Capítulo 11
El tiempo en el departamento fue sustituido por el ritmo de nuestros besos. A la muerte de uno el mismo calor encendía otra chispa. Sonreí entre sus cálidos labios cuando sentí a Isabel pararse de puntillas para que la altura no fuera un problema. La abracé de la cintura mientras sus dedos halaban del cuello de mi camisa.
—Eres tan alto. Ahora recuerdo lo útil que eran los tacones —dijo en un suspiro cuando nos separamos para tomar un respiro. Reí porque era verdad, luchar con unos centímetros requería de ingenio—. Lucas, no sabes cuanto te extrañé —susurró.
«Extrañar». Escucharlo de su voz fue un doloroso recordatorio al presente. Desperté de mi sueño. No estábamos en el hotel de hace años, ni en Tecolutla, ninguno de los dos eran esos jóvenes con el amor a flor de piel. Fue un golpe duro reparar en esos detalles. Ignorando mis pensamientos, Isabel volvió a buscar mi boca, pero haciendo uso de toda mi fuerza de voluntad di un paso atrás.
—Isabel, debemos hablar —le pedí despacio, rompiendo la magia.
Ella borró la sonrisa de sus labios poco a poco. La opción no le agradó, plantó distancia entre los dos limpiando nerviosa sus palmas en el pantalón.
—¿Justo ahora?
—Esto no está bien —reflexioné para ambos.
Ella alzó una ceja haciéndose la desentendida.
—Tienes que ser más específico.
—Que nos topáramos, terminar en tu departamento, besarnos. Ha sido un error —concluí sin dar más rodeos.
Isabel chasqueó la lengua ofendida por mi abrupta sinceridad.
—Un error —repitió, en una especie de pregunta. Era esa clase de cuestiones trampa, fuera lo que fuera a responder estaba condenado.
—Tenemos que seguir nuestras vidas como hasta ahora, Isabel, cada quien su camino —comenté, pese a que doliera.
Era lo mejor. Ningún plan tenía un porcentaje razonable de éxito. Isabel era una celebridad, con una carrera impredecible por delante. Yo, un hombre que estaba empezando a considerar lo qué deseaba en un futuro. No veía ninguno con ella. En todos estábamos demasiado alejados uno del otro. Nuestros mundo no tenían un punto de encuentro.
—Decides por los dos —me reclamó enfadada. Yo cerré los ojos, conociendo a donde nos dirigiríamos—. Si te preguntarás por un momento que es lo que yo quiero te darías cuenta que separarnos fue una idiotez.
Lo sabía, aceptaba mi error, ahora daban igual las razones. Ser tan consciente de mi culpa era lo que me daba la seguridad de que no valía la pena repetir el mismo descalabro.
—Decido por mí, Isabel. Regreso a Xalapa en un mes, no tiene ningún sentido intentarlo —reconocí para darle el motivo que necesitaba. No funcionábamos a distancia, nunca lo hicimos.
—¿Un mes? —murmuró sorprendida. Asentí porque quizás debí decírselo antes, no esperar que las cosas llegaran a este punto. Isabel aguardó un rato en silencio—. ¿Por qué te vas? —Su voz fue apenas un susurro que hizo eco en las frías paredes.
—Mi vida está en Veracruz, sigue estando allá —le expliqué usando la razón.
Ninguno podía abandonar su camino por el otro.
Ella no pareció tener deseos de escucharlo. Negó caminando en círculos por la habitación, sus manos se enredaron en algunos de sus cabello. Tomé un respiro mientras Isabel procesaba la idea. Me dolía lastimarla, pero lo haría de todas formas. Prefería ser honesto, ese siempre fue mi peor defecto. Mientras más pronto hicieran la herida más fácil era curarla.
—Te vas en un mes —susurró para ella, después regresó la mirada a mí. Esta vez no la aparté. Sus ojos brillaron—. Estarás unas semanas en la ciudad... Piensa esto, Lucas, ¿por qué debería acabar ahora? Imagina una especie de vacaciones, un respiro a tu rutina, somos felices juntos, funcionamos bien. Tal vez... Una relación sin compromiso —propuso alegre por encontrar una alternativa. Yo no podía entender su idea, negué sin creer que nos conformáramos con eso. Isabel debió notar que no estaba de acuerdo—. ¿Qué tiene de malo que vengas de vez en cuando? ¿Qué defecto le hallas a que me guste estar contigo? Yo quiero seguir viéndote, Lucas.
—Quizás yo no —respondí con una franqueza que escapó de mí. No era que no deseara que volviéramos a estar juntos, es solo que me negaba a que lo nuestro terminara como algo sin importancia después de ser tan fuerte. No quería que el último recuerdo que me llevara fuera de una página sin importancia. Isabel se mostró herida por mi respuesta. Intentaba cuidarnos—. Tal vez no deseo una relación fugaz con una estrella —argumenté para que entendiera que ella no era el problema.
—¿Relación fugaz? Sigues tomándote la vida como si fuera un manual.
—Es por que crecimos que creo que estar jugando es una pérdida de tiempo.
—No es una pérdida de tiempo —alegó ofendida de mi simplicidad.
—¿Ah, no? ¿Entonces, qué propones? —le dije porque su convencimiento no tenía razón. Los dos éramos unos testarudos, me pregunté quién de los dos ganaría—. ¿Volver a rompernos el corazón?
Isabel entrecerró sus ojos sosteniéndome la mirada. «No sería yo». Me arrepentí de inmediato de usar aquellas palabras, apuntando la flecha en mi contra. Era el menos indicado para hacerle reproches. Evadí su atención aún cuando Isabel prefirió no tocar el tema.
—No hay corazones rotos sino se involucra uno. Yo ya no lo hago, nunca cometo el mismo error. Además, para tu tranquilidad, no puedo tener un compromiso ahora.
—¿No puedes?
—No quiero, dije que no quiero —se corrigió deprisa al percatarse de sus palabras.
—Dijiste que no podías...
—Dije que no quería —repitió tajante para que no insistiera con esa tontería.
Silencio total. Asentí sin saber exactamente qué decir. Ninguno convencería al otro, era inútil. Había sido una locura buscarla, entrar solo para decirle que no volvería.
—Lo siento, Isabel... —la interrumpí consciente de mi responsabilidad, sin deseos de discutir. Ella no tenía la culpa, pero no podía arrastrarnos al mismo final. Uno de los dos debía usar la razón, el trabajo difícil recaía en mis manos—. Lo siento por todo.
Isabel lo entendió, era mi conclusión. Esa disculpa cargaba viejas tormentas que no permitían despejar el cielo. Dudé si sería pertinente entablar esa conversación pendiente, pero contemplando su tristeza lo consideré una crueldad.
—Debo irme —me excusé para no seguir lastimándola con mi presencia.
Era un hombre miserable diciéndole que no podíamos estar juntos, que no tenía sentido, después de besarla. ¿En qué momento me había convertido en un patán? Era tan sencillo traspasar las líneas.
—Quédate a cenar —me pidió tomándome del brazo para que no me marchara—. Como buenos amigos. Una plática no mata a nadie.
—Isabel...
—¿Venías a eso, no? Tengo muchas preguntas por hacerte, tantas cosas que necesito saber. Por favor, olvida lo de hace un rato. Yo ya lo hice. Si te vas será cerrar mal el capítulo —insistió—. ¿Qué, Lucas? ¿Tienes miedo a que te seduzca con la caja de cereal? —bromeó recuperando la energía, dejando claro que no tenía mayor importancia. Una sonrisa volvió asomar a su rostro. Quizás yo estaba haciendo una tormenta en un vaso de agua—. Dame un minuto, pero no te marches —repitió antes de perderse corriendo por el pasillo—. El pasado es pasado.
Liberé un suspiro al quedarme solo, cuando no podía ser testigo de lo difícil que era pelear con mis propios sentimientos. «El pasado es pasado. Tenía que serlo porque no conocía una sola historia que pudiera sobrevivir de viejas memorias».
Pude irme, o al menos eso creí porque ni siquiera hice el intento de empujar la puerta, pero no lo hice. Conocía los momentáneos beneficios de huir, sin embargo, mis experiencias me recordaban su pésimo final. Seis años después seguían pasándome la factura.
—¿Vas a cocinar? —pregunté al contemplarla distraída a su regreso. No había ningún cambio a simple vista al caminar hacia la barra donde se sentó en una alta silla libre.
—¿Planeas que salgamos en televisión porque incendié la cocina o porque nos intoxiqué? —bromeas divertida ante la posibilidad. A mi imaginación no le causaba tanta gracia—. Con decirte que no se para que sirve la mayoría de cosas de las que hay aquí. Sin embargo, se ven tan bien, tengo una especie de adicción a comprar por catálogo. Me ayuda una mujer encantadora, Crisalda, el concepto perfecto de dulzura. Me encantaría que la conocieras, te agradaría y ella te adoraría, pero sale temprano. Tiene un nieto pequeñito —me platicó colocando su mano a medio metro del piso—, adorable, con unos cachetes que cuesta una vida no apretar. Nunca los que he tocado porque debe ser incómodo que todo mundo quiera pellizcarte la cara, ¿no lo crees?
—Sí, debe ser. Nunca tuve nada peculiar que hiciera que las personas quisieran tocarme. A menos que ser delgado tenga algo que especial —le platiqué sentándome a su lado. Ella me miró sobre su hombro con una sonrisa.
—Tú no eres delgado. Conocí a un hombre que sí lo era, tanto como una hoja. Un tipazo por cierto, siempre hacía bromas sobre eso, supongo que para decirle al mundo que tenía el control de la situación. Me encanta esa gente —me confesó apoyándose en la barra.
—¿La delgada?
—Bobo —dijo escondiendo otra sonrisa que me hizo imitarla—. Hablaba de la que sabe reírse de sí misma... Toda esa explicación fue para decirte que toca comer sopa de pollo o puedo pedir algo a domicilio. Hay muy buenos restaurante por esta zona.
—O podría cocinar yo —propuse para que no gastara más dinero.
—No me digas que cocinas, Lucas —chifló asombrada, haciéndome reír.
—Algo.
—Ese algo significa que eres chef profesional —dedujo con humor—. Si me dices qué hacer puedo ser una buena ayudante...
—No, tú quédate ahí —le dije porque me gustaba escucharla hablar.
Abandoné mi lugar para rodear la barra hasta ubicarme detrás de ella. No sabía por dónde empezar. Isabel se limitó a seguir mis movimientos con una sonrisa, soltó una carcajada al verme titubear sobre qué podía tocar. Probé abriendo una de las alacenas en lo alto, su gesto se borró de inmediato cuando reparé en lo que contenía. La miré curioso porque no sabía que Isabel tuviera mala salud, cuando era joven parecía tan fuerte, llena de vida. Dándole un vistazo más detallado deduje que quizás sí tenía problemas. Ella se levantó de su asiento de un salto antes de acercarse para cerrarla en mis narices.
—Hombre curioso, eh.
—¿Estás enferma? —la interrogué preocupado. Entre los múltiples nombres no identifiqué de qué podría tratarse. Mi conocimiento médico era limitado.
—No. Hace meses que no tomo nada de eso, Lucas, se me pasó tirar los botes, siempre olvido ese tipo de cosas —se justificó con simpleza—. Por cierto, olvidé preguntarte si tenías novia o prometida —cambió de tema.
—¿No te parece un poco tarde para eso? —bromeé por la naturalidad con la que hablaba.
—¿Lo es? Acepto que eso debió ser lo primero que debí preguntarte, pero di por hecho que no —reconoció encogiéndose de hombros.
—¿Por qué estás tan segura?
—No lo estoy, puedo estar equivocada, son conclusiones. Creí que si aceptabas mi invitación era un no, si faltabas algo importante había. Era una especie de prueba. Besarme fue mi confirmación, porque el Lucas que yo conozco jamás hubiera hecho eso. Nunca, me hubieras detenido un segundo antes. Necesitaba saberlo. Me gustan las preguntas trampas —aceptó.
Era predecible. Las sorpresas conmigo eran contadas, las pocas que nacieron en mi honor no fueron favorecedoras.
—Termine con ella hace un año —comenté sin ganas de entrar en detalles. Isabel aguardó un segundo esperando más información que no llegaría. No le contaría mi vida.
—No te preocupes, Lucas —me animó al creer que la evasiva era porque seguía dolorosamente presente—. Encontrarás a alguien pronto, alguien que te haga feliz. No te será difícil conseguir una novia amable, dulce y hasta guapa. Eres atractivo, eso te suma puntos —comentó indiferente. No puedo evitar reír porque dice cosas extrañas sin mostrar pizca de pena—. ¿Qué? Lo digo en serio, los años te han beneficiado.
—¿Gracias?
—Con eso no quiere decir que no lo fueras de joven, lo eras y mucho, aunque tú no lo vieras —me corrigió—, pero tus rasgos te hacían ver más joven. Ahora, en cambio, te has convertido en un hombre y no queda nada de aquel niño. Excepto la ternura en la mirada. Conservas tu noble corazón.
—¿Y tú conservas algo de tu adolescencia?
Isabel guardó silencio analizándolo. Se apoyó en el refrigerador con los brazos cruzados. Sus ojos se entrecerraron mientras su cabeza removía viejos cajones. Primero encontró la harina en uno de los muebles antes que una respuesta.
—Algunas, como no saber cocinar, charlar como un perico, no poder quedarme quieta —me platicó traviesa. Sonreí, distraído en verte el contenido en un bol, con su voz de fondo—. Otras son un lejano recuerdo —confesó a sí misma en un murmuro—. No sé si te pasa, pero hay días en que ni siquiera tú te reconoces en el espejo, y no sabes si debes alegrarte porque no encuentras nada de esa persona o arrojarte del balcón por la misma razón.
Busqué su mirada para identificar qué tanto dolor existía en la última frase, quise creer que toda esa amargura no eran más que imaginaciones. Tenía fuertes esperanzas en que todo fuera bien.
—Oh, no, no. Lucas, fue un decir —me frenó, aunque yo sentí que se asimilaba más a una mentira.
—¿Las cosas mejoraron?
—Con el tiempo deja de importarte —admitió—. Podemos tomarlo como un sí.
Ignorar el dolor no significaba que no existiera.
—¿Cómo están tus tíos? ¿Siguen con Bahía Azul? ¿Damián está a la cabeza? Conociéndolo debe tener toda una fiesta, era buen organizador y su especialidad era revivir cualquier celebración. ¿Nunca te he conocido cómo lo conocí? —preguntó mientras me entregaba un envase de leche. No le contesté, mi mente estaba en otro sitio. —Vamos, no me mires así, Lucas. Te ayudaré a cocinar o terminaremos cenando el desayuno —se burló de mi lentitud arrebatándome el tazón.
Agitó la primera vuelta con violencia y casi arrojó la mitad fuera. No pude evitar reírme fuerte por su poca habilidad. Hace mucho tiempo que no reí con tal intensidad.
—¿Qué demonios? ¿Metí el batidor o un taladro? Que divertido, Lucas —se quejó de mis carcajadas—. Buen maestro vino a tocarme.
—Yo lo haré.
—No. Ahora lo haré yo —me frenó abrazándolo contra su pecho—. Pon a calentar el sartén.
—Como usted mande, capitana.
—Lucas, Lucas, sigues siendo el mismo —se quejó en voz alta entre molesta y alegre que agitaba mi corazón.
No lo entendía, cómo podía toparme con una persona después de tantos años e ignorar que todo había cambiado entre años, dejar de lado esa verdad absoluta por esa sensación familiar. Esperaba no entenderla, volver a verla significaría la prueba definitiva de que era pasado, no una prueba más para engañarme creyendo que coincidíamos como si hubiéramos congelado el tiempo ante esa mañana. Aparté la amena charla, los buenos recuerdos. Me obligué a pensar en lo que nos separó, repetí lo que pensé esa noche. No, no podía volver a tomar ese barco que estaba destinado a estrellarse.
—Cinco —calificó Isabel—. Es una broma, Lucas —aclaró dándome un golpe en el hombro—. Diez. Felicitarme a tu guapa ayudante.
—Aquí entre nos, no es muy buena —admití como si no me refiriera ella. Isabel afiló la mirada, tentada a estrellarme el plato en la cabeza —. Pero tiene otros talentos igual de impresionantes.
—Lucas, son las diez de la noche, aún es horario familiar —bromeó abanicándose el rostro.
—No hablaba de... Por Dios, ¿son las diez? —me alarmé atragantándome de la sorpresa.
—¿Trabajas en domingo?
—No, pero debo irme.
Si no lo hacía ahora terminaría quedándome toda la vida. Dejé los platos en el fregadero, titubeé porque quizás Isabel se molestaría por tomarme tanta libertades, pero tenía la costumbre de encargarme de todo lo que utilizaba.
—Lucas, dejo eso —dijo, pero seguí en lo mío.
—¿Te ayudo con el tuyo?
—¿Ya no vas a volver? —No contesté, sequé mis manos meditándolo. La manera en que lo pronunció me hizo dudar, el nunca era una palabra importante. ¿Estaba listo para no volver a ver nunca a Isabel? Hace dos años, antes de que su recuerdo me asaltara en cada esquina la respuesta era sí. Ahora, esa especie de castigo me perseguía a todas partes—. Vamos, piénsalo.
—No tenemos futuro, Isabel.
Pensándolo a fondo tal vez nunca la tuvimos. Habíamos luchado en contra de la lógica.
—Existe el presente, Lucas.
—¿Treinta días? —En contra de la razón ella asintió—. Debo irme, Isabel —repetí con prisa para convencerme a mí mismo.
—No lo mires como algo romántico. Podemos cenar, soy buena escuchando, ver televisión, jugar ajedrez —propuso. Sus pasos hicieron eco en mis oídos que se aferraban al sonido de su voz. Mi corazón estuvo de acuerdo, mi mente me empujó lejos.
—Nunca he jugado ajedrez.
—Podemos aprender, en una de esas nos gusta —reconoció optimista. Resistí una sonrisa ante su tenacidad—. Lucas...
—Isabel, fue bueno verte. Cuando chocamos esta mañana... Saber de ti, comprobar que estás bien, me hizo muy feliz —le confesé—. Y deseo que todo siga igual, o mejor, para ti. Estoy seguro que tienes un camino prometedor por delante —añadí con sinceridad. Demasiado prometedor para formar parte de él, e incluso siendo consciente de esa realidad me alegraba por ella. Se merecía el lugar que se había ganado.
Ella negó tomando un respiro sin creer que fuera una despedida. Era la que necesitamos hace unos años, las que nos merecíamos cuando cientos de kilómetros nos separaban. Isabel no pudo mirarme a los ojos. Yo preferí marcharme, no tenía sentido seguir ahí cuando el adiós era definitivo. Si me quedaba entonces nunca tendría el valor de acabar.
—Si algún día cambias de opinión estaré aquí. Toda la semana que viene tendré las noches libres, pasa a tomar algo. Podemos ser amigos. ¿Tú necesitas uno en esta ciudad? Yo sí. Piénsalo, Lucas, tal vez nos encontramos por una razón —me detuvo cuando abrí la puerta.
Le sonreí en silencio, era una buena idea, un maravilloso consuelo de ser posible.
No es que no deseara que fuéramos amigos, que rechazara su compañía, simplemente no podía. Salía de mis manos, me conocía, no tenía la fuerza de voluntad suficiente para luchar siempre contra mis impulsos de besarla. Terminaría perdiendo la cabeza.
Ella debió comprenderlo porque me fue soltando de a poco. Di la vuelta, me obligué a no regresarle la mirada para no tentar mis fuerzas.
Ya en la soledad del elevador solté un pesado suspiro. Cerré los ojos, convenciéndome de haber hecho lo correcto. No importaba cuanto doliera. Mi juicio se sintió satisfecho ante mi decisión. Mi corazón, en cambio, me reclamó en silencio por mi cobardía. «¿Por qué, si no podíamos estar juntos, el destino se había encaprichado en reunirnos?»
Hola ♥️ Gracias de corazón por todo el apoyo a esta novela. Casi 10k de lecturas. De verdad muchísimas gracias por todos sus comentarios ♥️♥️. Los quiero mucho ♥️.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro