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Capítulo 7

—¿Desde cuándo tienes tantas camisas? —curioseó Susana mientras me observaba preparar mis cosas.

—Desde que empecé a trabajar. Uso una distinta cada día, no sé qué te sorprende.

—Pensé que era la misma, se parecen —argumentó divertida, ayudándome a doblarlas para que entraran en la maleta—. ¿Y es necesario las lleves todas contigo?

—Voy a trabajar, Susana, no de vacaciones —le expliqué divertido, aunque considerándolo sí debería escoger solo algunas. Me costaría más barato comprar nuevas que pagar el exceso de equipaje.

—Irás a la capital. Que envidia, Lucas —suspiró con aire soñador echándose a la cama, cansada de ocuparse en una tarea por más de cinco minutos.

—Podrías venir... —propuse al percatarme de la ilusión que le causaba.

Ella contuvo una risa que me hizo sonreír. Verla feliz me animó. Saldría de esto, como siempre lo había hecho.

—¿Bromeas? Mamá no se marcharía sola a Tecolutla ni aunque la encerraran en un camión —me comentó llena de verdad. Me encogí de hombros, tampoco era un sacrificio para ella—. Pero si te quedas a vivir allá te visitaré.

—Susana, voy una temporada, no quieras correrme ahora —alegué de buen humor.

—¿Sabes que en la Ciudad de México viven la mayoría de artistas?

—Podrían estar la mayoría de vacaciones —consideré teniendo en cuenta que eran humanos que merecían un descanso. Además, estaría encerrado en una oficina más de ocho horas al día, no rondando el Auditorio Nacional.

—Ellos no toman vacaciones como nosotros, Lucas —me contradijo con una mueca, ofendida por mi desconocimiento—. Si te encuentras con uno tienes que jurarme que le pedirás un autógrafo para mí —me suplicó abandonando de un salto la cama para unir sus manos. Reí por su desesperación.

—Si quieres venir puedo hablar con mamá —insistí. Yo podría contarle los detalles, pero nunca se compararía con vivirlo. Aunque considerándolo no era una buena idea, no se me ocurría lo emocionante de pasar las vacaciones en un hotel.

—No, deseo ver a mis tíos y al loco de Damián. Sabes que siempre me la paso bien con ellos —me contó alegre. La envidié por un momento, también los echaba de menos—. ¿Puedes creer que Damián sea más grande que tú y se vea menor? ¿Qué le calculas a simple vista? ¿Veintitrés? En un ataque de locura quizás creo una fórmula para rejuvenecer —optó buscando una razón que no existía.

La verdad era que Damián seguía manteniendo gran parte de su juventud porque se negaba a dejarla ir. Solía decir que los años no lo alcanzarían, se resistía a tomar responsabilidades que le restaran pasión a la vida. Era un alma libre de las ataduras, un soplo de vida que luchaba en la costa. Al regresar a Tecolutla lo primero que haría sería ir a visitarlo, necesitaba una inyección de motivación, de esa alegría lejana a las preocupaciones, él era el chico indicado para esa tarea.

—Oye, Lucas, ¿puedo decirte algo? —Susana estaba sentada planchando con sus manos la tela. No levantó la mirada—. Solo quería que supieras que te echaré de menos...

—Yo también, Susana.

—Y que sé que no eres papá, que eres demasiado joven para serlo, pero para mí es como si lo fueras —escupió de pronto, atropellando sus propias frases, dejándome sin palabras—. No sé cómo era el nuestro, no puedo compararlos, pero no te cambiaría por nada del mundo —dijo poniéndose de pie para abrazarme—. Quería decírtelo aquí porque sino Manuel me molestará con que soy una llorona —agregó limpiándose discretamente la cara cuando se apartó en un segundo. Tuve la sensación que me llevaría esas palabras hasta el último día de mi vida. Sabía que tenía muchos errores, que me faltaba madurar en otros, pero conocer de su voz que ese vacío pensaba menos fue un gran consuelo—. Ahora apúrate, Lucas, o perderás el vuelo —mencionó deprisa saliendo de la habitación porque mamá la llamaba, pero antes de irse asomó la cabeza—. Júrame que me traerás un recuerdo.

Asentí con una sonrisa sin tener la mínima sospecha que le daría más que eso.

—Es la primera vez que subo a un avión —le conté a Manuel en la sala de espera. Siendo honesto era esa clase de datos que nadie quiere conocer, pero que escapan de tu boca entre la emoción e impaciencia.

—No es la gran cosa —aceptó indiferente, llevándose las manos al bolso del pantalón, dándole un discreto vistazo a la gente que arrastraba sus maletas a nuestro alrededor—. Si no dan grandes instrucciones es que todo va bien, si el piloto comienza a parecer instructor de colegio es que vas a morir.

—No le hagas caso, las posibilidades de que alguien muera en una avión son mínimas —alegó mamá a mi lado para que no prestara atención. Manuel rio antes de cambiar de dirección en sus pasos, caminaba de un lado a otro sin detenerse. Estaba igual de impaciente, aunque eso no lo hizo perder su sentido del humor.

—Dícelo a Pedro Infante.

—Lucas, me quedaré con tu habitación si eso pasa —bromeó Susana siguiéndole la corriente. Mamá resopló harta de ese par que ponían en aprietos su carácter.

—Lucas no morirá —aseveró tajante para frenarlos—. Y si eso sucediera no te quedarías con su cuarto, lo rentaría...

—Gracias, mamá.

—A eso es lo que llamo una mujer emprendedora, Marisela —la felicitó Manuel aplaudiendo su respuesta. Ella resopló llevándose las manos a la cara.

—Tienes que cuidarte, Lucas —lo ignoró centrándose en mí. La sonrisa despareció para darle paso a un gesto preocupado, como si recordara el motivo que nos tenía ahí. Una nueva página que comenzaba a escribir con mi tinta.

—Estate tranquila —le pedí con una sonrisa. No existían motivos para su angustia. Había llegado el momento de invertir los papeles.

—Quiero creerlo, Lucas, pero cada que te veo recuerdo que ya no eres un niño. Los hombres cometen errores más graves, menos fáciles de borrar —argumentó con sabiduría dedicándome una mirada de advertencia.

—Pregúntale a Manuel —susurró Susana a su espalda. Él chifló ofendido.

—Siendo honesto yo tengo más lástima por ti —bromeé señalándolos con la cabeza. Yo disfrutaría dos meses de vacaciones, ella no se libraría de una eternidad de discusiones.

Mamá hizo una mueca de pesar antes de abrazarme con fuerza. Antes eso me hubiera paralizado, ahora solo podía repetir que nunca cambiaría, una verdad esperanzador después de soportar los difíciles años de mi adolescencia lejos de ella. La vida nos había dado una segunda oportunidad que no dudé en tomar. Creía en el perdón porque toda mi felicidad se asentaba en esa acción.

Escuché la voz de una mujer anunciar mi vuelo aún entre sus brazos.

—Llámame apenas llegue, yo haré lo mismo.

—Estaré bien —le prometí cogiendo el maletín que llevaría conmigo. Por mí, por ella—. Solo cuídate. 

Manuel me dio un amistoso apretón de mano. Sin palabras de por medio o grandes testamentos, supe que recordaba lo que habíamos hablado, que intentaría cumplirlo. Le sonreí en deuda por su apoyo antes de que Susana me hiciera prometerle en unos minutos un sin fin de cosas de las que no entendí ni la mitad. Tuve el impulso de salir de ahí antes de que me hiciera traerle parte del Zócalo.

Me encaminé a la zona de abordaje junto con el resto de pasajeros no sin antes detenerme para darles un último vistazo a mi familia. Ahí estaba la gente que amaba. Regresaría. El corazón siempre vuelve a donde fue feliz.

Mi compañero de vuelo fue esa clase de hombres que uno agradecería si no quieres preguntas, pero que lamentaría sino buscabas aguantar un par de horas pensando. Mi peor enemigo era mi mente. No podía explicarlo, pero me era imposible dejar de preocuparme por pequeñeces. Un tema llevaba a otro, hasta que me perdía en mi mundo.  Resignado a no tener más compañía me perdí en la ventana. La ciudad seguiría ahí cuando terminara ese mes, mi vida también.

«Nada cambiaría», me dije. Sin embargo, cuando el viaje terminó y puse un pie en la capital supe que no habría manera que eso fuera posible.

Me mareé un poco por el ruido, la gente moviéndose de un lado a otro, las voces confundiendo mis sentidos. Era como pasar de un estado de hibernación a montarte en una montaña rusa. A duras penas encontré mis maletas entre el centenar que se exponían. Me costó reconocer mi propio cuerpo siendo arrastrando por el mar de personas que entraban y salían presurosas del aeropuerto.

Afuera el caos reinaba. La capital era un terremoto constante, la adrenalina despertaba ante un vistazo. Si Xalapa era una canción de cuna, la Ciudad de México un concierto de rock pesado.

No perdí más el tiempo observando como un tonto mi alrededor, luché por hallar un taxi disponible que me llevara a mi destino. Supongo que fallé en mi intento porque el conductor identificó al instante que no era de la zona, no por mi acento ni aspecto, sino por esa expresión anonada que conservé durante todo el recorrido. Acepto mi culpa, estaba impresionado, no comprendía cómo lograron construir aquellos imponentes edificios, uno al costado del otro. A veces cuando nos deteníamos en un semáforo asomaba la cabeza a la ventana solo para alzar la mirada. Daban la impresión que rozaban el cielo.

Leí la dirección que Don Ernesto me entregó, el sitio donde tenía mi reservación. No era un hotel cinco estrellas, ni nada parecido, mas bien una sencilla posada al centro de la ciudad. Según el taxista era un barrio modesto, pero tranquilo, luego lo pensó mejor y aclaró que en la ciudad no había un sitio que pudiera considerarse tranquilo. Quise preguntarle a que se refería, pero temí que la respuesta me arrebata la poca voluntad que había reunido así que preferí el seguro silencio. Él notó su metedura de pata porque de inmediato me recomendó un par de lugares agradables cercanos.

Pagué la cuota, agradeciéndole por sus servicios, y bajé en la esquina que daba a la zona hotelera. Según sus propias palabras debía buscar el lugar a pie, entre la decena de construcciones que se dedicaban al mismo giro. Todas tenían una fachada similar, una casa normal, una entrada amplia, unos escalones repletos de macetas a sus costados y jardineras cuidadas. Casas naranjas, marrones, cafés, una contra otra. La única seña particular con la que contaba era su nombre. Hogar Rivera.

Me detuve en el centro de la amplia plazoleta antes de darle un vistazo a todos los negocios. Culpé a la hora la poca gente saliendo o ingresando a las viviendas. Identifiqué a un anciano que podía ser un buen guía, pero no fue necesario molestarlo, porque a la par distinguí en el fondo lo que necesitaba. Tomé con fuerza el par de maletas que descansaban en el piso para encaminarme hasta la recepción. Un fugaz análisis al exterior me llevó a apreciar sus paredes coloridas, flores en cada esquina, una puerta ancha abierta de par en par, e intenté ignorar la pésima iluminación que hacía imposible ver al interior. «El escenario perfecto para una película, de comedia o terror», pensé de buen humor, deseando fuera la primera opción, antes de subir los escalones para ingresar peleando con el peso del equipaje.

Venía tan distraído que pasé por alto que alguien salía corriendo del lugar y por mi descuido casi la empujé hacia atrás. Fue una suerte que frenara justo a tiempo, hubiera sido un pésimo inicio provocar un accidente el primer día en la ciudad.

—Perdón, perdón. No estaba prestando atención —me disculpé viéndola recuperar el equilibrio. Ella asintió sin escucharme. Era una chica joven de cabello recogido en una coleta castaña, algo alborotada por la carrera vestida a uniforme de blusa y falda. Debía trabajar ahí porque portaba un gafete en el pecho que no pude leer. Tampoco logré calcular su edad, aunque supuse debía llevarle de ventaja un par de años.

—No se preocupe. Venía con prisa —se exentó con prisa rodeándome para bajar. Se detuvo en el último peldaño manteniendo su mirada clavada en la entrada que hace un rato había atravesado. Supuse que esperaría la llegada de un nuevo huésped.

—¿Este es el Hogar Rivera? —le pregunté aprovechando las circunstancia.

Ella se giró para verme a la cara, frunció las cejas extrañadas.

—Sí.

—Bien, por un momento pensé... Tengo una reservación aquí... —le expliqué despacio para justificar mi curiosidad. Dejó caer la mandíbula sorprendida, subió corriendo para quedar a mi altura.

—¿Usted? —preguntó sin esconder el asombro. Asentí ignorando lo que desconocía, esa razón que tenía en sus manos—. No, no, no... —Negó caminando en círculos, quise preguntarle qué sucedía, pero no había movido ni un músculo cuando frenó para volver a encararme—. ¿Usted es Lucas Morales?

Esa fue la primera vez que me sentí extraño al responder a esa típica pregunta con una afirmación.

Hola ♥️. Ya llegamos a la Ciudad de México donde habrá un montón de sorpresas. No se pierdan el siguiente capítulo, sé lo que les digo ♥️. De corazón muchísimas gracias por leerla. Los quiero mucho.


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