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Capítulo ocho


RESERVADO 


La amargura infectó mis pensamientos y la negatividad me provocó una asfixiante pesadez en el pecho.

Dije que no habría de rendirme, que lucharía por encontrar a mi familia y le devolvería su merecida libertad, pero hasta este preciso instante, no me detuve a pensar con claridad.

Si es que acaso tenía la posibilidad de recuperar a mi familia, ¿qué sucedería con Ashton?

¿Qué sería de nosotros dos?

Siempre había un precio muy alto que pagar, y empezaba a ver cuál sería el mío: Ashton. Ashton a cambio de mi familia.

Con los tres medallones juntos, todo regresaría a ser como antes de conocerle. Y él estaba muerto desde hacía años atrás. Los muertos no tenían la posibilidad de volver a la vida. No existía forma alguna, ni siquiera era un tema que ninguno de los mejores científicos del mundo hubieran logrado comprender a plenitud. Tan solo tenían ideas vagas que se basaban en simplezas, y que, siendo realista, no serían capaces de descifrar jamás.

«Nadie entiende hasta que lo experimenta, hasta que se encuentra de pie al filo del abismo, desesperado en saber por qué demonios las peores cosas le suceden a uno. O debatiendo sobre la existencia de una pequeña posibilidad para hacer que las cosas mejoren».

Vida y muerte, siempre rondando en mi cabeza, asaltando mis pensamientos. Peleándose ostentosos frente a mis ojos y zarandeando lo que conocía como mi realidad, siempre basada en:

O vive, o no. O lo tengo a mi lado, o no. Si lo viste y lo quieres, debes entregar algo a cambio para quedártelo, o simplemente renuncia y déjalo marchar... Déjalo morir.

La maldita hipótesis me resultaba demoledora.

No, no me creía capaz de elegir.

En muy poco tiempo, Ashton se convirtió en alguien significativo para mí. De alguna forma consiguió clavarse, así, sin la necesidad de un pretexto. Solo pasó.

Asimismo, estaba convencida que si no hubiera sido por él, me habría sumado a los muchos que no tenían mínima idea de lo que sucedía.

Con mucha facilidad, pude imaginarme sentada en la vereda de mi calle, con las manos y piernas temblorosas mientras que las lágrimas se hacían de toda una oportunidad para rodar desconsoladamente. De a poco, solidificándome en el mundo de las sombras, sin un motivo o razón. Sin saber si al menos me beneficiaba de alguna posibilidad para intentar seguir adelante. Quizá hasta hubiese terminado en compañía de Aros, comida de su cuento.

Por nada del mundo sería capaz de cambiar el hecho de haber conocido a Ashton. Es más, me sentía dichosa, pese a que todo en un comienzo resultó siendo aterrador e insólito. A su manera, lo seguía siendo, pero él estaba junto a mí, y eso era suficiente.

Le estaba mayormente agradecida de haberme salvado de mi propia oscuridad y de la muerte en muchas ocasiones. Por ello, me sentía en la obligación de querer, de necesitar, de ansiar hacer algo por él.

Levantar la maldición. Lo sabía, aunque eso significara no volver a verle más. Pero así conseguiría la tranquilidad de pasar a otra vida, sin la preocupación de si terminaba convirtiéndose en una sombra más.

No podía conocer cuánto tiempo le tomaría concluir su transformación, pero sí sabía que avanzaba, lentamente gracias a las piezas de la fuente de energía de los medallones. Lo hacía, seguía cambiando y su piel tiñéndose. Tarde o temprano, sería una de ellas, y entonces, mi miedo se haría realidad. Ashton sería una sombra. No podría soportar verlo así. Me derrumbaría.

No estaba mal añorar por él. Un tipo de vida mejor, tal vez existía. Pensar en positivo era suficiente para mí, saber que Ashton estaría bien. Pero tampoco podía negar aquel veneno que me dificultaba dejarle ir, porque no podía ignorar lo que eso significaba.

Decir adiós. ¿Cómo despedirte de alguien a quien no puedes ver?

El arrepentimiento también surgió en su debido momento...

Si tan solo lo hubiese razonado con antelación, habría aprovechado el tiempo para memorizar su rostro, su voz, los cautivantes cetrinos y sus impredecibles expresiones. Habría aprovechado el tiempo que pude tenerlo junto a mí, a pesar de la terrible situación en la que nos encontrábamos.

Encontré otro motivo más por el qué molestarme con la vida y su opuesta.

Arrebataban, dejando cicatrices.

Ambas, eran injustas.

—Zara, ¡sordizara!

Lene me había estado llamando, cada vez con mayor desesperación.

—Hay que descender —dije con la voz queda y fundida entre el aplastante silencio.

—¿Ah?

—Si es que alguno de los medallones se encuentra aquí, hay que descender e ir a por él lo más pronto posible —insistí con mayor determinación.

Me observó dudosa. Del mismo modo esperó mientras sentía cómo mi pecho se desgarraba lenta y lacerantemente. Luego, con desgano, por fin accedió.

Perdí la vista en el primer grupo de serpentinas que empezó a cruzar la feria. Algunas surgieron del suelo, atravesaron carpas, derrumbaron otras, cada vez aumentaban en número.

Lo más curioso fue que evitaron a las personas congeladas en el tiempo como estatuas.

Comprendí que no las atacaban dado a que solo eran cuerpos vacíos. Sus almas se encontraban en otro sitio, exactamente entre la vida y la muerte. Así que, al ser solo cuerpos o fuentes vacías, en este lugar no eran capaces de emitir ningún tipo de energía que llamase la atención de las sombras.

Una de las extrañas serpentinas se enroscó en el brazo de una de las estatuas, la levantó en el aire y, sin esperar que fuera a despegarse del suelo, terminó enviándola lejos. Se conservó intacta después del tremendo aterrizaje. Parecían ser casi tan compactas como el mismo hierro.

—Iré a buscar el medallón —anunció Lene—. Mientras tanto, ustedes manténganla ocupada. Llevaré a Mango conmigo, es mejor rastreador de objetos importantes que yo.

«—Ladrón de primera». —Casi fui capaz de escuchar lo que Ashton diría en ese caso.

Lene partió en dirección a la carpa de El circo de los Sueños. Su estructura era muy pobre, mucho más de lo que recordaba. Casi parecía un paraguas después de haber sido azotado por una terrible tormenta.

Cambiamos de dirección.

Ashton fue demasiado audaz al devolvernos por el mismo camino y apropósito, sobrevolar la sombra. Ella, en cuanto nos sintió, empezó a darnos caza con sus renegridas serpentinas que pasaban muy cerca de nosotros, tan rápidas y dinámicas como látigos.

Nos elevamos todavía más, pretendiendo sobrepasar la altura de la rueda moscovita. Gracias a ella y usándola de estructura, la sombra empezó a tejer una gran red, entrelazando sus serpentinas acorde a la estructura y, al mismo tiempo, convirtiéndolas en inclinaciones zigzagueantes que, forzadas a seguir nuestro ritmo, fue un camino por el cual ascendió.

De repente tuve la impresión de que caímos en el interior de un vacío, y, que tras una leve agitación, nuevamente nos elevarnos, como una cometa diseñada especialmente a seguir la descontrolada brisa veraniega. Como un avión sufriendo turbulencias.

Mi campo visual fue superpuesto por serpentinas que se deshicieron como fumaradas de chimeneas.

Al rebasar la cima de la rueda, Ashton, inesperadamente, me soltó.

El dolor llegó como grupos de oleadas que me estrujaron el pecho, robándome el aliento. Desapareció cuando aterricé con ligereza en el interior de una canasta, en la única que no conservaba el extraño sobrante de toldo que hacía de techo en las demás.

El simple roce de mis pies, hizo que parte del suelo desapareciera, y que, de la impresión, mi codo chocara con rudeza contra el asiento. Este último también se desvaneció.

Blasfemé.

Los objetos eran más fuertes en el mundo de las sombras, sí, pero, tal parecía ser que no del todo.

Desplacé un vistazo fugaz. Vi el pañuelo todavía con los cristales en su interior en una esquina, justo al otro lado del agujero en el piso.

A pesar de, entre las piezas de la fuente, haber mantenido mi mano apretando el medallón en el interior de mi bolsillo, no pude tranquilizarme.

Supe con certeza que no debía moverme más de la cuenta, de lo contrario, todo se esfumaría en el trayecto al suelo, exceptuándome.

Alargué el cuello un poco más, hasta permitirme ver a través de la abertura hecha por mis pies. Entre el trasfondo arenoso, fue muy difícil lograr distinguir la gran altura en la que seguramente me encontraba.

Pronto avisté cómo una de las serpentinas se había abierto paso entre el desordenado grupo que formaba las inclinaciones, por dónde había visto a la sombra ascender. A diferencia de las que había visto izarse, ésta se mantenía con el filo retorcido, enroscado. Aparentando sujetar algo.

—¡Ash!

La serpentina se retorció y lo estrelló con violencia contra el poste que soportaba una canasta, tres más delante de la mía. Toda la estructura tembló y algunas partes de mi canasta se deshicieron.

Ningún músculo moví y el sobresalto tampoco me permitió ver. Pero de todos modos, estuve segura que una parte de la rueda se había deshecho.

Ahogué un grito cuando todo, nuevamente, con brutalidad se sacudió.

Mi canasta se inclinó un poco hacia atrás. A duras penas logré mantenerme sobre el mismo puesto, sin resbalar.

Deseé, anhelé, resé con desesperación poder de algún modo comprobar que estaba equivocada.

No pudo haber atrapado a Ashton tan fácilmente. Aunque momentos atrás le hubiese sido difícil mantenerme en el aire junto a él, era ágil. No estaba... No podía estar tan mal. Lo había visto antes de salir del escondite de Aros. Gran parte de su piel todavía permanecía sana. Su transformación, no pudo haber avanzado tan rápido.

El amargo pensamiento cruzó mi cabeza hasta ser obstruido por completo. Un leve haz de luz marcó presencia en frente de mis ojos, desde un rincón de la canasta. Iluminó con fuerza, obligándome a cerrarlos.

Después de probar un par de veces, y, cuando creí que estaba bien mirar. Mi inspección dio con el pañuelo. El contenido en su interior resplandecía leve todavía, pero ya no lucía como el bulto que antes formaban los cristales en su interior. Y, al sacar la mano de su escondite, comprobé en los anillos que, efectivamente, el de la piedra blanca, una vez más, había sido el causante de lo que había sucedido ahí.

El costado de la canasta que permanecía torcida hacia el cielo, recibió un repentino impacto.

El tubo que traspasaba el poste se descolgó de un lado, dejándome con media espalda fuera de la canasta y el corazón frenético a punto de salirse de mi pecho.

De ese mismo lado, con las pupilas dilatadas por el susto, contemplé el rostro marchito de Connor asomarse con ojos reservados e irreales. Estaba sobre el techo, aferrado a él como una araña.


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