Capítulo 21 (Parte 1/2)
No le daría muchas vueltas al asunto. Había caído en un pozo por culpa de un tropiezo, independientemente de las intenciones, no quedaba de otra que salir por mi propio pie. Así que mentalizándome a terminar con la tarea de la mejor manera posible, conociendo que el tiempo se terminaba, a la mañana siguiente saqué del cajón una pila de directorios para dedicarme a buscar entre las interminables filas de números algún cliente que se diera un minuto para escucharme.
Hablar nunca fue mi fuerte, jamás me fue sencillo sostener conversaciones con desconocidos, menos cuando intentaba conseguir a favor algo a cambio, pero por mi propio bien tuve que olvidar ese detalle. Siendo honesto las primeras llamadas con personal que gozaban de amplia experiencia en la materia fueron desastrosas. Terribles. Para la tercera tenía fuertes deseos de que nadie contestara al otro lado de la línea porque cada respuesta era un recordatorio de lo lejos que estaba de la meta. Fue tener tan claro que era imposible igualar su habla y manera de refutar un argumento, lo que me permitió sentirme menos inseguro, con expectativas más alcanzables utilicé la única herramienta que poseía a mi favor. Renuncié a malos intentos de ser encantador o falso carisma, dejé que la claridad guiara mis palabras. No vendí imposibles que después tendría que volver realidad, ni inventé engaños que después pasarían facturas.
Debo confesar que después de una hora de repetir la misma idea, analizando en cada prueba las fallas e intentando pulirlas en el nuevo intento, empecé a sentirme más confiado de lo que ofrecía.
Había experiencias de todo tipo, desde las que estaban completamente negadas a oír un nuevo anuncio publicitario, los que disfrutaban con escuchar la música de espera por diez minutos hasta los que encontraban interesantes hacer preguntas solo para entretenerse después de una jornada aburrida. Sumergiéndome en un mar de gente logré hallar al menos una decena de personas amables, con las que concentré cinco reuniones para esa semana. Estaba convencido que era imposible tomar todas las posibilidades como éxitos, pero si conseguía un sí podía anotarlo como una victoria. Uno. No sabía cómo, pero conseguiría ese trato, me propuse optimista al observar el listado de oportunidades, decidido a demostrarme que podía lograrlo.
Román felicitó mi valentía por retar a Julián, creyendo que disfrutaba alterarle los nervios. Nada más lejos de la realidad, lo que me encomendó Don Ernesto no era más que ayudarlo, aunque por alguna extraña razón siempre pareciera lo contrario. Esperaba que un buen final con los negociantes lograra limar algunas asperezas, pero siendo plenamente consciente que eso sería pedir demasiado, y sin mucho interés de por medio, al menos aproveché que el tema me permitía tomarme ciertas libertades que en otras condiciones serían imposible.
Para las ocho de la noche salí de la oficina pensando divertido que al volver a escuchar el timbre de un teléfono arrojaría el celular por la ventana. Reflexionando en el camino, admiré a los que tenían que soportar ese labor todos los días.
Revisé en el ascensor la dirección que esa misma tarde apunté después del pasar de páginas. Estábamos a menos de quince minutos. «Quince minutos. Tenemos buen tiempo», pensé animado comprobándolo en mi celular. De igual manera no era la hora lo que me preocupaba, sino la respuesta que conocía de antemano. Era un no declarado, sin sorpresas, pero no podía darlo por sentado, me negaba a aceptar la negativa, antes de intentar cambiarla. Al menos eso era mi plan inicial hasta que observé el semblante cansado de Isabel al abrirme la puerta. Pronunció mi nombre entre un bostezo antes de halarme hacia ella para que le abrazara.
—Lucas, qué bueno es verte —dijo cerrando los ojos. Reí por una Isabel que encontró más favorecedor acostar su cabeza en mi pecho.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. Nada grave, Lucas, es raro, pero nada malo, últimamente tengo mucho sueño. Me lo dijo Lorenzo: te estás volviendo perezosa —se burló de sí misma sin darle importancia, se acomodó entre mis brazos—. Debe ser el estrés de ir a un lado a otro o cansancio. Ahora estoy trabajando en muchas cosas al mismo tiempo... —Pareció recordar un dato importante porque buscó mi mirada con una sonrisa—. Te tengo una sorpresa, pero aún no puedo decirte de qué se trata. Pronto, pronto. Tú se paciente.
—A mí siempre me toca ser paciente —alegué divertido, aunque pronto me arrepentí del uso de la acusación. Ella se encogió de hombros aceptando la culpa—. Por cierto, hoy quería proponerme algo nuevo —solté cuidadoso, sin deseos de presionarla, pero sin guardarlo en silencio. Ella alzó una de sus cejas negras.
—Uy, te pusiste atrevido, eh —bromeó juguetona. Negué con una media sonrisa—. Fuera de broma, suelta qué es, Lucas —me pidió impaciente. No dudé, esta vez lo diría me gustara o no la contestación.
—Estuve pensando en lo que me dijiste la otra noche —comencé.
—Digo muchas cosas cuando estoy contigo —me interrumpió alegre—. Tienes que ser más específico.
—Lo de la fiesta de disfraces —resolví directo, sin darle más vueltas—. Dijiste que sería este sábado, por lo que...
—Oh, Lucas, te acordaste —celebró sacudiéndome por los hombros. Reí en voz alta—. Quería decírtelo, pero esperaba tú lo hicieras primero. Creí que se te había olvidado. Ya sé, buscas que elijamos lo que llevaremos —dedujo acertando chasqueando los dedos.
—Sí. Eso mismo —reconocí feliz de que tomará tan bien la iniciativa. Había considerado que era una idea terrible teniendo en cuenta que no le gustaba exponerse en público, que rehuía de cualquier interacción, pero fue una agradable sorpresa que luciera tan entusiasmada. Me había preocupado en vano cuando el resultado había sido tan simple. Saqué del bolsillo de la camisa la nota—. Sabes, conseguí la ubicación de una tienda de disfraces cerca de aquí. Aún está abierta. Podemos ir a dar un vistazo.
Isabel fue borrando poco a poco la sonrisa hasta terminar en una expresión confundida, como si hablara en un idioma que le fuera imposible comprender. Pensábamos distinto. «Sí, ya decía yo que todo pintaba demasiado sencillo». Dio un paso atrás con la mirada en el suelo. Titubeó, alzando el mentón, pero al toparse con mi rostro hizo un mohín contrariado.
—Tú hablas de ir a la tienda... Ir hasta la tienda —repitió como si jamás hubiera escuchado semejante locura. Asentí levemente.
—Sí. Eso es lo que comúnmente se hace cuando se necesita comprar un artículo —bromeé con el deseo de aligerar la tensión que crecía entre nosotros. No funcionó. Ella quiso reír, pero fue un mal intento.
—Bueno, yo estaba pensando que podríamos encargarlos por teléfono. Ya sabes, para que lo entreguen aquí sin tener que salir de casa... —se sinceró dejando sobre la mesa otro plan. No era lo esperado, pero tampoco estaba mal. Ni siquiera me dio oportunidad de meditarlo—. Pero ir hasta allá también es buena idea —consideró en un murmullo—. Sí. Sí. Es buena. Me gusta.
—Isabel, es solo una propuesta —la frené tomándola de los hombros para que no aceptara solo para hacerme feliz. Quería que habláramos con sinceridad, sin tapujos. Yo, por ejemplo, planeaba decirle que entendía su negativa aunque eso no restaba que me decepcionara. Esperaba que ella me contara qué la detenía. Necesitaba saber qué sentía porque no podía leer su mente—. No tienes que decir que sí cuando no...
—Sí que quiero. Es solo que... —calló un instante, le dio un vistazo al balcón como si intentara hallar la respuesta escrita en la noche. Yo también busqué apoyo en el cielo, pero tal como siempre las egoístas estrellas guardaron las respuestas para ellas—. Dame diez minutos. Diez minutos, Lucas —me pidió regresándome su atención. No supe identificar el tono de su voz antes de que se soltara de mi agarre.
Quise decirle que no era necesario, pero no me dio tiempo de hablar antes de desaparecer corriendo por el angosto pasillo que terminaba en la puerta de su habitación que azotó con fuerza. Negué, preguntándome qué se traería entre manos, asomándome por el cristal que me separaba del balcón.
Me gustaba perderme en la vista de los edificios a los lejos, quizás porque había visto pocos antes de llegar a la capital. Daban la impresión que su altura los ayudaba a tocar el cielo, pero ninguno formaba parte de él. «Oportuna comparación, Lucas», me reprendí con una sonrisa. Era solo que el tiempo seguía avanzando y no podía olvidar que el mundo estaba afuera aunque por las noches pareciera que se concentraba en cuatro paredes. El departamento era un buen sitio, no podía presentar ninguna queja, pero no era suficiente para ser feliz. Tal vez era egoísta pedirle cosas que desde el principio sabía no se darían, animarla a saltar al otro lado, pero tampoco quería resignarme. Había una distancia enorme entre mantenerlo fuera del ojo público a esconderlo a toda costa, necesitaba saber en qué punto me encontraba.
Mis pensamientos se rompieran por el arrastre de unos pies a mi espalda, me giré distraído para encontrarme con una imagen que provocó más un par de expresiones, desde asombro, desconcierto hasta una inusual alegría. Isabel se acomodó en un reflejo la boina donde escondía su cabello negro.
—Ya conseguiste disfraz —la alegué sorprendido. De no ser porque la conocida de punta a punta no la hubiera reconocido con esa chamarra enorme gris que cambiaba por completo la complexión de su cuerpo—. Ahora solo falto yo.
—Cinsigisti disfriz —me arremedó jovial propinándome un golpe en el pecho. Terminó de ocultar un mechón revelador que escapó—. ¿Tú qué dices? ¿Sospecharías que se trata de la revoltosa de Isabel Bravo? —me cuestionó colocándose unos lentes oscuros que le cubrían buena parte de la cara. Unos pasos en reversa para darme otra perspectiva.
—Será difícil —admití estudiándola sus de arriba a bajo. Zapatos bajos, los pantalones holgados, las prendas algunas tallas extras para disimular su figura, su rostro libre de maquillaje. Solo encontré un par inconfundibles: su brillante sonrisa y el sendero de sus pecas que conocía de memoria.
—¿Y ahora? —volvió a preguntarme liberando algo oculto en su bolsillo antes de pegárselo cerca del labio.
—¿De dónde lo sacaste? —me reí al verla modelar un poblado bigote, de esos famosos para los desfiles de la revolución mexicana.
—Lucas hay gente que aprende un nuevo idioma, siembra árboles, escribe un libro o hace estupideces —enumeró risueña arrojándolo al sillón—. A mí se me da muy bien la última. Ahora... Ahora será mejor que nos vayamos —dictó deprisa tomándome desprevenido de la mano.
Quizás huía del arrepentimiento, de la sinceridad o la verdad. Era pronto para saberlo.
Lo hizo aún con un pie dentro del departamento. Lo noté porque su inseguridad traspasaba su respiración. Cerró despacio la puerta a su espalda, contempló por un largo rato la cerradura antes de meter la llave. Deslizó su mirada oscura por la madera como si temiera no encontrarla al regresar.
Isabel pegó un respingo asustada al sentir mi mano en su hombro. Le regalé una sonrisa cuando nuestras miradas se cruzaron. Tal vez más allá de rondar por las calles, lo que mantenía mi interés era que no deseaba seguir imaginando qué sentía. No era la puerta que daba afuera la que me interesaba.
—Debemos irnos —repitió volviendo al presente, aplastando el botón del elevador para bajar. Este atendió a su llamada a la brevedad dándole poco margen para echarse atrás. Un límite de tiempo corto para preguntarle qué sucedía. Necesitábamos hablar, porque el silencio podía protegerme un momento, pero no para siempre—. Lucas, Lucas, Lucas —me llamó contenta aplaudiendo para sacarme de mi mundo. Agité mi cabeza antes de percatarme que el espacio para ingresar cada vez era más estrecho—. Vas a tener que tomar las escaleras —se despidió con un ademán.
Sabía que no, al menos que en par de pasos estaría dentro. Unos rápidos que casi hicieron me la llevara de encuentro. Fue un buen consuelo oírla echarse a reír, la reconocí en ese sonido familiar. Nos miramos por un largo rato. Me concentré en la forma de sus labios, pero cuando me incliné para besarlos, Isabel volteó la cabeza a un lado, rechazándome.
Una sensación amarga nació entre los dos. Yo intentando asimilar la razón por la que Isabel evitaba verme a la cara, impedirme con sutileza que la tocara, hasta que caí en cuenta que el elevador se había detenido. Ella pareció hallar alivio en que la cercanía fuera menor porque se apartó para asomarse por la puertas. Saqué las llaves de mi chaqueta perdido en aquella novedosa reacción que hacía visible el muro que nos dividía.
El estacionamiento estaba desértico, tal como cuando llegué, con algunos automóviles estacionados en sus respectivos cajones, pero ni siquiera encontré al guardia de seguridad rondando por la zona. Isabel suspiró revisando ambos lados dejándose guiar hasta mi vehículo. Abrí la puerta de copiloto para que pudiera entrar, sin embargo, ella prefirió tomar por su cuenta los asientos traseros. Esa noche parecía no podíamos ponernos de acuerdo. No debatí, respeté su decisión, antes de revisar que no hubiera ningún curioso.
El interior me recibió con su habitual silencio interrumpido únicamente por la golpeteo intranquilo de su pie. Nerviosa mordió su labio, escaneando el área de un lado a otro.
—¿Lista? —le pregunté con una sonrisa. Ella recordó mi presencia imitando mi gesto débil. Un sí en voz baja escapó de sus labios. Asentí a sabiendas que el cualquier momento podría arrepentirse. Preparado para regresar cuando ella me lo pidiera.
Arranqué cuestionándome en qué terminaríamos. Saludé al guardia que estaba quedándose dormido. No levantamos sospechas por que me comporté igual que cada noche que abandonaba su departamento. Al final no había razón aparente para armar un escándalo. Un chico invitando a salir a una chica. Una acción repetida millones de veces en el mundo al día, con importancia únicamente para los involucrados, tan cotidiana que pasa desapercibida para el resto. Si esos involucrados no tuvieran tantos ojos siguiéndolos.
Conduje por un largo rato en silencio para alejarme del edificio hasta que se disipara cualquier indicio de duda. Siendo consciente que Isabel estaba insegura por nuestra partida aparqué a un costado de la avenida.
—Tal parece que todo salió... —celebré girándome. La frase quedó a medias al no encontrar su rostro a mi altura—. ¿Isabel?
—¡Aquí estoy! —celebró emocionada sentándose de golpe. Conservaría la duda de cuánto tiempo pasó acostada a lo largo del sillón porque rápido se enderezó—. Me aseguré que nadie pudiera notar que salí —apuntó optimista—. Sin testigos no hay noticia, Lucas.
—Buena idea, pero... ¿Qué haces? —le pregunté impresionado al verla sostenerse de los asientos antes de impulsarse para pasarse al asiento de copiloto haciéndome compañía al frente. La observé abrocharse el cinturón en cuestión de segundos—. Contigo hay que estar preparado para todo, ¿no?
No lo negó, lo defendió con su sonrisa que recobró de a poco su luz.
—¿Por qué me miras así? —se burló Isabel esperando retomara la marcha.
Apenas la escuché delineando los granos de canela esparcidas por el color de su piel. Distinguí con esfuerzo sus ojos tras el cristal oscuro, sabía que no debía quitárselo así me muriera por ver a través de ellos. Sonreímos. Era Isabel. La había conocido a Isabel cuando éramos apenas unos jóvenes, donde las emociones positivas vuelan en el aire, años después las presiones y problemas daban origen a nuevas sensaciones, que había que aprender a afrontar.
—Lucas...
—Es hora de conducir.
—Aún nos queda lo más difícil —me animó dándome una palmada en el hombro que sirvió de motivación para concentrarme en el camino luchando por mantenerme atento a pesar de lo fácil que podía distraerme con ella a mi lado.
La energía de Isabel fue menguando con el avance de los minutos hasta acabar en un silencio que permaneció durante el resto del camino hasta que divisamos la plaza comercial que habíamos venido a buscar.
Para nuestra mala suerte había más gente de la que imaginé, una buena parte de los locales estaban todavía abiertos y el estacionamiento se hallaba ocupado en su mayoría por familias o parejas que empezaban sus planes de fin de semana. Le sonreí a Isabel que mantenía su mirada fija en la nada, ajena a nuestro arribo.
—¿Quieres bajar? —le pregunté cuidadoso de no asustarla. Sus pupilas clavadas en el cristal delantero donde las luces proyectaban sus imagen callaron la respuesta. El sonido del seguro del cinturón la hizo buscar el origen.
Nuestras miradas se mantuvieron una en la otra, debatiendo quién sería el primero en hablar, descubriendo que sería imposible aclararlo sin palabras, por más doloroso que fuera lo que tendríamos que escuchar. Sus profundos ojos negros ahogándose en una emoción conocida.
—Perdóname, Lucas —susurró acercándose para que solo yo pudiera escucharla—. Yo... No podré. Lo siento, Lucas. No podré, juro que lo intenté. Juro que sí, me propuse no pensar, pero no puedo. Esto es más grande que yo. Perdóname.
—Tranquila —dije en voz baja tomándola de los hombros—. ¿Qué no vas a poder?
—Bajar del vehículo.
—No podrás bajar del vehículo... —repetí extrañado de que una acción tan simple pudiera torturarla.
—Yo sé que no puedes entenderme, pero... Sé que todo está adentro de mí... —se acusó desesperada—. Soy tan estúpida, me has traído hasta aquí, te he echo sentir mal y soy incapaz de salir del maldito auto porque no puedo parar de imaginar que alguien sabrá quién soy.
No supe qué decir.
—Van a darse cuenta, Lucas —me aseguró soltándose para restregarse las manos por el cuello. Respiró profundo—. Ellos siempre saben todo. No sé cómo lo hacen. Lo lograron cuando descubrieron que subí una talla extra y publicaron que estaba embarazada —escupió fastidiada. Recordaba esa nota, sobre todo porque Susana había corrido a contármelo—, o cuando consiguieron hacerme una mala fotografía en un evento deportivo—. Y por desgracia también esa página—. Para el viernes todos la habían compartido sin preguntarme qué tanta emoción me causaba que un tipo que no conocía se tocara viéndome. Y lo harán hoy también. Yo lo sé. Mañana aparecerá un título que va destrozarme, de otra manera, siempre saben cómo hacerlo.
—Isabel, mírame —le pedí sin forzarla. Isabel tomó un suspiro antes de ceder—. No tenías que decirme que sí cuando no querías. Esto no funciona de esa manera. ¿Por qué no me lo dijiste? —comenté empezando por lo más importante. Yo no podía cambiar aquellos hechos, por más que lo deseara.
—No, yo sí quería... Quería estuviéramos juntos... —calló echándola la cabeza atrás. Frunció los labios intentando retenerlo. Su respiración lenta fue lo único que rompió el interior—. Pero tengo miedo y eso me vuelve doblemente idiota.
—Miedo... —mencioné despacio, saboreando la amargura de esas familiares letras. Sentí la mirada en mi hombro, pero la mía permaneció dibujando el cuero del volante—. Me gustaría no entender cómo te sientes... ¿Recuerdas? Cuando te subiste por primera vez en un escenario dijiste que tenías miedo y con solo diecisiete años me pareció sencillo decirte lo que pensaba, unas palabras capaces de convencerte de que no había razones, porque honestamente creía que eras capaz de todo sin problemas. De conducir por horas, huir, pelear, hablar. Isabel ante mis ojos eras invencible. Ahora veo que me equivoqué —me sinceré con una débil sonrisa. Los labios de Isabel temblaron. Le dolía, a mí igual, aunque por razones distintas—. Idealicé a una muchacha, a la chica más valiente que había conocido hasta ese entonces —le conté como si hablara de otra persona. Pinté la imagen en mi cabeza de aquellas tardes—. Le pedí que se subiera a una tarima frente a un grupo de desconocidos y unos meses después que grabara un vídeo para otros. No hay razones para temer, Isabel, decía. Ahora... Ahora me sentiría incapaz de repetirlo.
—Te decepcioné al igual que todos —concluyó quebrándose.
—¿Por tener miedo? No, no lo hiciste. Jamás te pediría ser lo que yo espero, no esperaría algo que no puedes dar. Cuando era joven pensaba que un par de frases eran suficientes para cambiar el mundo, pero el mundo de afuera no es tan compasivo. No todo se resuelve tan fácil. Lleva su tiempo. Tienes que luchar todos los días para un buen final, la realidad no la ganan quien lo merece o desea más —mencioné reflexivo—. Isabel, yo creo en ti más que en nadie, pero entiendo tus temores. Los entiendo porque cuando uno crece los miedos son más profundos, no es sencillo despojarte de ellos. Nunca he rechazado ese sentimiento, jamás he querido fingir que no he estado cara a cara con él, ni me avergüenza aceptarlo. Lo vivo a diario, lo asumo porque es la manera de hacerle frente. Hoy al hacer un montón de llamadas a sabiendas que no tenía los recursos, preguntándome cómo terminaría la noche, por qué no me detuviste...
—¿Cómo salió lo de tu trabajo? ¿Conseguiste los números? —me interrumpió intrigada limpiando discretamente la mejilla. Sonreí.
—Bien. Con un directorio y catálogos telefónicos, como en la vieja escuela. Acordé algunas citas para la próxima semana. Voy a intentar hacerme con una firma —confesé. Ella dibujó por primera vez en lo que llevábamos de camino una sonrisa que llevaba su nombre.
—Yo sé que sí, Lucas. Te lo dije, vas a lograrlo.
—A veces lo que imaginamos, eso que está solo en nuestra cabeza, es mucho peor que la realidad —acepté para ambos. Ella observó el camino de las personas a través de la ventana. La noche oscura perdiendo ante los letreros luminosos que alumbraban sus rostros—. El miedo es natural, nadie puede librarse de él, pero enfrentarlo es lo que nos da el control de nuestras vidas, Isabel. No es fácil, pero sí necesario.
No intentaba obligarla a cambiar, solo que defendía mi creencia que cuando el temor tiene el mando la felicidad no tiene cabida. Es un dirigente egoísta. Lo sabía porque vivía muchas veces bajo su poder.
—Yo lo pondré en práctica. También sé que cada quien tiene su propio ritmo, Isabel —hablé al fin porque tampoco era quién para empujarla al vacío. Nadie conoce cuándo es el mejor momento, más que el que lo vive—. Volvamos a tu departamento... —propuse. Habíamos llegado lejos, sé que en gran parte su esfuerzo se debía a mí. Y aunque no podía evitar valorarlo, deseaba que lo hiciera por ella.
—No —me lo impidió tomándome de mi mano antes de ingresar la llave. Fue un cambio abrupto, pero quizás dentro de mí lo esperaba porque seguía creyendo que Isabel sabía saltar las cercas —. Voy a hacerlo —soltó de pronto tomando la manija.
—No tienes que...
—No. Es verdad. Voy a recuperar mi vida, Lucas —se propuso con esa carga de adrenalina mezcla de motivación y angustia que acelera el pulso, que te invita a correr riesgos. Dio un vistazo fugaz antes de abrir la puerta. El viento frío se coló al interior regresándome a la realidad—. Este es el primer paso —dictó determinada—. Por cierto, gracias por el impulso.
Sonreí orgulloso al verla cerrar y caminar hacia mi ventanilla para darle un pequeño golpe con sus nudillos. Una sonrisa que dijo más que un centenar de palabras. Lo haría muy bien, Isabel iba a recobrar su libertad. Yo, en cambio, estaba a punto de empezar a trazar la mía. No sabía si llegaría al final con ella, pero sí aprenderíamos en el mismo camino.
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