lo hizo hasta que decidió mostrarme varios de sus recuerdos. También se estaba cerrando a mí, de otro modo, ya hubiese invadido su cabeza sin siquiera pensarlo.

No había duda, Lene sabía de los anillos y lo que podía hacer gracias a ellos.

—Ashton mencionó que el medallón debió haber encontrado esa única salida —recordé.

Guardó silencio e inclinó la cabeza ligeramente hacia un costado. A mi parecer, prestaba atención a lo que Ashton podría estarle explicando.

—Los medallones, aunque buscan una estabilidad para ser usados, no piensan por sí solos. Lo sintió, como cuando fue capaz de escuchar que dijiste su nombre por vez primera; como cuando se encendía cada que corrían peligro, anunciándolo; o la noche que fueron guiados a la antigua estación, poco antes de conocer a Milo y Mango.

Empezaba a tener otro colapso cerebral a causa de tanta información. Si no había sido el medallón que le envío esas señales a Ashton, entonces ¿qué habría sido?

Lene levantó el dedo índice y lo posó sobre sus labios, pidiendo amablemente que guardara silencio. Observó hacia la puerta y luego, desvió la mirada hacia el techo agujereado, donde estuve segura haber visto que una gran mancha lo sobrevoló.

—Esos pajarracos... —masculló Lene con fastidio. —No estoy segura de si pueden sentirnos a Ashton o a mí, pero es mejor no correr riesgos.

Me hizo un gesto con la mano y corrí a esconderme al comedor, junto al estante en el que había encontrado las velas. El cajón todavía estaba abierto.

Me deslicé por el suelo hasta apegarme lo más que pude a la pared, asegurándome de quedar bien oculta entre ambos. Y, sobre todo, comprobando que nada pudiera verme desde el cielo.

Aguardé así durante un par de minutos. Luego, asomé tan solo la mirada para enterarme de que también habían invadido la calle.

Una de las aves del numeroso grupo, dio vueltas en espiral y se chocó contra en el buzón de la casa de en frente, ambos se convirtieron en arena, pero solo el ave volvió a emerger de entre las cenizas y alzó vuelo nuevamente.

«Un ave torpe», pensé de inmediato.

Recordé haberle preguntado a Ashton si se podía hacer uso de los medallones desde lejos, él respondió que sí, pero que la magia resultaría débil y terminaría desapareciendo. Eso, cuando fuimos en búsqueda de la persona que creó el corcel en mi hogar y el ave del sendero, sin saber que se trataba de Aros, su primo.

Ver al ave caer y chocar, me hizo pensar que uno de los medallones, el del primate, ese que creaba animales, seguramente se encontraban lejos de Aros y de nosotros, pero no lo bastante como para que la insuficiencia de magia los hiciera desaparecer.

Pronto di con la inquieta mirada detrás de uno de los sofás. Me estaba haciendo gestos desde hacía tiempo, y cuando al fin presté atención, señaló debajo de la mesa, lugar en el que Thomas, con su apariencia de muñeco, se revolcaba, expulsando hilos de su cuello como tallarines.

Volví a mirar a Lene con cara de espanto y ella empezó a mover los labios tan rápido, que de seguro ni el más experto lector de caras y gestos sabría qué diablos quería decir.

—Ando con tos, aló.

Mi expresión delató la gran confusión que padecí.

—¿Qué? —pregunté del mismo modo, sin emplear la voz.

—¿Cuántos kimonos halló? —Señaló a Thomas.

—¿Kimonos? ¿Qué kimonos?—Seguí sin entender.

Su cara se arrugó de fastidio, pero ninguna de nosotras podía hablar con normalidad. Agitó las manos en el aire, dirigió su dedo índice hacia el cielo, después lo bajó de golpe en dirección al suelo, entonces, intentó de nuevo:

—¿Cuándo demonios cayó?

No supe qué responder, así que tan solo me encogí de hombros.

Puso los ojos en blanco.

Me preocupó que lo fueran a ver y nos descubrieran por su culpa.

Lene pensó lo mismo y le arrojó otro de sus cuchillos, seguramente con la intención de que se quedara quieto. Pero en vez de eso, más hilos brotaron y se arrastraron por el suelo como serpientes. Algunos me rozaron las Converse y me vi en la urgencia de retroceder, apegando mi espalda contra el resto del muro que cedió sobre mí convertido en cenizas. Caí recostada con la mitad del cuerpo sobre el suelo de la cocina.

Inmóvil, me quedé mirando al techo con los ojos muy abiertos mientras denigré la repentina ocurrencia de Lene.

Nada pareció moverse, así que aparentemente nada me había visto.

Lene apareció junto a mí y me senté.

—Vaya suerte —Me tendió una mano—. Hablando como taradas y ya habían pasado.

—Cada causa tiene su efecto —mascullé, sacudiéndome las prendas mientras Lene me miraba sin comprender—. Con el cuchillo... Jugaste en contra de las leyes naturales al usar magia del circo sin los medallones.

—Mírala, ¡esa cosa no es natural! ¡No deja de arrojar hilos por la garganta como un volcán!

Dentro de lo que fue un corto periodo de tiempo, sentí pena por Thomas.

—A lo que me refiero es que la magia del circo ahora no funciona bien. Así sea que tuviesen recargados de energía, los tres medallones están separados y no la pueden estabilizar.

—No pude usar la del medallón que llevas en tu bolsillo porque no tiene energía, papanatas. Tomé magia de la fuente que, por si no lo recuerdas, estaba en la morada de Aros —intervino.

—Como sea. Lo que quisiste hacer con tus cuchillos, desde un comienzo, no iba a funcionar del todo bien porque los medallones están separados. Ahí está el resultado. —Apunté a Thomas con la quijada.

Lene se mordió el labio y soltó una blasfemia. A continuación giró sobre sus talones y caminó con irritación. Saltó la mitad de la puerta de entrada que todavía permanecía en pie, anduvo hacia la calle y miró en ambas direcciones.

Me detuve junto a ella y de igual forma examiné a la redonda. Pero más que percatarme de si todavía había pájaros sobrevolando la zona, contemplé todo lo que me rodeaba con melancolía.

Port Fallen era un resumen de arena y construcciones con apariencia de carbón a medio quemar. Así lucía después de haber sido sumergido en el mundo de las sombras.

—Lene —dije—. Si los medallones no piensan por sí solos, ¿quién habría de controlarlos entonces?

—Ene, pe, i.

—Ene, pe... ¿Qué?

—No poseo información. Hay cosas que Ashton todavía no me dice. En la mayor parte interfiero como su parlante. Aunque, según como lo veo, tampoco parece tener mayor idea. A lo mejor y lo está haciendo él, solo que no se da cuenta. Al fin y al cabo es el sucesor de Circus Stjerne.

Le sacó la lengua al aire. No, a Ashton. Luego le dedicó una sonrisa del todo reluciente. Instantáneamente una chispa saltó en mi interior, alterando mis sentidos, molestándome, quemando mis neuronas y arrojando palabras con la intención de interferir de cualquier modo.

—Puede que sepas...

Me miró y sentí alivio por alguna extraña razón.

—Saber... ¿Qué cosa? —cuestionó.

—En dónde se encuentran los otros dos medallones que Aros oculta.

Se rascó el mentón con las uñas pintadas de diferentes colores.

Se tomó un tiempo para lucir pensativa y entonces mostró otra de sus sonrisas astutas.

—Lo sé.


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