Capitulo 10
Notaste que estaba nervioso y me cogiste de la mano antes de cruzar el umbral de la puerta. Era domingo. Quizá debería haberme puesto la ropa más recatada que normalmente usaba cuando iba a ver a mis padres, pero aquel día no me apeteció. Me vestí con un modelo azul cielo que había comprado no hacía mucho un día que me acompañaste a la modista. A ti se te iban los ojos cada vez que me la ponía y me encantaba eso, que siguieses mirándome como ese primer día que nos cruzamos en aquella calle. Puede que por eso decidiese ponérmela esa mañana, porque me hacía sentir seguro y poderoso, como si estuviese rompiendo alguna norma. Y en parte lo hacía. Rompía las de mi padre. Qué ridículo sonaría eso años después, cuando los omegas pudiesen vestirse como les viniese en gana sin pararse a pensarlo.
Mi padre no se fijó en mi ropa hasta que me quité el abrigo y me senté a la mesa. Intenté no reaccionar ante su mirada inquisidora. Mis hermanos, uno de ellos acompañado por su prometida, se acomodaron frente a nosotros. Mientras servíamos la comida de la cazuela que mi madre había preparado, te preguntaron sobre tus clases y, cuando se quejaron de las últimas huelgas de estudiantes, sentí cómo te tensabas a mi lado. Ellos no lo sabían, pero tú cada vez estabas más implicado en las revueltas a favor de la libertad de expresión; te quejabas a menudo de la censura, me contabas lo que se hablaba en los corrillos de la universidad cuando Martínez te pedía que le echases una mano con sus alumnos.
― Cada vez hay menos respeto en las aulas.― se quejó mi hermano.
Tú clavaste la mirada en el plato caliente y felicitaste a mi madre diciéndole que estaba delicioso; ella, como siempre, se sonrojó en respuesta, porque no estaba acostumbrada a recibir halagos de nadie. Mi hermano siguió hablando. Yo sabía que tu opinión estaba tan lejos de las de ellos que cada vez que comíamos con mis padres tenías que hacer un esfuerzo por mantenerte rígido y quieto en la silla, aunque puede que ellos ni siquiera se imaginasen que estabas en contra de los métodos que antes usaba el profesorado. Una vez me contaste, aún con enfado, los golpes que te daban con una regla de madera en las puntas de los dedos cuando solo eras un niño o las veces que los hacían sentarse de rodillas debajo de la pizarra con los brazos extendidos en cruz durante toda la tarde. A ti, que habías tenido un padre adelantado a su tiempo, que jamás te levantó la mano y que te educó con palabras y respeto.
Y entonces vino lo peor, quizá porque estaba pensando en aquel tema y me agarró desprevenido. Teresa, mi futura cuñada, me miró sonriente e hizo la última pregunta que deseaba escuchar en esos momentos. No lo hizo con maldad, ni siquiera la tenía.
― ¿Ya han pensado qué nombres les pondrán a los niños? Tu hermano y yo estuvimos hablando sobre eso porque sería ideal no coincidir entre nosotros, ahora que pronto seremos familia.― añadió, tras limpiarse con una servilleta despacio para no quitarse el carmín.
Creo que noté tu mano en mi muslo, bajo la mesa, pero no puedo asegurarlo. En ese instante supe que no iba a volver a responder las constantes preguntas sobre aquel asunto, ni tampoco quería seguir guardándome aquel secreto que aún no sabía cómo contar.
― Pueden ponerles los nombres que quieran, nosotros aún no sabemos si tendremos hijos. De hecho…― apoyé la cuchara en el borde del plato y alcé la mirada ― De momento he decidido apuntarme a un curso de taquigrafía y mecanografía. Me gustaría poder empezar a trabajar el próximo año.
El silencio se cargó de tensión. Todos contuvieron la respiración hasta que mi padre te señaló con el cubierto y golpeó la mesa sacudiendo la vajilla.
― ¿Qué clase de alfa no puede mantener a su omega?
― La cuestión no es si puedo o no, sino si él quiere.
― ¡Déjate de esas palabrerías tuyas y sé un hombre como dios manda!― se puso en pie, apartando la silla hacia atrás mientras tú intentabas mantener la calma ― Míralo, vestido como una puta e incapaz de darte hijos, ¿de qué le sirve haberse casado contigo?
Saltaste de golpe. Y quizá porque nadie se esperaba una reacción así, mis hermanos no pudieron pararte antes de que cogieses a mi padre del cuello. Vi cómo apretabas. Vi la rabia que había dentro de ti cuando lo miraste. Teresa gritó, sofocada. Mi madre se llevó una mano al pecho. Entonces tus palabras llenaron el salón.
― Te mataré si vuelves a hablar así de mi esposo.
Lo soltaste tan rápido como lo habías sujetado.
Mi padre tenía los ojos muy abiertos y parecía consternado. Nunca nadie se le había enfrentado así. Mis hermanos lo respetaban y lo temían casi a partes iguales, mi madre ni siquiera era capaz de llevarle la contraria. Tenía la cara roja cuando habló.
― ¡Largo de aquí!― bramó ― Largo de mi casa.
― Vamos.― me cogiste de la mano con firmeza.
― ¡Y ni se les ocurra volver jamás!
― Seguro que no.― mascullaste por lo bajo, pero creo que no te oyó, entre el lamento de mi madre y los gritos que seguía profiriendo incluso cuando llegamos al rellano.
Me apretabas la mano con tanta fuerza mientras caminabas con la mirada nublada calle abajo que tuve que pedirte que me soltases cuando empezaste a hacerme daño. Entonces reaccionaste. Dejaste de andar, me besaste los dedos, respiraste hondo. Vi cómo te humedecías los labios, incapaz de hablar, incapaz de mirarme a los ojos.
― Está bien, Jungkook, todo está bien.
― Lo siento, lo siento.― me abrazaste.
― No lo sientas.― me aparté y te sostuve las mejillas ― Mírame. No has hecho nada malo, no ha sido culpa tuya. Suficiente… suficiente has aguantado. Ya encontraré la manera de hablar con mi madre, ¿de acuerdo? Sé cuándo sale a comprar cada día.
Asentiste, pero parecías a punto de desmoronarte.
Así que te abracé hasta que te calmaste.
Aquel día se cerraron algunas puertas. Mi padre cumplió su palabra y no hubo más comidas los domingos, pero casi fue más un alivio que un castigo. Como había previsto, seguí viendo a mamá a menudo, aunque fuese a escondidas y aunque tuviese que explicarle una y otra vez por qué no iba a consentir que le pidieses perdón a mi padre. No quería que lo hicieses. No pensaba que fuese justo para ti ni tampoco para mí.
Sé que durante muchos años seguiste sintiéndote culpable, aunque intentase convencerte de lo contrario. Nunca pensé que me hubieses arrebatado nada, Jungkook. Nunca te guardé rencor. Y los domingos a partir de entonces empezaron a ser mucho mejores. Más bonitos. Íbamos a ver a tu padre, ¿lo recuerdas? Junghyo siempre me compraba esas galletas de canela que tanto me gustaban y las guardaba en esa caja de latón que escondía en el armario de comedor o en cualquier otro sitio fácil de encontrar para que yo pudiese buscarlas. Comíamos en el salón y después nos reíamos y hablábamos, o me entretenía con él cuando me enseñaba el catálogo de telas que los proveedores le habían dejado, porque tenía en cuenta mi opinión como si fuese importante. Quise a tu padre como no fui capaz de querer al mío y, aún hoy en día, no me arrepiento de ello. Porque hay amores que no se pueden comprar, de esos en los que no importa la sangre ni lo que las normas sociales te dicten.
Y tú y yo, Jungkook, no estábamos hechos para seguir ninguna norma.
Que tal les va pareciendo la historia por favor déjenme sus comentarios.
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