Capítulo 22 (Parte 2/2)
Isabel dejó escapar una risa al separarnos antes de sentarse al borde de la cama. Estiró sus brazos e intentó ahogar un bostezo.
—¿Vamos a dormir? Estoy muerta —se quejó tallando sus ojos. Se quitó los tacones para caminar descalza por la habitación—. ¿Me prestas ropa, Lucas?
—Toma lo que quieras —respondí divertido al verla abrir una de las puertas del closet que estaba al costado de la puerta.
—Uy, mi Lucas es todo un hombre de negocios —chifló al encontrar mis camisas. Reí aunque después la risa fue apagándose al ver como pasaba de una a una ignorando lo que me había costado plancharlas—. Demasiado formal para una noche —dictó cerrando para ir al otro apartado. Fue un alivio. Ahí fácil dio lo que buscaba. Sonrió victoriosa antes de correr hasta su bolsa para sacar unas cosas—. No tardo nada.
No entendía por qué se cambiaba en el baño, pero aún con la sonrisa en los labios preparé la cama para los dos. Era tan extraño que una acción tan rutinario me hiciera feliz cuando lo hacía a su lado. Supongo que la vida cambia cuando encuentras esa persona que le da un nuevo sentido a esas cosas pequeñas.
—¡Lucas, soy como una versión tuya en miniatura!
Salió Isabel muriéndose de la risa mostrándome divertida su atuendo. Los pantalones doblados encima de los tobillos y la enorme camiseta blanca evidenciaban la diferencia de estaturas. Sonreí pensando en que tenía que haber algo con lo que Isabel no se viera preciosa. Al natural, su rostro libre de cualquier pizca de maquillaje, dibujó una enorme sonrisa mientras se anudaba el cabello negro en una coleta.
—Lucas, te advierto que si uno de los dos se cae de la cama serás tú —dijo contenta saltando al colchón como si tuviera varios años menos. Escogió su lado acurrucándose en la almohada.
Cuando terminé, apagué las luces y me fui a la cama cuidando no despertarla porque unos minutos le habían bastado para adormilarse. Al menos eso pensé, apenas cerré los ojos sentí que me abrazó con sus piernas. Una sonrisa inocente se pintó en sus labios al recostar su cabeza en mi pecho.
—Podría acostumbrarme a esto —susurró. Luchando por mantenerse despierta.
—¿A dormir en una cama individual? —bromeé. Ella escondió la sonrisa.
—A dormir contigo todas las noches —respondió en voz baja—, a ser feliz.
Desde que había llegado a la ciudad solo había dormido una noche entera con Isabel, aunque para ser honesto lo último que hice en ella fue dormir. Y en aquella cama matrimonial había espacio de sobra hasta para improvisar piruetas, aquí el espacio era reducido por lo que resentí más su sueño inquieto que solía hacerla dar vueltas a la cama sin parar. En una de esas me dio una patada que me quitó el aire. Ya no sabía si reír o respirar.
Quitando ese incidente despertar a su lado fue un deseo cumplido aunque eso implicara madrugar en pleno domingo. Me gustaría decir que la observé dormir durante un largo rato, pero Isabel despertó cuando el sol estaba asomándose, apenas me percaté cuando se levantó de la cama para andar sigilosamente por la habitación.
—¿Lucas, me regalas una de tus camisas?
Eso fue lo primero que escuché cuando me sacudió levemente mi brazo. Estrujé con fuerza mi rostro entre mi manos intentando volver nítida su imagen, quitándome la pereza.
—¿Qué?
—¿Me regalas una de tus camisas? —insistió con una sonrisa divirtiéndose. Honestamente pudo preguntarme lo que fuera, hasta si saltaría de un avión, y hubiera contestado lo mismo. Asentí sin entender nada antes de cubrirme con el brazo los ojos. No comprendía cómo podía estar tan despabilada. Isabel rio en voz baja antes de abrir o cerrar una puerta.
Pasé un rato acostumbrándome a la luz tenue que hacía un esfuerzo por colarse por la diminuto ventana. Mentalizándome que era hora de empezar un nuevo día dejé la cama. Terminando de despertar, alejando los estragos de la noche, escuché el agua cayendo por la regadera. Abrí los ojos alarmado, inventándome un cuento a juego con la maldición de la música, hasta que mi mente se aclaró a la par de que se cerraba la llave, caí en cuenta que era Isabel la que se bañaba. Negué riéndome de mis pensamientos. Me pregunté qué demonios planeaba hacer con la camisa porque en manos de Isabel podía terminar siendo cualquier cosa.
La respuesta llegó sola cuando Isabel salió del baño con el cabello húmedo, noté que algunas ondas intentaban formarse, empapando una de mis camisas del trabajo que le cubría un par de manos sobre la rodilla.
—Ay, Lucas, estás despierto —celebró dándome un fugaz vistazo. Yo, en cambio, no podía quitarle los ojos de encima—. ¿Tienes un cinturón? —me preguntó, pero no espero respuesta antes de revisar por su cuenta. Susurró algo cuando halló uno negro en el armario. Yo permanecí en silencio siguiéndola con la mirada de un lado a otro, como quien mira algo hermoso que no quieres perturbar por miedo a despertar. Isabel se lo ajustó a la altura de la cintura—. Hey, Lucas, ¿tú crees que...? Usa tu imaginación —añadió—, ¿parece un vestido?
—Eh... Pues si uso mi imaginación sí. También podría ser un dragón o un...
—Tonto. Para mí basta —dijo optimista planchando con sus manos la tela. Reí levantándome para buscar ropa en los cajones—. Al menos para que vean que traigo algo puesto, que no quiero que me detengan por exhibicionista —dictó encogiéndose de hombros.
—Yo no tengo ninguna objeción —solté para meterme a la ducha. Isabel negó con una sonrisa antes de que le diera un beso en el cabello y me preparara para dejarla en su casa.
Estaba seguro que los reporteros se habrían marchado decepcionados porque no encontraron el oro en la mina que Lorenzo les indicó. No quería pensar en él porque cada que lo hacía la ira entorpecía mi juicio. Era un cabrón que no podía quedarse tranquilo sin dar problemas. El conflicto es que no sabía qué hacer para ayudarla. ¿Aconsejarla que rompieran su relación profesional? Estaba seguro que de ser posible lo hubiera hecho antes, ¿por qué seguía trabajando con él después de tantos años de odio?
Las preguntas se esfumaron al encontrarme con Isabel perdida en el cuaderno que había dejado en el mueble.
—Lucas, sigues dibujando —mencionó ilusionada con el pasar de las páginas. Sí. De vez en cuando antes de irme a dormir probaba armar un boceto, cuando el sueño no ganaba. Me sentía libre al plasmar lo que llevaba a mi cabeza sobre el papel. La mayoría eran malos intentos que daban más vergüenza que orgullo, pero Isabel los estudiaba con tal detalle que me dejé engañar. «Tal vez podía salvar un par»—. ¿Me regalarás alguno? —preguntó emocionada cuando me senté a su lado para admirar con mis propios ojos mis desastres. Una mueca desagradable nació, percatándome de los errores. Eran malos, pero que feliz fui haciéndolos.
—Puedes quedarte con el gustes.
—Entonces serían todos —respondió mirándome sobre su hombro. Me regaló una sonrisa auténtica que me hizo mirarla por un largo rato. Isabel dejó la libreta en su antiguo sitio sin despegar sus ojos de los míos—. ¿Te cuento algo? Sé que te reclamé el primer día que lo cambiaras, pero me encanta el aroma de tu nuevo champú —dijo riéndose de su propio comentario. Sí, su cabello ahora desprendía el mismo olor—. ¿Tienes aquí la loción que usas?
Reí porque era una pregunta de lo más rara para romper el momento, pero alcancé el frasco para pasárselo. Isabel lo observó un segundo, leyó el nombre, quitó la tapa para dispararme sin aviso. Teniendo tan mal tinto fue un milagro que el líquido no me cayera en los ojos. Mi risa dominó por la sorpresa, hasta que murió al sentir su aliento en mi oreja. Isabel aspiró profundo, un suspiro antes de atravesarse a besarme.
—Isabel...
Ni siquiera me escuchó. Traviesa me arrojó a la cama antes de colocarse a sobre mí. Su cabello largo sirvió de cortina para que cubrir parte de su rostro el que protagonizaba esa mirada que solía volverme loco. Mis manos la sujetaron con fuerza de la cintura cuando se inclinó buscando mis labios.
Mis manos ascendieron acariciando el arco de su espalda, enredándome entre las hebras de sus cabellos negros fríos.
—¿Qué fue eso? —se detuvo al reparar en un portazo que no venía de ahí sino de la habitación de enfrente.
—¿Eh? Ah... Debe ser el señor Martínez —contesté sin darle importancia—. Siempre es el primero ir a desayunar y parece gustar de avisarle a todos haciendo un escándalo. Falta una hora, pero le gusta quedarse ahí sentando.
—¿Tienen comedor aquí? —preguntó alegre. Asentí—. Que suerte. ¿Tú crees que ellos sepan quién soy?
—No. Sinceramente no —admití porque la mayoría eran personas mayores que no tenían gran interés por los espectáculos. Quise atraerla de vuelta a mí, pero ella estaba más interesada en su nueva idea.
—Deberíamos unirnos. Llevaré los lentes para que nadie me reconozca —aclaró, hablándose para sí misma—. Sí, sí. Así conozco a tus vecinos, lo que falta el edificio y me quito el hambre que llevo desde ayer por la tarde sin comer nada. Vamos, Lucas, que si no me devoro la almohada.
—¿Quieres ir? —le pregunté al enderezarme. Isabel soltó una risa tomándome de los hombros para no caerse—. ¿Justo ahora?
Isabel alzó una ceja haciéndose la desentendida antes de romper a reír con fuerza, abrazándome por el cuello para callar su alegría en un beso profundo que me adelantó que el señor Martínez tendría que esperar por compañía un buen rato.
El comedor estaba ocupado por ocho personas a nuestra llegada. Reconocí apenas a un par. Alzaron la mirada al oír el arribo de un par de extraños, con sonrisas que contrastaban con sus semblantes reservados, pero ningún comentario resonó en las paredes. Era posible que entrara una bestia y el silencio se mantuviera con la misma fidelidad. La gente solía disfrutar de esa tranquilidad, ningún hecho insólito podía romper.
Isabel ocupó un lado a mi costado dándoles fugaces vistazos cada tanto, estudiando sus expresiones que no mostraban ninguna emoción.
—¿Siempre es así? —murmuró a mi oído.
—No. De hecho hoy están un poco más animados —susurré divertido porque ese tamborileo de pie era un buen indicio.
—¿Tú crees que ellos escuchen mi música? —curioseó. Negué con la cabeza. Ella titubeó ante la respuesta—. ¿Seguro que nadie me conoce?
—No te ofendas, pero puedo firmar que ni siquiera con tu nombre sabrían quién eres.
—Cámbiate de asiento, Lucas —soltó de pronto dándome un ligero empujón.
—Era una broma.
—Que te cambies de asiento —repitió impaciente. Quise disculparme, pero Isabel no tenía ganas de escucharme. Señaló el lugar libre frente a ella.
Para no llamar la atención del resto de huéspedes obedecí sin comprender qué pudo molestarla. Analicé su rostro, no parecía enfadada, más bien estaba distraída en las personas, cada uno perdido en sus pensamiento. Isabel volvió la cabeza a mi dirección antes de dedicarme una sonrisa que mantuvo cuando dejó su celular sobre la mesa.
—Lucas —habló lo suficientemente alto para captar la atención de toda la mesa —. Te lo digo en serio, nadie interpreta las canciones de Juan Gabriel mejor que Rocío Dúrcal.
La observé sin entender de qué demonios me hablaba porque era evidente que la charla era conmigo, aunque no lo pareciera, al menos hasta que se giró al hombre que estaba a su lado.
—¿Verdad que Rocío Dúrcal era una gran cantante?
Había escogido al profesor Don Cristián que no había cambiado los indicios de odio hacia mi persona. Nos miró a los dos como si estuviéramos locos. Yo estaba a nada de convertirme. Tal vez asumió que los lentes negros eran para la cruda, que aún el alcohol tenía efectos en nosotros.
—Pues claro que sí. Ella sí era cantante, no como las de ahora que no saben ni cantar, se creen la gran cosa cuando su mayor mérito es dizque bailar —se quejó con su típico malhumor.
Yo aguanté una risa ante la expresión ofendida de Isabel.
—Pues será muy fácil —escupió antes de buscar deprisa algo en su celular. Divertido hasta que echó la silla atrás para abandonar la seguridad de su asiento. Todos siguieron sus movimientos—. A ver si como ronca duerme —añadió ofreciéndole su mano. Don Cristián contempló la palma sin descifrar la invitación—. Vamos —dijo alegre Isabel tomándolo de la mano para ayudarlo a ponerse de pie. Se acobardó ante la imponente seguridad de la morena. Me pidió ayuda con la mirada, no lo hice.
—Pero...
—Ya que bailar es taaaan fácil, según usted, no tendrá problema en demostrar su habilidad con una novata —lo retó con una sonrisa.
El orgullo de Don Cristián pendió de un hilo cuando Isabel desató el caos con el volumen de la música de su celular. Él quiso echarse para atrás, pero cuando se dio cuenta Isabel colocó su mano en su cintura sobre la gruesa tela del abrigo e hizo gala de su energía tomando el timón de su actuación. Pensé que moriría antes de ver a Don Cristián dejándose guiar para bailar en público. Primero recio, fingiendo que no encontraba manera de negarse, pero sin oponer resistencia ante una mujer que sabía cómo revivir un cementerio.
Isabel soltó una risa victoriosa cuando el profesor se soltó para darle la vuelta. Y ahí estaba yo, como espectador de la revolución que armaba una simple canción.
—Pues mal no lo hace, eh —concluyó alegre. Luego fijó la vista en la mujer mayor que estaba sentada a mi lado—, pero necesito que otra juez pruebe mi afirmación —dijo acercándose para unirla a su hazaña. Ella soltó una risa apenada, sin embargo, Don Cristián menos cohibido, aún con la adrenalina, terminó de animarla.
Yo seguí incrédulo el camino de su locura de Isabel armando parejas entre los presentes, la mayoría mostrándose en un inicio tímidos, pero dejando las dudas unos minutos después. Isabel terminó de convencer hasta la pareja de arriba de setenta años para que a su ritmo sorprendieran a los más jóvenes.
—¿Qué hiciste? —le pregunté cuando se aproximó orgullosa. Necesitaba conocer qué magia había usado para convertir un triste comedor en una fiesta. Ella se encogió de hombros fingiendo modestia, pero ante su sonrisa llena de esa confianza arrolladora que hacía añicos las dudas encontré la respuesta—. Oh, no, no, no. Yo soy un pésimo bailarín —le avisé conociéndola al halarme de las manos para levantarme.
—Mi único talento es bailar, ¿no? —se burló de sí misma atrayéndome a su cuerpo. Su mano en mi hombro—. Como en los viejos tiempos... —Imité su sonrisa maravillado. No pensé recordara esa tarde después de tantos años.
Y como aquella vez la corriente me arrastró, olvidándome de mis propias reglas para ser feliz como un crío entre la energía de esa mujer que siempre encontraba la manera de envolverme. Isabel escondió su cara en mi pecho riéndose eufórica convirtiéndonos en un par de locos que deliraban en su propio mundo. Bailé con Isabel sin preocuparme que tan mal lo haría porque ella sabía lograr que hasta mis errores parecieran aciertos. Sintiéndome rico con los pequeños placeres del día a día. El sonido de la felicidad embriagando mi corazón así fuera unos minutos. La canción acabó acompañada de risas de desconocidos que se encontraron con un rostro familiar.
Jimena observó el escándalo en el umbral sin saber qué decir. Abrió la boca, después se arrepintió. Todo lo que conocía había perdido lógica. La aburrida posada que administraba fue sustituida por una celebración que ni siquiera tenía motivos.
—Ya... Ya está el desayuno —murmuró Jimena recuperando la voz.
Un carraspeo incómodo de parte de Don Cristián antes de que la mayoría volviera a ocupar sus lugares, retomando su faceta de personas formales. Jimena negó sin creer lo que sus ojos acababan de presenciar retomando su tarea.
—Muchas gracias —le agradeció Isabel con una sonrisa. Jimena dejó el plato frente a ella sin quitarme la mirada de encima. Al escucharla balbuceó palideciendo. Pareció congelarse en su sitio analizando qué paso tomar.
—¿Lucas, podemos hablar un segundo? —me preguntó deprisa, inclinándose sobre la mesa. Sus labios se tensaron—. Es urgente.
Isabel nos miró curiosa a los dos cuando me levanté. Le dediqué una sonrisa para que estuviera tranquila, pero la perdí al cruzar la puerta que Jimena azotó con fuerza. Estaba molesta.
—Me quieres explicar qué demonios hace Isabel Bravo aquí. No me quieras hacer tonta, sé perfectamente que es ella. ¡Isabel Bravo! No puedo creerlo... —mencionó dando vueltas por la recepción atormentada. Yo quise pedirle que guardara silencio, pero ella clavó su mirada indignada en la mía. Era buena descubriendo misterios—. No me entra en la cabeza cómo demonios terminó aquí. La metiste a este edificio, a tu recámara y quién sabe en qué otra parte la habrás metido. ¡Por Dios! —se horrorizó llevando las manos a su cabello—. ¿No sabes qué ella está saliendo con Aldo Lubo?
—Ella no está saliendo con él —contradije.
—Claro que sí —se enfadó por mi cinismo—. Lo vi en televisión, Lucas.
—Jimena, he pasado todas las noches en su departamento desde que llegué a la ciudad —le expliqué—. Sé de lo que hablo.
—Pero... —Ella titubeó al verme defenderme—. ¡Yo los emparejada! —protestó por romper su ilusión—. No puedes culparme, como yo hay centenares afuera. ¿Te has puesto a pensar qué va suceder cuándo se den cuenta que está saliendo contigo? —me interrogó preocupada. Era la primera vez que pensaba en ese detalle—. Mira, acomoda las ideas, Lucas. La gente piensa que ella tiene algo con Aldo después de ese vídeo, Aldo se la pasa hablando de Isabel en todas las entrevistas, ella dice que está enamorada... Aunque es cierto que no ha especificado de quién, pero todos damos por hecho que tienen un lío fuerte... Tú sobras...
—¿Gracias?
—No, no. No quiero decir que en verdad lo hagas —aclaró enseguida, alarmada por herir mi ego—. Es solo que el grupo que los sigue es intenso. Si te enteran que tú existes van a culparte de arruinarlos —reveló. Yo dudé de ese camino, era una reacción exagerada—. Y vamos, Lucas, no me juzgues por lo que voy a decirte, pero a ti te lo pueden perdonar... A ella no tan fácil.
En eso último tenía un porcentaje de razón. Aún así tenía esperanzas que la gente se olvidara del tema apenas el impacto de la canción disminuyera. No faltaba mucho para eso. Unas semanas. Si eramos cuidadosos se resolverían sin complicaciones. Además, aunque entendía el morbo que generaban las relaciones entre famosos la lógica me dictaba que no era un tema que tendría que levantar interés en las personas que no estaban en ese círculo.
—Nadie lo sabrá porque no hay manera de que se enteren —concluí para los dos. Jimena no lució convencida de mi argumento—. ¿Tú vas a guardarme el secreto?
Ella tomó un profundo respiro. Busqué su mirada oscura necesitando su ayuda. Mordió su labio reflexionando. Dudó un momento antes de asentir resignada. Pude tener mis reservas con su versión, pero tenía la corazonada que su bandera era la honestidad. Pareció regañarse a sí misma por su debilidad.
—Sí. Sabes que sí, Lucas —suspiró derrotada—. Por mí nadie lo sabrá. Solo cuídate.
—Gracias, Jimena. Algún día voy a pagártelo —le prometí agradecido.
Ella negó rindiéndose con una sonrisa sin creerme del todo. Lo haría. En ese momento no lo sabía, al igual que ignoraba todo lo que estaba por venir, pero tendría tiempo de pagar mi deuda.
¡Hola a todos!❤️
Muchísimas gracias a todas las personas que leen la historia y dejan sus hermosos comentarios. Les envío un enorme abrazo ❤️.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro