CAPÍTULO 25 - JUEVES
Me hubiera gustado tomarme otro día libre para descansar, para alejar el estrés y reflexionar sobre todo lo que ocurre a mi alrededor. Sin embargo, tengo clases con Matías luego de la escuela, así que no pierdo nada con asistir, con disfrutar del final de mi vida como estudiante del secundario.
Estoy listo.
¿Estoy listo?
No, definitivamente no lo estoy.
Pero ¿para qué?
No estoy listo para enfrentarme a la realidad de que pronto acabarán mis mañanas con amigos, los almuerzos entre bromas y chismes. No estoy listo para decidir si quiero mudarme a una universidad en otro lado o si prefiero quedarme aquí. No estoy listo para comenzar a preocuparme por mi carrera futura. No estoy listo tampoco para admitir lo que siento por Matías, para decirle que jamás lo lastimaría. No estoy listo para los cambios de ningún tipo. Llevo varios años en la comodidad de la secundaria, de los pasillos con aroma a humedad, de los baños sucios y de la goma de mascar bajo las mesas; creo que extrañaré incluso los vestidores junto al gimnasio con la peste a sudor masculino, la pésima comida de la cafetería, las tareas que nunca realicé por pura vagancia y los constantes rumores sobre otros alumnos —y sobre mí— que van y vienen con el viento.
La melancolía me embarga, es una nostalgia prematura de lo que sé que pronto perderé. Me pregunto si en el futuro recordaré algo de esto o si los años borrarán los detalles y le restarán importancia a mi adolescencia.
Mi madre me ha dicho alguna vez que ella no puede rememorar siquiera el nombre de su mejor amiga. Que su vida comienza el día en el que comenzó a trabajar en una oficina de la ciudad pocos meses después de su graduación. Que para ella, los años previos a su adultez pasaron desapercibidos y que los pocos eventos importantes en su vida —la boda con mi padre, el nacimiento de sus hijos y el divorcio— ocurrieron mucho después de la época escolar.
Yo no quiero olvidar. No deseo que nuevos amigos en la universidad reemplacen a los de ahora. Me niego a pensar en la posibilidad de olvidar a Matías y lo que siento por él.
Nos pasamos las primeras décadas de nuestra vida con unidad y compañerismo. Vemos a las mismas personas todos los días —padres y compañeros—, convivimos con ellos, forjamos lazos hasta que, un día, cuando el sistema educativo lo cree conveniente, nos separa de nuestras raíces. Nos arranca de la comunidad que se ha convertido en nuestro hogar y nos dice: "Estás listo, ve y enfrenta al mundo por tu cuenta". Todos los cimientos se derrumban. Las cadenas se rompen, algunas más rápido que otras. Incluso las amistades más sólidas pierden fuerza. Solo sobreviven algunos romances que se niegan a romper con la rutina de un encuentro diario.
Me aterra pensar en los cambios que se aproximan. No es solo el temor a un rechazo, lo que siento va más allá de un simple enamoramiento. Me asusta no reconocerme a mí mismo una vez que el verano llegue a su fin.
El chico de las mil gorras es un eslabón más en la cadena de elementos que no quiero perder. Por ello, admitir mi cariño me incomoda: podría acelerar la separación.
Los pasillos están casi desiertos. En las clases quedan apenas algunos alumnos que todavía tienen que entregar trabajos y rendir exámenes, otros que ya han faltado tantas veces durante el año que no pueden permitirse comenzar con sus vacaciones. Están también los deportistas que entrenan para sus últimos partidos amistosos con escuelas de la zona y, entre el montón, se camuflan los que solo siguen asistiendo para pasar el rato con sus amigos.
El murmullo usual es apenas un susurro en momentos claves del día: cinco minutos antes de que suene el primer timbre y durante el almuerzo.
Cabizbajo, ingreso a la última clase del día. Me alegra poder compartirla con Mila y con Julián. Él todavía no la ha aprobado y su novia pretende ayudarlo hasta último momento.
—¡Buenos días! —saludo con una sonrisa un tanto forzada—. ¿Cómo están?
—A pocos minutos de ser libre para siempre de esta prisión —responde Julián, concentrado en un papel que sostiene entre sus manos.
—Si el profesor aprueba su ensayo, se graduará —explica Mila. Está cruzada de brazos, sentada en el borde del escritorio de su novio—. ¿Tú cómo estás?
—Cansado —admito. Sacudo la cabeza un poco, mis rulos rebotan. Me he acostumbrado a no recogerlos salvo que sea necesario—. Me acosté tarde anoche y hoy me espera un día extenso.
Suelto un bostezo y vuelvo a sonreír.
—Si yo apruebo esta materia y Tristán pasa el examen de literatura de mañana, estaremos todos oficialmente graduados —murmura Julián con una sonrisa—. Ya estamos planeando una pequeña celebración en casa de Elena el sábado por la noche.
—Eli quería ir a una discoteca o algo así —suelta Mila con un suspiro—. Pero a mí esas cosas no me agradan. Detesto el humo de los cigarrillos, el aroma a drogas que se entremezcla con el sudor y a los que se ponen ebrios. No es lo mío. —Se encoje de hombros—. Me parece más divertido organizar una partida de Risk que dure toda la noche.
—Totalmente de acuerdo contigo —admito—. No me gusta jugar Risk, pero cualquier cosa es más atrayente que una discoteca.
—¡Aburridoooos! —brome Julián, arrastra la "o" para poner énfasis.
—Nadie te va a detener si decides ir por tu cuenta —responde Mila con una ceja arqueada.
La conversación termina de forma abrupta cuando el profesor ingresa y se aclara la garganta para que nos acomodemos en nuestros sitios. Solo siete alumnos quedamos en la materia el día de hoy. ¡Y eso que aún falta una semana para que las clases estén oficialmente terminadas!
Me observo en el espejo del vestuario del gimnasio. La ropa deportiva realmente me queda fatal. Los pantalones cortos son demasiado holgados alrededor de mis piernas de escoba torcida. La camiseta sin mangas me hace sentir desnudo; odio este tipo de cosas porque nunca sé si lo correcto es afeitarse bajo las axilas o no. Si no lo hago, me da asco y detesto pensar que alguien lo verá. Si lo hago, temo que me digan que soy demasiado afeminado cuando lo noten.
Me quito los lentes, los guardo en el bolso naranja y vuelvo a observar el reflejo, ¡mucho mejor! No logro ver nada. Mi silueta es apenas una mancha de colores poco definidos. Sé lo que veo, lo que tengo frente a mí, pero los detalles se mezclan entre sí hasta desaparecer.
Matías todavía no ha llegado de su clase de cocina. Me envió un mensaje para avisar que estaría aquí en algunos minutos. Aparecerá en cualquier momento.
Hace tiempo que no lo veo con su delantal de cocina. Se ve muy bien, por más irónico que suene, cuando mezcla su ropa deportiva con el atuendo de las clases.
Sonrío. Abro el bolsito naranja y vuelvo a colocarme los lentes. No quiero perderme ningún detalle de su figura cuando llegue.
Abandono el vestuario y comienzo a silbar sin pensarlo, la melodía que viene a mi mente es de un videojuego que me entretuvo anoche.
Recorro el pasillo del gimnasio en dirección al espacio principal, donde se encuentran todas las maquinarias y pesas. Allí es donde se supone que entrenamos.
—¡Gaby!
Escucho la voz de Matías y mis piernas se tornan gelatina. Me detengo en seco y sonrío; mi nombre suena hermoso en sus labios.
Volteo, animado y con ganas de verlo. La gorra deportiva esconde su mirada; el delantal blanco se ciñe a su cuerpo y marca levemente los músculos de su torso. Colocarme las gafas ha sido una gran idea. Aunque para cualquier ser humano coherente la combinación de vestuario de Matías sea ridícula, a mí me resulta atractiva.
Intento no sonrojarme. Ahora que sé que a él también le interesan los chicos, me siento terriblemente incómodo en su presencia. No creí que la verdad pudiera afectarme de esta forma.
—¡Buenas tardes! —Mi voz tiembla un poco, espero que él no lo note, ya me he puesto nervioso.
En estos momentos todo cobra un nuevo sentido. Cada palabra y acción que yo realice podría ser interpretada de formas que no había sospechado. Cada palabra y acción que él realice podría esconder mucho más de lo que yo originalmente creía.
—Disculpa la tardanza, ¿estás listo? —Matías se quita el delantal y lo cuelga de su hombro derecho.
¿No podría haberlo hecho antes de llegar? ¿O acaso quería que yo lo viera así? La posibilidad de encontrar segundos significados en absolutamente todo me molesta.
—Sep —respondo, no sé qué más decir.
—¿Tu pierna está bien?
—Eso creo —afirmo—. No te preocupes, no me duele.
Lo logré.
Resistí todo el entrenamiento sin que mi rostro se tornara rojo por el esfuerzo o por la vergüenza. No dije ninguna tontería que delatara lo que siento. Estuve a centímetros de Matías y toleré cada impulso de besarlo frente a las otras personas que ejercitaban a nuestro alrededor. Si voy a decirle algo, quiero que sea en privado o, al menos, cuando nadie nos pueda juzgar.
Resistí también a las duchas. El chico de las mil gorras y yo conversamos mientras nos aseábamos separados apenas por una cortina. No pude dejar de imaginarlo desnudo del otro lado en ningún momento.
Realmente lo amo. Me agrada todo de él. Me interesó primero por su belleza, luego por su personalidad. Me encanta cada diminuto elemento que conforma su persona. Sé que no es perfecto, nadie lo es. Y, sin embargo, no puedo encontrarle siquiera un defecto.
Estoy en la recta final de la jornada y no sé si mi cuerpo y mi mente puedan ponerse de acuerdo en qué es lo que debería hacer. Las mariposas de mi estómago no han dejado de moverse en un creciente torbellino desde el momento en el que ingresé al gimnasio.
Me coloco ropa limpia con prisa. Yo no tengo el privilegio de poseer un cuerpo digno de admiración, prefiero ocultarme. Me avergüenza que Matías me vea, me asusta preguntarme qué es lo que piensa de mi apariencia.
—¡Olvidé traer un par extra de calcetines! —Se queja Matías de repente.
Alzo la mirada como acto reflejo. Él se encuentra a mi lado, todavía desnudo. Una toalla se envuelve alrededor de su cintura y amenaza con caer en cualquier instante. Hago todo lo posible por alejar mi vista de su cuerpo.
—Yo tengo un par extra —murmuro, tímido—. Siempre tengo ropa extra... ya sabes, por si acaso.
Rebusco en los bolsillos de mi bolso naranja y le paso lo que necesita.
—Gracias —responde él con una sonrisa, sus ojos clavados en los míos. Baja la mirada por un instante y luego suelta una carcajada.
—¡No te burles! —ruego, incómodo. Avergonzado.
—Es que son geniales —explica él—. Me gustan. ¿Dónde los conseguiste?
No sé si habla en serio o no. Sé que suelo preferir la ropa sobria y poco llamativa, pero siempre he tenido una debilidad por los calcetines y por la ropa interior relacionada con mis pasatiempos. Suelo comprar estampados de videojuegos y de series. Mis calzoncillos preferidos son amarillos con un pequeño Pikachu en un costado. Los calcetines que acabo de prestarle son negros con un Pac-man en el talón.
—Internet —admito—. Puedes conseguir lo que quieras en internet.
—¿Tendrán algún par con el símbolo de Queen? —pregunta él, interesado.
—Seguro que sí.
Termino de alistarme con prisa, algo que no es usual en mí, porque no quiero que Matías se sienta en la obligación de esperarme. Solo una persona queda en los vestidores además de nosotros.
Nos aproximamos a la recepción mientras conversamos sobre posibles planes para el fin de semana. Le explico que mis amigos y yo celebraremos la graduación de todo el grupo el sábado y que quizá podamos vernos mañana o el domingo por la tarde. Él también tiene planes, no me dice exactamente qué es lo que va a hacer. Parece que no nos veremos en los próximos días.
—Gaby, te felicito por la graduación —saluda él cuando estamos por despedirnos.
—Gracias —respondo, inseguro. Las emociones que me genera la idea de abandonar la escuela no son exactamente positivas—. Escríbeme si logras despejar tu agenda para los próximos días. —Tomo la iniciativa.
—Claro —asegura él.
—Espero que no planees nada para el siguiente fin de semana, no olvides que te invité a mi graduación —digo; es en parte una broma, pero me genera ansiedad.
Matías suelta una carcajada. Parece que no se ha tomado la invitación en serio.
—No creo poder contratar una limousine, pero te recogeré puntual. —Hace una reverencia exagerada.
Sonrío con tristeza, intento que no se note.
—Pensé que tú eras la damisela —continúo con su chiste—. ¿Cuándo fue que cambiamos de roles?
—Es que creo que el vestido se verá mejor en ti —explica Matías.
Ambos comenzamos a reír a carcajadas.
—Tienes razón —digo, todavía entre risas—. Pero yo ya compré mi ropa bonita y creo que se me ve lo suficientemente bien. Además, los vestidos son costosos.
—Buen punto.
Nos quedamos en silencio por algunos instantes. A mí me incomoda, no sé si a él también.
—Gracias por la clase —suelto, no sé qué otra cosa decir—. Nos vemos.
—Diviértete con tus amigos —responde él.
Asiento con un movimiento de mi cabeza. Nuestras miradas se cruzan, efímeras. La suya asoma por debajo de la gorra deportiva, la mía entre algunos mechones de rulos que no logré domar.
—Por cierto —comienzo a decir, pero me detengo.
¿En qué demonios estoy pensando?
—¿Mmm?
—Nada, olvídalo. Es una tontería. Nos vemos pronto —miento. Desvío la mirada, listo para marcharme.
—Gabriel, espera —pronuncia mi nombre sin dejar de mirarme, siento sus ojos posados en mi rostro.
—¿Qué ocurre? —pregunto, asustado.
¿Será que él hará el primer movimiento? No, tengo que dejar de soñar despierto. Él no se comportaría de esa forma. Estamos solos y muy cerca. Quizá... no, es imposible.
Matías posa una mano sobre mi hombro, me estremezco. ¡Ojalá no lo haya notado! Estoy tan nervioso que mi corazón va a estallar.
—¿Estás seguro de que no es importante? —pregunta preocupado.
No sé si siento alivio o decepción de que no sea una declaración amorosa.
—Segurísimo —miento otra vez. Huelo su desodorante a esta distancia, me embriaga.
Alzo la mirada otra vez y le sonrío; ¡es tan hermoso! Me hipnotiza. Con cada momento que paso a su lado pierdo un poco de autocontrol.
Yo también coloco una mano sobre su hombro desnudo con familiaridad; agradezco que tenga una camiseta sin mangas, su piel es cálida.
—Si necesitas hablar con alguien sobre un problema —insiste con sincera preocupación—, si tienes algún inconveniente o si necesitas que te lleve hasta tu casa sabes que me lo puedes decir, tengo mi coche estacionado y...
"Que el mundo arda", pienso por fin. "Mariposas, ustedes ganan".
Interrumpo a Matías con un beso. Lo sorprendo, su cuerpo se paraliza bajo mi tacto. Apenas si poso mis labios sobre los suyos por in instante, pero la tensión en él me destroza; él no parece corresponder.
Sin decir nada más, salgo corriendo del gimnasio. Oigo que el chico de las mil gorras llama mi nombre desde el umbral poco después.
Giro en una esquina y en otra. No tengo una dirección fija. Avanzo por la ciudad bajo la luz de los faroles que acaban de encenderse y que se preparan para el pronto anochecer. Me muevo por varios minutos hasta que estoy seguro de que Matías no me sigue. Luego, detengo un taxi y me subo. Le indico la dirección de la casa de Julián, aviso en un mensaje que estoy yendo y que me quedaré a dormir allí, que es urgente. Luego, apago el teléfono con miedo a recibir un llamado del chico al que acabo de perder.
-Nathalia también sale corriendo antes de que los lectores intenten asesinarla-.
Intentaré responder comentarios la semana que viene xD
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