Capítulo 9
Isabel.
No resistí la curiosidad de girarme, de enfrentar de un golpe al pasado. Obligué a mi cuerpo a responder, pese a su torpeza, para reaccionar a mis impulsos. Mi corazón se agitó con violencia al encontrarme con la figura que había visto cientos de veces en la televisión en el último par de años, la misma mujer que cambió mi vida cuando era un adolescente.
La recorrí despacio, de pies a cabeza, intentando convencerme que no era una visión nueva, una alucinación de la que despertaría de un momento a otro. No, era tan real como la vida que no se detuvo por nosotros. Estábamos ahí, separados por unos metros, con el eco de la ciudad siguiendo su ritmo, mirándonos a los ojos con la misma fuerza de hace años. Culpé a la sorpresa de la opresión en los pulmones que dificultaba mi respiración.
Su cabello negro, sin algún rizo, caía por su espalda. Las botas le sumaban altura, pero a un simple vistazo seguía pareciéndome pequeña. La gabardina estaba abierta dejaba ver su vestido negro. Quizás iría a una entrevista o grabar, pensé apreciando su atuendo. Tal vez solo eran inventos míos para ocupar mi mente.
Sostenía la puerta abierta de un vehículo estacionado. Me pregunté cuánto llevaría ahí. Quise hallar una respuesta, pero ni siquiera pude prestarle atención a mis pensamientos, perdido en el revoloteo de las hebras oscuras de su cabello.
A Isabel le importó un bledo dejarla como estaba para acercarse hasta a mí en un par de zancadas. No recordaba que fuera tan rápida, no esperaba lo fuera. Di un paso atrás por instinto al sentirla tan cerca de mí. Era como si la parte cuerda de mi cerebro, la que luchaba por no rendirse, me advirtiera el peligro de su proximidad, lo fácil que era sucumbir ante ella.
—Claro que eres Lucas —dijo convencida para ella misma. El tono de su voz era igual como lo recordaba, dulce, pero cálido como el sol de playa. Había olvidado responderle, hasta cómo hablar—, estás idéntico —agregó con una enorme sonrisa.
Me había preparado para muchos escenarios en la que coincidíamos, miles de ellos igual de descabellados. Imaginé encontrarme con un gesto frío o un saludo que intentaba ser cortés. Todas esas expresiones que no asociaban con su personalidad, pero que temía nacieran. Nunca consideré una sonrisa, al menos no una como esa, que gritaba por todos lados que era feliz de verme.
Yo también lo era, me sorprendí, para qué mentir. Mi corazón golpeaba con tanta fuerza mi pecho que tenía la impresión que lo vomitaría si abría la boca, que estallaría si me tocaba. Y cuando creía que Isabel no podía sumar algo a mi complicado estado cardíaco hizo lo inimaginable, llevándome al borde como ella sola podía.
—Déjame que te abrace.
Se paró de puntillas para rodearme con fuerza por los hombros. Mi cuerpo reconoció el suyo como quien encuentra su canción favorita en la radio. Fue un segundo, uno que no me dio tiempo ni de tocarla, ni siquiera de acostumbrarme a su calor, pero que removió algo en mi interior ante su contacto.
—Hay algo diferente en ti —mencionó divertida cuando se apartó. Yo no podía dejar de verla, ni siquiera lograba formular una palabra ante sus ojos negros, tan grandes y expresivos que parecían ver a través de tu alma—. Seguro que sí... ¿Cambiaste de shampoo? —Reí por su ocurrencia, ella tomó eso como una afirmación—. Los productos dejan de venderse después de un tiempo. ¿Recuerdas mi perfume favorito? No, quizás no lo hagas, pues lo descontinuaron. Según no tenía muchos compradores. Hace años que no te veía, ¿cuántos serían? ¿cuatro o cinco?
—Seis años.
Esa fue la primera vez que hallé el valor de hablar, un motivo para hacerlo.
—¿Seis? Por Dios, como pasa el tiempo. Es como abrir y cerrar los ojo —comentó animada. Dio un paso atrás para observarme más, se llevó una mano a su barbilla y sonrió—. Te ves bien, Lucas.
—¿Qué puedo decir de ti? —murmuré, provocándole una risa. Había echado de menos ese sonido.
—Sigues sabiendo qué decir —mencionó, aplaudiendo mi ingenuo.
—Solo digo la verdad.
Isabel siempre había sido una muchacha bonita, más que bonita para ser honesto. Ella escondió una sonrisa hasta que le fue imposible no pintarla en su rostro.
—Tenemos que ponernos al corriente de nuestras vidas —propuso contenta.
—Señorita...
Un hombre que había bajado del vehículo la llamó desde la puerta que ella había abandonado, diciéndole que volviera. Isabel le pidió le diera un poco más de tiempo.
—Tengo prisa, Isabel —le expliqué para no darle más problemas, para no meterme en nuevos—. Voy tarde al trabajo.
—¡¿Tienes un trabajo en la ciudad?! Eso es una gran noticia. ¡Felicidades, Lucas! —celebró al escucharlo. Luego hizo una mueca con los labios como si estudiara otras opciones. Yo quería decirle que había sido bueno toparme con ella, pero que no debía pasar de una casualidad extraña.
—Señorita... —insistió, desesperado.
—Espere un minuto —repitió con un ademán restándole importancia.
Se quitó su bolsa para entregármela.
A mí, un desconocido, que podía robarle, correr con su cosas, desaparecer. ¿Quién le aseguraba que era el mismo chico? ¿Nada le hacía sospechar que había cambiado? Pese a las múltiples posibilidades Isabel no mostró un indicio de desconfianza hacia mí mientras rebuscaba en el interior. Todo lo contrario, sonrió apenada cuando se topó con mi semblante confundido.
—Sé que mi bolsa es un caos —admitió avergonzada, creyendo que la juzgaba—. Mi vida es en realidad un caos, pero mi bolsa encabeza el número uno —me comentó en confianza.
Era extraño su manera de hablar. Isabel no parecía una estrella, ni siquiera la misma mujer del que todo mundo hablaba en televisión mientras discutían las razones de sus nuevos escándalos. Charlando sobre tonterías a mitad de la acera, con un hombre atontado por su afecto, dando la sensación de ser la misma chica de ese pequeño pueblo. Siempre que había pensado en ella creí que la encontraría caminando en línea recta, con un cigarro en los labios, tan segura de sí misma que me haría no reconocerla, no con esa ternura de la chica que me impedía apartarla. Incluso me cuestioné por qué no tenía un equipo de seguridad consigo, si no lo consideraba necesario, sino tendría miedo.
—¿Conoces el edificio Buena Aventura? —me preguntó distraída quitándole la tapa al bolígrafo, cuando al fin dio con él.
—¿Qué?
—Que si conoces el edificio Buena Aventura —comentó con una agradable risa al atraparme distraído. Si me veía como me sentía debía parecer un tonto, un verdadero idiota. Ella negó mientras anotaba algo en un papel.
—No conozco nada de la ciudad, acabo de llegar —le expliqué con lentitud, viéndola ocupada apoyándose en la palma de su mano.
—Sí. Eso supuse. Todos los días paso por aquí y jamás te había visto. Hoy cuando apareciste me dije: ese es Lucas. Sí, lo es. Estoy segura que ese Lucas, nadie luce como tú. Aunque confieso que tenía mis dudas porque ahora vistes como todo un profesional —me halagó con un chiflido que hizo brotar una sonrisa en mis labios.
La gente ocupada en su ajetreo debió pensar que estábamos locos, no había manera de contradecirlos. No tardarían en reconocerla, no sabía que tan perjudicial sería.
—Le pedí a Juan que cambiara de carril, sabía que todos me mentarían a mi mamá, pero lo hacen todos los días, al menos que fuera por algo que valía la pena —dijo graciosa—. No te preocupes, el edificio está cerca de aquí. Tienes que dar vuelta en esta esquina —me explicó señalando la que tenía que cruzar—, sigues adelante hasta que llegues al semáforo. No se ve por los árboles, pero hay uno. Te llevará unos minutos caminando —admitió haciendo una mueca, pero luego me dio un leve golpe en el brazo—, pero para ti será pan comido. Dos edificios, el mío es el segundo. Fácil. Piso trece —retomó la conversación cediéndome la tarjeta con su número y debajo con su letra la dirección.
—¿Es una cafetería?
—Es mi departamento, Lucas —respondió con una sonrisa. Admito que ese día no estaba especialmente brillante. Eso explicaba la razón de toparnos. Había ido a parar a una zona comercial, a unos metros de su casa—. Podemos hablar de los viejos tiempos, ponernos al corriente de nuestras vidas. Estoy segura que vas a sorprenderme.
—No creo que tanto como tú.
—Siempre tan modesto, Lucas. ¿Irás? Vamos, dime que sí —me pidió ilusionada.
—Podría —contesté para no ofenderla, pero tampoco para comprometerme.
No lo consideraba una buena idea. No tenía mucho sentido volver al pasado. Aún así ella me sonrió con entusiasmo, como si le hubiera dicho que estaría ahí sin retrasos.
—Te estaré esperando. Ahora debo irme o Juan se pondrá histérico. Es un buen tipo, pero la paciencia no es su principal virtual... —me susurró en complicidad de buen humor. Arrugó juguetona la nariz, yo sonreí involuntariamente—. No volveré a quejarme nunca más del tráfico, miento, lo haré, pero hoy no. ¡Acabas de mejorar mi día, Lucas! —gritó regresando deprisa.
Él le dijo algo que no pude escuchar, pero ella le regaló una sonrisa inocente antes de entrar.
La observé subirse al asiento trasero mientras su chófer refunfuñaba en mi dirección. Me quedé congelado en mi sitio un buen rato, procesando lo que acababa de sucederme. Hace un momento el pasado y el presente habían chocado dando paso a un nuevo tiempo, uno en el que podíamos hablar como antes siendo consciente que éramos completamente diferentes.
Un vacío se instaló en mi pecho cuando no quedó ni un rastro de su presencia, como si Isabel se hubiera llevado una parte de mí sin darme cuenta. Me arrepentí enseguida de no negarme tajantemente a su invitación, dejarle claro que fallaría, pero todo había sido tan rápido que no me dio tiempo de echarme atrás, de convencerme a mí mismo de las malas razones. Una oleada de culpa se apoderó de mí al imaginarla esperándome sin que apareciera. La otra, que era más consciente del presente, me repitió que era lo mejor para los dos. «Ese es el camino correcto, Lucas, enterrar el pasado donde no puedas volver a tocarlo, porque lo que tiene una grieta al primer golpe se rompe».
Tardé una eternidad en recuperarme de ese fugaz encuentro, fue como si un autobús me golpeara de lleno, un poco más en hallar el edificio que estuvo frente a mi nariz todo el tiempo en mi camino. «Ayudaría pusieran un letrero», pensé mientras empujaba la puerta de cristal.
La tienda era un negocio con una enorme vitrina que daba a la avenida. En el interior había aparadores repletos de cascos, llaves, chalecos fosforescentes, zapatos gruesos. Al fondo un largo mostrador conformado únicamente por una caja registradora.
Giré dándole un vistazo detallado. Era un lugar alto, saturado por su limitado espacio, pero tan bien acomodado que hacía fácil pasarlo por alto. Cuando volví la vista al frente hallé a un par de hombres saliendo de una puerta detrás del escritorio con papeles en manos. Uno de ellos, el más bajo, de aspecto cansado pero amable, me saludó como si fuera un cliente. Me ofreció un par de llaves que estaban en oferta, quise explicarle el motivo de mi visita cuando el otro intervino.
—Tú eres el enviado de papá, ¿no? —curioseó alzando las cejas, desganado. Ese era Julián Sandoval. Un hombre alto, joven, de cabello claro y ojos vigilantes. Daba la impresión de ser un hombre listo.
—Lucas Morales —me presenté tendiéndole mi mano.
Él la observó desinteresado por un rato, ni siquiera se molestó por contestar. Fue tan incómodo que tuve que usarla para acomodarme el maletín.
—Sí, papá me habló de ti —admitió aburrido apoyándose en el mostrador—. Aunque siendo honesto no sé exactamente qué pintas aquí. Tu trabajo lo puede hacer cualquiera de nosotros, nos la arreglamos bien sin ti, ¿no? —El otro no contestó, no le dio tiempo—. Sale más costoso pagarte que en lo que puedas servir —comentó con esa honestidad que no le importaba herir susceptibilidades.
—Don Ernesto creyó que podía ayudar con la papelería de apertura. Los contratos, facturas, pagos... —le expliqué sin perder la calma, aunque menos cuidadoso que al inicio.
—Sí —frenó mi innecesaria exposición—. Él lo creía, y queremos o no es él del dinero, así que no queda de otra que obedecerlo —concluyó.
El hombre que lo acompañaba bajó la mirada a las llaves como si las estuviera examinándolas, aunque probablemente solo no quería formar parte de esa escena. Yo tampoco.
Julián no tenía ningún parecido a su padre, aunque tampoco esperaba lo hiciera. Me detestaba, se esforzaba por dejármelo claro en cada frase. Remarcó que estaba fuera de lugar mi presencia.
—Ahí en el escritorio —señaló con la cabeza la puerta trasera. El otro hombre abrió para que pudiera entrar—, está todo el papeleo. En realidad es sobre el proceso de la creación de la empresa porque la apertura fue apenas esta semana —me explicó—. También encontrarás la llave del coche que papá pidió que te rentáramos —agregó con una mueca de hastío como si ese pequeño detalle fuera tirar dinero a la basura. No tenía sospecha que mi anterior jefe se preocuparía—. Cualquier cosa que tengas dudas pregúntale a Román, él se encarga de cobrar, pero conoce de todo un poco.
Le di un vistazo a mi oficina. Parecía que estar encerrado en cuatro paredes, con apenas espacio para respirar, sería mi día a día. Una mesa con un diminuto archivero al fondo. Encima de la madera estaba atascado de documentos mal apilados. Un solo vistazo me hizo sentir sofocado. Tendría que ordenarlo ese mismo día. Si es que Julián consideraba que era necesario terminarlo.
Podía considerar su consejo y marcharme. Si lo hacía ahora todavía podía alcanzar a Susana en Tecolutla, pero era una respuesta precipitada para la confianza de Don Ernesto. «Un pequeño intento», me dije determinado, amparándome que no todo inicio malo tiene el mismo final.
No comprendí cómo un hombre como Julián podía trabajar en servicio al cliente. Rompía todas las reglas existentes sobre cordialidad y respeto. En realidad, quebrantaba las normas de convivencia del ser humano hostigando con comentarios inútiles a Román o a mí cada que no encontraba qué hacer. Él los resistía con mayor paciencia, el tipo de paciencia que debería estar prohibida. Para desgracia de la humanidad no heredó su temperamento y personalidad. Julián era esa clase de jefe que nadie desearía toparse en su vida.
Al finalizar el primer día había absorbido toda mi energía y los deseos de permanecer en la ciudad. Arrastré los pies hasta el vehículo, un automóvil sencillo oscuro estacionado en la parte delantera del local, preguntándome cómo lo soportaría treinta días más. «Quizás moriría en una semana», me consolé optimista.
Pegué la cabeza al volante, cansado, lleno de frustración por decir que sí sin tener idea de lo que me esperaba. Luchando, con ese lema que venía empujándome con tanta fuerza que de un momento a otro me lanzaría al otro lado del barranco.
Era sábado por la noche, la ciudad debería ser un caos, aunque era probable que mantuviera ese estado las veinticuatro horas. Yo en cambio tendría que pasarlo en el hotel mientras lograba conseguir un mejor plan. Me pregunté si la canción de anoche ya habría parado o seguiría sonando, quizás se convertiría en la melodía perfecta para deprimirme mientras me lamentaba que quedaba un mes para aguantar a mi nuevo jefe, para asimilar que existía en el mismo plano terrenal.
Negué cerrando los ojos. No podía seguir quejándome del trabajo al salir de él. Tenía que desconectarme, separar esos dos temas porque sino me destruiría la parte de mi vida que no había contaminado. Manuel solía decir que la única manera de sobrevivir a una vida laboral complicada es no recordarlo hasta que tengas que volver a vivirla. Pensar muchas veces era inútilmente padecer dos veces el dolor, me hubiera gustado poder seguir su consejo.
Tomé un respiro antes de que mi mirada recayera en mi maletín en el asiento de copiloto. Sabía porque había caído ahí. Era como si algo en el interior me llamara. Mis dedos buscaron la tarjeta que esa mañana me había entregado Isabel. La guardé bajo cierre para no perderla, con la excusa de no sucumbir a la tentación, pero mintiéndome. Había algo más. No podía dejar pensar en ella todo el día, en la suerte que nos había cruzado de nuevo.
«No puedes, Lucas», me dije sin convencerme, porque era un humano egoísta y deseaba volver a verla aunque fuera solo un momento. Uno solo para callar la lista de preguntas que nacían con su nombre.
«El edificio debe estar a unos diez minutos en automóvil», pensé regresando la vista a su caligrafía, sosteniendo con fuerza el papel entre mis dedos. Era una buena noche para una charla entre viejos conocidos. Tal vez la vida me había dado la oportunidad de darle un punto final a la historia que dejé inconclusa, quizás no era suerte, sino el destino que no me permitía empezar un capítulo sin ponerle un punto final al anterior. «Podía hacer las cosas bien. Una última vez. Nada malo sucederá».
¡Hola! Muchísimas gracias a todas las personas que leyeron y comentaron el capítulo anterior. Les agradezco mucho sus comentarios, siempre me motivan ♥️. Gracias de corazón por su apoyo a la historia. Los quiero mucho ♥️. El próximo capítulo será una plática larga, muy larga. No se la pierdan ♥️.
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