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Capítulo 27 (Parte 2)

—Tú puedes. Tú puedes —repitió Tobías mientras saltaba como si fuera a entrar a un pelea de boxeo.

No supe si reí porque me pareció gracioso que intentara motivarla haciéndola sentir que estaba a punto de entrar al campo de guerra o eran los nervios de enfrentarme por primera vez a un grupo de desconocidos. Acomodé los lentes oscuros esperando que sirvieran de algo. De todos modos era posible que nadie reparara en mí porque saldría más gente, al menos eso me repetí para sentirme mejor. Todas las nuevas situaciones me ponían ansioso.

—Lucas, lamento que tengas que pasar por esto —comenzó volviéndose hacia mí, como si pudiera leer mi mente—, pero será rápido, lo prometo. Esto funciona así: van a ser los dos minutos caóticos, habrá un montón de voces, preguntas, luces y cámaras, solo mantén la vista abajo y sigue avanzando sin detenerte.

—Te van a golpear por todos lados —agregó Tobías para ambos. «Más motivación, genial», pensé optimista—. Y no hablo de físicamente, Isabel.

Ella frunció los labios aceptándolo. La mujer encargada del lugar le hizo un par de preguntas mientras ella peinaba su cabello nerviosa con sus manos. Tomó un profundo respiro frente a la alta puerta, sus ojos recorrieron con la imaginación lo que estaba del otro lado.

—Y para acabarla escogí la peor ropa que tenía —murmuró planchando su pantalón deportivo, aunque tuve el presentimiento que solo era una excusa para retrasar lo inevitable.

Estaba tensa, lo percibí cuando en búsqueda de darle apoyo coloqué mi mano sobre su hombro. Ella dio un pequeño respingo por mi repentino tacto, buscó mi mirada y le regalé una sonrisa que terminó por imitar. Le dije, sin palabras, que todo estaría bien, aunque dentro de mí dudaba de la veracidad de esa probabilidad. Aun así, pasara lo que pasara, tendría arreglo.

Sin embargo, cuando la entrada se abrió fue complicado hacerle justicia a mis palabras. Me sentí en medio de una manada que huía del depredador cuando escuché la primera voz ajena que me motivó a andar en medio de una persecución. Todo pasó muy rápido, pero al mismo tiempo el tiempo se estacionó para que pudiera recordar los detalles.  Mis latidos se aceleraron ante el calor de la muchedumbre, siguiendo a unos centímetros a Isabel en donde se enfocaban los focos. Había tantas preguntas al aire que me fue difícil creer que fueran apenas unos metros los que dividieran la meta y el comienzo, porque daba la impresión de ser calles enteras. Dudas, cuestiones, estrés. La gente se aprisionó al centro intentando aplicar presión a una Isabel que no se detuvo hasta que los pasos fueron más forzados, los reporteros abandonaron el final para armar una barrera al frente que impidió pudiera avanzar. Fue conducir a cien kilómetros por horas y chocar con una pared de concreto, el golpe no fue físico, pero la adrenalina latente se estacionó en el punto alto.

Reconozco que no me sentí bien con tantas personas rodeándonos, ojos extraños escaneando detalles que incluso yo había pasado por alto, estar bajo lupa me ponía en desventaja. En tal posición solo había dos opciones: seguir empujando intentando perforar la fortaleza o darles lo que habían ido a buscar. La respuesta la decidió Isabel cuando frenó de golpe.

—Está bien, está bien. Ya, hablaremos, pero no se empujen así que se van a lastimar —repitió intentando ordenar el caos. Nadie la oía, yo estaba sorprendido de como los medios peleaban por ganar un lugar privilegiado—. Cuidado. Cuidado —insistió. Poco a poco el caos fue menguando al obtener su atención—. Deben decirme quién les dice siempre dónde estaré, dudo que lo adivinen... —comenzó, mitad broma, mitad verdad.

—¿Cuál es el motivo de tu visita? —preguntó una chica a su costado. El micrófono le rozó los labios.

—Nada nuevo, solo quería darle un vistazo. Andrea, la encargada, me invitó. La gente está trabajando muy duro, les recomiendo visitarlos y comprobarlo —contestó tranquila, incluso un poco feliz.

—¿Qué dices ante los rumores que todos tus ayudas de caridad no son más que una estrategia de evadir impuestos para el gobierno? —atacó otro sin tacto. «Eso sí que fue directo», pensé en un reflejo me acomodé los lentes. Isabel forzó una sonrisa—. Una manera de pagar por una buena imagen.

—Pienso que quien lo dice debe estar muy al pendiente de mis cuentas. Tal vez le da tiempo porque no da ni a las organizaciones y tampoco al fisco. Además, para hacerme de una buena imagen creo que necesitaría más de lo que está en el banco.

—¿Pronto nuevo material discográfico? —curioseó otra voz más lejana que luchó por hacerse oír.

—Sí, hay algo de eso... —respondió meditándolo—. Espero que todo salga de acuerdo a lo planeado.

—¿Isabel, qué opinión tienes sobre las guerra declaraciones que se dio esta semana torno a tu nombre entre Atencio y Govea?

No lo disimulé. Compartimos la duda, aunque por distinta razones. Ese fue el motivo de su llegada, lo supe porque la cuestión golpeó a Isabel al grado de que necesitó un tiempo para recomponerse. Tomó un respiro. No entendía a qué se referían, pero sí qué no era positivo, su seguridad se esfumó. Se perdió en ese hondo pozo de inseguridades que no la dejaba vivir. Conocía ese nombre.

—Yo... No sé de que hablan —soltó en un torpe balbuceo. Tuve la impresión que se lo aclararían con detalles, pero ella negó tajante impidiéndoles hablar—. Y tampoco me interesa lo que ellos digan sobre mí. Pensé que ya habían superado el tema, si ellos no lo hicieron, yo sí. Gracias por venir. Esto es todo —escupió claramente incómoda dándole un ligero empujón a su compañero para que se retiraran. No pensaba quedarse más tiempo ahí.

Yo seguí la corriente hasta que una puerta se abrió para acabar con la carrera. A tropezones apenas logré ingresar al interior donde el silencio caló en los oídos comparándolos con el molesto ruido que sabíamos seguía afuera. Contemplé figuras contra el cristal intentando con sus cámaras penetrar en la oscuridad. Suspiré aliviado cuando el automóvil los dejó atrás. Ni siquiera creí que hubiera espacio para tanta gente. Intenté situarme en la realidad, porque todo se sentía extraño, como si fuera una especie de sueño, hasta que me percaté de la mirada perdida de Isabel. Andrea que viajaba con nosotros hizo un par de comentarios divertidos sobre que era la única vez que se sentiría famosa, conversé con ella sin quitarle la vista de encima a Isabel que se mantuvo en silencio en todo el recorrido, apenas unas sonrisas o monosílabos distraídos.

Ese par de nombres habían removido algo en su interior, no me di cuenta qué tan fuerte hasta que nos despedimos en el estacionamiento del resto para subir al elevador donde reinó el silencio. Tuve la impresión que ni siquiera notaba que era dueño de su propio cuerpo, actuara por inercia sin reparar realmente en sus movimientos.

—Lucas, Crisalda vendrá en un rato, pero si quieres tú puedes irte preparando algo porque no desayunaste bien —me dijo con un intento de sonrisa que no resultó—. Yo te alcanzo en un minuto, voy a cambiarme —me avisó dejando sus cosas sobre la mesita del centro.

Asentí viéndola marchar. Suspiré cansado dejándome caer en el sillón. Había sido un momento complicado para todos, así que era normal que Isabel necesitara quitarse todo ese estrés de encima. Aquel pequeño episodio sirvió para comprobar como me gustaba una vida sencilla y anónima. Era una fortuna que nadie reparara en ti.

La esperé un largo rato, pero los minutos pasaron y ella no regresó. Abandoné intrigado el sillón para andar despacio por el mudo pasillo hasta asomarme por la puerta de su habitación. Encontré su cuerpo hecho ovillo sobre las sábanas revueltas y escuché unos leves sollozos que escapaban de su control.

Caminé cuidadoso para no asustarla. El colchón se hundió cuando me senté a su lado. Isabel permaneció dándome la espalda, aunque se empequeñeció como una niña al sentirme cerca, reprimiendo los quejidos. 

—Quiero estar sola, Lucas —escupió.

—Eso no es verdad —susurré comprensivo, conociéndola. Nunca le gustaba la soledad, la abrumaba—, solo no quieres hablar y está bien, no lo haremos —dije acariciando su brazo.

Eso lo único que logró fue que la tormenta explotara, la tristeza dio rienda suelta a su llanto que resonó en las paredes donde todos los días sus risas ahuyentaban cualquier miedo. Odiaba verla sufrir, pero aguardé, sabía cuanto necesitaba liberarse de ese nudo que le cortaba la respiración. Isabel continuó llorando, abrazándose a su almohada, como una niña ante una pesadilla. Yo me quedé a su costado acariciando su cabello. Acostumbrándome a los días grises. El tiempo se ahogó en la pena que embargaba su corazón mientras el mío intentaba ser su soporte. Llegaría el momento en que Isabel necesitaría a alguien a su lado, permanecí paciente para que descubriera que sin importar lo que sucediera me encontraría con ella. No buscaba solo el sol en su mirada. La quería con todos los desastres o baches que eso implicara, con los días malos y buenos.

—A veces no sé qué hacer, Lucas. No sé qué hacer —hipó. Su voz se entrecortó en su intento de hablar. Yo dejé un beso en un hombro, eso la hizo recostarse para mirarme directo a los ojos. Me dolió notar la pena en ellos—. Quisiera tener una máquina del tiempo, regresar y cambiar todo lo que hice —confesó frustrada—. Me merezco todo lo malo que me sucede.

—Nadie merece sentirse así, Isabel.

—Yo sí —insistió—, fui una imbécil.

—Oye, todos nos equivocamos —le recordé para que que dejara de culparse—. Yo lo hago todo el tiempo —comenté. Quise decirle que no se preocupara, pero ella se reacomodó sobre la cama para acercarse a mi rostro, quedando a unos centímetros del mío. Las lágrimas nublaron su mirada, distinguí el miedo en sus pupilas.

—Necesito contarte unas cosas, Lucas —susurró. Mi corazón se detuvo al verla cerrar los ojos luchando consigo misma—. Si te quieres marchar después yo voy a entenderlo... —concluyó temerosa antes de deslizarse por la cama clavando sus ojos en el techo. No estaba seguro si deseaba encontrar un motivo para irme cuando era tan feliz a su lado, pero sí que prefería un dolor temporal a vivir en una mentira—. Tenía solo dieciocho años cuando llegué a la capital. Recuerdo que al bajar del avión mamá me dijo: ¿lo sientes? Algo grande viniste a hacer aquí. Y le creí. En verdad que sí. Pensé que era invencible, la chica más afortunada en todo el mundo.

Me recargué en la cabecera recreando la imagen de esa joven estrella buscando su lugar en el cielo.

—Unos meses atrás no sabía ni qué haría con mi vida y en aquel momento tenía la oportunidad que miles querían en mis manos, un gran futuro si sabía jugar con el presente, un disco en puerta, un novio maravilloso y promesas que se multiplican en un abrir y cerrar los ojos —relató rememorando aquellos inocentes años donde soñar era cosa de todos los días.

Yo también los echaba de menos.

—La verdad es que todo fue un espejismo. Cuando comencé a trabajar descubrí que todos esos mágico sueños solo vivían dentro de mi cabeza. Las maravillas de las que otros, que no lo habían vivido, me habían hablado costaban caras.

Un silencio se instaló entre ambos. No la presioné.

—Dentro del mismo grupo existía una gran competencia por destacar, una meta que nunca logré —aceptó abandonando su orgullo—. Fue un golpe para mi ego, no me da gusto admitirlo, pero en Tecolutla yo era una sensación —confesó con una risa—. Una chica guapa sin pudor, ni miedos, capaz de todo. Llamativa para el conservador pueblo donde nací, pero en la ciudad bailar sobre un escenario no es ningún mérito. Aquí las cosas están en otra dimensión. Isabel Bravo nunca pasó de ser una chica provinciana con aires de grandeza que no lograba encajar en un grupo que brillaba con luz propia. Las otras chicas eran más guapas y atrevidas, a su lado fui un paisaje gris. Los medios pasaban de mí y no valoré ese privilegio porque era una idiota —admitió—. Las cosas empeoraron a medida que nuestra música sonaba con mayor fuerza en la radio y fui consiente lo poco que importaba. Fue mi culpa. Detestaba sentirme menospreciada y en aquel momento creía que era una basura en un mundo hecho de oro, el relleno para la carrera de otros. Estaba en un abismo. Mi novio acababa de dejarme por otra, mi imagen no repuntaba y mi familia me propuso dejarlo, aceptando la derrota. Me negué pensando en la humillación, preocupada en el qué dirán. Aunque fingía que no me importaba, Lucas, siempre me preocupó lo que extraños murmuraban.

Entrelacé mis dedos a los suyos pidiéndole perdón sin voz por haberla dejado cuando me necesitaba. Nunca pensé que la pasara mal, engañado por las sonrisas impresas en papel.

—Ojalá los hubiera escuchado. Ellos decidieron regresar dejándome en mi poder mi decisiones, creyendo que podría con ello —rio con amargura—. Juan Daniel era el representante en ese momento, ¿lo recuerdas? —me preguntó. Asentí, aunque hablaba poco de ese hombre—. Yo siempre estaba molesta con él, porque en parte lo culpaba de mi fracaso. Había razones suficientes para que me odiara. Constantemente le llevaba la contra y me quejaba ante todas las presentaciones en sus fiestas en las que nos obligaba a participar sin contrato, solo por favores de amigos. Acudí a muchas de ellas donde los excesos estaban a la orden del día —murmuró con una débil sonrisa—, creo que debo agradecerle a Manuel que me metiera tanto miedo a la bebida, esa fue la única manera por la que me mantuve alejada del alcohol y las drogas. Temía terminar como él, que mi familia me rechazara. Qué ironía, acabé peor...

—Isabel...

—No me interrumpas, por favor, o me echaré para atrás... Conocí a Atencio en una fiesta. Nunca olvidaré esa noche —comentó lejos de mí—. A partir de esa ocasión volvería a verlo en primera fila en muchas otras presentaciones. Supuse que tendría dinero, Juan Daniel era un convenenciero que amaba codearse con los grandes sin formar parte de ellos, intentando ganárselos, pero nunca imaginé cuánto. Se hizo costumbre toparme con su mirada en cualquier sitio, era como si siempre lograra encontrarme, hasta que un día, después de tantos encuentro, al final cruzamos palabras.

Mordió sus labios que temblaron. Su pecho bajo con lentitud, esforzándose por mantener su ritmo.

—Atencio no era más que un hombre con poder que disfrutaba poseyéndolo todo, al igual como hay muchos en esta industria. Mounstros que tienen llave a todas las puertas. Yo una chica joven, sin peso, ni nombre, en el último peldaño de la escalera que hacía notable nuestras diferencias. Les gusta, les encanta saber que los demás son piezas de su juego, que obedecerán sin más, se creen dioses y necesitan súbditos que se los hagan sentir grandes. Me hizo una propuesta, un lugar privilegiado en las revistas, un disco como solista, una campaña publicitaria impresionante capaz de catapultarme. ¿Te imaginas, Lucas? —preguntó ilusionaba. No, no podía imaginarme a Isabel acostándose con un hombre por dinero, me negaba a esa realidad, no era la mujer que conocía. Ella ni siquiera me prestó atención—. Era un cambio significativo en mi vida, lo que necesitaba, pero no sería gratis, el precio era muy alto —reconoció limpiándose una lágrima—. El tipo podía ser mi abuelo y lo que tenía en la cartera le faltaba en la personalidad. No había ni por donde verlo, ni con toda la plata del mundo. Yo, en cambio, tenía apenas diecinueve años, estaba en la flor de la vida y... presumía de buen gusto. No me mordí la lengua para decírselo. Era una atrevida, también me lo dijo, no sabía con quién me metía. Tenía razón, Lucas, pequé de ignorante.

»»A partir de ahí todo fue en picada. Juan Daniel comenzó a presionarme más que el resto, a humillarme en público, a amenazarme con mi contrato si se me ocurría protestar. El resto de chicas comenzaron a ignorarme y mi nombre apareció en muchos rumores. Todo se volvió un maldito infierno. Sola, en un gran ciudad, cansada, sometida a toda esa presión, perdiendo mi identidad... Soporté con el consuelo que pronto todo acabaría. Mi plan era volver a Tecolutla a ayudar a mamá... Pero conocí a Lorenzo —soltó. Estrujó su cara entre sus manos molesta.

—Él...

—Yo no voy a negar mis errores, cometí muchos, dejarme tentarte por él es el principal. Estaba enojada con la vida, Lucas, harta de ser el tapete de Juan Daniel y quería demostrarles que se habían equivocado conmigo. Un consejo, nunca tomes decisiones cuando estés molesto. Están destinadas al fracaso —mencionó. «Ojalá la hubiera escuchado»—. Me prometieron una oportunidad de cambiarlo. ¿Por qué no usar ese ruido a mi favor? La gente me reconocía por lo que otros decían, ¿por qué no por mi trabajo?

»»Lorenzo conocía a Govea, un empresario igual de influyente que Atencio con el que tenía una eterna rivalidad —me explicó. A él por desgracia sí lo recordaba por pláticas de oficina—. Quizás por el simple hecho de llevarle la contraria a su campaña de odio me propuso que trabajara para él. Parecía una buena idea. Lucas, en verdad parecía una buena idea. Son convincentes y te venden una fantasía. Claro que no debí comprársela. Era demasiado bueno para ser real.

»»Fallé de nuevo, me convertí en una pieza del duelo entre ese par. A Govea no le importaba mi honor, ni mis sueños, apenas tuvo mi firma demostró que él sí podía hacer dinero conmigo. Y había una forma de hacerlo, dar una sorpresa. Vender, vender, vender. Todo se concentró en cuanta plata producía. —Cerró los ojos agitando su cabeza.

No supe qué decir, tampoco si era necesario hacerlo. Mucha información para procesar en cuestión de minutos.

—Accedí como una tonta. Habían dicho tanto de mí que me aferré a creer que si no podía con el enemigo lo mejor era unirme a él, imaginé que si les daba la razón todo eso que giraba en torno a mí se esfumaría porque ya no sería novedad. Volví a errar. Todo se volvió más destructivo, más complicado de controlar. Ya no había límites. La gente se sitió con el defecto de hablar de mí como si fuera un simple objeto de consumo. Creía que la única manera en que otros te escucharan era sonar más alto que ellos, pero perdí la voz gritando. Lucas, una vez me dijiste que no todos tenemos la misma fuerza para enfrentar las dificultades. Es verdad. Mucha gente puede con rumores peores, con acosos las veinticuatro horas, pero a mí todo eso me destruyó.

Eso explicaba la tristeza en su mirada. La falta de energía que desprendía unos años más joven. Nuestras vidas no resultaron como esperábamos.

—Sin saber quién era, o cansada de preguntármelo, me encerrarme en mi pequeño mundo, a salir solo para hacer cosas estúpidas intentado llenar vacíos, buscando no pensar o quizás deseando tener en qué pensar después, medicándome para dormir, planteando distancia con todos. Asqueada del mundo. Estoy en vuelta en toda esta basura porque no supe cuando decir basta, fui una crédula que pensó que saltaría del suelo al cielo, que podría callar bocas de otros. Fui una imbécil que sin darse cuenta les dio las llaves de su libertad. Me cegó el coraje, creyéndome lista siendo una tonta. Pensé podría ganarles a los que conocen el juego de memoria —se burló de sí misma lamentándose.

»»Lucas, tengo que ser sincera contigo. Sí accedí a firmar ese contrato, nadie me obligó, ni me pusieron una pistola en la cabeza. Sí vendo música comercial. Los vídeos son polémicos para colarse en la radio —se sinceró avergonzada—. Ante el mundo soy producto de la mercadotecnia. Yo acepté ese papel. Pero tienes que creerme, nunca hice nada fuera del trabajo para llegar hasta donde estoy. Te juro que nunca me acosté con Govea, como muchos dicen, ni con nadie para tener contratos —me aseguró enderezándose para no huir de sus ojos negros—. Yo entiendo que no me creas por mi reputación, porque he cierto que sí he estado con muchas personas, pero te prometo que jamás cuando estuve contigo. Jamás he...

—Yo te creo, Isabel —la interrumpí con una sonrisa para que no se angustiara sobre ese tema. Lo que pasó antes de mí no me importaba, ni tenía sentido preocuparme por esa etapa. Ella tampoco me pedía cuentas de mis antiguas relaciones. Éramos lo que éramos en el presente nada más—. Y porque te quiero me duele saber que estás perdiendo tu vida en esta habitación.

—Lo sé, Lucas. También sé que te condeno a esto. Es solo que cuando expongo mi vida siento que les doy derecho de juzgarla, si me conservo bajo llave no tienen de qué hablar. La gente dice que cuando decides entrar en un trabajo público tienes que aguantar, pero soy débil, no soy indiferente a sus comentarios. Sé que psicosis, mas no puedo arrancarme esa sensación de que todo mundo está hablando mal de mí, que me persiguen a todos lados. Te juro que intento superarlo.

—¿Por eso ibas al psicólogo? —curioseé recordando ese punto. Isabel apretó los labios.

—Sí. No debí dejarlo —aceptó.

—Isabel, no puedes seguir aislada del mundo. La gente hablará siempre y terminarás perdiendo tu vida —comenté. Era una pena que una chica como ella, tan extrovertida, tuviera que permanecer entre cuatro paredes. A mí no me costaba, evidentemente a ella sí—. Empieza dando pequeños pasos —le animé. Isabel se lo pensó, no muy convencida acomodó su cabeza en la almohada dispuesta a escucharme. Pasé mis dedos por un mechón. Quería que supiera las cosas no cambiaron entre nosotros—. ¿Recuerdas el día del disfraz? Fuiste feliz y nadie se percató de tu aparición. ¿Qué sí lo descubrieran? No hiciste nada malo. Para que otros no te juzguen debes empezar tú misma —insistí—. Pequeños pasos, Isabel.

—Pequeños pasos... —repitió dudando. Sonreí acariciando su mejilla.

—Vivir no es un delito. Eso te lo aprendí a ti —le informé provocándole una sonrisa. Intenté ser optimista—. Solo debes soltarte poco a poco para volver a tomar confianza —propuse. Conocía a Isabel, era una mujer valiente, siempre dio grandes salto—. Recordar lo feliz que eras, lo feliz que aún puedes ser —remarqué. Guardé un corto silencio. No lo mantendría para mí—. Y yo tengo el lugar perfecto para empezar...

¡Hola a todos! De corazón muchísimas gracias por todo su apoyo.  La historia está dividida en dos etapas, aquí en el mismo libro, no es un gran cambio, pero sí hay algo nuevo 💖💖. No puedo decir mucho, pero nos estamos acercando a la segunda 😱. Se vienen sorpresas. Los quiero mucho.

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