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Capítulo 20

Para este punto sobra decir que mi relación laboral con Julián era pésima, sin señales de mejora a futuro. Estaba seguro que contaba impaciente los días para que desapareciera de su vida y siendo honesto compartía el mismo deseo. Aún así, sin importar lo difícil que me fuera tratar con una persona, jamás sentí ningún tipo de placer al saber que la estaba pasando mal, ni siquiera cuando padeciera las consecuencias de sus actos.

Román me había advertido que ese día su carácter estaba en su peor estado, pero analizándolo, más que molesto se veía perturbado, algo le preocupaba. Supuse que debía ser grave porque ni siquiera nos echó del negocio como lo hacía siempre que cerraba las puertas para irse volando a casa. Debí aprovechar que su vida le estaba quitando concentración para escapar y ocuparme de la mía, pero le había prometido a Don Ernesto que le ayudaría y huir no era precisamente el concepto de ayuda que me habían enseñado.

Ignoré los consejos de Román de dejarlo solo, quizás para curiosear qué sucedía porque con Julián era mejor siempre andar un paso adelante. Lo encontré pensativo en su oficina, con una decena de papeles sobre su escritorio y la mirada perdida sobre la tinta. La puerta estaba abierta así que le di un toque para despertarlo y avisarle de mi intromisión.

—Ya nos vamos —le informé también para que después no encontrara queja. Él levantó la mirada sin escucharme. Asintió distraído. Hubiera sido más lógico que me arrojara una carpeta—. ¿Todo bien?

—Sí —mintió desganado. No pude evitar darle un vistazo el documento abierto que era el causante de su angustia. Las respuestas se aclararon al seguir los números que yo mismo había escrito.

—Oh, las cuentas —respondí identificando el informe que le había pasado esa misma tarde—. Sí, a las ventas les está costando levantarse.

—Todos los negocios empiezan igual —se defendió creyendo que lo estaba juzgando.

—Sí, es posible —le di la razón, sorprendiéndolo. Ocupé la silla libre—. Al final estamos en la misma posición, ninguno abrió un negocio antes, supongo que no podemos saberlo con seguridad. —Julián buscó cómo replicar, pero al notar que no era un ataque personal decidió hacer una mueca de aceptación—. ¿Sabes qué deberías hacer? Quizás buscar nuevos clientes en pequeños constructoras que se están abriendo paso en la ciudad —propuse una idea—. Yo sé que las grandes tienen sus proveedores establecidos, pero quizás sí buscas alianzas con las que comparten una misma posición encuentres nuevos interesados.

—¿Eres contador o administrador? No lo recuerdo —fingió olvidarlo.

—Contador —respondí. Tenía razón que no tenía experiencia en el área, pero oírla no le robaría nada—.  De igual manera solo fue una sugerencia. Un buen administrador me dijo que lo que no se mueve se estanca. Esperar que los demás nos descubran por arte de magia no me parece muy viable, tenemos que decirles que estamos aquí —repetí.

—Interesante... ¿Te lo dijo mi padre? —curioseó desconfiado llevándose una mano al mentón.

—No, es de mi boca, pero no me avergüenza decir de quién lo aprendí. Es generoso para enseñar, deberías aprovecharlo —comenté con sinceridad. Julián volvió a mostrarse insensible, aunque celebró haber acertado—. Tu padre no quiere ser tu rival, Julián, busca que seas mejor que él. No entiendo por qué te molesta que intente ayudarte.

—Entonces hazlo —escupió de mala gana.

—¿Qué?

—Consigue los clientes —aclaró, limpiándose las manos.

—Eso no es parte de mi trabajo —mencioné.

—Dar consejos tampoco y aquí estamos —contestó encogiéndose de hombros.

Llegué a mi límite. Intenté ser amable y paciente, pero conocía paredes con mayor entendimiento que ese tipo. Julián al final no era más que un crío de rabietas. 

—Es imposible razonar contigo —reconocí cansado, levantándome del asiento dispuesto a marcharme. Hastiado de su actitud caprichosa. Prefería que el barco se hundiera a escuchar a los demás. Entonces que así fuera—. Es una pena que Don Ernesto se equivocara contigo.

—Con los dos falló —alegó señalándonos—. También creyó que me harías cambiar de opinión.

—No, pensó que eras más inteligente, que en verdad te interesaba mantener esto a flote. Se sentirá muy decepcionado al darse cuenta que confiar en ti fue un error. No puedo entender qué ganarás si a cambio vas a defraudar a alguien importante.

Estaba más allá de mi razonamiento. Julián tenía un buen padre, uno que tenía altas expectativas sobre su desempeño. Pudo darle una palmada en la espalda y lanzarlo al vacío para que viviera su propia historia. Incluso cuando quizás ese era el camino correcto decidió ayudarlo tanto como sus capacidades le permitieran.

Quizás por eso no podía ponerme en sus zapatos. Era imposible dale un por qué. Si la vida fuera distinta y mi papá viviera me hubiera esforzado todos los días por hacerlo sentir orgulloso. Hubiera dado lo que fuera por escucharlo decírmelo, un segundo daría paz a esa herida que nunca sanaría por completo. Sabía que después de mis múltiples errores no era el hijo que merecía, pero todo lo bueno que lograba salvar se lo debía a él. Agité mi cabeza intentando no dejarme envolverme por el pasado, de nada servía lamentarse por posibilidades que no se darían. Aprender a vivir únicamente con su recuerdo era lo que me quedaba.

—¿Así le hablabas a mi padre? —se quejó porque no le gustaba le dijeran la verdad en la cara.

—No —negué despacio porque después de tres años laborando a su cargo jamás me hubiera sentido con el derecho de remarcar sus errores, como él tampoco lo hizo—. Don Ernesto se ganó mi respeto. Esa es la diferencia entre tú y él. Pretendes que te demos algo que no te has ganado. Ni Román, ni yo, ni nadie aquí te debe nada por ocupar un puesto superior.

Julián apretó los labios luchando por no gritar lo que su coraje le empujaba a soltarme. Endureció las facciones ante mi juicio. Preferí que me lo dijera de una buena vez por todas. Ya no me importó, si quería echarme que lo hiciera, mejor ahora que la lealtad a Don Ernesto aún lograba mantenerme callado. 

Dejó caer la pluma que traía en las manos sin quitarle la vista de encima. Siguió la carrera de su rodar por la madera y justo cuando pendía del filo la sujetó. Contempló las letras grabadas como si jamás hubiera reparado en ellas antes, aunque estaba seguro que una decena de veces se había sentido orgulloso de su apellido.

—Quizás tienes razón en que no me he ganado el privilegio que no me comparen con papá... —concedió sin emociones de por medio—. Y la idea que diste no es tan descabellada —admitió sin verme a la cara, concentrado en el recuento de gastos—. Y si a papá le funcionó, ¿por que a mí no? —Yo tenía un listado posible de respuestas que decidí ahorrarme. Guardó un minuto de silencio, dudando qué tan pertinente era exponer su plan—. ¿Tú podrías encargarte? Hablo de visitar los negocios. Parece que eres persuasivo.

Negué tajante porque esa palabra no me describía. Jamás había hecho tratos con nadie, más allá de Hugo hace años para que me prestara su cámara.

—No soy buen negociante —concluí, conociendo mis debilidades—. Lo mejor será que te encargues tú.

—¿A ti te parece que yo pueda convencer a alguien? —se burló de sí mismo con una risa amarga. No lo contradije porque honestamente ambos carecíamos de las características que uno esperaría de un vendedor—. Quizás papá no se equivocó contigo, llegó el momento de demostrarlo. Después de todo, tuvo que haber una razón para que él imaginara que tú podías ser de ayuda —expuso absorto en sus pensamientos. Don Ernesto no me había elegido porque creyera en mí, sino porque estaba desesperado en creer en su hijo. Entonces sacó a la luz la parte que sí había heredado de su padre—. Ah, por cierto, es una orden.

Cerré los ojos frustrado. «Eso te pasa por abrir la boca, Lucas», me quejé cuando las puertas del elevador se abrieron para darme la imagen del recibidor solitario. «¿Qué estabas pensando? Cumplir mi palabra con Don Ernesto. ¿Él va darte una mano ahora?».

Distraído toqué la puerta arrepintiéndome al instante. No debí ir a parar ahí a sabiendas estaba desgastado por mis problemas. Isabel no tenía la culpa de los líos en la oficina, ni de los desastres causados por mis arrebatos de valentía. Era consciente que yo no era la mejor compañía, pero tampoco quería recluirme en mi departamento. Mi mente lograba envolverme con asombrosa facilidad, necesitaba desconectarme de ese conflicto sino quería acabar toda la noche arrepintiéndome de lo que no debí hacer.

Isabel abrió la puerta con una enorme sonrisa que contrarrestó con mi expresión cansada. Ladeó la cabeza y me examinó con un mohín divertido en los labios. 

—¿Un mal día? —probó dando en el clavo. Yo siempre fui transparente.

—No.

—Eres un pésimo mentiroso, Lucas —dijo cogiéndome de la mano para adentrarme a su departamento. Todavía traía los tacones, que odiaba y veneraba con la misma pasión, por lo que di por hecho que llevaba poco de andar en casa. Haló de mi brazo hasta empujarme a la silla libre de la barra de la cocina—. Crisalda se acaba de ir, pero yo puedo intentarlo.

La seguí con la mirada viéndola lavarse las manos y colocando agua a calentar sobre la estufa. Quise preguntarle qué había hecho en su día, porque sus ojos maquillados gritaban que muchas cámaras la habían enfocado, que el trabajo también le había robado horas enteras. Había escuchado su nueva canción en el camino. Contemplé sus pasos cortos de un lado a otro sacando de las alacenas un par de contenedores. Una sonrisa involuntaria se pintó al admirar su lucha por alcanzar un bote que apenas rozaban sus dedos. Tomó una cuchara para tirarlo y atraparla al caer. «Es ingeniosa», reconocí. 

—¿Quieres contarme qué sucedió? —preguntó cuidadosa, volviendo su atención a mí.

—Discutí con mi jefe.

—Nooo. Por Dios, júramelo —exageró llevándose las manos al pecho. «Sí, se está convirtiendo en un mal hábito», admití sin orgullo. Isabel apagó la mecha para verter en una taza—. Ustedes están destinados a odiarse por el resto de sus vidas. Déjalo salir, Lucas. Tampoco eres un monstruo por imaginar lo grandioso que sería darle un puñetazo al tipo que te jode la existencia. Hasta es relajante —consideró juguetona cediéndome el té. Se lo agradecí con un débil sonrisa, no solamente por la bebida.

—Sí, supongo que no tendría nada de malo si no se lo hubiera dicho —murmuré para mí. Isabel alzó una ceja—. Ahora quiere que yo me ocupe de ganar los clientes para el negocio. Yo. Supongo que busca...

—¡Lucas, deberías alegrarte! Esa es una gran oportunidad —festejó emocionada inclinándose sobre la barra para clavar sus ojos negros en los míos—. Cuando te vi pensé que se trataba de una tragedia. Me asustaste.

—Yo no le veo lo maravilloso —mencioné porque no era una buena noticia, sino un reto imposible de alcanzar. Quería demostrar que él tenía razón recordándome mis limitaciones.

—Lucas, si consigues los clientes vas a callarle la boca de una vez por todas —apuntó victoriosa, adelantándose al triunfo sin pelear la primera batalla.

—Sí, también está la posibilidad que no lo haga...

—No seas pesimista. Tú eres muy capaz, Lucas. Estoy completamente segura que vas a lograrlo. Además, si te dio esa tarea es porque vio algo particular en ti —argumentó alegre ignorando que Julián no veía más allá de su nariz. Y que en lo que se refería en mí solo podía hallar defectos. 

—Eso fue porque le grité —le expliqué.

—Bueno, ahí está la solución. Grítale a los clientes, en una de esas te funciona con algunos —optó contenta. De no ser porque estaba convencido arruinaría lo poco que había avanzado hubiera encontrado la gracia en la sugerencia. Quedó en un mal intento de sonrisa—. Era una broma —se disculpó pensando que me había molestado. No, en realidad, estaba concentrado en otro tiempo.  Isabel se acercó para ocupar el asiento disponible a mi costado—. ¿Cuándo vas a verte como eres realmente, Lucas? —me preguntó cariñosa buscando mi mirada—. Deja de dudar de ti. Un minuto, un minuto olvida lo que quisieras hacer y mira todo lo que tienes en tus manos. Muchas de las cosas malas que te preocupan viven aquí —dijo tocándome la sien. Debía darle la razón que me preocupaba más allá de lo recomendado. No podía controlarlo, por eso valoraba tanto cada momento de paz—. ¿Quieres que te diga lo que yo veo cada que cruzas la puerta? —No esperó respuesta—. A un hombre con un enorme corazón capaz de buscar el bien de todos, generoso para quien necesita ayuda e inteligente para dársela.

Estudié sus ojos que gritaban lo que habitaba dentro de ella. Una extraña sensación me invadió al escucharla hablar de esa manera.

—La Isabel que conocía nunca hubiera dicho eso —mencioné recordando a esa chiquilla que pocas veces se detenía a dar largos consuelos. Isabel suspiró nostálgica asintiendo. Habíamos cambiado. Y aunque jamás se lo diría me gustaba que ahora no solo fuera una alegría oírla hablar sino presenciar que podía escucharme.

—Sí —aceptó con una media sonrisa—. De hecho ella te hubiera besado apenas apareciste. Pienso hacerlo, eh, pero puedo besarte toda la vida y quiero decirte esto ahora. Lucas, sé que tú no lo ves así porque piensas que vas a fallar, pero estás dando un gran paso. Es momento que reconozcan tu trabajo. Tú eres el primero que debes hacerlo —repitió lo que venía diciéndome desde que nos topamos.

—No sé —confesé con total libertad—. ¿Qué si tiene razón al final?

—No pasaría nada. Estoy segura que no serías el primero, ni el último. Si es tan fácil, ¿por qué no lo hace él? La vida de nadie pende de un hilo. ¿Qué es lo peor que podría pasarte? Imagina el peor escenario —me animó convencida que tenía un buen punto—. Que te despidan. Hay muchas más empresas que van a valorar lo que tú les ofreces. Tómalo como un último salto —defendió apasionada—. Te dan lo que mereces o buscas otro sitio. En las dos ganas.

—Siempre haces ver que todo es tan fácil —la acusé sintiéndome un poco menos abrumado. Como si visitar una ciudad desconocido, tomar una nueva responsabilidad laboral, luchar por una relación fuera de las reglas comunes, ganarle a un nuevo negocio que arriba al pueblo, luchar contra el pasado, perdonar, sonreír, fuera cosa de todos los días.

—Lucas, si confiaras en ti la mitad de lo que yo lo hago lograrías tantas cosas. Estás destinado a algo más grande —predijo equivocada. Isabel veía a un Lucas sin errores, capaz de conquistar todo lo que se propusiera, sin conocer la parte plagada de fallas que habitaba en mí. Quizás intentaba ignorarla, pero cuando las vives es imposible hacerte el ciego—. Date permiso de vivirlo.

Y aunque sabía que sus palabras eran provocadas por un sentimiento irracional quise creerle. Quizás era momento de soltar el freno de mano, ese que mantenía sostenido por miedo a no caer por el barranco, pero que también me impedía avanzar.

El caos de la ciudad que nunca dormía se coló por la rendija abierta de la ventana. Hace un buen rato que los claxon de los vehículos habían cesado, pero su eco seguía retumbando entre las paredes de la silenciosa habitación. 

—¿No quieres quedarte a dormir? Ya es tarde, Lucas —dijo adormilada. Sonreí al contemplar su lucha por mantener sus ojos abiertos o dejarse vencer por el sueño.

—Mañana tengo que trabajar —nos recordé abotonándome los puños de la camisa al borde del colchón.

—Cuídate, Lucas. Llámame apenas llegues, por favor.

Siempre me pedía lo mismo.

—Eso haré. Tú descansa —le dije conociendo lo que le costaba conciliar el sueño. Esperaba que aprovechara la fatiga para tener una buena noche de descanso. Si no fuera porque debía volver a casa me hubiera quedado a hacerle compañía, yo también estaba agotado.

Por suerte en la madrugada no había mucho tráfico. Estaría en mi departamento en un momento.

Ella asintió somnolienta abrazándose a la almohada. Observé la piel que la sábana dejaba al descubierto. No resistí la tentación de darle un beso en su espalda desnuda, ella se echó a reír mientras ascendían por su columna. Su risa llenó el cuarto antes de girarse para darme un golpe en el hombro. Sonreí fascinado por verla tan feliz antes de que me abrazara y me regalara un beso que me tentó volver a meterme en la cama con ella.

Haciendo uso de todas mis fuerzas me separé para seguir arreglándome para regresar. Me esperaba una semana complicada con un centenar de problemas. «No puedes estar todo el día acostándote con Isabel, Lucas», me repetí mientras me ponía lo zapatos. «¿Y por qué no?»

—¿Qué te resulta gracioso? —curioseó Isabel al escucharme reír solo.

—Nada.

—Sí, claro, nada —dudó entrecerrando los ojos. Yo conversé la sonrisa, pero no le dio pista—. Lucas, antes de que te vayas debo decirte algo importante —interrumpió cuando estuve a punto de ponerme de pie, cogiéndome de la mano para volver a ocupar mi sitio. Reí porque para ser tan delgada tenía bastante fuerza—. Quería decírtelo antes, pero no me diste tiempo ni de hablar —me acusó con una sonrisa traviesa. Aceptaba la culpa, en mi defensa media semana se me había hecho eterna aguantando los deseos para volver a estar con ella—. Lucas, ponme atención —me regañó con una risa soñadora, despertándome—. ¿Me vas a dejar hablar o no?

—No te estoy detendiendo  —me defendí alzando las manos.

—Me estás mirando de la manera en que no me debes mirar mientras te hablo.

—¿Existe una manera en la que no  debo mirarte mientras hablas? —repetí divertido.

—Sí.

—No entiendo cuál sería la diferencia.

—Lucas...

—Sí, perdón, ¿qué sucede? —cuestioné hablando en serio.

—Quería decirte que enteré que habrá una fiesta en un bar en el centro de la ciudad. Me lo ha dicho Lorenzo esta mañana —me contó entusiasmada. No compartí la emoción reflexionando un detalle.

—¿Lorenzo?

—Sí, creo que está intentando arreglarlo después de como se comportó el primer día —supuso confiada—. Debe querrer que esté contenta porque ahora estoy produciendo dinero que él va a cobrar. No pienso que se trate de nada malo, si algo sucede le afectaría a él también.

Yo no estaba tan seguro de ese argumento, sin embargo, preferí guardármelo para no romperle su ilusión. Ella lo conocía mejor. Además, había cierta razón en que sería ilógico que Lorenzo buscara meterla en problemas. Yo estaba siendo un poco paranoico.

—Creí que no te gustaba te reconocieran por la calle —comenté.

—Lo sé, pero eso es lo mejor de todo... ¡Es una fiesta de disfraces! —soltó eufórica—. Nadie se dará cuenta que soy yo, ni tiene porque reconocerme. ¿No es fantástico, Lucas?

—Suena a que lo será —reconocí con una sonrisa. Esperaba la pasara bien—,  aunque nunca he ido a una fiesta de disfraces.

—Ni yo. Estoy muy emocionada. Llevo años sin ir a fiesta, las que me obligan por trabajo no cuentan —aclaró haciendo una mueca de desagrado—. Aquí sí podré hacer lo que se me cante en gana. ¿Quieres venir conmigo? —me preguntó llegando al punto.

—¿Quieres que lo haga?

—No, en realidad esperaba que me dijeras que sí para contestarle que te consiguieras tu propia fiesta porque no estabas invitado —mencionó  juguetona—. Sabes que sí, Lucas. ¿Quieres acompañarme? —insistió mordiéndose el labio.

Yo me lo pensé porque no había considerado salir con Isabel pronto, pero no era nada fuera de lo común.

—Tú. Yo. Una fiesta —reflexioné—. Suena bien —admití con una sonrisa antes de que Isabel me abrazara con tal efusividad que casi me tiró de la cama. Reí entre sus brazos por el agradecimiento ante un hecho tan sencillo.

«Es una simple fiesta, Lucas, ¿qué sería lo peor que podría pasar?», me animé ante las tontas dudas. Las respuestas estaban a punto de sorprenderme.

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