Capítulo dos
✶ MIEDO ✶
La magia de El circo de los Sueños, consumía mi energía, alimentándose de ella, desabasteciéndome. No pude ver nada más que blanco. El silencio también cayó igual de insistente que el resplandor del anillo, y que, enajenados a la realidad, se sumaron a la alusión de su hostil y perdida mirada.
Pero tenía que verlo, de cualquier forma. Algo me dijo que habría de arrepentirme si no lo hacía.
El intenso perfume de incienso a canela, embalsamó el desconocido lugar. Absolutamente todo brillaba con intensidad, hasta los simétricos trapecios ubicados estratégicamente por toda la zona, uno más alto que otro, extendiéndose a metros y metros de distancia.
El grupo mayormente elevado sobre el nivel del suelo, se balanceó a causa de una brisa que no fui capaz de sentir, pero que trajeron consigo retazos de tela, tan rojas como la misma sangre. Y que de tan solo el simple roce, se convirtieron en chispas pirotécnicas que los hicieron arder.
Dolió. Pero no fue una molestia producida en mis ojos y a causa de todo ese resplandor. No, era mucho más íntima y desgarradora.
Permanecía rodeada de antorchas incandescentes que se columpiaban desenfrenadas, insistiendo que mirara en dirección a la figura sombría del muchacho esbelto que, con su mano, sostenía el sombrero de copa alta contra el pecho. Con la otra extremidad, apoyaba el bastón en el suelo. Estaba inclinado con elegancia hacia adelante, dedicándome un perfecto ademán. Algo así como un saludo, o más bien, como la invitación a una elegante danza.
—Supongo que se cierra el telón —dijo mientras se colocaba el sombrero sobre la coronilla, aunque en ningún momento lo haya visto mover los labios.
Se irguió, acto seguido, deslizó el bastón hasta que le golpeó el filo del charol. Giró sobre sus talones y empezó con su marcha, lejos de mí.
Todo cobró un sentido horripilante. Pues, para este punto, pude entender que no me saludaba o cualquier acción semejante, sino que en realidad, se estaba despidiendo.
Me apresuré a estirar el brazo en su dirección, como si inútilmente quisiera alcanzarlo teniéndolo tan lejos de mí. Di con que no podía moverme. Mi cuerpo pesaba. No lo sentía. Me estorbaba.
—Espera —musité—. ¡Espera! —grité con mayor desesperación.
Se detuvo en seco y me invadió un espeluznante estremecimiento al advertir la nube de vapor que se arrastró hacia sus pies y, veloz, empezó a trepar por sus piernas, cubriéndolo, tiñendo su figura de negro.
—¿No tienes miedo? —cuestionó.
Estuve segura de haberlo escuchado mencionar la misma pregunta alguna vez. Aunque, en esta ocasión, claramente pude saber a lo que se refería. No a la oscuridad, ni de Aros y lo que fuese capaz de hacer. Tampoco tenía nada que ver con Thomas. Menos aún con la gran posibilidad existencial de no poder recuperar a mi familia. Sino más bien, de él mismo. De que lucía como aquel frágil miedo que todo el tiempo se había acomodado en algún lugar en mi interior, intentando pasar por desapercibido, pero que tan solo le había sido suficiente un momento para emerger, logrando desarmarme por completo: Ashton era una sombra.
Abrí la boca sin tener menor idea de lo que diría, y, todo alrededor, se esfumó. Tan simple como eso. Los trapecios pudieron haberse caído a pedazos, pero no, tan solo desaparecieron junto con todo lo demás, junto a Ashton.
No tenía sentido.
«—No es real. Las sombras no hablan, tienen otra forma de comunicarse... Y estos no son sus recuerdos, o no alguno del que me haya hablado o me hablaría jamás. Lo sé simplemente porque es aterrador». —Me dije a mí misma—. «Conjuntamente, la tela o los trapecios no son incandescentes a tal grado. Tampoco existe ningún lugar capaz de resplandecer tanto y las sombras no pueden permanecer bajo la luz. En cuanto al horizonte... No puede simplemente desaparecer, situándome en ningún lugar mientras él tan solo se esfuma».
Llegué a la conclusión de que, tras lo sucedido ante la presencia de la sombra de Ashton, perdí la conciencia después de que el anillo de piedra blanca consumiera toda mi energía al resplandecer. Realmente me había quedado dormida.
Mi corazón se aceleró al escuchar el susurro de un inesperado recuerdo.
«—Uno, el azul, la luz que ciega, hipnotiza. —Un dedo índice se alzó en dirección al cielo—. Dos, ¿el espacio tiene un fin?, ¿qué es lo que nos oculta? Aunque siempre hay algo que resalta en él. Lo delata porque es vital, visible e importante. Negro, la introducción a un mundo de indagación... Secretos».
Secretos... Como intervenir en la mente de alguien, razoné según experiencias pasadas. Revivir sus recuerdos como si hubieran sido míos al punto de entenderlos a la perfección, sin la necesidad de conocer la lengua en la que podían estar hablando en realidad. Las conversaciones que mantuvieron dentro de estas evocaciones siempre fueron bastante fluidas y sin tropiezos. Nunca sentí el acento extranjero que tenían respectivamente como cuando hablaban conmigo en persona.
«—Tres, blanco. Plasma, pero cuidado con lo que deseas. —Como cuando descendí por la colina, deseando con desesperación tener algo con qué iluminar el camino—. Cuarto, turquesa. Pesca algo pequeño, pero con mucho valor. Y cinco... Míralo por ti misma».
La voz de Aros se reprodujo en mi cabeza con mucha claridad, causando intolerables punzadas de dolor detrás de mis ojos. Todavía la recordaba tal cual, como si apenas lo hubiera escuchado pronunciar cada palabra sobre los cinco artilugios soldados en mis dedos. Pero, ¿para qué eran este cuarto y quinto? Del primero, tampoco había hecho uso, pero la explicación de Aros dejó muy en claro que servía para hipnotizar.
El de la piedra blanca, también había expulsado una luz del mismo tono al tiempo en el que Ashton intentó sacarme los anillos.
¿Por qué? No deseaba hacerle daño, para nada. Pero sucedió de pronto; del miedo y la desesperación brotó el pequeño deseo por querer que se alejara y el anillo reaccionó ante él.
Pude sentir dolor en mi cuerpo entero, pero palpitaba especialmente en mis dedos.
Continuaba siendo increíble el que Ashton se hubiera convertido en una de ellas.
Las sombras, alguna vez fueron personas que fallecieron y, en su debido momento, existieron, como el mismo Ashton, quien había permanecido como un fantasma por medio siglo aproximadamente, pero que por acercarse a la luz, quedaron atrapados en un mundo en el que las tinieblas permanecían firmes y penetrantes en cada pequeño rincón.
Sombras; una maldición causada por separar los tres medallones. La luz podía evaporarlas, pero regresaban en cuestión de minutos. No podían morir, pues ya lo estaban. Tampoco simplemente desaparecer, porque la oscuridad los había condenado.
Port Fallen también había sufrido sus estragos. Todo tomó un aspecto carbonizado, muerto en su totalidad. Pasé a formar parte de su mundo entre penumbras. Me encontraba completamente sola en el mundo de las sombras. Pero al fin, mis ojos se sentían descansados de todo ese eminente resplandor. Extrañamente a salvo. Tal vez podía intentar abrirlos.
Sin esfuerzo lo conseguí, y la imagen que se formó en un comienzo me hizo creer que continuaba soñando.
Parpadeé y tuve un enfrentamiento mental al descubrir que, en efecto, se trataba de alguien observándome con firmeza, intimidándome. Además, pesaba. Tenía su frente pegada contra la mía.
Tardé en reaccionar, lo que mis ojos en enfocarlo.
—¿Thomas?
Apenas pronuncié su nombre, sentí que el lugar en donde estaba recostada terminó de vibrar. Se agitó como una balsa, como si alguien lo hubiera producido apropósito, pretendiendo hacer que despertara de una vez.
Desconcertado, él, se echó hacia atrás y continuó mirándome detenidamente, sin delimitar expresión alguna. Pareció alertado por lo mismo.
Padecí un largo minuto llena de confusión, aturdida, y con el enojo creciendo. ¿De qué me había perdido?
No podía creer que Thomas tuviese cara para aparecer delante de mí y hacer algo como ¿preocuparse? Siempre había sido muy bueno conmigo, pero salió con toda una sarta de mentiras mucho más grandes que el mismo espacio.
Traté de incorporarme, pero me fue bastante difícil. Mis músculos se contrajeron de golpe, causándome un inesperado dolor de cuerpo.
El calor aumentó y sentí el par de gotas de sudor arrastrarse por mi cuello. Entendí que la mezcla de síntomas era origen de la fiebre, tal vez por la impresión, o después de haber pasado tanto tiempo empapada. Pero no me conmocionó tanto como haber recordado que Thomas lo había hecho alguna vez; tomarme la temperatura de esa forma, pegando su frente con la mía.
—Ya no está tan alta —reveló.
Tirité cuando se aclaró la garganta. La cólera subió hasta mi garganta, haciéndome atragantar.
No supe si preocuparme por la posibilidad de volver a ver la expresión fría en su rostro, o de que no tenía idea alguna del lugar en el que me encontraba.
En otro intento e impulsada por el enfado, me levanté y arrojé sobre Thomas, sin pensar antes en la probabilidad de que nos encontráramos sobre la rama de un árbol o algo por el estilo.
Caímos al suelo y yo sobre él, usándolo de colchón. La agitación duplicó el dolor muscular y rápidamente lo esparció por mi cuerpo como corrientes eléctricas, pero de algún modo conseguí ignorarlo.
Agarré a Thomas por la camiseta blanca sencilla y quise sacudirlo, sin embargo, no logré hacer uso de toda la fuerza que requería.
—Hiciste demasiado, ¡lo mejor! Y espero sigas conservando tu sentido del sarcasmo, porque me gustaría hacer que el significado de las palabras que acabas de decir, te golpeen lo suficientemente fuerte para que todo el relleno que contengas en tu interior se te salga hasta por la boca.
—Debes comer algo —respondió indiferente.
Volví a llenar mis pulmones con aire. Mi garganta expulsó un ruidito de incredulidad y me aparté tan rápido como me fue posible.
¿Le importaría siquiera un poco? Porque la verdad, no parecía, en lo absoluto. Su rostro era una expresión neutral tallada en el tronco más rígido que pudiera existir jamás.
Ansié poder levantarme del suelo. Me ayudé de la cama en la que había permanecido inconsciente esperaba que durante no demasiado tiempo. Quedé sorprendida al enterarme que tenía similar apariencia que un cajón perteneciente a un antiguo aparador, y que, no era como una rama, pero colgaba de un árbol. En su interior contenía finas colchonetas de colores apiladas y sábanas que resplandecían tenues al igual que el suelo, cual curiosamente estaba todo forrado por retazos de telas de diferente color, modelo y textura. Unidas unas contra otras, mezclándose sin seguir ningún tipo de patrón.
No pude evitar pensar en mi sueño mientras desviaba la mirada hacia el grupo de árboles ensombrecidos, esparcidos a tan solo escasos metros de distancia. Ninguno poseía hojas. Eran tan solo el tronco y abundantes ramificaciones esqueléticas que con pereza se ondulaban emitiendo un débil ronroneo. La gran mayoría contenían pequeños cajones de colores instalados en los troncos, y algunos otros colgaban de tela bicolor que, al igual que la cama, resplandecía como si hubiera sido roseada por algún tipo de polvillo luminoso. Eso sí, todos estaban zambullidos bajo tiras de tela que pendían como serpentinas. No pude saber si era normal, pero todos esos cajones colgados se balanceaban débilmente, por el temblor que sentí azotar cuando abrí los ojos.
Todo, aunque estuviese muerto como la feria de Dalas entre penumbras, lucía más fuerte. Evidentemente, el contacto ya no los desvanecía cual polvo. Me planteé la incógnita de en qué lugar precisamente me hallaba. Tuve miedo de haber sido arrastrada al mundo de las sombras después de haber perdido la conciencia. Pues no tenía pinta de ser el bache entre el arco de la vida y la muerte, porque ahí, todo era más frágil.
El detalle que mayormente anonadada me dejó, fue el sinnúmero de muñecos de trapo y madera que hallé por todos lados. Sentados en las ramas de los árboles, colgados de cabeza, acomodados en las cajas, de pie en el suelo... Me pusieron muy nerviosa.
Sobre nosotros, una gran sombra se instalaba de techo como pirámide pentagonal, recubierta por tela oscura escarchada que se extendía con igual apariencia a la de un cielo desértico nocturno. Descendía hasta el suelo, semejando no tener fin. Aunque en realidad, la estancia no resultaba ser tan espaciosa como quería aparentar.
Metí las manos en el bolsillo de la sudadera y encontré el medallón. Era de esperarse que siguiera ahí, puesto que, aunque quisiera, seguía sin poder alejarlo de mí.
Después de repasar ese mismo detalle, algo me dijo que Aros sabía por qué motivo no podía librarme de él. Y sí, había expuesto la razón de que Thomas me lo diera como un hecho inesperado, no pareció haber contado con que él me lo entregara. Pero, al final, sacó provecho y me usó para mantenerlo aislado del resto. No quería las piezas juntas hasta que se deshiciera del resto de integrantes vivos. Y como lo había dicho Ashton, el circo era como una familia, pero trágicamente en esta habitaba el típico desdichado que ansiaba quedarse con todo el legado, quien, por inercia, también resultó siendo mi mejor amigo y primo de Ashton.
Tal vez fue por eso que a Ashton no le gustaba. Al comienzo no tenía idea de quién era Thomas, pero aparentaba un gran recelo hacia él. Lo quería lejos todo el tiempo.
Después de recordarlo, el nudo volvía a estrujarse en mi interior.
Me mordí el interior de la mejilla y sentí dolor, lo que declaraba mi consciencia dentro de tal monstruosa realidad.
—Sígueme —dijo de pronto, arrastrándome fuera de mis pensamientos.
—¿Estás loco?
—No es una pregunta, tampoco una orden. Simplemente es con el afán de que tu salud física no esté tan por el piso.
Puse tan mala cara como me fue posible.
—Y ahora te preocupas por mí —avalé con ironía.
—Solo... Camina, ¿quieres? —manifestó con resignación.
Era escalofriante pensar que pretendía ser el mismo de siempre. Con mayor razón no iba a moverme de mi sitio.
—Por favor —agregó mientras se rascaba el cuero cabelludo. Mi confusión creció hasta el techo.
Thomas era Aros, el insensible que terminó con Ashton y trató de eliminar a Renzo con la puerta del ferrocarril al aprovechar la magia de Dalas, manipulando así a las sombras. ¿Por qué ahora se comportaba de esa manera? ¡Ah, claro! Quería a su "mejor amiga" de su lado.
—Creí que lo habías escuchado bien. Jódete.
Puso los ojos en blanco y se colocó detrás de mí. Asentó sus manos sobre mis hombros y a empujones empezó a dirigirme mientras yo, inútilmente, trataba de zafarme.
Siendo guiada por Thomas a través de un angosto pasillo forrado telas azules de distintos diseños, hubo un momento en el que me di por vencida. No iba a conseguir nada estando tan débil.
También caí en cuenta que, toda tela existente en el lugar, emitía algún tipo extraño de brillo, como el de la sala anterior. Ninguna alumbraba al igual que lo haría una linterna, pero permitía delimitar paredes, techos, y objetos forrados de ella.
La evocación de cuando me abrazó hasta el punto de casi asfixiarme, permitiendo que Aros arrojara un túnel de fuego sobre Ashton, me amargó todavía más. En aquel momento Thomas vestía más como a lo que era, un muñeco. Ahora, llevaba una camiseta blanca sencilla y pantalones a cuadros muy pegados a sus piernas.
De vez en cuando avanzábamos lento, Thomas intentaba estudiar mi expresión de fastidio para ver si evolucionaba a la de un payaso, seguramente, y, de nuevo, volvíamos a la normalidad. Él no me soltaba los hombros y yo arrastraba los pies, pues tenía la impresión de que mi cuerpo pesaba el doble y que mis piernas estaban por derretirse.
Durante el recorrido, mi cabeza formuló una pregunta y también una suposición. Lastimó más que nada tener que hacérsela a alguien que creí conocer mejor que nadie, que compartió junto a mí innumerables eventos en la vida, sonrisas mayormente. Y que, aparentemente, se preocupaba. Pero al final resultó ser el intermediario de todo. La causa porque el medallón llegó a mí, por la que Ashton así como llegó, se fue. La misma que también nos llevó a la feria. Era terrible pensar que por su culpa mi familia estaba ahí dentro y, que mis hermanos fueran convertidos en títeres.
Pero estúpidamente, por más que lo intentaba, no podía odiarlo por completo. No después de todo lo que pasamos durante 16 años. Yo misma me detestaba al no poder despreciarle.
—¿Qué eres? —pregunté con hastío, pero en su debido momento dio la impresión de que sentí repugnancia hacia él.
Thomas se detuvo en seco. De soslayo vi sus hombros estrecharse. Escuché que tragó saliva con dificultad y, cuando dejó de apretar mis hombros, pude voltearme para verle.
Una arruga apocada marcó el límite entre sus dos cejas y apretó los labios tan fuerte que se tornaron blancos.
A mí parecer, lucía amedrentado.
—En este momento, la forma en que actúas, me hace creer que mintió —declaré. Me miró con los ojos muy abiertos—. En efecto, no se parece a ti en ningún sentido. Al verte, creo que tú eres tú, porque siempre actuaste como tal...
—No lo hizo —intervino, y la intensidad en su voz provocó que me estremeciera—. No mintió. Yo soy parte de él, pero... Él no es del todo yo.
—¿Qué?, ¿de qué hablas? —cuestioné, aunque mi boca se movió con lentitud y de forma extraña.
Rodó la vista lejos de mí y ofuscado pretendió instalarse detrás de mí.
—Está bien. Caminaré por mi propia cuenta.
Me hizo un gesto con el brazo para que anduviera delante de él y así lo hice.
Continuamos sin decir nada, mas, dentro de mi cabeza, el caos se había agitado como las olas de un mar embravecido.
Nos detuvimos en frente de un gran umbral. Me sorprendió examinar la sala oculta en su interior. El espacio era regular. Las tres paredes que se encontraban adyacentes y de frente a la entrada respectivamente, parecían ser hojas secas de roble blanco expuestas a la luz que, cada cierto tiempo, cambiaba de color.
En todo el cuarto y ocupando más de la mitad de la extensión, se encontraba una mesa con un mantel rojo llano y resplandeciente, así como los taburetes de distintos colores que la bordeaban.
Haciendo de centro de mesa, una regadera con rosas que asumí por su variedad de colores, también eran de tela. Ningún objeto, pared o suelo se salvaba de estar forrado o elaborado con ella.
—Espera aquí. —Me dijo Thomas y abandonó la pieza.
Anduve alrededor de la mesa, en su momento, siendo consiente del cambio de luces al punto en que empezó a molestarme.
—Azul, rojo, verde, violeta, naranja... Azul, rojo, verde, violeta... —La rodeé cuatro veces y de paso me aprendí la secuencia de colores—. Deberías saber que no me quedaría quieta.
No estaría del lado de Aros, valga la redundancia, ni aunque se tratara de mi mejor amigo. Cuando algo estaba mal, no había nada más en qué pensar, simple y sencillamente, o hacías algo para influir en el cambio, o te alejabas. Con respecto a Aros, no podía hacerse nada. Parecía estar completamente ciego por la envidia y la ambición, tampoco aparentaba ser alguien con quien pudieras sentarte a dialogar. Estaba mal de la cabeza.
Miré hacia la salida cuando, de repente, la regadera cayó como golpeada débilmente por una brisa y, sobre la mesa, rodó hacia la esquina contraria de donde yo me encontraba. Todas las rosas permanecieron en su interior, a excepción de una: la única de color vino que rodó en sentido opuesto, hasta mí. No tenía sentido que, mientras el florero con su contenido giraba hacia el frente, esa flor en particular lo hiciera en dirección adversa.
La miré ensimismada.
Nada podría haber ocasionado algo así, me encontraba yo sola en el cuarto. Y aunque sí me pareció anómalo, no sentí miedo. Al contrario, el solo pensamiento me transmitió un poco de seguridad.
La rosa rebotó al caer al suelo, rodó hasta la salida del cuarto, se detuvo, y continuó girando.
No. No era normal, pero fue eso mismo lo que me llenó de una inmensa y escalofriante emoción.
Tal vez había dejado de pensar claramente después de lo sucedido con Ashton. No obstante, fue ese mismo hecho extraño el que me impulsó a seguirla fuera de la estancia.
Con meticulosidad observé el pasillo azul del lado derecho, el rojo del izquierdo, y el verde de en frente. Di un paso hacia adelante y casi la aplasto. La rosa, en ese momento, decidió continuar desplazándose sobre el pasillo rojo.
No la escolté por más de cinco pasos cuando repentinamente, la vi detenerse.
Me agaché para levantarla del suelo, inconsciente la llevé hasta mi nariz y mi corazón golpeó con fuerza al percibir el perfume a incienso de canela que ya conocía bastante bien.
—Ash.
Levanté la vista. Al final del pasillo una figura lo cruzó con tranquilidad y en tan solo un parpadeo, se reubicó en frente de mí.
Retrocedí de un salto. Por suerte no grité. La voz se me quedó atascada en la garganta.
—¿Ash? ¿Hansen? ¿¡Ashton Hansen!?
Una falda de encajes y parches, se agitó sobre las mayas rasgadas que intentaban cubrirle las piernas, haciendo juego con un top manga larga, resaltando así los atributos un tanto proporcionados de su cuerpo.
Ella bailó. Desde mi perspectiva su nariz era pequeña y respingona, y sus ojos aceituna cuyo reforzado maquillaje opacaba. Tenía el cabello malva enredado como una pelota de tenis sobre la cabeza y unos cuantos palos de colores que lo atravesaban.
Me quedé observándola con la boca abierta, aunque no fuera a mí a quien se dirigía en realidad. Miraba hacia la pared y daba brinquitos de alegría. Estaba completamente emocionada.
—¿Quién eres? —pregunté con la voz rancia.
Me molestó que no dejara de gritar Ashton... ¿Hansen? ¿Quién se suponía que era ese?
Giró de un salto para verme y sonrió ampliamente.
—Elo... —Por suerte se detuvo. Asentó ambas manos sobre mis mejillas, las presionó e hizo una mueca de desilusión—. Estás viva... ¿Quién eres tú? —Hizo una pausa y retrocedió apenada—. ¿Zara? Ah, bonito nombre. Lo lamento, Zara.
Tenía la misma clase de acento extranjero que el resto de integrantes, aunque, al igual que Renzo, Milo y Ashton, era escasamente notorio.
—¿Cómo sabes mi...?
—Me lo acaba de decir él —aseguró con sencillez—, Ashton.
Fruncí el entrecejo.
Estaba loca, o yo era la demente que lo estaba imaginando todo. La segunda opción me sonó más convincente, pues, si tampoco estaba mal, la rosa me había guiado hasta ella.
Tuve que volver la mirada hacia ambas para comprobar mi equilibrio mental.
—Soy Lene, por cierto. Me gustan los cuchillos.
—¿Los cuchillos?
—¡Sí! Genial, ¿no? También fueron la causa por la que morí.
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