Capítulo 47
—¿Ya pensaste qué harás cuando te diga que no? —preguntó Manuel, sin pelos en la lengua.
A eso le llamo iniciar con el pie derecho.
—Sabía que no me había equivocado al pedirle me acompañara —comenté divertido, atento al camino—. Es la clase de comentarios que necesitaba escuchar. Muchas gracias.
—¿Qué quieres que te diga? —mencionó honesto, encogiéndose de hombros—. Siempre existe la posibilidad.
Lo sabía. Tenía claro que la moneda estaba en el aire. Era posible que el matrimonio no estuviera en los sueños de Isabel, como no apareció en los míos por años.
—Pienso pedírselo en privado.
—¿Para evitar la humillación? —cuestionó, mitad duda, mitad burla. Muy a su estilo.
—Para no presionarla a aceptar —confesé.
Solo deseaba que fuera sincera, y tantas miradas sobre ella lo dificultaría. No importaba una negativa, podía lidiar con un rechazo o aplazamiento, solo necesitaba que Isabel estuviera tan segura como yo de dar el paso. Ver en sus ojos la misma convicción, compartir la fuerte corazonada que pese a que los caminos podían seguir separados, unirnos sacaba lo mejor de nosotros. Que al imaginar un para siempre una sonrisa se pintara en su rostro como me sucedía a mí sin controlarlo.
Cuando era un adolescente pensé que nunca me casaría, es decir, apenas podía intercambiar un par de palabras con las personas, menos superar un saludo. Después, al mudarme a Xalapa y conocer a Cristina, gracias a sus deseos de vestirse de blanco, imaginé que lo realizaría en un futuro. A largo plazo, quizás años, tal vez nunca.
Nací en una familia con unos ejemplos de matrimonios extraordinarios: mi madre que adoró a mi padre, mis tíos que crecieron juntos. Quizás, siendo testigo de relaciones tan sólidas, tenía claro que un compromiso de ese tamaño solo lo soporta un amor incondicional. No relacionaba la palabra casarse con una celebración, lo primero que aparecía en mi cabeza no era la fiesta, sino el llanto de mamá después de perderlo, la mirada de papá, el consuelo de mi tía cada que un plan fracasada en Bahía Azul, el esfuerzo de mi tío por hacerla sentir orgullosa. El matrimonio empieza cuando los invitados se marchan a casa.
Eso era lo que buscaba, sentirme tan conectado a ella que fuera a capaz de soportar las pruebas de la vida. Y cuando miraba a Isabel estaba convencido que la quería con todo lo que implicara, con sus tristezas, penas y glorias, en sus días buenos y malos. Jamás había amado a nadie con la misma intensidad.
Por eso estaba tan preocupado por hacerlo bien.
Me sentí como un idiota cuando crucé la puerta del local que se dedicaba a la venta de joyería. Mantuve una sonrisa que delataba mis nervios mientras pasaba la mirada por los escaparates donde se exponían los ejemplares. Nunca me pasó por la cabeza dar un vistazo antes, estaba sorprendido de la variedad.
—Vaya, ¿te imaginas asaltar un lugar como este? —chifló Manuel analizándolo. Esperé que no hubiera cámaras de seguridad cercanas que grabaran su comentario—. Cuando me casé todos eran iguales —mencionó dándole un golpe al cristal.
Yo los veía exactamente iguales unos a otros. Acomodé mi camisa estudiándolos. Sí, había detalles que los diferenciaban.
—No sé cuál escoger —confesé divertido ante mi ignorancia. Pensé que al contemplarlo sentiría una corazonada, pero había pasado la mirada por el arsenal completo y no nació nada especial, sin contar la confusión.
—No por el precio. Tu chica tiene más dinero que tú y yo juntos.
Sí, estaba en lo cierto. Supongo que a otros podía generarle cierta inseguridad, pero a mí no me preocupaba demasiado. Yo trabajaba, e Isabel igual, independientemente de cuanto dinero generaran nuestra profesión. Además, ella gozaba de una natural sencillez que hacía imposible considerarla distinta.
—Elige uno al azar —me animó. Eso no tenía lógica, pero él me dio un golpe en la espalda—. Vamos, muchacho, hazme caso —insistió con su brillante idea—. Tengo experiencia, sé lo que te digo.
Bien, hice lo que me pidió solo para ver qué tal funcionaba. Cerré los ojos antes de pasar mi índice por el mostrador hasta que terminé mi sendero de golpe. Los abrí impaciente por conocer el resultado, pero mi rostro reflejó mi fracaso a la par de su cruel carcajada que debió oírse hasta otro país.
—Siempre quise ir a su graduación —se burló como si no lo supiera.
El escándalo llamó la atención de la dependiente que se acercó a poner orden y darnos una mano, mientras otro cliente terminaba de revisar. Agradecí con una sonrisa su oportuna intercesión.
—¿Puedo ayudarles en algo?
—Sí. Estoy buscando una anillo de compromiso para mi novia —le conté sin dar muchos rodeos. Ella asintió con una amable sonrisa—. ¿Podrías guiarme? No tengo mucha experiencia en el tema.
—Quizás si me hablas un poco de ella —propuso.
—Bien. Pues... —pensé cómo empezar. Era malo con las palabras. Supongo que debí esperar a que hiciera preguntas directas, relacionadas a los materiales o gustos. Eso lo pensé después—. Isabel es preciosa. Lo digo en serio, es la mujer más guapa del mundo. Tiene una energía contagiosa, es alegre y divertida. Tiene paciencia para escuchar. Apasionada, pero muy tierna... Sencilla, natural. ¿Qué me recomendarías?
—Un psiquiatra —completó Manuel. Le dediqué una mirada para que se callara, pero la ignoró, ocupado en asustar a la chica.
—Es una mujer de esta estatura —intervino, exagerando al colocar su palma a la altura de la mesa—, le gustan los líos y posiblemente lo pierda rápido. Necesita algo resistente.
La mujer escondió una sonrisa ante la tosquedad de su petición. Evadí su mirada. Sí, creo que los dos nos habíamos ido a los extremos.
—¿Qué clase de descripción fue esa? —quise saber cuándo se marchó pidiéndonos un minuto.
—Una objetiva, muchacho. El amor ciega, los que están fuera pueden ver todo con mayor claridad —alegó. Y decir su estatura seguro ayudaba—. ¿Te das cuenta lo divertido que es trabajar aquí? Todos deben llegar igual de desesperados que tú.
—¿Gracias?
—No, gracias a ti por invitarme. Hace mucho no me reía tanto como cuando empezaste a describir a tu noviecita al preguntarse solo por el tipo de cosas que se pone encima —añadió, carcajeándose—. Apuesto que no fue a checar nada sino a reírse como es debido sin que nadie la vea.
—Bien, admito que me equivoqué —acepté un poco abochornado—. De igual manera, no sé qué podría gustarle, nunca la he visto usar anillos, ni collares. No es mucho de esas cosas —confesé.
—No sé por qué te preocupas —me dijo compadeciéndose de mis líos. Lo escuché con atención—, le podrías pedir matrimonio con un tornillo oxidado y te diría que sí.
—¿Eso piensas?
—Lo que me preocupaba hace años, más que su respuesta, era que su familia no me asesinara antes de la segunda oración. A mi esposa le importaban esas cosas de la aceptación —confesó divertido, apoyándose en el mostrador. No estaba seguro si a Isabel también le preocupara ese asunto.
—Bueno, tú eres de su familia, si me das tu bendición habré cumplido con el trámite —propuse.
—¿Te pones a pensar a quién se lo pides? Muchacho, yo tengo un pie en el infierno y el otro en el aire —escupió.
Negué con una sonrisa ante su respuesta, antes de apartarme, porque entre sus bromas y mi indecisión nunca terminaríamos. Necesitaba dar con alguna o acercarme a la compra. Caminé observando cada una de las piezas. Pensé en Isabel, decidí centrarme en rasgos de su personalidad para guiarme. Sencillo, porque aunque no pensaba aceptarlo en voz alta, conociéndola, posiblemente sí se le extraviaría. Reí al recordar sus luchas diarias por hallar algo que tenía en sus manos. Sin embargo, no debía dejar de ser algo auténtico, que a verlo irremediablemente pensara en ella. Descarté los ostentosos de piedras enormes y elegantes. Me concentré en el resto revisando las particularidades hasta que después de un rato mis ojos dieron con uno en especial. Entonces, sí que sentí estaba ante el indicado.
—Manuel —le llamé sin importar despertar la atención de todos. Él se acercó con las manos en los bolsillos, sin prisas—. ¿Tú pienses que le guste? —quise saber su opinión
Manuel se inclinó para verlo mejor sin comprender. Yo, en cambio, estaba convencido de la razón de mi sonrisa. Delicado, que calzaría perfecto entre sus dedos, el detalle que más me gustaba eran las delgadas curvas de oro blanco que daban la impresión de convertirse en un par de olas, encontrándose en un corazón pequeño de topacio azul, del mismo tono del mar. Nada llamativo, pero sí significativo.
—¿Vas a pedirme matrimonio a mí? —soltó dejando claro que seguía siendo el mismo. Reí ante su ayuda—. Compartimos sangre, no la mente, muchacho. Ahora, si lo quieres es saber si debes comprarlo, ya que no es mi dinero, ni mi novia, puedes hacerlo —aprobó divertido. Negué disimulando una sonrisa—. Tienes esa expresión que dicta lo harás de todos modos, y te felicito —comentó dejando el humor por un instante
—¿Por la buena elección?
—Por el simple hecho de casarte.
El fin de semana fue mejor de lo que esperé. No solo me hice del anillo, sino que planeé los detalles para la propuesta. Trabajé con la cabeza en las nubes, adelantando a los pendientes, entregando cuentas con una sonrisa y soñando despierto. Quedé de verme con Julián al día siguiente para mostrarle unas cosas.
Me sentía ridículamente feliz, no solo porque había hallado lo que buscaba, sino que las cosas, con sus descalabros iniciales, estaban regalándome buenas sorpresas. No sabía cómo explicarlo, pero al cerrar tras de mí y observar la oficina donde pasaba gran parte del día, sonreí. No fue un gesto involuntario, mi corazón estaba de acuerdo. Adoraba ese sitio, la libertad que me daba y la esperanza que nacía en sus paredes. No era lo que otros harían, pero se trataba de lo que yo deseaba. Pasé muchos años queriendo cumplir lo que está catalogado en lo correcto, pero al final estaba encontrando lo que me hacía sentir vivo.
Recorrí las calles, que cada día me resultaban más bonitas, mientras acomodaba mi bandolero de cuero. Saludé con un ademán a un par de personas en el camino que me conocían por usar ese mismo sendero. Aproveché para comprar en el camino un par de alfajores, que le gustaban a Isabel, antes de ir a buscarla. Sabía perfectamente dónde encontrarla, aunque debo aceptar que eso no evitó me sorprendiera cuando abrí con cuidado la puerta de la bodega y encontré muchas personas en el interior. Sin querer llamar la atención preferí quedarme cerca de la salida, en silencio, hasta que mis ojos dieron con la mujer que buscaba.
Esa tarde no sabía si era mi imaginación o los días sin verla que me pareció más bonita que nunca, con sus rizos negros al natural que rozaban sus hombros desnudos. Hablaba con una mujer que le daba unas instrucciones, ella asentía concentrada y de vez en cuando se le escapaban preguntas. Viéndola tan ocupada decidí volver más tarde, pero apenas había tocado la puerta sus ojos negros se encontraron con los míos. Una sonrisa apareció de a poco en su rostro y no pude contener la mía.
—¡Lucas! —gritó convirtiéndonos en el centro de atención al acortar la distancia para abrazarme con fuerza. Sonreí por su efusividad al rodearme con sus brazos, levantándola un poco del suelo. Cerré los ojos correspondiéndole—. ¿Cuándo llegaste? —preguntó deprisa, separándose para verme.
—Hoy por la mañana —le expliqué con una sonrisa—. No quería distraerte... No sabía que saldrías más tarde. ¿Tienes mucho trabajo?
—Estamos ensayando para el concierto. Ya hicimos el repertorio y tenemos que ver cómo sonará, al ser en el exterior debemos hacer modificaciones en el sonido —me contó entusiasmada. Había echado de manos su voz. Asentí escuchando atento los detalles, había mucha gente trabajando detrás del espectáculo y vendrían semanas cargadas de trabajo.
Entonces, Isabel cortó de golpe la conversación. No entendí su cambio hasta que descubrí en qué se hallaban clavados sus ojos negros. Una sonrisa la delató.
—Una mujer que encontré en el camino los vendía y como sé que te gustan te compre algunos —dije divertido por su curiosidad antes de entregárselos—. Aunque si hubiera sabido que habría tanta gente hubiera traído más.
—Lucas, eres tan dulce —soltó acunando mi rostro entre sus manos. Sonreí al verla tan contenta, sobre todo cuando con ternura sacó uno de la bolsa para comerse uno a escondidas—. Me va a costar varias sentadillas este gusto, pero si nadie se entera no sucedió —susurró traviesa antes de darle otra mordida.
—Isabel, estás preciosa —comenté para que no se preocupara.
—Si piensas que con ese cumplido voy a darte uno, estás en un grave error —dijo dándome un pequeño empujón. Reí por su imaginación—. Ahora, déjame terminar unas cosas y podemos irnos —avisó planteándome un fugaz beso que ni siquiera pude responder.
Negué con una risa cuando me pidió cuidara su tesoro mientras ella se deshacía en disculpas con la mujer retomando la conversación.
Harían un último ensayo de una pieza, aproveché que tendría la exclusiva para maravillarme sin prisas con su ángel. Supongo que parte del amor es la admiración. No creo que puedas estar con alguien por el que no sientas un profundo respeto. Quizás estaba en un error, pero cuando Isabel se olvidó de mi presencia y se entregó a su presentación, convirtiéndome en otro espectador, no pude parar de preguntarme cómo había terminado con semejante mujer. Más allá de lo que sentía por ella poseía una magia para atraer las miradas y cautivarte con la manera en que se movía en el escenario. Era como si todo gritaba que pertenecía ahí, no solo porque su técnica que había mejorado mucho con los años, sino ante su dominio en el escenario. Me quedé idiotizado viéndola de principio a fin, igual de maravillado que la primera vez.
—¡Al menos no me rompí la cadera! —celebró Isabel de buen humor, con la respiración agitada. La mujer negó con una sonrisa felicitándola antes de avisarla al resto que podían marcharse a casa. Isabel festejó aunque todavía le quedaba un poco más de trabajo.
Para ser sincero no reconocí a nadie entre toda la gente que ordenó sus cosas y se retiró, pero se despidieron de mí como si fuéramos amigos de toda la vida. Fue un poco extraño, mas me alegró, supongo que Isabel les había hablado de mí.
—¿Qué tal te fue con Manuel? —soltó Isabel cuando la mujer me dijo adiós y nos dejó solos.
—¿Qué?
—Manuel —me recordó junto a una risa ante mi desconcierto—. ¿Todo salió bien con él?
—Ah, sí, Manuel. Sí, sí. Encontramos lo que buscaba —mencioné. Tenía tan poca experiencia mintiendo que se me olvidaban mis inventos—. Fue fácil —añadí, sin necesidad, viéndola agacharse para sentarse al borde de la tarima—. ¿Cómo estuvo tu fin de semana?
—Muy bien. ¿Adivina qué hice? No, mejor te lo digo —se me adelantó ilusionada. Se inclinó un poco para que pudiera escucharla—. Hablé con mis padres.
—¿En serio? —pregunté asombrado. No me lo esperé. Sabía que era un paso importante para ella. Ella asintió con una dulce sonrisa—. ¿Qué tal te fue?
—Estoy viva, eso dice mucho, ¿no? —contestó feliz, señalándose completa—. Dios, no sabes lo bello que fue, me quité un peso de encima —confesó junto a un pesado suspiro. La entendía mejor que nadie.
—Estoy tan orgulloso de ti, Isabel —le hice saber con honestidad. No era nada sencillo, se necesitaba de valor para enfrentarnos a quienes amamos—. Me hubiera gustado estar ahí.
—Sabes que no.
—Bien, no, pero porque sé que empeoraría las cosas. —Isabel soltó una carcajada ante mi sinceridad. Mis ojos estudiaron su bonito rostro, lleno de paz. Poco a poco la calma llegaba a su vida y estaba muy feliz por verla así, libre y relajada—. Tal vez deberías salir el fin de semana a festejar todos estos triunfos —improvisé queriendo preparar el camino.
—¿Desde cuando celebramos que nuestros padres nos perdonen? —se burló de mi tonta excusa.
—Podemos empezar una nueva tradición —argumenté divertido.
—Estás loco, Lucas —me acusó de buen humor. Sí, lo aceptaba.
Por la manera en que se acercó al borde supuse que deseaba bajar. Apoyó sus manos en mis hombros, la tomé de la cintura ayudándola a descender. Sonreí cuando su cuerpo se deslizó entre mis brazos. La cercanía me ayudó a contemplar sus profundos ojos negros. Ella también repasó sin prisas mi rostro.
—¿Me extrañaste? —preguntó con ternura conociendo la respuesta.
—Pensé mucho en ti.
Isabel me regaló una sonrisa antes de que sus cálidos labios se encontraran con los míos que habían esperado por volver a sentirlos. La besé como siempre lo hacía, entregándole parte de mí, queriendo hacerle sentir sin palabras que adoraba la forma en que mi corazón se encontraba con el suyo. Ella se separó apenas un instante, su aliento me acarició, el par de luceros que escondían sus pestañas me miraron con un brillo especial a la par que sus manos traviesas me halaron de la camisa para unir nuestras bocas que se fundieron en un beso profundo. Sonreí, disfrutando de sus caricias, hasta de que el sonido de la puerta abrirse me despertara.
Supongo que no fue cosa de mi imaginación porque Isabel también me miró extrañada antes de que una ola de aplausos, a nuestra espalda, confirmaran la sospecha. Nos dimos la vuelta para encontrarnos con quién acababa de entrar y observaba la escena con una cínica sonrisa.
Lorenzo.
¡Hola! Gracias por todo su amor al capítulo anterior ♥️♥️♥️. Como la próxima semana serán las fiestas es posible no pueda publicar, pero me pondré al corriente el otro domingo. Gracias de corazón por su comprensión. Les deseo una Navidad muy linda junto a los que aman. Cuídense mucho.
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