Capítulo catorce
✶ IRRITANTE ✶
Desconocí por qué razón tenía tal cosa en mi bolsillo, así como también, por qué aquel ventrílocuo de cabellos rizados como los de un trapeador, me resultó conocido de algún sitio.
Resoplé.
Me costaba mucho trabajo mantener los ojos abiertos. Mis párpados parecían estar sujetos a rocas grandes y pesadas, retrasando así, su normal función.
El cansancio a tal extremo atontaba, paralizaba y me mantenía en un estado entre la realidad y la inexistencia. Pero no había imaginado al muñeco. Podía sentirlo revolverse en el interior de mi bolsillo, entre todos los objetos que guardaba ahí dentro. Parecía esforzarse en acomodar todo, como si quisiera adecuarse a su nueva estancia. Pero estaba muy apretado, al punto en el que podía sentirme como una embarazada. Cada tanto me clavaba alguna pieza y ese hecho empezó a ponerme nerviosa. Pero, no conforme con eso, también empezó a picarme el estómago.
Aquella zona era mi debilidad. Y no entendía cómo el parecía estar consciente de ese importante detalle.
Cualquier movimiento por su parte y por la mía, me resultaba casi una tortura.
Causaba cosquillas y dolor al mismo tiempo. Empecé a reír y quejarme, una combinación extraña que se mezcló a mi intento por reponerme de la falta de energía. Al final, en consecuencia, pudo parecer que estaba llorando. Solo me hacían falta las lágrimas.
—Quieto... Detente... —jadeé.
Precisé de ganas hasta para hablar.
—¡Ya se le zafaron unas cuántas tuercas a la pobre! ¿Qué demonios es qué? —Lene hizo referencia a mi reacción por ver al ventrílocuo, cuando pregunté qué demonios era esa cosa.
Por más que quise, no pude parar de reír.
Metí la mano en mi bolsillo y rebusqué hasta alcanzar a tomarlo del brazo.
—¡Ay! —La saqué al instante—. Acaba de morderme.
Eso logró despertar varios de mis sentidos.
Lene volteó a verme con mala cara.
—Ashton, no es tiempo de juegos, déjala en paz —sentenció ella.
—No...
No es él, quise decir, pero me quedé a medias. Pues la inquietud se hizo de mí cuando estuvo cerca de picarme el ombligo. Si lo hacía, iban a darme ganas de orinar. No de las insoportables, o de las que enviaban de urgencia al váter, simplemente era un cosquilleo... Extraño, sí. De algún modo, esos nervios en mi cuerpo se conectaban.
Era Thomas quien solía aprovecharse de esa debilidad cuando tenía ganas de fastidiarme la existencia, o, simplemente, cuando quería chitarme con presunta amabilidad. No era un método que aplicara con frecuencia, ya que, a cambio, solía ganarse una buena patada en la canilla.
¿Por qué ahora?, ¿por qué un muñeco? ¿Cómo sabía sobre mi botón de apagado?
—Así que la golosa es otra —recriminó Lene.
—Siento que me está tocando apropósito —musité mortificada. Los nervios me estaban comiendo viva.
Inquieta, palmeé el bolsillo con fuerza hasta que por fin hubo paz. Al final, la única imagen que se hizo presente en mi cabeza, fue el de una mosca aplastada entre las piezas cristalinas de la fuente y las dos metálicas que, según Lene, encajaban también junto a la tercera; esa que todavía nos faltaba recuperar.
Entre el alivio y la desesperación, vi a Lene. Su frente estaba dividida por tres arrugas horizontales mientras daba un vistazo a nuestras espaldas.
Evitaba mirarme. También hablaba para sí misma, y entre toda la sarta de palabras incomprensibles, tan solo fui capaz de entender:
—Pero vean ahora cómo se manosean...
Nos miró de reojo mientras lo decía, así que, al perseguir su mirada, logré distinguir la ligera sacudida de varios árboles, detrás de nosotros. Por su agitación, pude ver cómo algunas de las copas se deshacían, como si de repente se hubieran convertido en una débil nevisca oscura.
Nos elevamos aún más.
Mis músculos parecían estar hechos de piedra. No pude continuar mirando en esa dirección por mucho tiempo.
Al frente del espejo que volaba de cara al cielo, en el horizonte, algo empezó a levantarse. Reconocí la figura cilíndrica al instante. Se trataba de la morada de Milo: el faro.
La última vez que habíamos tenido contacto con Milo y Renzo, fue en ese mismo bosque que ahora se encontraba bajo nuestros pies.
Prendí la vista en el suelo. Al menos así no tenía que esforzarme en mantener el cuello firme, tan solo en observar.
Mi objetivo era dar con sus figuras, y esperaba que no consumidas por la oscuridad.
Me forcé a percibir algo, lo que fuera, cualquier mínimo movimiento de ser posible.
Nada extraño ocurrió debajo, en la superficie terrestre. Y para comprobar que no habíamos pasado de ellos, de nuevo miré hacia atrás.
Vi a mis hermanos títeres, avanzando con sus delgadas piernas lo más rápido como les era posible. Con tal de ir más rápido, tomaron impulso de una de las ramas ubicadas cerca del suelo, pero cayeron de espaldas cuando esta se deshizo.
Eran más tontos de lo que pensaba. No recordaban que todo lo que tocábamos dentro de este mundo de tinieblas, se destruía con gran facilidad. Así como también existían otras tantas cosas que, al parecer, soportaban más. Claro que hasta cierto punto.
De seguro tampoco sabían quién era yo. Se mantenían detrás de mí porque los anillos les permitían existir, y, por ende, hacer nada más que estupideces.
Ambos, con las espaldas pegadas al piso, agitaron los brazos como tortugas mientras intentaban levantarse. Sin embargo, cuando estuvieron a punto de conseguirlo, algo diminuto, pero muy veloz, saltó sobre ellos, arrojándolos contra la arena otra vez.
Sabiamente los utilizó de impulso para alcanzar la rama más alta del próximo árbol, y, de ese modo, ocultarse detrás del tronco.
—Ve más lento —pedí.
Los estábamos dejando atrás. Por más que fuera, me negaba a desertar y abandonarles.
—Zara, ¿acaso no te percataste de lo que viene pisándonos los talones? —preguntó Lene.
Miré hacia atrás.
Nuevamente, la misma escena de un bosque un tanto más agitado y, por esta vez, un nuevo detalle: un graznido muy desentonado.
—¿Qué es?
Empecé a mortificarme porque hubo unos instantes en que vi todo multiplicado por dos. Lo supe bien, no era tiempo de perder la conciencia, no de nuevo. Iba a dar todo de mí con tal de no volver a desmayarme. No era el momento apropiado para desfallecer y dejarlo todo a la suerte.
El punto a favor era acerca del temor, pues no se sentía igual. Era como en un sueño. Y fue capaz de robarme el aliento cuando, más de esos espeluznantes graznidos, surgieron de varias zonas del bosque, uniéndose al resto.
—Aros —respondió Lene—, en compañía de no sé qué pesadillas zurcidas, seguramente.
Pude sentir un frío fortuito implantarse en todo mi cuerpo.
Inspeccioné mis aledaños, pero no percibí ningún cambio en el ambiente más que lo visto y escuchado anteriormente.
Me apresuré en palparme el bolsillo. Cuatro piezas cristalinas de la fuente de energía, una mini cabeza de madera y dos artilugios metálicos, eso fue todo lo que encontré.
No podía tratarse de sus aves, razoné. El medallón del primate seguía en el interior de mi bolsillo. Tampoco emitía ningún tipo de resplandor, algo que solía suceder cada que hacían uso de su magia.
Él, en ese momento, definitivamente hacía posesión del medallón hombre. Era la única forma en la que podía crear muñecos y darles vida con su magia, posibilitando así su dominio.
Los graznidos, en cantidad, se volvieron irritantes y apenas tolerables. Hicieron que mis oídos pitaran cada tanto, agitándome como resultado.
Mi cabeza iba a estallar en pedazos. Cada sonido retumbaba en su interior, incrustándose en mi cerebro como miles de espinitas. No había sido consciente por culpa de mi estado somnoliento, pero mis sentidos ocuparon los últimos minutos para despertar, de tal modo que, no les costó nada convertir el ruido en un dolor palpitante.
—Hay que bajar más. Ashton, por favor...
Creí imposible que el cerebro empezara a latirme al ritmo de mi corazón. Pero justamente, así fue como lo sentí.
—No parece ser una buena idea. De seguro está ahí abajo, en el bosque —repuso Lene.
—Es peor aquí, arriba. Somos blancos fáciles. Entre los árboles al menos podemos intentar perderles.
Descendimos al instante.
Soné convincente, después de todo. Y los títeres tuvieron la oportunidad de agenciar nuestro ritmo.
Casi no había obstáculos por evadir. Los troncos parecían tumbas, cientos de lúgubres levantamientos que se abrían como pétalos marchitos en dirección al cielo.
Las ramas no crujían, tampoco existía el siseo de las hojas provocadas por el viento. Nada más que los graznidos que, en realidad, parecían burlas toscas; risas hostigadoras.
Concentré mi percepción en un solo sentido: la vista.
No sabía bien con qué tipo de ayuda podrían aportar Milo y Renzo respecto a recuperar el último medallón, pero algo me decía que debíamos buscarles. Guardaba la esperanza de que, ambos, se encontrarían bien. Asimismo, mi esfuerzo por mantenerme alerta se convirtió en algo así como una necesidad. Ocupar mi mente en lo que fuera, hacer cualquier cosa con la finalidad de no volver a perder la consciencia, era primordial.
Casi no podía resistirlo. Bastaba un segundo para que mis ojos se cerraran y entonces, despertaba asustada, con el corazón a mil por hora y el cuerpo agarrotado.
Se trataba de un mundo en el que no sentía necesidades básicas como el hambre, las ganas de ir al baño, o el sueño. Aprendía a vivir entre los muertos, lo que quería decir que mi cuerpo se habituaba. Eso había explicado Lene cuando apenas la conocí. Pero gracias a la intervención de la magia y mi asignación como dadora automática de energía, necesitaba descansar, o de otro modo, la molestia perseveraría en toda mi estancia en el arco de la muerte, como lo había manifestado en mi corta estancia en la morada de Aros, cuando Thomas tuvo que tratarme y recuperar mi salud física. Pero no había pasado demasiado desde aquella vez, todavía no era tiempo de dormir.
Todo se debía a mi repentina expulsión corporal.
—Ashton mencionó a quiénes buscamos; Milo y Renzo. Reparo en que si los encontramos, no creo que puedan hablar. Serán como estatuas.
Guardé silencio a su reflexión.
La negatividad siempre se ocultaba a la vuelta de la esquina, lista para saltarnos encima. Y aunque, en lo personal, tratase de ignorarla, todo el resto del camino estaría ahí, presente, respirándome en la nuca.
—¡Por allá!
Lene señaló a nuestro lado derecho. Algo, efectivamente pareció moverse a la misma altura que nosotros.
Milo y Renzo no tenían la habilidad de volar, ¿o sí?
—Eso... Es... ¿Es un avión de papel? —preguntó aturdida.
En efecto, lo era. Planeaba en línea recta, acariciando el aire, tomando distancia de nosotros y evitando los árboles que se interponían en su camino. Todo lo hacía justo a tiempo, poco antes de chocar.
No tenía lógica... Volar así de bien, como si fuera guiada por una brisa previamente planeada.
Sentí mayor peso en mi bolsillo. El muñeco se agitó en su interior y empezó a jalar la tela con desesperación.
La molestia que causó fue diluida cuando, al volver la mirada hacia el lado contrario, un grito estalló en mi garganta:
—¡Ashton! —le avisé.
Se arrojó sobre nosotros, con toda la intención de tomarnos desprevenidos.
El avión de papel había sido una distracción.
Ashton nos frenó de golpe.
Su hocico casi me tomó del brazo y, aunque no me tocó directamente, sus patas sí que me rasguñaron las Converse.
Se estrelló contra el suelo con violencia, pero se levantó como si nada. Sacudió la cabeza y nos miró con sus ojos de botones centellantes.
El filoso grupo de colmillos casi le partían la cara en dos. Tenía zurcidos que se pronunciaban desde sus comisuras y desaparecían detrás de su cabeza. La escasa melena en cambio, era un peinado rebelde que caía como triángulos hasta cubrirle el pecho. Me sorprendió su cuerpo, pues era del tamaño y forma exactos que el de un caballo. Además, contaba con ese particular escarchado. Estaba hecho de las mismas telas que envolvían el escondite de Aros.
En ningún momento despegó la mirada de nosotros, ni siquiera para regresar a ver a los gemelos, inmóviles por primera vez. Y de repente, abrió el hocico.
—Zara, ven conmigo. —Su voz, la de Aros, provino de ahí dentro, del león.
De un momento a otro, el animal salió despedido hacia el cielo, como si la tierra hubiese repudiado su sola presencia. Pero en realidad, supe que no fue ella quien lo expulsó.
El causante fue aquel que empezó a estrecharme contra su persona, hasta el punto de casi asfixiarme, como si me fuera a resbalar de sus brazos, como si, desesperadamente, pretendiera impedir que el león me llevase con él.
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