Capítulo 5
Una inusual mañana en pleno inicio de verano.
El olor a cigarrillo me golpeó de lleno en el rostro cuando bajé del automóvil. Alguien debió estar fumando antes de que llegara, quizás uno de esos ocupados ejecutivos que trabajaban en el edificio de enfrente y solían traer sus tarros de café para rellenarlos a mitad de precio.
Di un vistazo a ambos lados, deslumbré a varios grupos de estudiantes encaminarse a la preparatoria que estaba a espalda de la tienda de autoservicio. Faltaban cinco minutos para la entrada, pero nadie mostró indicios de prisa. Era temprano, las luces que escapaban del negocio aún iluminaban el pavimento, el cielo estaba azulado poblado por un ejército de nubes grises. Tal vez llovería.
Volví a dar otra mirada. Nada.
No me preocupé, sabía que pasaría por ahí en cualquier momento. Siempre tomaba ese camino. Era esa clase de certezas que conforman el día a día.
Me recargué en una de las paredes al costado de la entrada metiendo las manos en los bolsillos del abrigo. No me sorprendió que tanta gente saliera y entrara del local con bebidas calientes. Quizás después compraría una, decidí, envidiando el calor del interior. Había llamado a la oficina para avisar que llegaría a las nueve porque llevaría mi automóvil al taller. Lo observé estacionado frente a mí, lo haría, quizás en un mes, el próximo año o hasta que me diera problemas.
Tal como el chico que se asomó al final de la calle. Él no reparó en mi presencia, pero yo había encontrado lo que vine a buscar. Llevaba unos audífonos de casco cubriéndole la mitad de la cara, un suéter azul deslavado y una bufanda mal acomodada sobre una camisa térmica. Tenía esa manera de caminar que era fácil de identificar, pasos lentos, cortos, algunos torpes. Me pregunté cómo mi hermana pudo considerarlo tierno cuando a mí me llevaba a preguntar si su andar desequilibrado era secuelas del consumo de alguna droga.
—Enzo, ¿no saludas a un viejo amigo? —me interpuse en su camino cuando estuvo bastante cerca. Él pegó un salto hacia atrás sacándose los audífonos. Esperó un segundo para que repitiera la pregunta, pero no fue necesario, su rostro se fue contrayendo al identificar de quién me trataba.
—Tengo prisa... —se excusó como un cobarde rodeándome. Yo di un paso a la izquierda, le di una sonrisa que lo puso más nervioso. Recordé las palabras de mamá, nada de arrebatos.
—No te preocupes, no te quitaré mucho tiempo —me excusé manteniendo la calma, con esa lucha interna que pocas veces tiene un buen ganador. Él bajó la mirada, comparando nuestras alturas entendió que era un terreno peligroso—. ¿Sabes que esta semana termina el semestre? Me lo dijo Susana.
Él asintió con sus ojos clavados en el piso. Quise sentir pena por él, lástima o empatía, justificar sus acciones con una infancia difícil o un ambiente similar de violencia que terminó imitando. No logré conectar con sus problemas porque nadie tenía obligación de pagar por ellos.
—Te lo diré claro, no te quiero volver a ver cerca de mi hermana —le advertí firme, mirándolo a los ojos. Pasó saliva—. Si me entero que sigues molestándola, si te atreves a tocarla te juro por Dios que voy a olvidar que eres un crío y voy a darte la paliza de tu vida.
—Yo... Yo no hice nada. Ella... —se defendió balbuceando.
Reí negando con la cabeza.
—Acéptalo como un hombre, o al menos como el intento de uno —le eché en cara.
Frunció las cejas molesto por el golpe a su ego, pero no dijo nada porque le preocupaban más los físicos. Una mujer que salió nos dedicó una mirada curiosa antes de subir a su vehículo aparcado al lado del mío.
—Ya no habrá motivo para que andes para aquí... Dieciocho años —murmuré saboreando mis memorias. Un importante paso—. No quieres empezar tu vida de adulto en prisión, ¿o sí? No sería un buen regalo, pero eso pasará si me entero que vuelves a hacerlo, a ella o a otra persona. Ve a la universidad, visita un psicólogo, intenta arreglar tu vida, dejar de estropear la de otros —le aconsejé sacando las llaves. Él me siguió con la mirada, congelado en su lugar—. Dieciocho años, la edad ya no será un problema para la justicia y tú —le recordé antes de subir. «Ni para un puño en tu cara».
Supuse que él no entendió también porque no pudo sostenerme la mirada cuando pasé a su lado. Esperé no saber nada más de él nunca, que no hubiera una segunda ocasión, porque sabía que no sería él el único que se arrepentiría.
Flexioné mi cuello intentando despejar el estrés acumulado. No sirvió de nada, mis problemas no estaban sobre mis hombros, sino en mi mente. Observé la imponente puerta cerrada frente a mí, leí involuntariamente la placa grabada en la madera.
Ernesto Sandoval, director general.
Una manera humilde de decir "yo soy el dueño de todo lo que ves aquí e incluso lo que no". Entre esas cosas invisibles estaba mi descanso. No servía de nada recordarlo, toqué a la puerta para que me dieran acceso casi al instante.
Visualicé de a poco la oficina que se pintaba sobre mí. Una modesta habitación de paredes blancas, un escritorio negro que había conseguido en un boletín de rebajas y que sus múltiples cajones lo habían convertido en su favorito, las sillas de plástico frente a la suya de cuero, un sofá amarillo al fondo repleto de papelería que debería ser ordenada en el archivero a su espalda y que estaba sustituida por una decena de fotografías.
—Lucas, Lucas —me llamó con familiaridad al verme de pie frente a la puerta, distraído en el lugar—. Pasa, hombre.
Don Ernesto era un hombre que debía rondar cerca de los sesenta años, su cabello estaba completamente cubierto de canas, pero su sonrisa era joven. Daba la impresión que no se decidía entre ser un anciano o volver a ser un niño, como si tuviera el poder de empezar de cero.
—¿Cómo está tu automóvil?
—¿Mi automóvil? Oh, mi automóvil —acordé nervioso—. Mejor. Mucho mejor. No tenía nada en realidad.
—Viejos cacharros —rio de buen humor golpeando con la mano su escritorio—, siempre andan fallando a última hora, pero cuando los llevas a checar arrancan sin problemas.
—Sí, eso sucede —admití distraído, ordenando cómo empezar. Carraspeé incómodo antes de soltarlo—. He venido aquí porque necesitaba pedirle un favor.
Don Ernesto no se sorprendió, mantuvo su amable semblante.
—Me temo que esta vez no será, hijo, no sé nada de mecánica. Apenas distingo la diferencia entre una rueda y un volante —se burló de su propia ignorancia.
—No era exactamente sobre eso...
Entonces el gesto sí se transformó. La curiosidad despertó como una pequeña brasa viva en una fogata que estaba por apagarse.
—Creerás que estaba a punto de hacerte llamar por lo mismo. Yo también necesitaba pedirte algo. Será como una especie de trueque —expuso convencido de que era tema del destino, ese caprichoso amigo—. Mi hijo, Julián, ¿lo recuerdas?
Negué. Sabía que tenía dos hijos, no podía diferenciarlos entre ambos.
—No...
—Bien, él —me ignoró señalando con la cabeza de la postales a su espalda. Eso no ayudó en nada, había una decena de personas retratadas, cada una igual de desconocida que la anterior—, acaba de abrir una sucursal. Una nueva sucursal de esta compañía —remarcó como si fuera un gran evento. Asentí sin entender qué tenía que ver conmigo—. No he querido hacerlo oficial hasta que entre en funciones, ya sabes como son las habladurías, arruinarían la sorpresa. Además, aún faltan unos detalles, entre ellos personal. Necesita alguien que le lleve la papelería mientras consigue a otra persona por allá y a mí me gustaría que fuera alguien que conociera del negocio. Aquí entre nos —bajó la voz en complicidad—, sobre todo para que sea un guía, está empezando, los errores están a la orden del día... No le daré más vueltas, quiero que ese seas tú.
—¿Yo? —pregunté sin creer que se dirigía a mí.
—Sí, me has acompañado desde hace años, conoces cómo trabajamos, y eres una de las personas que más confío —me halagó. Le hubiera agradecido en otra ocasión—. Además, alguien joven con el que mi hijo pueda sentirse en confianza le ayudará. Eres honesto, leal y puedes llamarme cuando se le esté yendo de las manos.
—¿Quiere que lo espíe?
—No. Quiero que lo ayudes en todo, y si no sabes algo me preguntes a mí, yo te diré lo que pienso y tú fingirás que salió de tu cabeza —me corrigió para sonar más diplomático. En pocas palabras que le informara de sus avances sin que él lo supiera, en el diccionario estaba escrito unido a espiar.
—¿Qué dices? No te negarás, ¿o sí? Es un favor como amigo, pero si quieres también puedes tomarlo como una orden de tu superior.
Don Ernesto lo había dicho de manera amigable, pero no podía olvidar que era mi jefe, que las reglas no estaban sujetas a opiniones.
—Está bien —acepté después de pensarlo. Era parte del oficio—. ¿Está cerca de aquí? —pregunté porque no quería que afectara demasiado mis horarios.
—Está en la capital.
—Estamos en la capital, señor.
—En la capital del país, Lucas.
—¿En la Ciudad de México? —lo interrogué abriendo los ojos. Era momento de despertar.
—No he recibido ninguna noticia que se cambiara de punto —se burló de mi lentitud. Agité mi cabeza para recuperarme del asombro inicial.
—No creo que sea posible —reconsideré. Él frunció sus cejas blancas al escucharme cambiar de opinión—. Lo siento, mi familia está aquí. Había venido a pedirle vacaciones, necesito pasar más tiempo con ella, volver a...
—Perfecto. Me gusta la idea —me alabó junto a un aplauso. No entendía qué le hacía tan feliz, acababa de decirle que no—. Te propongo un trato, Lucas. Vete a la capital a ayudar a mi hijo un mes...
—Señor, yo no...
—Un mes —repitió sin rendirse—. Treinta días, Lucas. Solo mientras que conseguimos ordenar el papeleo, luego te daré dos meses de vacaciones pagadas.
—¿Dos meses? —Las palabras a duras penas escaparon de mi boca. Eran ocho semanas, ochos semanas de libertad, lejos de la oficina, de las obligaciones.
—Sí, uno por ley, otro como agradecimiento —resolvió con una sonrisa victoriosa. Sabía que picaría el anzuelo, ¿quién no lo haría?
Reflexioné en silencio, con su mirada sobre mí presionándome por una respuesta. El primer mes tendría que ir a la capital, eso era lo negativo, a lo que me resistía, pero a cambio podría pasar otro con Susana y mamá en el pueblo, y como si no fuera suficiente treinta días más para vagar en Xalapa. Si me negaba perdería la buena voluntad de Don Ernesto, quizás mi desplante le ofendería y la tomaría contra mí. Necesitaba este empleo, en realidad, me gustaba lo que hacía. Temí que las cosas cambiaran si me negaba. Era un favor personal con firma de profesional.
Pensé en Susana, la razón para negarme, me necesitaba, pero estaría cerca de ella por un periodo más largo si soportaba un pequeño sacrificio. Además, pese a lo cruel que sonaba, el dinero no podía faltar en casa.
Pensé en la ciudad, en su ritmo, en las sorpresas que aguardaban en cada esquina. Un recuerdo me susurró al oído, era una advertencia que me obligué a hacer a un lado. La capital era enorme, había millones de personas recorriendo sus calles, las posibilidades de chocar en un periodo tan corto eran mínimas. Nada nos conectaba, nada lo haría.
—Está bien, señor —acepté. Don Ernesto sonrió, había hecho lo correcto—. Es un trato.
¡Hola! Con este capítulo iniciamos las actualizaciones de los viernes y también le damos fin a la introducción de la historia, es decir, lo que se expuso en la sinopsis ❤. Nos vamos a la capital del país con todas las sorpresa que eso implica. No se pierdan los próximos capítulos ❤. El siguiente será el domingo. Gracias de corazón por todo su apoyo, por leer los capítulos y sus comentarios. Los quiero mucho.
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