Epílogo
Isabel cayó al suelo cuando se abalanzaron contra ella. Soltó un quejido antes de que la paz inundara sus facciones al cerrar sus ojos. Dio la impresión que el golpe la había matado, sería la primera hipótesis de cualquiera, lo comprobé al contemplar como alguien temeroso se asomó para examinarla de cerca. Sonreí enternecido al verle subirse encima y cuando la tuvo frente a frente se le escapó un grito de espanto porque alguien lo atrapó. Estruendo que pronto se convirtió en unas carcajadas a causa de las cosquillas que le hicieron retorcerse entre los brazos de Isabel.
—El monstruo capturó a su presa —le dijo entre las risas que resonaron en la habitación, abrazándolo contra su pecho.
Los años me habían revelado muchas facetas de Isabel Bravo. Desde la chiquilla que hacía travesuras por la playa, la artista que se montaba en un escenario o la mujer a la que le hacía el amor, pero jamás esperé despertaría tanto mi admiración en su papel de madre. No le daba miedo tirarse al piso, ensuciarse de barro o revolcarse en la arena a cambio de una sonrisa. Una mañana podía encontrarla montarse un campamento en el patio y por la noche bañada en escarcha de colores mientras coloreaban algo en papel. Era una caja de sorpresas que honestamente me tenía asombrado.
Me hubiera quedado la noche entera contemplando su próxima locura, pero otra risa robó mi atención. Isabel decía que a los niños no había que estudiarlos, ni buscarles explicaciones, para ella su felicidad era espontánea y natural. Supongo que tenía razón, porque Isabela era demasiado pequeña para entender realmente qué le daba tanta gracia, posiblemente se tratara de un acto reflejo, solía hacerlo cada que veía a otro sonreír. No era una queja, todo lo contrario, esa melodía me tenía loco de alegría. Hace más de un año que Isabela había llegado a nuestras vidas, convirtiéndome por segunda vez en el hombre más afortunado del mundo.
Isabela cubrió con su pequeña mano mi dedo, era curiosa y le gustaba estudiar todo con ese par de ojos enormes y oscuros. Mamá decía que era idéntica a mí cuando era chico, y debía reconocerlo.
El sonido de la puerta nos alarmó, incluso cuando sabíamos exactamente de quién se trataba. El juego paró, Rey abandonó a Isabel y corrió como si su vida dependiera de ello a la entrada. Le gustaban las visitas, en especial esa.
—No, no, no —le frenó sacudiéndose el pantalón mientras se ponía de pie para atender—. Mami primero debe revisar —le explicó con ese tono maternal que me parecía más adorable que a una advertencia—. Nunca debemos abrirle a extraños, ¿qué es lo que pasa cuando le abrimos a extraños? —repitió dedicándole una mirada.
—¡Nos comen! —respondió con un salto emocionado.
—Bueno, estuvimos cerca —admitió dándole un golpecito en la nariz—. No sé quién le dijo que vivíamos entre caníbales —me preguntó divertida dándome un vistazo. Encogí mis hombros sin hallar una lógica. Tal vez habían heredado su imaginación, pensé mientras ella abría la puerta para recibir a nuestro invitado.
—¡PADRINOOOOOOOO! —enloqueció Rey al reconocerlo.
Manuel era su favorito y aunque el mayor intentaba disimularlo nunca lograba esconder su debilidad por ese par. Le bastó verlo para levantarlo en brazos. Estaba muy agradecido con él, desde que nacieron quería mucho a los niños.
—¿Qué tenemos aquí? Cada día pesas más, se ve que son los que están haciendo rico a Don Tito —nos acusó de buen humor.
—Tito siempre me da dinero para mis papitas —le contó contento.
—¿Eso es un reclamo o una indirecta? —soltó divertido. Rey se echó a reír sin entender el chiste, solía hacerlo cada que Manuel hablaba, conociendo nunca lo hacía en serio. De todos modos, se acomodó para sacarse una moneda del bolsillo y entregársela—. Para que no digas que no eres mi favorito.
—¡Mami, papitas! —gritó emocionado mostrándole orgulloso su moneda.
—Se nota quién lo está criando.
Isabel no lo negó, se encogió de hombros con una sonrisa traviesa.
—Mañana, ya es tarde —mencionó porque era capaz de pedirle una a esa hora—. ¿Te quedas? —le preguntó a Manuel. Él negó enseguida antes de dejar al niño en el piso.
—No, mañana tengo que trabajar. Hoy me regreso a Xalapa —contó.
Esa era la rutina de Manuel, trabajar en la ciudad de lunes y jueves, pasar del viernes al domingo con nosotros. Empezó como una visita esporádica hasta que se volvió una costumbre.
—Manuel si trabajaras con...
—Qué mujer tan testaruda, igual que todos los Bravos —lo cortó conociendo el discurso de memoria. Isabel apretó sus labios para no reír.
—Ya casi lo convenzo —me murmuró solo para hacerlo rabiar.
—Lo veo.
Aún no había logrado que Manuel se estableciera del todo en Tecolutla, aunque el último año parecía menos negado al tema. Supongo que por otra parte no quería dejar a Susana y mamá, con los que había formado casi una familia.
—Solo pasaba para ver a estos dos, no quiero la próxima semana vengan los reclamos —mencionó—. Muchacho, tengo un poco de lástima por ti, tener que soportar esto a diario —comentó cuando Isabela le ofreció sus brazos para que la cargara. Fingió mal lo mucho que esperaba aquellos momentos, sobre todo porque tenía una adoración por la niña que sonreía a todo el mundo.
—Sí, es una tortura. Un verdadero castigo... —comenté antes de que Rey me halara de la camisa enseñándome como un triunfador lo que logró sacarle. Esas eran ideas de Damián—. Cada día estamos más cerca del tesoro.
—Si quieres te doy un aventón a la estación —le propuso Isabel a su tío al percatarse de la hora—. Así aprovecho para ver si Isabela se duerme en el trayecto, no sé qué demonios sucede, pero cada que se sube al coche se queda dormida. Bueno, ensucia el pañal o se queda dormida, una de dos —se corrigió cogiendo las llaves.
—O a veces las dos al mismo tiempo —recordé divertido.
—Empiezo a tenerte miedo también —le comentó Manuel meciéndola haciéndola reír con ganas. Sonreí ante la tierna imagen. Ellos eran los únicos que sacaban ese lado cariñoso que escondía a toda costa—. Lucas, intenta no volverte loco antes del próximo jueves.
—Será difícil —admití contento al ver como Rey lo siguió unos pasos detrás hasta la puerta. Por suerte, Isabel lo tomó entre sus abrazos para detenerlo.
—No, no, no, no. Ya es tarde. Tú y papito se van a la cama ahora —nos advirtió a los dos entregándomelo para que yo me encargara de dormirlo. Una tarea complicada.
—Isabel, ¿qué fue lo que te hice? —lancé fingiendo pesar, emoción que contrastó con la alegría de Rey al ver que sería papá el dirigente, significaba que podía quedarse más tiempo despierto. Yo era más sobornable que su madre.
—Hijos, por si fuera poco —me echó en cara con una sonrisa—. Ahora tienes que pagar el precio.
Sonreí cuando la observé marcharse con Manuel e Isabela en brazos, prometiéndonos volver pronto. Un precio justo para todo lo que recibía a cambio, porque después de mucho tenía plena seguridad que no había felicidad más grande que saber que las personas que amas te esperen al volver a casa.
No podía considerarme un experto, pero tras varios años desde que ese pequeño moreno de ojos vivaces abandonó la seguridad del cuerpo de Isabel y tuvo que enfrentarse al mundo, había aprendido un montón de cosas que jamás pensé me interesarían, pero sobre todo comprendí que si quería dormirlo aplicar técnicas nunca tendrían efecto. Era un niño con mucha energía.
Así que cuando Rey al fin pudo treparse a la cama tras una búsqueda de diez minutos del desgastado peluche de tortuga con el que tenía una especie de dependencia emocional, me dispuse a luchar contra esa sonrisa traviesa que siempre me hacía doblar las manos.
—Tengo la impresión que no tienes sueño —deduje para mí.
No lo negó, se reacomodó en la cama.
—Papito, ¿vamos a la playa? —me preguntó en una idea, como si estuviéramos hablando de la leche del refrigerador. Sonreí porque aún le costaba pronunciar algunas palabras.
—Mañana visitamos a Damián para ver que tal le va a mamá —le propuse en un especie de trato—, pero para que sea mañana primero tienes que dormir hoy —le expliqué aunque no parecía tener necesidad de hacerlo—. Si quieres puedo leerte un cuento —opté por otra alternativa al notar el libro que Isabel había comprado para mí. A ella se le daba bien inventarlos, yo prefería dejarle el trabajo a los expertos. Escribir para niños no es fácil.
Rey asintió un montón de veces, quiso bajar por él, pero no se lo permití. Si ponía un pie fuera de la cama volver a subirlo sería una batalla. Sonreí cuando se arrinconó a la pared para hacerme espacio a su lado. Me acomodé cediéndole el libro repleto de dibujos para que escogiera uno. No me sorprendió que eligiera el mismo de siempre.
—El de la tortuga, papito —dijo clavando su dedo en el papel.
—Ese será —accedí contento con su elección.
Repasé las palabras que conocía de memoria, no solo porque lo repetía con frecuencia, sino porque también me gustaba el mensaje que enviaba. Me recordaba a mi infancia, a los días donde pasar tiempo con papá era mi única tarea.
—Mi abuelito —me interrumpió al dar con la imagen de un pescador. Le di una sonrisa ante su comentario—. Mi abuelita dice que soy igualito a él —me contó contento. Era cierto, cada que lo miraba encantado con el mar, metiendo sus pies en el agua mientras Isabel lo tomaba de la mano o la emoción que le causaba el paso de cualquier gaviota, me resultaba imposible no sentirlo cerca.
Aún tenía presente la mención de Isabel, después de superar los meses más riesgosos, sobre que tenía en mente un nombre. Para ser honesto no había pensado demasiado en ese tema, agobiado por otras prioridades, así que estaba seguro que cualquiera que propusiera me agradaría, hasta que soltó Reynaldo. Ese no solo me gustaba, tenía un significado en honor a mi padre. Supongo que ella mejor que nadie sabía el regalo que sería para el chico que siempre lo echaba de menos que su hijo llevara su nombre.
Y cuando miraba atrás, al chiquillo que se sentía tan solo tras su partida, tenía la sensación que estaría orgulloso de mi presente. Había logrado más de lo que soñaba, admití cuando encontré a Isabel en el pasillo cargando a una rendida Isabela que hace un buen rato había perdido el juego. Me hizo un gesto con la boca para que mantuviera la boca callada mientras la recostaba en su cuna. Sonreí al apreciarla acomodándola con cuidado y quitando sus peluches.
—Esta vez sí se durmió —celebró en voz baja—. ¿Tuviste el mismo éxito con Rey? —me preguntó dispuesta a arreglarlo.
—Se resistió un poco, pero al final lo logré —respondí divertido. Ella me dedicó una sonrisa fugaz antes de volver a concentrarse en la bebé. Apoyó sus brazos en el borde, ladeó la cabeza y la miró con ternura durante un largo rato. Isabel podía pasar toda la vida viendo a sus hijos.
—¿Estamos de acuerdo que en diez minutos estaré de nuevo aquí? —se burló de sí misma acostumbrada al ritmo de ser mamá. Me encogí de hombros, dándole la razón, riéndome de su pequeña carrera al salir al cuarto de Rey porque le resultaba imposible irse a la cama sin darle un beso, aunque él ni lo sintiera.
—Estoy muerta —lamentó cansada cuando apagué las luces y la encontré recargada en la puerta de nuestra habitación. Abrió a la par de un suspiro, dejó los zapatos debajo de la cama antes de dejarse caer en el colchón, sin ánimos, ni ganas de nada.
Dormir seguía siendo su debilidad, así que pensé que estaba profundamente dormida cuando al terminar de arreglar todo ocupé el sitio a su lado, pero me equivoqué porque apenas me colé entre las sábanas ella giró aletargada para rodearme con sus brazos, apoyó la cabeza en mi pecho.
—Pensé que el día nunca acabaría —murmuró con los ojos cerrados—. Y mañana es lunes, Lucas. Lunes. ¿Quién demonios creo lo lunes? —protestó haciéndome reír, mientras acariciaba su espalda—. Seguro lo hicieron en un asueto, es la única explicación que encuentro para que existan.
—Definitivamente —reconocí divertido porque siempre se ponía a enredarse con las palabras cuando su cerebro necesitaba un descanso. Ella afiló su mirada antes de darme un pequeño empujón, tan dulce como siempre. De todos modos, atrapé su mano en el aire halándola para robarle un beso. Corto, fugaz, de los que servían para calmar cualquier enfado.
—Eres un tramposo, Lucas —me acusó con una sonrisa—. Aunque admito que ya lo sospechaba desde que los niños me dijeron que les recomendaste me recibieran con un abrazo grupal cada que entro a la clase. La última vez se me arremolinaron todos al mismo tiempo y casi me rompo la cadera —me contó sin pizca de gracias—. Lucas, si quieres deshacerte de mí hay formas menos sádicas de hacerlo —añadió escondiendo una risa—. Por ejemplo, el festival de primavera.
—¿Cómo vas con eso? —curioseé. Ella hizo una mueca con los labios.
—La coreografía es preciosa —admitió orgullosa—. Y los niños lo hacen genial, son muy talentosos, tienen gracia y se ven feliz... Siempre que recuerdan los pasos —agregó ese pequeño e importante detalle—. De todos modos, es pronto para preocuparse, acabamos de empezar la semana pasada y estaban más entusiasmados viendo el diseño de la falda que mandó tu madre que poniéndome atención —aclaró dejando escapar su alegría.
—Estoy seguro que saldrá bien, Isabel. En el de Navidad no hubo ninguna pierna rota —recordé divertido—. Sepárame un boleto en primera fila —le pedí conociendo que haría un trabajo maravilloso, como siempre. La gente del pueblo adoraba esos espectáculos.
—No te preocupes, está reservado. Necesito que alguien cargue a Isabela. Te juro que si sigue acompañándome a todas las clases no me sorprendería que termine bailando aún en pañales —reconoció de mejor humor. Luego se reacomodó mejor para verme directo a los ojos—. ¿Y tú que me dices, mi Lucas? ¿Al final sí dio el ancho el nuevo egresado o tendrás que buscar a alguien más? —curioseó.
—Creo que nos será de mucha ayuda —resolví satisfecho. Seguía creyendo en las personas, en que todos sumaban. Desde que meses atrás había ampliado la misión del despacho el trabajo se incrementó. Ahora no solo nos dedicamos a temas contables, sino administrativos y fiscales. Y era la primera vez que alguien beneficiado de las becas que financiaba Isabel hace un tiempo regresaría a prestar sus servicios en esa rama—. Estábamos un poco saturados de trabajo.
—Tú sabes que te ayudaría, pero los números nunca fueron mi fuerte —admitió sin mucho orgullo—. De todo lo demás puedo intentarlo, así que si necesitas algo aquí estoy. Aunque en temas de dinero quizás tu primo te será de mayor ayuda. Tú sabes que Damián es un gran emprendedor.
Estaba en lo cierto. Mi primo jamás limitó su imaginación, continuó una búsqueda contante de ideas. Y cuando decidimos convertir a Tecolutla en nuestro lugar de residencia nos unimos más que nunca. Además, si había alguien capaz de convencer a Isabel que su talento era para algo más era él, así que fue su apoyo y guía lo que salvó a la estrella de manera profesional, dejando de lado que respetó los alcances que ella deseaba. No una mina de oro, sino una artista nacional que supo explotar el lado mágico de su estado.
—No me sorprendería que un día de esto nos venda a los dos —acepté.
Disfruté del sonido de su carcajada que murió en una sonrisa peculiar. Contemplé su mirada brillante que siempre tenía un efecto intenso en mí.
—Lucas, no sabes como me gusta esto —soltó de pronto, sorprendiéndome. Ella rio ante mi confusión, le gustaba jugar con mi mente—. Estar contigo, hablar de mi día, escucharte —añadió aclarando mi panorama, haciéndome consciente que le sucedía lo mismo que a mí—. Siempre logras que me sienta mejor.
Sonreí admirándola, repasando esos ojos que tras varios años seguían siendo mi faro ante la tormenta. Habíamos pasado por tantas cosas, pero estaba convencido que estar juntos fue una buena decisión. El matrimonio resultaba diferente a lo que imaginé, cuando la boda terminó no me pasó por la cabeza lo que el destino nos tenía preparado. Pensé que la felicidad sería el regalo a diario, pero ignoraba que los problemas son los que nunca faltan y es el amor el único capaz de transformar un recorrido en vida. Meses soportamos el acoso de Govea que no se quedó tranquilo con el adiós de Isabel y aprovechó su último trabajo para cobrárselo, los líos en el trabajo que al iniciar no fueron sencillo y la pérdida de nuestro primer bebé. El golpe más duro, la herida que nunca cerraba, el que pareció no nos permitiría seguir adelante, pero el motivante suficiente para que ambos buscáramos ayuda profesional. Y pese a atravesar una época oscura, en la que casi había perdido la fe, aún quedaban en nosotros algunos destellos de luz.
El tiempo que no tenía consideraciones por nadie siguió su curso, transformando un amor pasional e intenso, en uno más auténtico y duradero. Isabel y yo nos abrazamos a la esperanza de que si nos manteníamos juntos vendría algo mejor, un poco de sol en medio de la tempestad, y cada que la veía reír a mi lado por las mañanas o escuchaba la voz de mis hijos agradecía no haberme rendido. Tenía una familia, unos hijos maravillosos, la mujer que amaba, un trabajo que me hacía sentir completo, un pasado que me dejó enseñanzas, un presente que me hacía sonreír y un futuro que me motivaba a soñar, ¿podía ser más feliz? Me levantaba cada mañana luchando por ese sí. Sobrevivir es una batalla diaria, un desfile de amaneceres y tormentas que nunca cesan, para este punto no sé exactamente cuál será nuestro final, y siendo honesto no me atormenta saberlo, porque, pese a todas las tribulaciones, disfrutaba de ese viaje llamado vida.
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