CAPÍTULO 29 - LUNES
Observo el reloj: Tres de la madrugada, sigo despierto. La cola de Tobías me hace cosquillas.
Cuatro de la madrugada, me pregunto qué atuendo debería utilizar.
Cinco de la madrugada, el cielo comienza a aclarar, ¿podré dormir? Lo intento.
Despierto agitado y cubierto en sudor. Acabo de tener una pesadilla. No recuerdo siquiera haberme rendido al sueño, pero parece que en algún momento el cansancio ganó la partida.
Parpadeo varias veces mientras ilusión y realidad se separan; las sombras de mi habitación toman forma poco a poco. ¿Qué hora es? Faltan apenas unos minutos para que suene mi alarma de las siete, supongo que deberé levantarme.
¡Mis ojeras deben ser terribles!
Intento recordar la pesadilla y, cuando lo hago, suelto una carcajada suave. No entiendo por qué me asustó tanto si era una tontería. En mi sueño, Matías tenía puesto un vestido azul y un sombrero con flores como salido de una película histórica. Estaba de pie en la acera frente a mi ventana y comenzaba a cantar... sobre cuánto me detestaba. Fueron sus palabras lo que me incomodaron, aunque ahora no las recuerdo.
Sacudo la cabeza. Matías no me odia. Sé que no me odia, tengo que dejar de pensar que sí.
Me coloco los lentes que descansan junto a la cama y luego enciendo las luces. Escucho a mis hermanos y a mi madre en el cuarto contiguo; siempre es complicado levantar a los chicos en la mañana. Hacen promesas de cinco minutos más, de descansar los ojos por un instante. No logro oír exactamente lo que dicen.
Esperaré a que se marchen antes de darme una ducha. En mi casa somos seis personas con un solo baño. Y las mañanas a veces hasta tenemos que hacer una fila en el corredor para aguardar por nuestro turno. Es caótico.
Abro el ropero y busco el atuendo ideal. Primero estiro mis pantalones preferidos sobre la cama y luego comienzo a tomar camisas de distintos colores para ver cuál se ve mejor con qué otra cosa. Quiero combinar bien, me agradaría lograr algo que sea deportivo y formal al mismo tiempo. Sé que deseo ponerme jeans claros que no sean demasiado holgados alrededor de mis piernas. Eso es sencillo, la pregunta es qué más lucir.
¿Hará frío o calor hoy? Reviso el teléfono con prisa. La temperatura será templada, ni un extremo ni el otro. Se pronostican lluvias en la tarde y viento fuerte. Eso significa una cosa: mangas largas.
Tengo casi treinta opciones distintas. ¡Por qué demonios compro tanta ropa!
Primero, separo las camisas por color aproximado. Luego, descargo las que me quedan muy ajustadas o un poco cortas. Eso me deja con doce posibilidades. Un rincón de mi mente pide a gritos que opte por algo naranja, que al ser mi color preferido debería darme suerte, pero mis ojos no dejan de posarse sobre una camisa a cuadros verde y gris. Sí, creo que esa será la mejor.
Escojo un par de calcetines cómodos y las Converse verdes que van a juego con el resto. Perfecto. Separo también ropa interior y aguardo paciente hasta que oigo que la puerta del frente se abre. Las voces desaparecen y la casa queda envuelta en silencio.
Ocho y media de la mañana. Después de ducharme y de alimentar a Tobías, trabajo con cuidado en los rulos. Los días de lluvia y humedad son malos para mi cabello y es complicadísimo hacer que se vea bien. Tengo un par de trucos que he aprendido por experiencia, pero ninguno es perfecto. Me pongo crema anti frizz y los cosos esos cilíndricos de mi nana que sirven para darle forma a los rulos y no tengo ni idea de cómo se llaman —si supiera, ya habría comprado mi propio set—. Me seco el cabello con aire caliente y luego vuelvo a liberarlo. Doy forma con cuidado a cada manojo de rulos y coloco laca en escasa cantidad para mantenerlos en su sitio. Perfecto. O casi.
Para cuando termino ya casi es hora de marcharme. Corro a la cocina para comer una manzana así me aseguraré de que mi estómago no grite por el hambre cuando estemos en medio de una conversación importante, eso sería humillante e incómodo. Regreso a mi habitación para vestirme y para verme al espejo con cuidado. Necesito asegurarme de que no haya manchas o agujeros en ninguna prenda, que todo se encuentre impecable.
Faltan diez minutos para que llegue Matías y solo queda un problema por solucionar: las ojeras. Me escabullo en la habitación de mi madre y busco su set de maquillaje, no es la primera vez que lo hago. Si no fuera porque se vería raro que un chico comprara estas cosas, tendría siempre un par de opciones para ocultar el cansancio bajo mis ojos y cualquier rastro de acné.
Desbloqueo mi teléfono y utilizo la cámara frontal a modo de espejo. Dientes: limpios. Ojeras: casi imperceptibles: Rulos: en su sitio.
En eso, recibo una llamada de Matías y me pongo nervioso. Muy nervioso. Dejo caer el móvil al piso, lo recojo con manos temblorosas y atiendo. No digo nada, no quiero ser el primero en hablar.
—Estoy fuera de tu casa —dice él también con cierta incomodidad en la voz.
—Ya voy.
Es la primera vez que no estoy preparado casi una hora antes del momento pactado.
Matías conduce en silencio. Solo nos hemos saludado con un "hola" forzado cuando me acomodé en el asiento del copiloto. La radio hoy suena en volumen más alto que el usual. El chico de las mil gorras tiene la mirada puesta en el camino, no se voltea a verme. Cada tanto, yo sí lo miro de soslayo o a través del reflejo de la ventana. Sus manos tiemblan un poco; lleva algunos días sin afeitarse y sus ojeras son incluso más pronunciadas que las mías bajo el maquillaje.
Si yo le he hecho daño, debo disculparme. No ha sido mi intención.
—Oye... —comienzo a decir—, Matías...
Él sonríe. Sus hombros se relajan.
—Creo que es la primera vez en mucho tiempo que me llamas por mi nombre. Dime Matu o Matute —responde.
—Los apodos me cuestan bastante —admito.
Otra vez, el silencio reina. Pronto llegaremos a destino.
—Se me ocurre —dice él de repente—, que tal vez sea mejor que hablemos así, mientras conduzco por aquí y por allá. No me molesta desperdiciar combustible, es que siento que es más... ¿privado? de esta forma.
Asiento. Enseguida, noto que él no me ha visto.
—Claro, lo que prefieras.
—Entonces... —empieza él.
—Entonces... —repito yo.
Y otra vez nos quedamos sin palabras. Las mariposas de mi estómago regresan a la vida e intentan escapar por mi boca en forma de sentimientos. Las contengo. No es el momento, hay otros temas para debatir.
—¿Te puedo contar algo? —pregunta Matías—. Es la historia de mis últimos años. No tiene un final feliz, pero creo que tienes que conocerla.
No voy a admitir que ya sé más o menos qué es lo que ocurrió, eso sería rudo.
—Adelante, te escucho.
—Cuando tenía quince años, con mis amigos jugamos a una de esas cosas tipo verdad o consecuencia, no recuerdo exactamente qué fue o cómo fue que decidimos hacerlo. Entre las varias cosas que me tocaron decir y hacer, me forzaron a besar a uno de mis compañeros. Dije que lo haría porque nada me intimidaba, pero que luego iría a lavarme la boca al baño. ¿Y sabes qué pasó? Me gustó. Supuse que era porque no tenía casi experiencia con ese tipo de asuntos físicos, así que no dije nada. —Hace una pausa, no lo interrumpo—. Unos meses más tarde, una chica de mi clase me dijo que quería salir conmigo y acepté. Cuando la besé, no sentí nada. Y me preocupé. Me asusté muchísimo. —Matías suspira y dobla en una esquina—. La relación duró poco tiempo, ella se aburrió de un novio que no quería más que tomarle la mano supongo. —Se encoje de hombros—. La entiendo, yo también me habría decepcionado en su lugar.
»Ese mismo año, a la reunión de Navidad de mi familia llegó una persona nueva, el mejor amigo de mi primo que no tenia con quién celebrar porque sus padres se habían ido de viaje sin él. Puedes imaginarte lo que pasó... —Matías traga saliva, parece avergonzado—. Fue de esos... ¿amores a primera vista? No sé cómo explicarlo pero esa misma noche yo supe que él me gustaba y él supo que yo le gustaba. Y ambos notamos lo que el otro sentía. Fue extraño y veloz. Intercambiamos números telefónicos y comenzamos a vernos en fines de semana. Íbamos a escuelas diferentes y él era dos años mayor que yo, así que se graduaría pronto. Su nombre era Nicolás, y lo digo en pasado por que no sé qué ha sido de su vida.
»La amistad pronto se volvió un romance. Y apenas ambos estuvimos graduados, nos mudamos juntos al apartamento que conoces. Mi familia lo sospechaba sobre la relación, pero no me dijeron nada. Nunca me hicieron preguntas ni me recriminaron nada. Si yo no lo admitía, ellos no se meterían en mi vida. Eso me dijo mi hermana cuando... Cuando todo acabó. —Matías tiene la respiración agitada—. Cuando te enfrentas al primer amor correspondido, sientes que nada puede salir mal, que te espera un "felices para siempre" de cuento de hadas. No ves los defectos de la otra persona, quedas cegado por lo que te dice el corazón. Te ilusionas y amas. Es imposible siquiera concebir la idea de dudar de la otra persona, de suponer que podría hacerte daño. No sé si has vivido algo así, pero yo fui un gran iluso.
—No he tenido un aexperiencia así —respondo ante su pausa—. Sabes gran parte de mi historia, pero te puedo contar los detalles más tarde.
Matías asiente antes de continuar.
—Nicolás era mi mundo y yo era la luna que orbitaba a su alrededor. Todo lo que él quería, se lo daba. Si él deseaba algo, lo obtenía. Y yo lo hacía por amor, porque nada me satisfacía más que verlo sonreír. Yo estudiaba para ser personal trainer en las mañanas y luego me encargaba del apartamento, de los gatos, de la comida. De todo. Él iba a la universidad y nos veíamos un rato durante las tardes. Tomé un trabajo nocturno en un restaurante para ayudar a pagar la renta y para ahorrar. Mi sueño era poder comprar un hogar de verdad cuando ambos estuviéramos graduados.
»Una noche, Nicolás se presentó a mi trabajo con lágrimas en los ojos. Me dijo que a su padre le habían robado todo y que estaban desesperados. Naturalmente, le creí. Le entregué todos mis ahorros. Dos meses después, la escena se repitió casi igual: Nicolás me esperó a la salida de mi entrenamiento para contarme que su madre acababa de tener un accidente doméstico y que necesitaban dinero para los medicamentos. Se lo entregué. Fui un idiota. Caí en sus pretextos tantas veces que perdí la cuenta. Nunca sospeché que el dinero era para él, que lo usaba en vicios y deudas. Pero... —Matías traga saliva una vez más y acelera un poco, sin perder la prudencia—. Pero yo podría haberlo perdonado por esas cosas. Todos somos humanos y cometemos errores, hay que saber perdonar. Sabes, Gaby, el tema es que hay una diferencia entre equivocarse y dañar a tus seres queridos de forma intencional. No es lo mismo.
—¿Nicolás te dañó? —pregunto con temor, sé cuál será su respuesta.
—Sí. Una y otra y otra y otra vez. Me dañó de la peor forma que se puede dañar a la persona que amas: con traición. —La voz de Matías comienza a romper en llanto, casi imperceptible—. Hay personas que creen en el amor libre, en salir con mucha gente al mismo tiempo. Hay parejas que mantienen relaciones abiertas. Y no los juzgo. Pero cuando hay un pacto tácito entre dos personas, cuando existe la confianza y la promesa de una unión exclusiva... —No logra terminar la frase.
—Él... —intento continuar con su explicación, pero me interrumpe.
—Una de mis mejores amigas me lo advirtió y no le creí. Fue otro conocido mío el que por casualidad lo vio entrar a nuestro apartamento con otra persona. Me avisó y negué todo, yo estaba todavía en mi entrenamiento, pero abandoné lo que hacía y corrí al apartamento, preso del miedo. Cuando llegué, la puerta estaba abierta y se escuchaban los gritos de tres personas: Mi amigo Facundo, Nick y otro hombre al que no conocía. Entré corriendo. Facundo estaba de pie en el umbral entre la habitación y la sala. Nick intentaba empujarlo, pero no podía. Facu es un gran deportista, tiene más fuerza que yo. Todos hablaban al mismo tiempo. —Matías suspira—. No te aburriré con detalles. La cuestión es que la única persona a la que había amado en mi vida admitió haberme traicionado no solo ese día, sino que durante todo el tiempo que estuvimos viviendo juntos. Facundo lo sacó a patadas del apartamento, su amante lo siguió. Yo regresé a casa de mis padres por una semana mientras que mis amigos se deshacían de todas las pertenencias de Nicolás. Mi primo pintó y redecoró todo, compró nuevos muebles para mí. Y regresé a un apartamento que no reconocí y que ya no guardaba recuerdos.
—Tienes excelentes amigos —digo. No se me ocurre nada mejor.
—Sí, pero la historia no termina ahí. Te dije que no tenía un final feliz. Terminé mi entrenamiento y conseguí empleo en el gimnasio, en Universo Fitness —continúa Matías—. Yo no sabía cómo estar solo. No podía dejar de cocinar para dos personas. Llegaba al apartamento y saludaba a la nada. Bah, a los gatos, ellos eran el único nexo que quedaba entre Nicolás y yo. Los habíamos encontrado en un parque una tarde de lluvia poco antes de la separación y decidimos adoptarlos. No pude deshacerme de ellos, los adoro. Siempre han sido como pequeños hijos peludos —suelta una carcajada y, casi al instante, vuelve a ponerse serio—. En las noches, tenía pesadillas. La soledad me dolía, me destrozaba. Y un día... no sé qué me pasó, no recuerdo mucho pero... —Se lleva una mano al corazón—. Pero abrí la ventana de la habitación en medio de la noche y salté. Era sábado, así que había gente en la vereda que me vio. Llamaron a la ambulancia y desperté en un hospital con un par de huesos rotos y un dolor insoportable. Es una fortuna que mi apartamento se encuentre en el segundo piso y no en el décimo.
Siento que mi corazón se detiene por un instante. Sabía que a esto apuntaba la historia, que en algún momento oiría sobre su intento de suicidio. No sé qué decir, permito que Matías finalice su historia.
—No recuerdo casi nada, en serio. No sé si había bebido mucho, si fue una pesadilla demasiado real. Me es imposible saber si realmente... si yo quise... morir o no. Solo sé que tardé un par de meses en recuperarme por completo y que una o dos semanas después de regresar al trabajo, te vi llegar por primera vez con tus rulos y tu gran sonrisa. Lamentablemente, había perdido la confianza en otras personas y en el amor. Y ahora...
—¿Y ahora? —repito con miedo.
—Y ahora solo puedo pensar en que eres un ángel y que estás intentando salvarme de mí mismo —bromea él—. Gracias.
—No entiendo —susurro—. Yo no hice nada salvo... ya sabes, lo del otro día.
Matías suelta una carcajada.
—Tú me devolviste la alegría. La alegría de verdad, no la que me forzaba a tener para seguir adelante sino esa que te hace sonreír sin motivo alguno. Es solo que...
—Luego de lo que pasaste, ya no confías en nadie, tienes miedo a volver a querer a otra persona y que te traicionen —resumo—. No te culpo, lo siento. No debí haber sido tan impulsivo. —Extrañamente, me siento tranquilo.
—Al contrario. Yo me disculpo por no haber podido reaccionar a tiempo, no estaba preparado. Es más, permíteme contarte un secreto —anuncia—. Hace algún tiempo que sé que tú sientes algo por mí, y que yo me admito a mí mismo que me pasa lo mismo. Solo estaba juntando el valor, tenía planeado sorprenderte el sábado que viene en la noche del baile. Te me adelantaste, nunca pensé que lo harías. Eres un chico tímido.
No puedo evitar sonrojarme.
—¡¿Tú qué?! —Cubro mi boca con ambas manos—. ¿Y pensabas ir con un vestido? —bromeo. Cuando me pongo nervioso, digo tonterías.
—No, pero me compré un traje nuevo. Salió costoso.
—¿Hablas en serio? —pregunto, sorprendido.
—Así es. Iba a sorprenderte después de todo. —Se encoje de hombros—. ¿Tú qué usarás?
—Es un secreto —bromeo—. Ya verás. Claro, si es que todavía quieres venir.
Mis mariposas están más histéricas que nunca. Las siento revolotear en mi interior, no puedo detenerlas. Estoy nervioso y calmo al mismo tiempo. Me tiemblan las manos y las piernas, el corazón late con prisa.
—Allí estaré —asegura él.
Matías conduce hasta una cafetería alejada del centro de la ciudad. Almorzamos juntos, hablamos poco. Creo que ambos estamos demasiado preocupados en ideas y pensamientos propios. En esta ocasión, sin embargo, el silencio no es incómodo, es relajante.
Todavía quedan cosas sin resolver, pero creo que ambos estamos de acuerdo en que debemos tomarnos este asunto con paciencia, sin apuro.
La tarde transcurre sin eventualidades. Optamos por ir a un arcade y jugar videojuegos como si fuéramos niños. Competimos en carreras, en FIFA y en otros varios estilos. A veces yo gano, otras veces no.
Cuando se nos acaban todas las monedas, vamos hasta el apartamento de Matías y preparamos una cena saludable entre los dos. Se siente extraño, pero me fascina. El chico de las mil gorras me enseña algunos trucos para cortar vegetales sin arriesgarme a perder un dedo por los descuidos. Cocinamos curry vegetariano con tofu. Queda delicioso. Los gatos están de acuerdo.
—Moe ha ganado peso —declaro desde la mesa; el felino intenta trepar a la mesa, pero no lo logra.
—Lo sé, creo que está comiendo las raciones de los otros dos —responde Matías.
—Admito que los extrañaba, son muy adorables. No he visto a Larry desde que llegué, ¿anda escondido? —pregunto.
—Está ofendido conmigo. Anoche lo pateé fuera de la cama sin querer y ahora me evita.
La conversación cotidiana me hace sentir bien. No ha habido romance en lo que va del día, pero no me molesta. Ponemos una película de fondo en Netflix, no le prestamos demasiada atención. Una pequeña tensión se siente en el ambiente. Yo quiero descansar mi cabeza sobre su hombro; tal vez él desea abrazarme. Y, sin embargo, existe una decisión no pronunciada de esperar un poquito más.
Cerca de la medianoche decido que es hora de regresar a mi hogar, Matías me lleva en su vehículo. No puedo dejar de observarlo, de analizar su semblante iluminado por los faros de la ciudad. Con su gorra deportiva y su dulce sonrisa, me hipnotiza.
No puedo dejar de pensar en la idea de vivir con él luego de graduarme. Sé que es posible. Sé que ya no tengo que temer por no ser correspondido. La única decisión que me queda por tomar es la más difícil: estudiar en otra ciudad que me ofrezca un futuro brillante o quedarme aquí por él aunque eso me cueste mis sueños.
Un problema se aleja de mi mente solo para que otro lo reemplace. Al menos, tengo todavía algunas semanas para tomar la decisión. Quizá ni siquiera me acepten en la universidad a la que quiero ir.
—Llegamos —anuncia Matías cuando me nota distraído—. ¿En qué piensas?
—En la graduación —miento.
—¿Debería comprar un vestido o no? —pregunta él a modo de broma.
—Nah, el traje te quedará mejor. —Me quito el cinturón de seguridad y lo observo con una sonrisa—. Gracias por todo. Y lo digo en serio, por absolutamente todo.
—Gracias a ti, Gaby, por ser un ángel en mi vida. —Matías se aproxima y me besa con dulzura por apenas un segundo. Cuando se aleja, me guiña un ojo—. Te lo debía.
No le respondo. Creo que esa es una gran forma de culminar con la jornada. Abro la portezuela y desciendo, las mariposas están felices. Comienzo a caminar rumbo a mi hogar cuando él me llama una vez más.
—¿Te veo el jueves? —pregunta.
—Me tomé toda la semana libre. —Me volteo y le guiño un ojo—. Solo tengo ocupado el viernes por la tarde por la ceremonia de graduación previa a la fiesta, ¿te veré ahí también?
—Cuando quieras. Cuando llegue al apartamento veré mis horarios y te diré qué momentos tengo libres.
—Perfecto —contesto—. Nos vemos.
—Nos vemos. Gaby.
Es hora de descansar. Algo me dice que hoy definitivamente dormiré bien y que no tendré pesadillas.
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