Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 10

Avancé despacio por la avenida, siguiendo a una decena de vehículos que escapaban de sus trabajos para dirigirse a sus hogares, contemplé a transeúntes huyendo de un extremo a otro, con bolsas en mano y risas en los labios. Tuve la impresión de que la mayoría volvían a donde pertenecían, lamenté no ser parte de ese grupo.

Sabía a dónde me dirigía callando el porqué. Quizás no quería aceptar que era yo el que conducía hacia el final de una historia. Me gustaba pensar que no todas lo merecían, que algunos recuerdos estaban tan tejidos al presente que impedían escribir el último punto. Tal vez nunca dejé ir del todo el pasado por aquella razón. 

Frené en el semáforo que estaba a contraesquina de la calle. Divisé el imponente edificio, de más de una decena de pisos. Las luces que escapaban por los balcones alumbraban el concreto de la calle que daba al parque, repleto de árboles frondosos y pequeños arbustos. Fue un respiro ver tanta vegetación en medio de la ciudad, pensé sonriendo.

Cuando giré para ingresar al estacionamiento di con un sistema de seguridad que impedía el paso a los intrusos. Me detuve de golpe ante las plumas de acceso, que exigían una tarjeta de residente, sin tener idea de qué hacer. No había considerado que debía anunciarme con tiempo, tal vez que viniera acompañado de su número telefónico no era cuestión de cortesía.

Pensé que sería mejor marcharme, obedeciendo a la señal que necesitaba, pero mi idea quedó interrumpida cuando alguien golpeó con sus nudillos el cristal de la ventanilla. Se trataba de un hombre mayor, de su chaqueta negra colgaba un gafete. Supuse que se trataba de un guardia de seguridad.

—¿En qué puede ayudarlo, joven? —me preguntó amable acomodándose la gorra.

Guardé silencio un momento analizando el motivo. Ninguna para mencionar en voz alta. Era una historia muy larga.

—Vine a visitar una chica —le expliqué al fin, ya no podía echarme para atrás. Él me miró desconfiado, lo comprendí. No tenía la pinta de ser un visitante de la zona—. Isabel Bravo.

Volver a pronunciar su nombre entre mis labios me hizo consciente de qué camino estaba por tomar. Él se mostró más relajado ante mi respuesta.

—¿Lucas Morales? —intentó acertar. Me sorprendió que diera con el dato a la primera. Debió notar mi desconcierto porque sonrió divertido—. Ella me avisó esta tarde. ¿Tiene alguna identificación que pueda mostrarme?

Asentí aletargado buscándola, repensando en lo que había dicho. Isabel tenía la seguridad que vendría, confió en que lo haría incluso cuando estaba convencido de lo contrario. No sabía cómo sentirme al hecho que conociera tan bien mis pasos o adelantara lo débil que era ante los dilemas. Ella mejor que nadie lo sabía.

Para cuando volví al presente el mecanismo de bloqueo ya estaba arriba para darme acceso. Recorrí la rampa que daba al estacionamiento subterráneo, el camino se fue iluminando automáticamente. «Eso era lo que yo llamaba tecnología de última punta». Le di un vistazo a los vehículos que ocupaban los cajones. Tal vez todos habían salido de agencia esa mañana, pensé deteniéndome en el primer lugar disponible. Entendí porque el hombre dudó de mí, yo empecé a hacerlo. Todo gritaba que no formaba parte de ese sitio, que nunca lo haría. Por fortuna no me afectó, antes de toparme con Isabel esa mañana jamás me pasó por la cabeza que pisaría aquel edificio.

Releí la tarjeta escrita con sus propias manos. Piso trece. Ahí estaba ella, aguardando para charlar. Mi corazón me impulsó a descender del automóvil.

—El elevador está ahí, joven —me informó el hombre que debió haber bajado corriendo siguiéndome. De haberlo sabido le hubiera dado un aventón.

—¿Elevador? ¿No hay otra manera de subir? —le pregunté con una sonrisa intentando disimular la tensión que me ocasionaba treparme en esa máquina.

—Sí, hay escaleras —me informó señalando con la cabeza una entrada al fondo. Asentí agradeciéndole, a la par que al arquitecto por el detalle, hasta que me acordé del número de pisos que me separaban de mi objetivo.

«Trece. Llegaría muriendo». Negué ante mi ridículo temor, no perdería media vida subiendo un centenar de escalones. Preferí tomar el camino rápido aunque para eso tuviera que soportar dos minutos de angustia.

Las puertas estaban abiertas. Ingresé haciendo un análisis fugaz al interior. Parecía estar en excelente condiciones, buena iluminación, los números se distinguían a la perfección en pantalla que indicaba el piso y la temperatura. «Las posibilidades de que fallen son mínimas», me animé apretando el número trece. Contemplé como las puertas plateadas se fueron cerrando poco a poco ante mis ojos, después le siguió una sacudida que me hizo involuntariamente buscar el celular en mi bolsillo. Respiré intentando distraer mi mente, burlándome de mí mismo.

Tal vez ya era tarde para molestarla, pero consideré que una estrella del mundo del espectáculo nunca se iría a la cama antes de las diez de la noche. Fue rápido, otro sutil movimiento me hizo estudiar el nuevo escenario que se pintaba frente a mí.

Un pequeño recibidor en su piso. Paredes blancas que contrastaban con el café oscuro de la puerta. Dejé el elevador para detenerme frente al número grabado. El aire comenzó a resistirse a entrar al imaginarme quién estaría del otro lado. Un encuentro que había recreado en mi cabeza cientos de veces con la esperanza que nunca se concentrara. Y ahora estaba ahí, en la misma ciudad, frente a su casa, dudando ante lo que debía enfrentarme. El mundo de recuerdos que volverían a golpearme o abrazar mi voluntad.

«Una última vez», me consolé llenándome de valentía antes de dar un par de toques. Ni siquiera había terminando de convencerme cuando la puerta cedió a mi llamado.

Isabel.

A diferencia de esta mañana su aspecto era más natural, similar al que tenía en Tecolutla. Una blusa negra a tirantes, un pantalón de mezclilla hasta la rodilla y sandalias que daban la impresión de andar descalza. Pude apreciar algunas pecas pintando su cara en la que dibujó una sonrisa.

—Lucas Morales está aquí —me saludó con un juego que me hizo sentir menos cohibido.

—Recuerdas mi apellido —noté, sin creatividad. No tenía presente habérselo dicho en nuestro primer choque.

Ella se encogió de hombros riendo. Yo olvidé de que hablábamos estudiando la manera en que su cabello negro enmarcaba sus facciones.

—¿Vas a pasar o quieres que saque una mesa para tomar el té? —bromeó al verme congelado en mi sitio.

Desperté de mis tonterías regalándole una sonrisa accediendo a su departamento. Dentro volví a quedarme sin palabras. Esperé que eso de olvidar cómo usar el alfabeto no se convirtiera en costumbre.

Al fondo se hallaba un enorme ventanal que daba a un balcón, delante estaba la sala que consistía en un par de sillones negros, una mesa de cristal y una televisión enorme. Al costado una barra que dividía la pequeña cocina que se asomaba. Todo en tono blanco, negro y plateado, con un diseño contemporáneo que dictaba había sido tarea de un profesional.

—Vaya lugar —susurré cuando hallé mi voz. Mi habitación resultó más deprimente en comparación—. No sabía que se te daba la decoración de interiores.

—Que gracioso, no tengo gracia ni combinar la ropa con mis calcetines y tú quieres que ande decorando la casa. No te culpo, puse esa cara el primer día —me contó divertida, palmeando mi brazo—. Y eso que no has visto el penthouse, ese sí está para desmayarse. Literalmente. Te lo digo, el vendedor me dejó entrar para darle una revisada, fue como amor a primera vista. Me dije: lo quiero, lo quiero, tienes que ser mío. Sin embargo, el muy malvado me avisó que ya tenía comprador cuando terminamos el recorrido. Fue una crueldad de su parte mostrarme cada detalle para salir al final con eso, solo buscaba ilusionarme. ¿No te parece injusto?

—Lo es —admití. Seguía hablando tanto como antes, quizás un poco más.

—Me tocó conformarme con el siguiente, el número trece. Es una ventaja no ser supersticiosa, después de todo me ha ido mucho mejor desde que estoy aquí —me platicó. Luego pareció recordar que seguía ahí, limitándome a escucharla con una sonrisa—. Perdón, he hablado un montón de mí, bueno, de mi departamento. Cuéntame, Lucas, ¿a ti como te ha tratado la vida?

—Mejor de lo que imaginé —reconocí de buen humor.

Siendo honesto la suerte me había sonreído. Tenía una familia que adoraba, un trabajo en Xalapa que disfrutaba, una vida sin disturbios. Dejando de lado el reciente viaje, que habían mermado un poco mi estabilidad, no existía nada de que protestar.

—Déjame adivinar, ¿eres contador? —preguntó llevándose una mano a la cabeza. Asentí valorando que lo recordara—. Lo sabía —murmuró para ella misma—. ¿Hace cuánto te graduaste?

—Hace tres...

—Pero cuéntamelo todos los detalles, Lucas —me pidió entusiasmada, encaminándose a uno de sus sofás. Luego palmeó con fuerza el lugar libre a su lado. Dudé, pero terminé aceptando su invitación, aproximándome cuidadoso de no rozar nada por accidente. Apenas tomé asiento y ella se puso de pie de un salto, sobresaltándome. No entendía qué pudo romper—. Qué tonta, no te he ofrecido nada. ¿Te gusta el vino? —curioseó cerca de la barra. La perdí de vista cuando se agachó para buscar en los cajones.

—No bebo —le informé elevando la voz para que pudiera escucharme.

—Oh, qué bien. Yo tampoco —me platicó cambiando de dirección a la nevera donde sacó una jarra de jugo, deduje por el color que de uva o arándanos—. Lo dejé antes de comenzar. Quizás no me creas, porque de joven me gustaba bastante, pero en mi trabajo literalmente hay alcohol en todas partes, si empezaba en un sitio nunca pararía. Puedo festejar que la bebida no está en mi lista de adicciones, aunque eso no borra que tenga otros vicios. Nada ilegal, eh. No pienses que de un momento a otro va entrar la policía por mí, o eso espero.

—Conociéndote no sé si es una broma o una advertencia —mencioné divertido por la opción. 

—Un poco de ambas —admitió encogiéndose de hombros, vertiendo el contenido en dos vasos.

—Gracias, Isabel —le dije cuando me ofreció uno.

Ella me sonrió antes de volver a su lugar a mi lado, relajada y recargándose en el respaldo. Fue extraño tenerla tan cerca, como si fuéramos los mejores amigos del mundo. Daba la impresión que no existían viejos rencores, que había dejado el pasado lejos. Dudé si era pertinente sacar a la luz aquel tema, arriesgándome a arruinarlo.

—Ahora, vamos a lo importante. Si las cuentas no me fallan, no te fíes, no soy especialmente brillante en los números, ese es tu trabajo, debiste graduarte hace tres años —expuso mirándome atenta a que resolviera su incógnita.

—No eres tan mala —admití orgulloso porque había dado en el blanco. Ella extendió su vaso para que brindáramos, el tintineo del cristal anunció una boba celebración—. Llevo el mismo tiempo trabajando para...

—Sabía que te graduarías, y seguro fuiste el primero de tu generación —apostó feliz dándome un pequeño golpe en el hombro que casi me hizo derramar el líquido. Ella no se inmutó, contuve una risa por su energía—. Estoy tan orgullosa de ti, Lucas. Estaba segura que lo lograrías, que alcanzarías tu sueño —festejó.

Sonreí involuntariamente, lo hacía sonar como si hubiera ganado la guerra, esa era una especie de magia que Isabel que poseía, siempre hacía sonar los triunfos de otros más grandes de los que eran. Recordé que había muchas clases de éxitos.

—¿Sigues dibujando? —preguntó acomodándose en el asiento.

—No, eso hace tiempo lo dejé —admití.

—¿Qué? ¿Por qué? —me interrogó desilusionada. Pensé una respuesta—. Lo hacías muy bien, Lucas. Cada que veo un rinoceronte en un documental me acuerdo de tu dibujo. —Bonito recuerdo que te gustaría llegara a la cabeza de tu exnovia—. Un día de estos deberías retomarlo —me animó. Asentí sin estar seguro que fuera una buena idea, era un pasatiempo sin futuro. Nunca consideré tener verdadero talento para esa área—, tengo una vista preciosa que seguro te quedaría hermosa —comentó al ponerse de pie. Luego me tomó del brazo para imitarla.

Su leve contacto incrementó mi torpeza. Coloqué el vaso en la mesa del centro antes de dejarme empujar por ella hacia el balcón que estaba abierto.

Enmudecí ante la belleza de la ciudad. Desde arriba, junto al cielo estrellado, con todas esa luces tintineantes brillando en la oscuridad azulada, parecía un paraíso sin fronteras. El ruido de los automóviles llegaba como un murmullo hasta lo alto, como si el caos no pudiera alcanzarla. Majestuosa, poderosa e interminable, eso era desde ese punto. Me pregunté cómo un pequeño cambio te daba una visión completamente diferente de una misma realidad.

—¿Compruebas que no mentía? —me dijo victoriosa después de un rato de silencio. Yo asentí distraído en el paisaje cuando pasó a mi lado—. Y eso que no has visto el jardín del último piso, es digna de un cuadro, de uno de tus próximos cuadros —tiró la indirecta sin rendirse. Sonreí porque seguía siendo tan testaruda—. Hay una mujer que lo mantiene vivo para que los inquilinos puedan visitarlo. Podríamos ir si quieres, aunque ahora debe estar dormida. No tienes una idea de como amo ese lugar.

—¿Por?

—Me recuerda un poco a casa —compartió pensativa. Unas simples palabras diluyeron su alegría, mentí, no fueron ellas, sino lo que escondían detrás—. ¿No extrañas Tecolutla? Claro que los demás lugares son lindos, pero nuestro pueblo es el lugar más bonito del mundo.

Tenía que reconocer que había cierta magia hundida en esa arena, el viento susurraba a la vida junto a un sol, que pese a ser el mismo para todos, brillaba con más intensidad en aquella playa.

—¿Cómo está tu familia? —me atreví a preguntarle. Eso lo empeoró todo, ella torció la boca en una mueca desagradable. Se acercó hasta la barandilla donde se apoyó, dándome la espalda.

El silencio se extendió unos segundos, el murmullo de la avenida remplazó su voz, hasta que ella decidió romperlo.

—De Manuel tú debes saber más que yo —mejoró su humor al recordarlo. Lo aceptaba, pasaba en casa todo el tiempo posible—. ¿Ya se casó con tu madre? —Fruncí el ceño al escucharla, sin entender a qué se refería—. Era una broma —se corrigió enseguida al percatarse de su metedura de pata. A mí no me daba una pizca de gracia. Manuel era nuestro amigo, mi amigo—. ¿Cómo está ella y Susana? Ya debió crecer tanto. La sigo teniendo en la cabeza como una niña, y a veces cuando la recuerdo imagino esa misma imagen, pero en escala.

—Mamá está bien. Susana también... —agregué dudando si esa palabra le hacía justicia. Era la misma que había usado cuando la llamé la noche anterior. Ella me observó curiosa al percatarse de mi falta de seguridad—. Te adora —comenté honesto, recordando que nunca me perdonaría no se lo dijera. También necesitaba un autógrafo, estaba preparando el terreno.

—¿Quién? ¿Tu madre? —preguntó sin creerlo.

—Susana —le expliqué.

Mi madre prefería guardarse su opinión sobre ella. Desaprobaba mucha de sus conductas, pero no se atrevía a declararlas en voz alta porque sabía que me incomodaba la juzgaran.

Isabel no escondió la sorpresa, abrió los ojos de a poco, como si procesara mi comentario, pero después del asombro le dio paso a la ilusión. Fue la primera vez que percibí un brillo inusual en su mirada.

—¿En serio? Vaya, no sé que decir... Agradécelo de mi parte, por favor —me pidió sincera. Se lo prometí, sería de lo primero que le contaría—. No, yo lo haré. Le escribiré un recado para decírselo, o puedo llamarla. El primero no es tan personal, ¿no? Sí, es mejor, claro con tu permiso —frenó su lluvia de idea al recordarme.

—Si tienes que llamar a todas las personas que te admiran te quedarían sin vida muy pronto —bromeé sin entender cómo podía emocionarse teniendo miles de fanáticos. Siempre pensé que esas cosas iban perdiendo valor por la frecuencia.

—Podría, si tuviera de mi lado a la mitad de personas que me odian —comentó fingiendo indiferencia.

—No sé a qué te refieres —mentí para no sumarle más a su descontento.

Debí hacerlo fatal porque Isabel entrecerró sus ojos y se cruzó de brazos molesta por mi actuación.

—Sí, hazte el que no sabes —resopló, antes de entrar dejándome solo en el balcón.

Me despedí de la ciudad con una mirada antes de seguirla al interior. La encontré agachada sacando algo de unos cajones de la mesita. No sabía de qué se trataba, ni sus planes, hasta que arrojó una decena de papeles al sillón. Yo me acerqué a leerlas mientras ella caminaba desesperada por la habitación.

Encontré su imagen en las portadas de las revistas, acompañados de titulares escandalosos y llamativos. Se habían vendido centenares de esos títulos, estaban en todas partes.

—¿Sorprendido? —Alcé la vista para enfrentarme a la de ella. Mi silencio fue la respuesta, no podía fingir demencia. Isabel sonrió bajando la mirada al entenderme—. Lo sabía, no hay un maldito rincón en este país en el que sea una novedad —murmuró sosteniéndose del respaldo del sofá.

Quise identificar si estaba herida o enojada, pero me resultó imposible leer sus emociones cuando evadía mi mirada. Ella tomó un respiro antes de enderezarse, como si quisiera olvidar su pequeño lapso de tristeza. Yo seguí su recorrido, con más firmeza en sus pasos, menos alegría en sus facciones, hasta que se sentó tomando uno de los ejemplares.

—Al menos algunos tienen la decencia de escoger buenas fotos —agregó con ese tono frío me recordó a la chica que protagonizaba sus vídeos musicales—. ¿Te digo algo, Lucas? Es muy difícil charlar cuando el otro ya sabe todo de ti.

—¿Lo sé todo?

—No sé, ¿te perdiste alguno? —preguntó con astucia ofreciéndomelos—. Son tan considerados que aunque no tenga suscripción siempre los envían a mi puerta. Mentirosos, aprovechados, pero considerados. Ya sabes, gente de valores.

—No me fío de los chismes, Isabel. No lo hice antes, ni ahora —reconocí porque tuve la impresión que estaba a la defensiva creyendo la juzgaba.

—¿Así que piensas que soy una santa? —se burló dándose un golpe en el pecho, sin creerme.

—Nunca has sido una santa, Isabel —argumenté con honestidad ganándome una sonrisa discreta de su parte—. Solo eres una mujer. Lo demás tienes que decírmelo tú porque no lo sé.

Isabel pareció contenta con mi respuesta, pero no convencida. Habría escuchado el mismo discurso cientos de veces. Negó con la cabeza sosteniéndome la mirada.

—¿Y qué si todo esto fuera verdad? —me retó.

No contesté de inmediato, considerándolo por primera vez.

¿Qué si lo era? Nunca antes lo pensé, siempre creí que había cierto amarillismo en todas esas noticias, jamás que fueran una realidad completa. Isabel no disimuló su atención en mí. ¿Qué tanto quedaba de esa muchacha? ¿Qué tanto me importaba que no fuera la misma?¿Importaba?  Yo ya no formaría parte de lo que se venía, y el futuro no tenía el poder de cambiar el pasado.

—No soy de los que creen que ganaré algo condenado a las personas —admití con honestidad, sin interesarme si fuera lo que deseaba oír—, tampoco que tenga el derecho de hacerlo. Tú mejor que nadie lo sabes. Pienso que si eres feliz ahora, me alegro por ti.

Isabel ensanchó su sonrisa ladeando sutilmente la cabeza, analizándome curiosa con sus grandes ojos oscuros. Su mirada sobre mí, al igual cuando estábamos sentados a la barra de Bahía Azul, seguía disfrutando con ponerme nervioso. Esta vez no fue diferente, pero no me quejé, fue bueno saber que volvíamos a escribir un párrafo en la misma historia, así no diera para más que unas líneas.

Quizás Isabel opinaba lo mismo que yo, pero ella no era espectadora, nunca se conformaba con esperar, necesitaba moverse para avanzar, tomar las riendas de su felicidad o condena, nunca permitía que otros decidiera en su nombre.

—Sí, eres el mismo Lucas.

Su conclusión la impulsar a  abandonar su lugar para acercarse. Un segundo en el que no procesé lo que pasaba a mi alrededor, ni asimilar su cercanía cuando quedó frente a mí. Una mirada cargada de emociones antes de sentir sus manos abrazándose a mi cuello y sus labios aprisionando los míos.

El tiempo detuvo su andar en aquel departamento.

Pude imitar su ejemplo y frenar esa locura, negarme a caer en el error, pero tomé el segundo sendero ignorando el peligro. Después de la sorpresa inicial cerré los ojos al juicio para cederle el mando a mis sentidos que se adueñaron del timón. La tensión se disipó en mi corazón que reconoció el ritmo reservado solo para ella. Isabel no dudó, y yo no me permití hacerlo. Dejé de hacerme preguntas para disfrutar del sabor dulce de su boca, de las suaves caricias de sus labios que parecían embonar a la perfección con los míos. Si bien no quedaba ningún rizo mis dedos seguían encajando entre sus cabellos negros. Mis latidos se incrementaron en el momento justo en el que nuestros latidos al rozarse compusieron una nueva canción. Fue un beso largo y lento, de esos que hablan por sí solos, que avivan viejos amores al fuego de nuevas pasiones. De los que no satisfechos con robarte el aliento, hurtan un trozo de tu alma. No fue hasta que volví a abrazarla contra mi pecho que admití lo mucho que la había echado de menos, lo poco que deseaba el sueño terminara.

¿Cuándo dudaría antes de que al abrir los ojos todo se esfumara?

Los quiero mucho ♥️.  Gracias por todo su apoyo.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro