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❝𝕻𝖆𝖗𝖙𝖊 𝖚𝖓𝖎𝖈𝖆❞


༻        Parte única         ༺



   "NO", ME REPETÍA CON firmeza, negándome a sucumbir una vez más a la oscura tentación que parecía envolverme cada vez que aquella hoja seca, envuelta en papel, rozaba mis labios. Bastaba con recordar cómo el humo se filtraba por mi boca, descendía por mi garganta y poco a poco destruía mis pulmones, para que una sensación de náusea me invadiera. La forma en que finalmente escapaba por mi nariz, dejando su rastro amargo, me enfermaba tanto física como espiritualmente. Aquella adicción, que en su momento había sido un placer divino, seguía acechándome, invitándome a probarla una y otra vez.

   Solo era un humano, y errar era lo normal. Pero, ya no quería seguir cayendo en esta estúpida y obsesiva tentación.

   Me sentía vulnerable frente a la presencia de esa sustancia prohibida, ahora después de tanto tiempo. Estaba frente a mí, tentándome con su insidiosa promesa de alivio y escape, y yo sudaba frío. Aunque no debería sentirme así, ya que estaba celebrando mi nuevo cargo, en realidad estaba sufriendo por estar "celebrando", era contradictorio, me había esforzado tanto para llegar a este punto. Pero en ese momento, no podía evitar preguntarme: "¿Qué estaba pagando a cambio?". Había jurado con todo mi ser que nunca volvería a caer en este oscuro abismo. Había trabajado duro para liberarme de sus cadenas, pero, sin importar a dónde fuera, parecía que el pasado siempre estaba al acecho, listo para arrastrarme de vuelta a los mismos hábitos que tanto había luchado por dejar atrás.

   —¡Deberías estar disfrutando un poco!— Me increpó con una sonrisa socarrona, la voz del compañero de trabajo que insistía en tentarme. —¿Acaso tú no fumabas?, ¿Dejaste la bebida? Venga, hombre, estamos celebrando y una probadita nunca hace daño. No le diremos nada a nadie.

   Sostenía su cerveza cerca de mi nariz, y el olor me golpeó como un recordatorio de lo que alguna vez había sido mi perdición. Luego, acercó la bebida ácida a la altura de mi boca, incitándome a probarla. Sabía que, a corto o largo plazo, traería efectos secundarios desastrosos. Pero me negué, sin pronunciar una sola palabra. Me negaba rotundamente a volver a caer en esta terrible tentación.

   Trataba de distanciarme, de escapar de este ambiente tóxico que parecía llamarme con fuerza. Aunque mi entorno me necesitaba, yo no necesitaba a estas personas. Tomé mis cosas con cierta hostilidad. No había ni una sola gota de licor en mi densa sangre ni humo en mis adoloridos pulmones. Aflojé mi corbata, como si eso pudiera liberar la presión que sentía o tal vez desatar el nudo que se formaba en mi garganta.

   A mi alrededor, escuchaba burlas y comentarios de todo tipo, pero me resultaban ininteligibles. Estaba atrapado en mi propia burbuja de negación, incapaz de comprender las palabras de esas almas ya sentenciadas por sus propios vicios. Lo único que tenía claro era que necesitaba irme y romper todo lazo con esta gente.

   Evité a toda costa las palabras de las personas que me rodeaban, una vez considerados compañeros de trabajo, pero ahora los veía como simples desconocidos. Mi mente los rechazaba, convirtiéndolos en figuras borrosas e irrelevantes, y de alguna manera, no sentía remordimientos por ello. Sabía que había tomado la decisión correcta al resistir la tentación y alejarme de un mundo que ya no tenía cabida en mi vida.    

   Desde siempre, la soledad fue mi compañera más constante. En mi vida, la figura paterna nunca fue estable, y mi madre tampoco aportaba nada positivo. Mi hermano solo mostraba interés cuando los visitaba a la cárcel y pedía limosna, la cual, ingenuamente siempre le daba. La única persona a la que llegué  a amar me dejó, y todos parecían hacerlo por miedo. No soy una persona violenta ni un criminal, pero ante sus ojos, la única que importaba, me convertía en una de las peores cosas que jamás podrían existir.

   Para sobrellevar esta carga emocional abrumadora, me sumergí en el alcohol. Nunca fui una persona resistente, y con solo cuatro copas, mi mente se desconectaba por completo. Fumar se convirtió en un vicio absurdo que extrañamente aliviaba mi tensión y me permitía escapar de un hogar que solo me hacía sentir peor.

   Sin embargo, un día todo cambió. No puedo recordar si era primavera u otoño, pero sabía que era uno de esos raros días en los que volvía a casa sobrio, luego de pasarme toda la tarde contrabandeando por una cantidad justa de dinero, me paseaba chulo por la casa con un cigarrillo entre mis labios y sin el ánimo de enfrentar las mismas palabras de siempre de la mujer que amaba. Pero ese día fue completamente distinto.

   Cruce la puerta con la sensación de que algo en el ambiente había cambiado. En toda la casa, ya no se escuchaba una canción de jazz, esa canción que ella adoraba y siempre escuchaba a todas horas, lo cual a mí me parecía insoportable. Busqué con la mirada por la sala y la cocina, pero parecía que estaba encerrada en alguna habitación. Apagué el cigarrillo antes de que se extinguiera por completo y lo dejé en el cenicero de la sala.

   Avancé con paso firme y seguro, con la espalda recta y el rostro serio, pero a medida que me acercaba a la puerta de nuestra habitación, una confusión creciente me invadió. La puerta estaba cerrada con llave, y mis preguntas sobre su ubicación solo recibían respuestas en forma de sollozos del otro lado. Todo lo que había dado por sentado se había tambaleado, y el miedo se apoderaba de mí, no por lo que pudiera encontrar tras esa puerta cerrada, sino por la incertidumbre de lo que significaba ese llanto.

   Recuerdo con claridad ese día, como si fuera ayer, grabado en mi mente con minuciosidad. Cada detalle, cada aroma, cada palabra y momento se mantienen frescos en mi memoria. Fue el día en que recibí una de las mejores noticias de mi vida, y fui un imbécil al no darme cuenta de eso, y es que la noticia de que finalmente iba a convertirme en padre. Aunque yo era un niño en aquel entonces, y tal vez aún lo soy en cierto sentido, el miedo y el arrepentimiento se apoderaron de mí. Había cometido errores, como todos, pero por primera vez en mi vida, me propuse un cambio, y lo llevé a cabo con una determinación férrea.

   La ilusión de ser padre resultó ser más poderosa que cualquier otra preocupación. Desde el inicio, todos nos enfrentamos a desvelos y conflictos, como es natural en estas situaciones. Pero al final del día, cuando regresaba a casa tras una jornada de trabajo agotadora, entraba a casa y escuchaba esa voz tan tierna e inocente, llena de alegría por mi presencia, acercándose a mí y abrazándome como si nunca me hubiera visto antes... No podía evitar sentir una oleada de calidez y emoción, un deseo abrumador de estar con ella.

   Aprendí a luchar por ese sentimiento, a esforzarme por ser un buen padre, a superar obstáculos y desafíos para finalmente escucharla decir esas tres palabras mágicas: "Te amo, papá". En ese momento, todos los miedos y arrepentimientos se desvanecieron, y supe que había tomado la decisión correcta de cambiar y ser el mejor padre que podía ser. Esa ilusión, ese amor incondicional que compartimos, es lo que me ha dado la fuerza para seguir adelante, día tras día.

   Dejar de ser un pandillero, fue una de las mejores cosas que pude dejar de hacer, aunque en el cambio, perdí a la mujer que más amaba.

  Entrar en casa con la máxima precaución se había convertido en un hábito arraigado en mí. No quería perturbar el dulce sueño de mi hija, y mucho menos quería causarle molestias. Todo en la casa permanecía en silencio, salvo la televisión de la sala que emitía una tenue luz azul, señal inequívoca de que ella se encontraba allí. Observé la hora en mi reloj: las agujas marcaban las 12:34 de la madrugada. Me pregunté qué podría estar haciendo despierta a esas horas, pero no me atreví a perturbar su tranquilidad.

   Dejé mi maletín en la entrada junto con mis zapatos y procedí a acercarme a la sala, quitándome el saco en el camino. Pensé en preguntarle el motivo de su vigilia, pero pronto me di cuenta de que no había nadie en la sala. Una sensación de desorientación y temor comenzó a invadirme. "¿Qué está pasando?", me pregunté a mí mismo.

   Recorrí cada rincón del apartamento, pero mi hija no estaba en ninguna parte. Mi corazón latía con fuerza, y las lágrimas amenazaban con escapar de mis ojos. Agarré mi teléfono con manos temblorosas y marcó su número una vez, luego dos... tres... La tensión aumentó con cada tono hasta llegar al octavo, donde finalmente comprendí que mi hija no respondería. Me quedé paralizado en la sala, mirando fijamente un punto vacío de la habitación.

   Frente a mí se encontraban las fotos de su nacimiento, un recordatorio conmovedor de un tiempo pasado cuando todo era inocencia y promesas de amor incondicional. A mi lado reposaba una botella de licor, no entendía cómo había llegado hasta allí, ya que me había desasido de todo el licor y drogas de esta casa hace mucho tiempo atrás, dentro de mí una tentación constante que me incitaba a tomar un sorbo, no parecía poder controlar mí cuerpo y solo quería una dosis de alivio temporal que conocía demasiado bien.

   Me debatía internamente, luchando contra la necesidad de beber y la determinación de esperar a mi hija sobrio y demostrarle que ese camino estaba lleno de oscuridad y desesperación. ¿Quería que ella siguiera mis pasos por este sendero de autodestrucción? ¿Estaba dispuesto a renunciar a mi lucha por superar estos hábitos destructivos que amenazaban con llevarme a la tumba? ¿Iba a defraudar a mi hija? Estas preguntas martilleaban mi mente, mientras la tentación y la desesperación se entrelazaban en una lucha interna que amenazaba con desgarrar mi alma.

   Dentro de mí, una feroz batalla se libraba, una lucha titánica entre dos fuerzas opuestas que amenazaban con desgarrar mi ser en pedazos. Por un lado, estaba la necesidad ardiente de tomar ese trago, de sumergirme una vez más en la comodidad efímera que el alcohol ofrecía. Era una voz susurrante que me tentaba con la promesa de alivio instantáneo, una vía de escape de mis penas y preocupaciones, aunque solo fuera temporal. Con cada segundo que pasaba, esa tentación se volvía más seductora, más irresistible.

   Por otro lado, ardía una determinación inquebrantable de demostrarle a mi hija que el camino de la autodestrucción solo llevaba a la oscuridad y la desesperación. Sabía que, si cedía ante el llamado de la botella, estaría traicionando no solo mis propios esfuerzos por superar mis hábitos destructivos, sino también la confianza y la esperanza de mi hija en mí. Era la voz de la razón y el amor paternal, un recordatorio doloroso pero necesario de que tenía un deber sagrado hacia ella, de ser un modelo a seguir, de ser la persona en la que ella pudiera confiar y admirar.

   Las preguntas que se agolpaban en mi mente eran como espinas que me perforaban el corazón. ¿Realmente deseaba que mi hija siguiera mis pasos por este sendero sombrío de autodestrucción? ¿Estaba dispuesto a renunciar a la lucha constante que libraba para liberarme de estos hábitos destructivos que amenazaban con arrastrarme a la tumba? ¿Me convertiría en el padre que defrauda a su propia hija? Eran interrogantes que pesaban como una losa sobre mis hombros.

   Mientras la tentación y la desesperación continuaban su danza mortal en mi interior, me di cuenta de que esta elección no solo definiría mi destino, sino también el de mi hija. Era un momento crítico en el que el futuro se cernía en la balanza, y tenía que tomar una decisión que trascendía el simple acto de beber. Era una decisión sobre el tipo de padre que sería, sobre el amor que podía dar y el ejemplo que podía proporcionar. Era una lucha interna que, en última instancia, definiría el curso de nuestras vidas.

   —¿Papá?— La voz de mi hija resonó en la habitación, y sentí como si un rayo de luz hubiera atravesado la oscuridad que me envolvía. De inmediato, aparté la botella de mis labios, como si el mero roce del licor ardiente me quemara la conciencia. Mi mente se aclaró, y volví a la realidad que conocemos. Frente a mí, estaba mi hija, con los ojos cristalinos, las mejillas húmedas por las lágrimas, los labios agrietados y su rostro reflejando un dolor que me partía el alma. Sus brazos marcados por las huellas dolorosas de agujas eran un testimonio de las batallas que había librado en silencio. Lo reconocí, solo al ver sus pupilas dilatadas, su cuerpo tembloroso y su lamentable aspecto, supe lo que había hecho y fue como verme en un espejo a mí versión anterior.

   Fue un recordatorio de quién había sido yo en el pasado.

   Reflexioné profundamente. Durante años, me había dedicado con toda mi fuerza a evitar el alcohol, el tabaco, las drogas y las acciones cuestionables y a distanciarme de las personas que transitaban por los mismos ambientes oscuros que yo conocía tan bien. Lo hice todo por ella, por mi hija. Quería superarme, tener un trabajo estable, brindarle todo lo que estuviera a mi alcance, nunca faltarle, darle mi tiempo, entregarle mi vida y todo lo que ella merecía. Había dado lo mejor de mí mismo con la esperanza de ser un ejemplo.

   Pero en ese momento, en medio de la oscuridad que amenazaba con tragarnos a ambos, comencé a preguntarme si todo eso había valido la pena. Empecé a sentir que la vida, de alguna manera, estaba en mi contra. ¿De qué habían valido todas mis enseñanzas? ¿Qué resultados habían dado mis regaños y consejos? ¿Cómo habíamos llegado a este punto? Mi hija, mi niña dulce y amable, que nunca se negaba a una aventura, que era la luz de mis ojos, ahora se veía atrapada en un mundo oscuro del que nunca debió formar parte.

   La culpa me invadió, aunque sabía que en parte era consecuencia de sus propias decisiones. Pero ser su padre implicaba una responsabilidad que me abrumaba. Se acercó a mí, con una expresión de arrepentimiento genuino en su rostro. Mi pobre niña, atrapada en una lucha que jamás debió haber enfrentado. Mi corazón se rompió por ella, y en ese momento supe que, pase lo que pase, haría todo lo posible para ayudarla a encontrar el camino de vuelta a la luz. Porque, después de todo, era mi hija, y el amor de un padre no conoce límites ni condiciones.

   —No sé porque volví a hacerlo, papá, por favor, debes creerme...—, las palabras de mi hija resonaban en la habitación como un lamento desgarrador. No soportaba verla así, su dolor era como una daga que se clavaba en mi corazón. Ella era mi hija, mi sangre, mi razón de ser. La amaba más que a mi propia vida, y si eso significaba hundirme junto a ella en el abismo de su sufrimiento, entonces lo haría sin dudarlo. Porque para mí, ella lo era todo.

   Me puse de pie, con la determinación de ayudarla, de sacarla de esa miseria que amenazaba con devorarla. No importaba lo oscuro que fuera ese camino, estaba dispuesto a recorrerlo a su lado. Mi voz tembló mientras le decía: —Lo siento, cariño, lo siento mucho...—

   La abracé con fuerza, quería transmitirle que no estaba sola en esto, que juntos superaríamos este ciclo destructivo que nos había atrapado. Pero la verdad era que yo también me sentía culpable, porque había visto cómo caía en el mismo abismo en el que yo había estado atrapado. No podía evitar pensar que, como padre, no había hecho lo suficiente para protegerla de ese destino. Estábamos atrapados en un ciclo sin fin, donde nuestras vidas se mantenían prisioneras de las mismas influencias oscuras, y eso me desgarraba el alma. En ese momento, el dolor, la impotencia y la culpa se apoderaron de mí, y supe que la lucha por liberarnos de este abismo sería una batalla desgarradora y dolorosa, pero también sabía que no podía permitir que mi hija se perdiera en las sombras, no mientras yo tuviera aliento en el cuerpo.

   Este ciclo era como un sombrío eco de la vida que habíamos estado viviendo, una rueda implacable que nos atrapaba en su oscuro torbellino. Sin embargo, a pesar de la desesperación que nos rodeaba, había una chispa de esperanza en nuestros corazones. Estábamos juntos, mi hija y yo, y estábamos dispuestos a luchar con todas nuestras fuerzas para romper las cadenas de esta pesadilla interminable.

   Porque esto era lo que hacía un padre por su hijo, lo que hacía un padre por su hija. No importaba cuán profundo fuera el abismo en el que nos encontrábamos, estábamos dispuestos a enfrentarlo juntos. No sabíamos si algún día lograríamos poner fin a este ciclo destructivo, pero una cosa era segura: no íbamos a rendirnos. Estábamos decididos a hacer todo lo posible para encontrar la salida de esta oscuridad, para recuperar la vida que merecíamos.

   Y así, en medio de la tristeza y la incertidumbre, nos aferramos a la promesa de un mañana mejor. Cada día era una oportunidad para cambiar, para luchar, para amarnos incondicionalmente. Estábamos unidos por un lazo indomable, el lazo de un amor de padre e hija, y ese amor nos daría la fuerza para enfrentar cualquier desafío que se interpusiera en nuestro camino. Porque aunque el ciclo de la vida pudiera ser cruel y despiadado, también nos brindaba la oportunidad de redimirnos y encontrar la luz en la oscuridad.

    Este ciclo, era la triste realidad que había atrapado nuestras vidas, pero estábamos unidos, determinados a hacer todo lo que estuviera en nuestras manos para que este tormentoso círculo finalmente llegara a su fin. O al menos, para que mi hija encontrara la salvación que tanto necesitaba.




༻    𝕰𝖓𝖉     ༺


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