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Capítulo dieciséis


ASHTON 


Persiguiendo nuestro recorrido, mis hermanos títeres saltaron del elefante, arrojándose de cabeza sobre el mismo tobogán en el que Ashton y yo viajábamos. Giraron como trompos sobre sus estómagos, hasta que de pronto, los banderines se agitaron, separándolos. Al final, cada uno resbaló hacia una rampa distinta.

Los banderines seguían uniéndose al frente de nosotros, formando rampas y toboganes a blanco y rojo que nos introducían entre ramas y árboles.

A veces, las curvas que tomábamos eran muy cerradas, y los repentinos descensos, me revolvían las tripas.

Llegué al punto de tener que cerrar la mandíbula con fuerza suficiente para no devolver el contenido de mi estómago.

Uno de los toboganes hizo que Lene cruzara por debajo de nosotros. Levantó los brazos y gritó de emoción cuando cayó hacia el vacío. Justo a tiempo, otro banderín la recibió, levantándola a su siguiente travesía, obligándola a retomar destino a donde todos nos dirigíamos: la carpa.

Se lo pasaba en grande, mientras yo no hice más que morderme el labio a causa del nerviosismo. Y si acaso pensaba en desahogarme, ensordecería a Ashton, quien se esforzaba como un demente en mantener sus brazos en mi cintura. Todo esto porque no podía dejarme llevar.

Deslizarse en espiral a través de un reducido espacio bicolor, no ayudaba demasiado con mi vértigo. Además, tuve que introducir las manos en mi bolsillo para que los objetos en su interior no salieran volando. Así también, fue como sentí las pequeñas manitas que se aferraron a mi dedo índice, con la misma desesperación.

Pensé en alcanzar el espejo que, en algún momento, había tomado ventaja del recorrido al frente de nosotros, pero sinceramente me dio recelo tocarlo. No resistiría salir de mi cuerpo otra vez y al volver, sentirme apaleada. Para ese entonces ya me sentía bastante mal.

Metros antes de alcanzar la carpa, se terminó el camino resbaladizo.

Ya en el filo, alcancé a ver el suelo lejos de nuestro alcance. Poco antes de empezar a caer, el último banderín nos impulsó como un resorte hacia la entrada circular, de donde un par de cortinas, que más bien parecían fideos, hacían de puerta.

Dimos un giro en el aire, y una vez dentro, estuve segura de que caímos un mediano tramo a través de una oquedad que cada vez se oscurecía más.

«Esto no parece una carpa», fue lo que pensé al percatarme de que más bien aparentaba ser un pozo.

Al final del recorrido, el espejo nos esperaba asentado en el suelo, reflejándonos como sombras por falta de luz.

Me fijé en Ashton, abrazándome. En su camisa desarreglada y el cabello cobrizo ondulando débilmente. Los músculos de su mandíbula saltaron por la fuerza con la que la mantenía cerrada, sus ojos también reflejaron preocupación.

Chocaríamos contra el suelo, y no podíamos frenar porque el lugar nos polarizaba. Lo tenía presente en mis cabellos estirados hacia el piso, cuando en realidad, las cosas naturalmente funcionaban al revés.

De repente Ashton enredó sus piernas con las mías. Giramos y reboté sobre mi espalda, como si en vez del suelo, nos hubiera esperado una cama elástica. Me trajo recuerdos de aquella vez en la que un gran amigo de mi padre, nos invitó a pasar un par de noches en su fabuloso hogar ecológico diseñado como una casa de campo moderna, en Port Flowery, el puerto precedente al nuestro, en donde las más hermosas flores crecían hasta en las veredas. La casa era inmensa, y todas sus alcobas tenían un balcón alto muy decente sobre la cama.

Connor y Gabe tenían mi edad en ese entonces, yo tan solo trece. Los muy idiotas me convencieron de lanzarme del balcón hacia la cama. Como subnormal lo hice, y claro que caí sobre el colchón, pero reboté. Me revolví como un pescado en el aire y terminé estampando mi trasero en el suelo. Por suerte mi coxis no estalló en miles de pedazos, pero no pude caminar bien por casi tres semanas y me convertí en su mofa durante meses. Desde ese entonces temí caer desde lo alto. Quedé curada de por vida.

De repente, los gemidos que resonaron en el pequeño espacio, me guiaron con Lene, un poco más allá, revolcándose de la risa.

De vez en cuando parecía agotarse, pero miraba hacia el borde, muy cerca de mí, y nuevamente estallaba en carcajadas.

—El límite... El límite de la colchoneta... No puedo... —Se abrazó el estómago.

Me senté rascándome la cabeza, y junto a mí, tan solo el contorno marcado en la arena fue lo que vi.

Se había hundido en el suelo. No cayó sobre la colchoneta.

—¡Ay Dios!, ¿está bien? —pregunté alarmada.

—¡Se dio contra el planeta de una manera espectacular! —Se atrancó con sus propias palabras.

—¡Lene! —reprendí.

La mayoría de sus bromas eran pesadas y eso empezaba a fastidiarme.

—Te aseguro que este, no es un dolor que nosotros podamos sentir —continuó atrancándose con el aire—, a él mismo le hace gracia.

Lo apuntó con un dedo e hice una mueca.

Por un momento sentí envidia de Lene, porque nunca escuché a Ashton reír con verdaderas ganas.

Deseos por lanzarme al espejo y verle de nuevo, no me hacían falta.

Suspiré amargamente y me puse de pie.

Con la misma clase de recelo, observé las paredes arenosas alrededor.

Hallé el espejo y la carpa en el suelo, muy cerca de mí. Me fue difícil ignorar el primer objeto, pero preferí levantar el segundo.

De similar tamaño que los medallones, se trató de un simple juguete de láminas metálicas que no pesaba casi nada. Sus detalles estaban trazados a pinceladas y los banderines colgaban de cada extremo sin ninguna gracia. Se trataba de la misma carpa por la que habíamos ingresado. Parecía un mal chiste.

Miré de regreso a la entrada de la oquedad, sobre nosotros. Ya no existía ninguna abertura por la que pudiese espiar el exterior.

El techo se agitó como sucedería al arrojar una roca en el agua del lago, pero era como ver hacia la superficie desde las profundidades. Las ondulaciones hicieron desaparecer la aparente tierra y, como una ventana cristalina, me mostró el cielo anubarrado.

—Eso que ves ahí, es el suelo mismo.

De un salto regresé a ver al formidable sujeto que apareció de la nada.

—Por más cristalina que sea el agua de cualquier lago, desde el exterior, nunca podrás alcanzar a ver sus profundidades. —Hizo una pausa para examinar mi expresión—. El agua es pura, lo anula todo, y esto... —Con sus manos hizo un gesto que exhibió las paredes a cada lado de su esbelto cuerpo—. Él no puede saberlo. —Su voz era firme y serena al mismo tiempo, además hacía adquisición de ese mismo acento extranjero exclusivo.

Supe reconocerlo en cuanto lo vi, y también fue en ese instante que empecé a creer que tal vez sí me había estrellado contra el suelo, tan duro que a lo mejor y ya había empezado a alucinar. Aunque la mitad de su rostro estaba oculto bajo un antifaz bastante sencillo, razón por la que dudé en si era quien realmente llegué a pensar que era.

—No debí traerlos de esta forma. La estrella de circo... —Se aclaró la garganta—. La que parece un juguete. —Señaló la pequeña carpa que yo había levantado del piso minutos atrás—. Es un corta caminos. Funciona algo así como un túnel. Ingresas en ella a cierta distancia de Circus Stjerne, y con sus propios méritos se encargará de transportarte al interior del propio circo.

¿Que nos había llevado hasta Circus Stjerne?

Observé mis aledaños. Seguía pareciéndome un pozo nada más.

Aquel hombre se acercó a mí, estiró la mano y como reflejo le entregué la carpa de juguete, o como él le había hecho referencia al llamarlo: el corta caminos.

Las yemas de mis dedos, apenas como rozaron la cálida tela del guante blanco pegado a su palma, enviaron gélidas corrientes a través de mis venas.

No era un fantasma. ¡No estaba muerto! Los escalofríos me estremecieron al recordar su imagen pintada en uno de los contenedores del ferrocarril.

Sentí la garganta seca cuando abrí la boca en espera de que las palabras surgieran. Pero no hubo nada, ni el más mínimo susurro.

Con mayor atención observé el antifaz blanco que exponía sus pómulos pronunciados y finos labios. Relucía un mostacho muy bien peinado sobre el superior. También tenía descubierta parte de su brillante quijada.

Un par de guantes impecables le protegían ambas manos. Y ese mismo frac rojo que le vi lucir en aquel retrato pintado en una de las caras del ferrocarril, fue el toque que encendió la chispa en mi cabeza.

Era él, definitivamente estaba convencida de que se trataba del padre de Ashton.

Con su mano hizo un movimiento semicircular en el aire. Las paredes a nuestro alrededor empezaron a desvanecerse. Supe con seguridad que se movían, desprendiendo nubes de polvo, pero no pude despegar la mirada de su rostro enmascarado.

Todo el tiempo se mantuvo oculto en la oscuridad, entre las sombras, en el propio escondite de su enemigo. No podía negarlo, me parecía una idea bastante ingeniosa al igual que ridícula. Algo que no hubiésemos llegado siquiera a imaginar.

Y así fue como Aros llegó a parecerme la persona más subnormal del mundo. Pues, aunque fuese capaz de deshacerse de Milo y Renzo, o hasta del propio Mango, no le serviría de nada. Los artilugios se aferraban a su propietario, respondiéndole plenamente por esa misma razón. Y al menos, en lo que constaba a Lene, Ashton y a mí, no contábamos con que el dueño del circo siguiera con vida.

Entonces, gran parte de las incógnitas empezaron a tener sentido: el que Ashton lograra escucharme mencionar su nombre antes de manifestarse ante mí por primera vez. Cuando, sorpresivamente, nos ubicamos entre ambos mundos al escapar de los títeres de Dalas en la feria. También estaba el momento en que fuimos a la vieja estación y conocimos a Milo y su mono. Esa vez, Ashton, a través del medallón, había sentido que era ahí a donde debíamos ir. O esos instantes de peligro en los que el mismo artilugio, tras resplandecer, pareció anunciárnoslos. Todos esos momentos, era su padre, involucrándose, controlando los medallones, ayudándonos. De alguna manera, se comunicó con nosotros por medio de ellos.

Aun pasmada, conseguí mirar a Lene. Por fin se le habían agotado las ganas de reír. Tenía la boca abierta y los ojos casi desorbitados, clavados en él.

Si ambas nos encontrábamos de esa misma forma, ¿cómo luciría Ashton al ver a su padre vivo?

Algo en el interior de mi pecho se inquietó y las rodillas me temblaron.

Vi borroso.

Segundos detrás y por centésima vez, perdí la consciencia. 


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