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Capítulo 19 (Maratón 2/2)

Observé el peluche azul sobre una de las canastas que acomodaban sobre la mesa plegable. No necesitaba más explicaciones con ese detalle, la mayoría de las dudas estaban resueltas, pero agradecí que fuera él mismo quien preguntara por mí. Debo admitir que las caras de algunos desconocidos fue memorable cuando me entregó el regalo en mis manos. No tengo idea qué novela se inventaron, pero no resultó más interesante que leer la nota que colgaba de una de las aletas del pez.

¡Hola! Esta es una pequeña Dory para que te haga compañía. Me enteré que ahora estás un poco enferma, así que pensé que quizás una amiga sería una gran cómplice, después de todo Dory ya demostró que puede hacer cualquier viaje más fácil. Recúperate y échale muchas ganas. Verás como pronto todo sale bien. Un abrazo del tamaño del mar.
Lucas 

No escondí una sonrisa, sin saber qué me causaba más extrañeza: el gesto de Isabel, lo que envió en las canastas o que de verdad pensara que alguien creería que fui yo quién escribió esa nota cuando el estilo y la caligrafía eran totalmente diferentes.

Aún así los detalles sobraban cuando los hechos hablaban por sí solos. Tal vez Isabel no estaba a mi lado físicamente, quizás andaría en los límites de la ciudad o en una entidad vecina, era probable ni siquiera la viera esa noche, pero sonreí al sentirla más cerca que nunca, porque aunque cada quien dio algo diferente de sí mismo al observar las sonrisas de las personas sentí que habíamos formamos un todo.

No podía culpar a Julián de mi mala suerte al salir temprano justo la semana que Isabel tenía que trabajar, supongo de haberlo sabido lo hubiera hecho con mayor alegría, pero decidí no darle más motivos para creer que me estaba haciendo un favor. Dejando eso de lado no fue tan desastroso porque tomé la propuesta de dedicar mi tiempo libre en una actividad que me diera un beneficio personal.

Al final mi voluntad quedó entorpecida a causa del clima y terminé aguardando en una cafetería cuando el ligero chubasco arreció. Decidí que sería más inteligente meditar dentro de la calidez del establecimiento que unas calles que desconocía. Era un negocio pequeño y modesto, con un toque hogareño entre sus paredes que me hizo sentir menos ajeno. Me gustaban esa clase de sitio, tranquilos y con gente amable atendiendo a cualquiera que cruzara la puerta. El ambiente era agradable, perfecto para charlar o reflexionar en solitario. La música de una radio sonaba apenas para que acompañara las voces de sus clientes.

Después de escuchar cada noche, en contra de mi voluntad, las mismas canciones en mi departamento fue un regalo el cambio.

Ocupé una de las mesas cerca del ventanal para observar la lluvia caer mientras esperaba mi pedido. Le di un vistazo a las pocas personas que ocupaban los lugares. La mayoría tenían el cabello mojado o una sonrisa en los labios, al final todos compartíamos que la tempestad o la felicidad nos había tomado por sorpresa.

Olvidé el caer de la gotas por el sabor del chocolate humeante que encantó mis sentidos recordándome a casa. No tenían nada que envidiarle a las grandes cadenas. Me puse de tan buen humor al probarlo que sentí la motivación para  abrir mi maletín y rebuscar entre las cosas un lápiz y una libreta a la que estuve a punto de arrancarle una hoja. Negué con una sonrisa alejando unos centímetros al causante de mi última sorpresa, observándolo desde otra perspectiva para dar con detalles. Sin pretensiones, ni deseos de impresionar a nadie, olvidando las reglas, mis críticas o las ajenas, analicé las sombras y la luz, esa dualidad que me había quebrado la cabeza desde joven, intentando empezar de cero. La punta de grafito se deslizó por el papel con el murmullo del cielo de fondo. Nada artístico, sin expectativas de ganar un solo peso o opinión positiva, solo por darme la libertad de cumplir ese impulso.

Me sorprendí riendo de mi propio mal intento. Contradictorio que me avergonzara mi falta de técnica, pero que me importara más en la felicidad creciente e inexplicable de haber dado ese pequeño paso. Un Lucas más ligero con unos gramos más de optimismo y esperanza.

El vapor, que hace tiempo había desaparecido en la realidad, ascendió despacio y sin aviso perforando la nube sobre mi cabeza, devolviéndome una sensación extraña de satisfacción en los pequeños placeres. Transformándome de a poco como el cielo, donde después de cada tormenta siempre asoma un rayo de luz, dar un arriesgado salto sin moverte un centímetro, recordar que el mundo te necesita con la misma fuerza que tú a él.

Tal vez era una tontería, pero la visita al hospital me había dotado de nuevo de esa humanidad que la rutina arrebata, sintiéndome agradecido por el simple hecho de dibujar seguro bajo la tormenta, con la extraña corazonada que empezaba una fuerte dentro de mí.

—Lucas, no sabes las ganas que tenía de verte —me saludó Isabel al abrir la puerta. Estaba descalza, pero aún llevaba puesto ropa que contrastaba con la que andaba por el departamento por lo que supuse que no llevaría mucho de haber llegado. Ni siquiera me dio tiempo de responderle antes de que brazos se enredaran detrás de mi cuello para atraer su boca a la suya dándome un corto beso—. Estoy muerta, no literalmente, no creas que estás cometiendo un delito —bromeó divertida. Su rostro lucía cansado, pero su humor estaba intacto. Nos sonreímos—. Dios mío, voy a tener que poner un escalón aquí para la próxima —dijo con un suspiro dejando descansar sus pies que intentaban ponerse a mi altura.

—Es una idea buena —dicté imitando su sonrisa—, aunque tengo otra mejor.

Isabel me miró sin comprender antes de soltar una risa cuando la sorprendí alzándola del suelo abrazándola de la cintura. No supe qué me gustó más, si la felicidad que brotó entre nosotros o la mirada que compartimos en silencio que anticipó un beso que despejó cualquier indicio de agotamiento. Sus dedos aferradas a mis hombros ascendieron por mi cuello hasta acunar mi rostro. Adoraba muchas cosas de Isabel, pero que fácil era perder la cabeza por sus besos. Nunca entendería cómo lograba que me olvidara del mundo cuando su boca se encontraba con la mía, transformando un beso tierno en apasionado en un suspiro. 

—¿Me contarás que tal estuvo tu día? —me preguntó divertida cuando sus pies tocaron de nuevo el piso. Sonreí sin apartarle la mirada.

—Bien, diría que más que bien —respondí recargado de buena actitud porque había sido un buen día para mí—. Pero supongo que tú debes saber una parte, al menos la del hospital. —Isabel apretó los labios conduciéndome al sofá—. Te adelanto que entregué tu regalo, aunque tuve que decir que era de una amiga que había decidido usar mi nombre.

—Maldita usurpadora —se burló fingiendo indignación—. Ahora entiendo a Gaby Spanic.

—¿Por que no me dijiste que pensabas enviar comida al hospital? —curioseé. Isabel se lo pensó un segundo como si estuviera buscando cómo explicarse.

—¿Estás molesto por eso? —dudó mirándome a lo alto al sentarse. Me pensé si tenía motivos antes de imitarla.

—No, pero solo que me sorprendió enterarme en ese momento, justo cuando empezaron a buscarme. Creí que aparecerías —le confesé porque por un instante consideré que no sería negativo para ella, después de todo era una buena acción.

—Lo siento, es solo que si te lo contaba tendríamos esta conversación antes y era posible que me venciera la tentación y fuera de última hora. Y quería estar, de alguna manera. Lo importante es que todo salió bien —me recordó optimista palmeando mi mano—. ¿Les gustaron las donas de chocolate? Ya las había encargado cuando recordé que muchos podían ser diabéticos —mencionó sin mucho orgullo. Escondí una sonrisa—, así que después se me ocurrió lo de la sopa.

—A la gente le encantó, te lo hubieran agradecido de saber que fue por ti.

—Lucas... —suspiró ante mi insistencia. Solo quería saber qué tenía de malo—. No quería que lo supieran. ¿Para qué? ¿Para que los medios piensen que es una estrategia para impulsar el nuevo sencillo? Y convertir el acto puro de tu compañero en un circo mediático. Yo creo que no —dictó tajante—. Mi nombre no tenía que sonar, era su acción, la que nació sin ninguno interés detrás. Considero mucho más valioso lo que ustedes hicieron, estar ahí presentes y escucharlos. Mejor háblame de cómo te fue a ti, ¿conociste a muchas personas?

—Había mucha gente, sí —acepté. Me recargué en el respaldo para descansar del ajetreo del día—. No pude quedarme todo el tiempo que quise porque tenía que volver a trabajar. Me sentí un poco mal al inicio, no sé, supongo que ver a gente sufrir siempre me pega duro. Al final creo que logré procesarlo mejor —reconocí porque a esa hora la carga había desaparecido en medida—, me gustaría volver a hacerlo.

—Sería genial, Lucas —dijo contenta. Le di un vistazo, sus ojos dictaban que hablaba con honestidad. Me alegró saber que apoyaba la idea, no solo que intentaba entenderla sino que encontraba la misma afinidad en el plan—. Dime cuándo y en qué puedo ayudarte. Y a la próxima podríamos llevar pastel y tamales.

—Va faltar solo que saques la piñata y armamos una fiesta —bromeé ganándome una reprendida de Isabel que no halló gracia en el chiste—. Muchas gracias, Isabel.

—No digas ya nada —me calló restándole importancia con una auténtica sonrisa—. Y lo digo en serio, tú solo dime el día para...

Más no la dejé terminar capturando su boca entre la mía, siendo incapaz de expresar con palabras lo que mi corazón sentía por ella. El agradecimiento porque me apoyara, la sinceridad con la que sentía me escuchaba e intentaba unirse a mis ideas. Soltó un suspiro cuando nos separamos para recuperar el aliento. Compartimos una mirada profunda mientras con sus dedos acariciaba mis labios despacio como si intentara memorizarlos. Quise hablar, sin saber qué diría, pero Isabel volvió a impulsarse, yo también consideré que podíamos charlar después ansioso por volver a sentir sus labios, por un beso que nunca llegó.

—¿Y esto? ¿Me estás engañando con un lápiz, Lucas? —añadió divertida frotando su pulgar contra mi mejilla.

—Ah, eso —recordé—. No. La realidad es que volví a dibujar —le expliqué tallándome para borrar los rastros. Casi me caí hacia un lado cuando Isabel me zarandeó emocionada del brazo.

—¿Lo dices en serio? Oh, Lucas, eso es genial —me felicitó más feliz que yo mismo. Sus ojos brillaron con ilusión provocándome una sonrisa—. ¿Trajiste tus dibujos?

—No. Los dejé en mi vehículo —conté para ser más específico, eso le devolvió la alegría. Se levantó de un salto para ofrecerme su mano y tirar con fuerza de mí para ponernos de pie. Extrañé el sofá y me sorprendí de su fuerza. 

—Quiero mostrarte un nuevo lugar, Lucas. Lo amarás —prometió sin imaginar de qué podría tratarse, lo cerca que estábamos de él.

El estacionamiento me recibió con su habitual silencio mientras liberaba mi maletín del asiento de copiloto. Comprobé que estuviera en el interior la libreta y para no echarme otra vuelta decidí ver por propios ojos el dibujo que estaba pintado en la última hoja. Ya no me parecía tan rescatable y al repensar que alguien más lo observaría comenzó a sacar el lado crítico que intentaba mantener al margen. Agité la cabeza alejando esos pensamientos, Isabel no me juzgaría, por eso siempre me sentía tan libre a su lado.

Cerré la puerta aún distraído en la imagen cuando escuché el claxon de un automóvil que giró para acomodarse en el bloque libre al costado del mío. Por acciones así sucedían los accidentes. No escondí la molestia ante la innecesaria acción del hombre que le importó un bledo. Negué viéndolo seguir indiferente en su mundo mientras yo decidí no hacer el lío más grande y volver con Isabel que había quedado de esperarme en la recepción.

Usé por primera vez la entrada a las escaleras porque contaba con un pasillo que conectaba la parte delantera y trasera del edificio. Encontré a Isabel recargada en la pared, con los brazos a la espalda, al lado del escritorio. El anciano que ocupaba la silla al frente le hacía preguntas sobre su trabajo, pero ella sabía cambiar el rumbo con más cuestiones. Al final parecía una entrevista para él, quien me observó curioso cuando Isabel se despidió de él para acercarse a mí.

—¿Me dejarás verlos? —me preguntó traviesa. Quise sacar la libreta que tenía bajo el brazo, pero ella me frenó regresándola a su lugar—. No, no. Primero yo te muestro la sorpresa...

—Hola, preciosa. ¿Qué haciendo por aquí tan noche? —Escuché a mi espalda en una voz desconocida.

Isabel se asomó a mi costado para ver de quién se trataba y me di la vuelta para no arruinar su campo de visión y mejorar el mío. Hallé al mismo hombre del estacionamiento, con lentes oscuros y las manos ocultas en los bolsillos.

—Estaba por mostrarle a Lucas una de las creaciones de Kathia —le respondió, sorprendiéndome por su familiar trato. Ni siquiera asomó una pizca de desconfianza en su rostro. Yo me sentí un poco fuera de lugar.

—El tipo que andaba en las nubes —me reconoció como si casi arrollar a alguien fuera divertido—. Cuidado, si siempre eres tan despistado no vas a durar mucho.

—También estaría bien no conducir a alta velocidad en un estacionamiento —me atreví a comentar porque si no me mataba a mí sería a alguien más.

—Brandon... —le regañó molesta Isabel. Supongo que no evité el asombro en la confianza con la que le habló porque Isabel decidió añadir ante el desconcierto—. Lucas, él es Brandon Faeth.

Aquella respuesta no me decía nada, de hecho mantenía el asunto igual de confuso. Había escuchado ese nombre, pero en ese momento me fue imposible recordar dónde, sobre todo porque me hacía tanto de ruido la manera en que él la miraba.

—Es dueño del penthouse —me susurró al oído. Este se echó a reír porque había escuchado, era posible que hasta el hombre a tres metros a nuestra espalda lo hiciera.

—El único éxito que me has reconocido es mi departamento —la acusó. Por la manera en que le hablaba seguro se lo había enseñado personalmente—. Pásate cuando quieras, preciosa, e invita a tu novio. ¿Lucas, no? —Asentí distraído. Me ofreció su mano, la tomé porque no encontré razones para negarme—. También únete —propuso. Aunque me hubiera querido describirlo como un petardo la verdad es que invitación sonó amistosa—. Tengan buena noche.

—Sí, vamos, Lucas —contestó ella sin darle más atención. 

—¿Son amigos? —No contuve las ganas de preguntárselo cuando ella entrelazó sus dedos con los míos. No quería quedarme con esa molesta duda.

—Amigo no diría, nadie que me gane el penthouse puede llamarse amigo mío, pero sí, digamos que es lo más cercano a uno.

—¿No te preocupa que nos vea juntos? —la cuestioné sin saber la intención de mi propia duda. Intenté ser más exacto conmigo mismo—. Es decir, dijiste que nadie puede saberlo.

—Sí, pero él no es cuidado —respondió con sencillez guiándome por el pasillo. Hizo un ademán con su mano para que no me preocupara—. Es un tonto.

—¿Uno como Lorenzo Naira?

Había usado esas mismas palabras para describirlo. Isabel frenó en seco justo a una puerta de cristal, ni siquiera contemplé lo que estaba del otro lado más ocupado en su expresión. Ladeó la cabeza analizándolo. 

—No. Otra clase de tontos, de los que te puedes fiar. Tú tranquilo, no va a decir nada, lo conozco desde hace años, es discreto. Además, le he copio algunas técnicas en esta profesión —justificó con una tranquilidad que no compartí, honestamente sin razones.

Quizás porque no quería aceptar que no eran más que absurdos celos. No recordaba si su nombre se debía a que habían aparecido juntos o venía de otra memoria que no apareció en mi cabeza en el momento proceso. Supongo que realmente la inseguridad recaía más en mí que en ella porque hablando con la verdad Isabel no le había dado ninguna señal para que dudara, todo lo contrario, me había reconocido como su novio por primera vez cuando ni siquiera habíamos usado el término entre nosotros y su agarre no se había aligerado, todo lo contrario, sus dedos me habían rozado con cariño.

Alejé esos pensamientos ridículos enterrándolos para perderme en su imagen empujando la puerta que resguardaba un secreto. Quise culpar a la brisa nocturna de congelarme los huesos, pero mentiría.

—Solo hay un lugar más bonito que el penthouse, es este sitio —murmuró Isabel. La miré sobre el hombre sin encontrar las palabras. Soltó una risa en voz baja al ver que salía de mi asombro.

Nunca imaginé que hubiera un sitio parecido en medio de la ciudad, justo unos pisos debajo del departamento que había frecuentado tantas noches. Era un espacio reducido de apenas unos metros colmado de decenas de plantas que ocupaban cada pequeño rincón, algunos brotando de la tierra, el resto haciendo su lucha por destacar en sus macetas caoba. Siendo un ignorante de la jardinería no logré identificar ni la mitad de nombre de las especies, pero el verde que grita la vida inundó mi visión. Todo estaba tan vivo que te contagiaba. Encantado por el panorama seguí el camino de una enredadera que ascendía como si intentara proclamar a los extraños la belleza que se escondía entre esas bardas por la pared a la espalda del único árbol. Imponente con algunas estrellas entre sus hojas. De una de sus ramas colgaba un columpio de mimbre. 

—Kathia es la mujer que se encarga de cuidarlo, lo ama con toda su alma, le dedica su vida. Y es tan buena que permite que lo visitemos. Es mi lugar favorito en la capital, venía todas las noches así que me dio autorización de comprar el columpio —me platicó despabilándome de a poco. Asentí siguiéndola cuidadoso para no maltratar nada ni por accidente—. Lo siento, Lucas, solo se puede uno —me avisó colocando sus manos en mi pecho. Reí a carcajadas porque no pensaba subirme con ella, se rompería el pobre árbol en dos. Tomé una bocanada de aire fresco—. Pensé que podrías inspirarte para uno de tus cuadros —opinó soñadora, con ese aire esperanzador que me gustaba tanto.

Había algo mágico en ese jardín. Quizás era la manera en que el viento mecía las hojas, el murmullo de la ciudad que parecía estar a miles de kilómetros opacado por el roce de las plantas o la felicidad que me llenó cuando me desconecté de las preocupaciones sentándome en el suelo para perderme en las líneas que mis manos trazaban sin prisas sobre el papel. Fue como si el mundo me diera un respiro, un espacio donde las preocupaciones no te alcanzaban, donde la dicha resultaba tan sencilla que bastaba con lo que la misma vida te regalaba. Lejos de los automóviles de miles de pesos en el estacionamiento, ni en los muebles costosos que adornaban departamentos vacíos o la ropa de marca que lucirían en revistas que después terminaríamos en la basura. Una profunda tranquilidad que llenaba de calma el corazón. Los minutos se escaparon entre mis dedos como las hojas largas del dibujo que intenté recrear con esfuerzo. «Necesitaba seguir practicando», me dije considerando algunos cambios.

Le di un vistazo a Isabel que se había mantenido en silencio en su columpio, entretenida en una hoja que me pidió antes de pintar entre garabatos un intento de árbol. Debo admitir que me recordó a esos dibujos de estudiantes de primaria, pero aún así no pude evitar sonreírle sin importar que no me viera. Quería grabarme su figura de punta a punta porque era una de las imágenes que más emociones provocó en mí. Y es que Isabel tenía la capacidad de robarme el aliento, pero aquella noche con esa sonrisa riéndose de su propio boceto, esperando paciente, le entregué un trozo de mi corazón, como sentía ella lo hacía conmigo manteniéndose a mi lado así me convirtiera en el tipo más aburrido del mundo. Sin exigirme grandes conversaciones, ni respuestas a cientos de preguntas, respetando esa necesidad de estar conmigo de vez en cuando, a ese tiempo que la soledad me pedía su cuota. Dejándome entrar en mi realidad sin apartarme de la de ella. Y eso para mí, que me había costado mucho relacionarme con la gente porque siempre llegaba un punto en el que no sabía qué decir, que quizás nunca había perdido el miedo al pasado de quedarme solo como hace unos años, significó mucho.

No sé cuánto tipo duré perdido en su rostro hasta que ella me atrapó espiando su gesto. Me miró desde arriba, donde estaba casi recostada, para curiosear en mi trabajo. Quise besar su sonrisa.

—Lucas, te ha quedado precioso —mintió porque no era la gran cosa, pero acepté esa mentira con gusto—. De verdad que sí, ¿me lo vas a regalar? —me cuestionó sonando a petición.

—¿Como los otros dos? —curioseé porque cualquier esbozo torpe lo guardaba para ella, como si valieran la pena.

Isabel me sonrió encogiéndose de hombros. Firmé en una esquina, porque no me dejaba cederle ninguno sin mi nombre, antes de entregárselo. Isabel se deslizó en su asiento, extendió sus brazos a lo alto para contemplarlo con el cielo de fondo. Era tan feliz que sentí que las estrellas brillaron más esa noche mientras sus dedos acariciaban los trazos.

Qué importaba el final. Volvería a viajar a otra ciudad por la oportunidad por vivir ese instante, como si no me faltara nada, tan afortunado que mi corazón se agitó en mi pecho. Compartimos uno de los momentos más íntimos desde que nos conocimos sin ni siquiera tocarnos.  

—Me encanta, es mi favorito hasta ahora. Si lo miras bien parece que puede moverse. ¿Tú también lo notas, Lucas? —comentó en un susurro. Mi sonrisa creció al escucharla, terminé besando el lunar en su hombro. Se giró a un costado para encontrarse con mi mirada que detectó un brillo peculiar en sus ojos negros—.  Me gusta tanto que se me acaba de ocurrir una idea perfecta para él.

¡Hola a todos! Agradecimientos de corazón a todas las personas que leen esta historia, de verdad gracias por todos sus comentarios. Gracias a todos los que la recomiendan en sus redes sociales, los que leen las actualizaciones sin falta. Mil gracias ♥️♥️. Ya superamos los 15k de lecturas y estoy muy agradecida con ustedes. 

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