Capítulo 31
Muchos pensamientos me invadieron en aquel instante. Dolor, incomodidad, enfado, miedo, impotencia. Un huracán se apoderó de mi lógica volviéndome un blanco fácil. Arrojé el celular al sofá dejándome caer derrotado, cubriéndome el rostro, sintiéndome miserable. Quise arrancarme aquellas imágenes, pero estas se aferraron disfrutando de mi malestar. Revisé la hora un par de veces sin saber qué demonios esperaba encontrar.
¿Quién habría mandado el mensaje? ¿Cómo consiguió mi número? ¿En verdad importaba?
Hace unas horas estaba desbordándome de felicidad, atestiguando su último ensayo para comprobar que no hubiera olvidado ningún paso. Aplaudí orgulloso de su dedicación, reímos sin sentido, hicimos el amor entre bromas y tuve la impresión que nada podía salir mal. Creí que esta vez las cosas serían diferentes. Fue tan fácil cambiar de panorama. Ahora moría por dentro, contemplando como se besaba con otro en una fiesta. Las fotografías tenían una calidad terrible, pero mis ojos se hallaban en buen estado. Del cielo al suelo en menos de veinticuatro horas.
¿Isabel estaba engañándome? La parte la que adoraba con locura se negaba a creerlo. En verdad sentía que me quería, lo veía en su mirada, en sus acciones. ¿Eso bastaba? ¿Qué explicación le daba a las pruebas? Fuera verdad o no, la sola posibilidad dolió hondo. Le habían entregado tanto de mí, querido como a nadie, ¿por qué me haría algo así? Las posibilidades desfilaban en mi atormentada cabeza con buenos argumentos en ambos bandos, los que esperan explicaciones antes de emitir un juicio, como los que se aferraban a los hechos. No quise condenarla sin escuchar lo que tuviera que decir, pero eso no borró el dolor.
Cansado seguí enredándome ante los escenarios que se recrearon uno tras otro. La amargura se apoderó de mí, me sentí miserable en aquel departamento, como un idiota sin saber qué hacer. Volver a casa, no hacerlo, no regresar a este sitio. Pensé en todo, pero no hice nada. Un desgaste innecesario. Ni siquiera noté cuando me rendí ante la madrugada, no fue hasta que sentí una sutil caricia en la mejilla lo que me provocó arrugar la nariz. Me removí en el sofá, poco a poco fue enfocando mi vista topándome con unos conocidos ojos negros.
—Shu...Shu.... Duérmete... Perdón, no quería despertarte. Te veías muy tierno —se disculpó en voz baja mientras me desperezaba. No tenía idea de la hora. Isabel no debía llevar mucho tiempo de arribar, aún traía su bolsa colgando del brazo.
—Isabel, tenemos que hablar —solté sin dar rodeos.
—¿Hablar? —Ella rio de buen humor. No olía a alcohol, ni presencié gramo de culpa. Estábamos cuerdos para la conversación—. Lucas apenas puedes abrir los ojos. Déjame llevarte a la cama.
—No, esto es importante —frené su jugueteo cuando me haló del brazo.
—Vaya. Estás molesto por lo que sucedió —adelantó. Tenía que ser más específica con esa respuesta, acontecieron tantas cosas que podía hacer una lista. Isabel quiso apoyar su cabeza en mi hombro, pero no estaba de ánimos para las muestras de afecto cuando teníamos tantos problemas encima, tal vez también me irritó su indiferencia ante la gravedad del asunto—. Lucas... —me llamó cuando me levanté del sofá para darle espacio. Era normal que estuviera agotada del trabajo, igual como mi deseo de pedir distancia. Fue una batalla verla a la cara.
—Esta noche...
—Entiendo que no te hiciera gracia —me interrumpió. Al menos consideraba ese punto—, pero en mi defensa yo no sabía que pasaría. Es decir, sospechaba que algo sucedería, pero no con exactitud qué. Lorenzo lo planeó con Aldo para borrar los rumores de las fotografías. Nadie me avisó. Lamento haberte hecho pasar un mal rato. Yo no tuve nada que ver. De saberlo te lo hubiera contado. Necesito que me creas —me aseguró deprisa. No supe qué contestar. Guardé silencio. A estas alturas la presentación era mi última preocupación. Entendía que eso era parte de su trabajo. Negarme frente a todos y el resto de líos, no—. Pensé estarías feliz —asumió. Retuve una risa amarga ante la opción. Sí, estaba a nada de ponerme a saltar de alegría—. Rechacé a Aldo en televisión nacional. ¿Qué más querías que hiciera? ¿Empujarlo para que rodara por las escaleras? Lorenzo quiere matarme.
—Rechazaste a Aldo... —repetí desconcertado, arrepintiéndome de apagarla sin darme tiempo de verlo. Ella alzó una ceja sin entender mi confusión. Buen momento para estropearlo. Yo me quedé meditándolo, mañana eso sería la noticia que tanto buscaban. La culpa nació frente a mi juicio apresurado, entonces agité la cabeza intentando alejar mis dudas antes de entregarle en sus manos mi celular. Había otro problema—. ¿Qué con esto, Isabel?
Su rostro palideció al contacto con su imagen. Alzó la mirada para clavar sus ojos en los míos. Terror. Me dolió ser testigo de la manera en que sus dedos temblaron sutilmente. Debí asumir que no se trataba de nada bueno.
—¿De... De dónde lo sacaste? —balbuceó. Hice un esfuerzo por permanecer tranquilo aunque dentro el dolor por su visible angustia destruyera mi seguridad. Pasé saliva lastimándome la garganta y respiré hondo para mantenerme tranquilo.
—Lo envió un número desconocido. Puedes revisarlo por ti misma —le expliqué esperando agregara algo. No sucedió, sus ojos siguieron centrados en su figura. Sería yo quien hablaría—. ¿Eres tú?
Solo necesitaba un no. Una sola palabra.
—Sí, soy yo... —admitió después de un rato. Apreté los labios intentando ser fuerte pese a lo mucho que resentí esa positiva. Una horrible punzada atravesó mi corazón—. Pero pensé que tú ya lo sabías —confesó devolviéndome el aparato. Fruncí las cejas—. Llevan años las fotografías, Lucas. Estuvieron en todas partes.
—Nunca me dijiste que tuviste algo con él —expuse porque mis dudas estaban sustentadas—. ¿Por qué?
—Porque no fuimos nada, simplemente nos besamos. Dijiste que conocías todos mis titulares la primera noche que estuviste aquí. Fue hace más de tres años, no sé exactamente el mes... —intentó rememorar—. Pregúntale a cualquier persona con acceso a Internet o que lea revistas. Debo tener ahí guardada una copia —aseguró alejándose para rebuscar en un cajón—. Antes del dueto no volví a tener contacto con él, ni siquiera recordaba su nombre. Debes creerme, Lucas —me pidió. Yo seguía reflexionando en silencio lo que pretendían enviándome esas postales—. Está claro que le crees.
—Si le creyera me hubiera marchado hace horas de aquí —respondí. Si la esperé fue porque necesitaba su versión, pero tampoco era un cubo de hielo para no sentirlo.
—¿En serio piensas que a estas altura voy a estar exponiéndome a que me saquen fotografías? Querían hacerte sentir mal, lo lograron. ¿No te das cuenta que estás cayendo en el juego de la persona que te lo envío? —cuestionó desesperada.
—Últimamente he caído en el juego de muchas personas —escupí sin pensarlo. Isabel se mostró ofendida—. Al menos a Aldo sí lo reconoces, lamento no formar parte de la lista de privilegiados —añadí porque eso seguía calándome. Eso era la pieza que había derribado la torre. Ella lo sabía.
—Lucas, no puedes ponerte así. Sabes perfectamente que intento protegerte —expuso.
—Pues quizás no quiero que me protejas, Isabel —exploté con las emociones descontroladas—. Tal vez solo deseo salir un domingo a pasear con mi novia, cenar en un restaurante, visitar un museo, presentarla a mis amigos, ver una película en el cine, planear un futuro —confesé. Todo esta estrategia acabaría con mi cordura—. Quizás quiero decirle al mundo que estoy orgulloso de ti y que respondas lo mismo —añadí dolido—. No esconderme como si fuera un criminal. ¿Qué delito cometí, Isabel?
—Tú sabías perfectamente mi situación. Nunca te engañé. La aceptaste —me recordó enojada ante mi reclamo.
—Cierto... Creí que podría, no sabía cuánto me dolería ver tu expresión avergonzada cuando te preguntaron por mí. Lamento no ser el hombre que te de el éxito que necesitas, Isabel. Que mis postales no te posicionen en la radio. Así como también siento no poder dejar de sentirme miserable por toda esta basura —me sinceré. Todo mundo puede decir qué haría, pero hasta que lo vives no sabes realmente lo que se padece.
—Dijiste que me apoyarías —me echó en cara decepcionada.
—Y tú también dijiste que esto no duraría para siempre, que tuviera paciencia porque acabaría. ¿Cuánto debo esperar? ¿Un mes, dos, tres, un año, un par? —insistí. Necesitaba la esperanza que esto caminaría, que no me atascaría en un círculo vicioso. Una fecha aproximada—. Dime que al menos estás intentando que esto cambie de alguna manera, que un día voy a poder hablar de lo nuestro sin sentir que te perjudico —le pedí, porque entendía su carrera, pero quién me entendía a mí.
Isabel evadió mi mirada. No tenía respuesta.
—No sé, Lucas. No sé.
—Este es el problema, ni siquiera te importa —expuse porque su voz no mostraba la ansiedad de una transformación, ni proponía soluciones, era simple resignación—. Parece que estás poniendo a prueba cuánto soy capaz de resistir.
No era lo más listo que había soltado, pero estaba molesto y no pensaba. Simplemente quería sacar lo que me daba vueltas a la cabeza.
—¿Y qué demonios quieres qué haga, Lucas? Dame la solución —me exigió encolerizada. Debimos darnos la vuelta, tranquilizarnos y charlar, pero nadie escuchó ese sabio consejo—. ¿Gritar tu nombre para que llegue el día en que no puedas ir ni a la tienda? —cuestionó resentida—. Lo único que deseo es que no te lastimen. No entiendes que busco tu felicidad.
—¿Feliz escuchando como tu novia se avergüenza de tu relación en televisión nacional? —expuse lo que realmente taladraba mi pecho—. Tienes razón Isabel. He sido un desconsiderado.
—Odio tu sarcasmo, Lucas —escupió molesta.
—¿Sabes lo que yo odio? —pregunté. Ella clavó su mirada en la mía. No me eché para atrás—. Esconderme. Pasé gran parte de mi vida apartado, no quiero volver a concentrarme en un mundo de cuatro paredes. No superé ese episodio con el objetivo de reducir mi vida a un secreto. No hice nada malo para serlo.
—Pues si es un gran sacrificio estar conmigo, ¿por qué no te vas y te libras de este maldito infierno? —estalló con lágrimas de furia asomándose por sus ojos negros. No esperé esa respuesta, aunque debí asumirla desde el principio. El camino fácil. No me adapté a su plan, adiós. Las condiciones eran más importantes.
—Eso es lo que voy a hacer —respondí, sorprendiéndola—. Te amo, Isabel —dije. Solo Dios sabía cuanto—, pero ni por todo ese amor pienso ponerte por encima de mí —confesé. Tenía sueños a los que no renunciaría si la otra persona ni siquiera mostraba interés de oírlos—. Hablamos si un día tienes deseos de escuchar lo que yo necesito —me despedí tomando mi chaqueta.
Isabel permaneció con el mentón alzado congelada en su lugar. No esperé que me detuviera, eso significaría que buscaríamos soluciones, que tendríamos que hacer sacrificios de ambos lados, pero parecía que este juego siempre exigía más en mi balanza. La puerta se cerró al igual que el elevador que descendió a una velocidad vertiginosa al igual que los latidos de mi corazón.
Dolía. Cerré los ojos recargándome en la pared, con ganas de romperme. El Lucas de diecisiete años no hubiera consideraba la posibilidad de decirle adiós, dispuesto siempre a hacerla feliz, pero ya no podía limitarme solo a sentir, necesitaba vivir. Quería un presente fuerte que construyera un posible futuro. Al menos la esperanza que algún día lo conseguiría. No me adaptaría al mundo de Isabel, quería un mundo para los dos. Uno donde nombrar lo que sentía por mí no produjera culpa.
En ese momento todo era caos, confusión, un montón de emociones sin control que oscurecían el camino correcto.
La recepción me recibió con esa tranquilidad que contrastó con la situación Tomé un respiro antes de despedirme del hombre que se ocupaba detrás del computador. «Espero conseguir un taxi a esa hora», pensé al sentir el aire de la madrugada rozar mi rostro caliente mientras aguardaba en la banqueta. Pasó uno con pasaje, lo que me dio señales de que aún había algunos rondando por la zona.
—Lucas...
Escuché un susurro a mi espalda que me obligó a darme la vuelta para hallarla de pie en el umbral. Estaba llorando, con la respiración agitada y el cabello ligeramente desordenado. Nos miramos a los ojos un momento, los metros parecieron kilómetros. Unos segundos que se volvieron una eternidad. Casi pude oír su petición para regresar. Contuve mis ganas de abrazarla. Juro que si Isabel hubiera dado un paso afuera las cosas hubieran cambiado, un simple avance para comprobar que lo nuestro era más fuerte, que al menos nos esforzaríamos por el bien del otro, pero no lo hizo. Se quedó en su sitio seguro.
—Ese es el problema, Isabel —solté herido, acercándome para que pudiera escucharme. No era la falta de amor lo que nos separaba, sino los miedos que superaban los sentimientos—. Tú no eres capaz de cruzar esta puerta y yo ya no quiero vivir escondido tras ella.
Isabel bajó la mirada, sin negar que eso posiblemente nunca cambiaría. Yo negué suspirando antes de visualizar un taxi que se aproximaba. Sería mejor que me marchara, no arreglaríamos nada en aquel momento. No esperé respuestas antes de hacerle la parada para subir, quería estar lejos de todo lo que me destrozaba. El alma ardió en mi interior despidiéndose de todos esos sueños. Escuché que Isabel gritó mi nombre, pero cerré mis oídos ante el dolor de su llamado que me hizo sentir débil. Un deje de culpa al ser el responsable de su dolor se clavó en mi pecho, pero no detuve la marcha.
Esta vez no pensaba detenerla por nadie.
El próximo domingo hay una sorpresa y un aviso.
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