CAPÍTULO 22 - LUNES
Estoy agotado y el dolor de cabeza todavía me persigue. Llega y se va cada varios minutos, se escapa con las aspirinas y regresa cuando los profesores empiezan a hablar. Tengo sueño y no he podido dormir bien en toda la noche por pensar en la foto y en los comentarios que dejaron en el perfil de Facebook de Matías.
Unir los hilos es imposible, ninguno de los conocidos del chico de las mil gorras fue lo suficientemente específico. Necesito ayuda profesional.
Sentados frente a frente durante el horario del almuerzo, deposito mi confianza en la única persona capaz de tenderme una mano y desvelar los misterios.
La cafetería está casi vacía, el silencio es antinatural. Muchos de los alumnos que ya tienen todas sus materias aprobadas han decidido tomarse sus vacaciones antes de tiempo, otros tan solo optan por extender el fin de semana y se presentarán de seguro mañana. Tengo que hablar en voz baja porque temo que las palabras escapen de nuestro entorno; la quietud es un arma de doble fila: menos gente significa menos oídos que puedan escucharnos, pero también hace que las charlas resalten en lugar de perderse en el murmullo general.
—¿Lo harías por mí? —ruego luego de dar una explicación completa de lo sucedido—. Sé que nadie más podría ayudarme con algo así.
—¿Y qué ganaría yo con eso? —pregunta Elena, divertida. Ya ha terminado de almorzar mientras me prestaba atención, yo ni siquiera he comenzado a comer.
—¿Mi eterna gratitud? —sugiero con un dejo de sarcasmo. Me encojo de hombros y suspiro— No sé, dime qué quieres.
Una media sonrisa traviesa asoma en su semblante.
—Quiero que prometas que le dirás lo que sientes antes del baile. Si no cumples, yo misma iré a contarle porque no puedo permitir que un amigo se pierda de ser feliz solo porque es demasiado idiota como para enfrentarse a lo que le asusta.
¡Maldición!
—De acuerdo —suelto sin pensarlo—. Pero solo si aceptas una condición muy particular.
—¿Cuál? —pregunta ella.
—Ni una palabra de esto a Tristán. Te lo estoy pidiendo ahora porque sé que él no almuerza con nosotros cuando tiene entrenamiento. Si le dices algo yo no tendré que cumplir con tu pedido.
Elena suelta una carcajada sincera.
—Trato hecho. Sherlock está a tu servicio, Gaby. Prometo resultados en menos de una semana o te devuelvo tu dinero... —hace una pausa y extiende su mano hacia mí; está toda grasosa por la pizza fría que comió—. O, mejor dicho, si no encuentro lo que buscas antes del próximo lunes ya no tendrás que cumplir con tu promesa.
Sonrío, complacido, pero no tomo su mano. Me da un poco de asco; ella la retira a los pocos segundos, no parece ofendida por mi reticencia. Debe suponer que no comprendí el gesto.
Luego de un extenso debate conmigo mismo durante la ducha de esta mañana, he llegado a la conclusión de que no hay mejor stalker de redes sociales que Elena. Hace algunos meses ayudó a Mila a identificar a su admirador secreto. Espero que ahora pueda averiguar para mí qué es lo que tuvo triste a Matías en el pasado, por qué sus amigos le dan ánimos. Me interesa saber a quién le pertenecen las prendas que me prestó y, si fuese posible, conocer la identidad de su ex (qué clase de persona es, qué tipo de cosas atraen a mi personal trainer).
Mis amigos aseguran que es obvio que el chico de las mil gorras siente algo por mí, aunque yo no lo creo así. Cuando le conté a Mila sobre este asunto, ella me dijo que es posible que Matías tenga el corazón roto y que por eso siente un poco de miedo ante la idea de lanzarse en otra relación después de haber sufrido, que eso es normal —al menos en ficción—.
Me permito admitir que esa es una posibilidad tangible, aunque no completamente probable. Espero hallar las respuestas junto con Elena para así decidir qué haré con respecto de mis sentimientos.
—Gracias, en serio —murmuro.
—No lo hago porque sí, lo hago porque parece que esta es la única forma de que te atrevas a hablar con él —replica Elena—. Si yo estuviera en tu lugar ya habría aprovechado al menos cinco o seis ocasiones para robarle un beso de improvisto y ver cómo demonios reacciona.
—Estás loca —niego con un movimiento de mi cabeza mientras intento no reír. Mis rulos rebotan a los lados.
—No estoy loca, es solo que yo sí entiendo que el tiempo pasa, que las oportunidades no duran para siempre y que con arriesgarse no se pierde ni un cuarto de lo que sí se pierde con el miedo. Atreverse es ganar, Gaby. Si él te corresponde, serás feliz desde es momento. Si no lo hace, podrás seguir adelante ya sin temores ni preocupaciones. Entre más rápido admites lo que sientes, más rápido también obtienes tu ganancia. —Elena se encoje de hombros—. No es como si un beso fuera a matar a nadie.
"Por un beso perdí la amistad de Julián...", pienso. "Por arriesgarme pasé como diez años sufriendo de su odio y de su maltrato".
No lo digo, no vale la pena. Ella me ayudará y eso es lo que importa.
¡Soy libre! ¡Estoy oficialmente graduado del secundario! El profesor acaba de entregarme las tareas y trabajos con una sonrisa; la nota final que recibo en la materia no es excelente, pero alcanza para aprobarla y para cumplir los requisitos mínimos de la mayoría de las universidades.
Siento ganas de llorar, pero me contengo.
Agradezco al señor Tyler una y otra vez por su apoyo y paciencia. Si no fuera por su buena voluntad, tal vez tuviera que pasarme todo el verano metido en un salón de clases.
Con una sonrisa en mi rostro, recorro la escuela rumbo a mi casillero. Colocaré absolutamente todas mis pertenencias en la mochila y dejaré el espacio limpio. No pienso volver a cargar con estos libros ni cuadernos.
Es más, creo que me tomaré uno o dos días para descansar. Quiero seguir viendo a mis amigos y sé que extrañaré la escuela, pero me gustaría disfrutar de mi libertad con excesivas horas de sueño, videojuegos y, tal vez, una tarde de compras online.
El jueves asistiré a clases solo porque luego tengo que ir al gimnasio que me queda cerca de la institución. El viernes tenemos prohibido faltar porque se realizará el ensayo general para la ceremonia de graduación; nos entregarán las túnicas y los gorros por si queremos decorarlos.
Yo no lo haré, me daría vergüenza, pero a muchos alumnos les encanta personalizar la parte superior de sus birretes. Es más, Mila me ha pedido ayuda con el suyo porque las manualidades y las artes no se le dan bien. Dice que tiene una idea, un diseño, pero que está segura de que lo arruinará.
Tomo por fin el último objeto que descansa en el fondo de mi casillero, es un viejo CD que contiene las fotos del viaje escolar que hicimos el primer año del secundario. Los profesores compilaron todas las imágenes que pudieron y nos entregaron copias para que las tengamos siempre de recuerdo. Creo que nunca ni las miré, no debo salir en ninguna. Me incomoda tomarme fotos innecesarias, en especial con cámaras ajenas. Tal vez en el futuro me arrepienta por la falta de mementos del pasado.
Me cuelgo la mochila de los hombros, pesa muchísimo y temo que pueda romperse en el camino a mi hogar. Espero que no, sería humillante si todas mis cosas se esparcieran por la acera y yo tuviera que agacharme a recogerlas frente a los curiosos extraños. Lo mejor será apresurarme.
Tomo mi teléfono para ver la hora y noto que tengo un mensaje, ¡es de Matías!
"Traje tu cargador conmigo al trabajo, puedes pasar a buscarlo por el gim cuando quieras, estaré en la recepción toda la tarde."
Sonrío. El peso en mi espalda es una tortura, pero no quiero dejar pasar una oportunidad de ver al chico más hermoso de la ciudad. Le respondo.
"Estoy saliendo de la escuela, voy a para allá".
Hoy es un gran día.
Matías no me ve llegar. Tiene sus audífonos puestos, tararea en silencio alguna melodía que no reconozco. Con los ojos fijos en la pantalla de la computadora, escribe a paso lento algún tipo de mensaje, de seguro un correo electrónico. Hoy lleva puesta una gorra deportiva negra y turquesa con el logo de no sé qué marca de bebidas energéticas, he visto sus comerciales en la vía pública.
Me aproximo al mostrador con una sonrisa y espero a que él levante la vista y me note. Se lo ve concentrado.
Tap, tap, tap. Sus dedos se mueven con cuidado sobre el teclado. La mirada pasa de la pantalla a las letras, se ve que no sabe su ubicación de memoria. Yo estoy tan acostumbrado a la computadora que puedo escribir rápido hasta con los ojos cerrados o mientras miro alguna serie en Netflix.
Aguardo paciente, el peso de la mochila comienza a darme dolor de espalda. Empiezo a considerar tocar el hombro de Matías cuando él mismo presiona con fuerza el "enter" y sonríe antes de levantar la mirada.
—¡Gaby! —saluda con alegría y en voz un tanto alta mientras se quita los audífonos—. ¿Te hice esperar mucho? ¡Lo siento! —se disculpa.
—Recién llego —miento—. No te preocupes. Es más, gracias por haber pensado en traer el cargador, mi madre de seguro está sin batería ahora mismo porque le robé el suyo anoche —bromeo.
Matías abre un cajón y me pasa el cable, en ningún momento deja de sonreír. Su belleza es sorprendente.
—Gracias —murmuro al recibir el cargador—. ¿Cómo va tu día?
—Bien, aburrido. Esto de ser oficinista no es para mí. Tardo más buscando en Google cómo se escribe bien cada palabra que en armar los correos electrónicos en sí. ¿Te imaginas que le responda a un cliente con un montón de errores?
—Tendrían que contratar a mi amiga, a Mila, ella es una obsesiva de la escritura correcta. A veces hasta le dice a los profesores que ponen las comas y los puntos donde no van —explico—. A mí me ha corregido comentarios de Facebook en el pasado.
Matías suelta una carcajada.
—Oye, el dueño dice que seguramente tomará a una empleada nueva porque la otra chica no está interesada en regresar. Si tu amiga busca ganarse algo de dinero durante el verano, capaz puede venir aunque sea para uno de los dos turnos que tenemos —propone él.
—Se lo mencionaré cuando la vea —respondo de inmediato.
La conversación pasa de un tema a otro. Pocos son los clientes que entran y salen del gimnasio. Supongo que muchos estudiantes están rindiendo exámenes y que a nadie le agrada ir a hacer ejercicios los días lunes.
La mochila cada vez me lastima un poco más. En un momento decido quitármela y apoyarla en el suelo entre mis piernas. La quito de mis hombros y la dejo caer con pesadez. El ruido que hace es bastante sonoro.
—¿¡Cuánto pesa esa cosa!? —pregunta Matías, sorprendido.
Bajo la mirada un tanto avergonzado.
—No es tanto. Pasa que hoy vacié mi casillero, tengo todo aquí dentro.
—A ver, déjame intentarlo. —Se pone de pie y rodea el escritorio.
Retrocedo algunos pasos y le permito tomar la mochila entre sus brazos. Hace un gesto de incomodidad cuando la levanta algunos centímetros y la vuelve a dejar caer.
—Gaby, ¿cómo se siente tu espalda? ¿Has tenido esto colgando de ti toda la tarde? ¡Es malo para tu salud y tu postura! —reclama, preocupado—. ¿Pensabas caminar hasta la parada del bus con esta cosa?
Me encojo de hombros.
—Estoy bien, es solo un día. Y mañana no iré a la escuela así que, si me duele la espalda, podré descansar.
Matías arquea una ceja, no estoy seguro de comprender lo que significa.
—Hoy no tengo mucho trabajo, quédate aquí hasta que cerremos y te llevo a tu casa —ofrece—. Falta poco más de una hora, ¿te parece bien?
Sacudo la cabeza y los rulos de un lado a otro.
—No, para nada. No eres mi chofer. Siempre me llevas y me traes como si fueras un taxi. No puedo aceptarlo, no me gusta abusar de tu buena voluntad —replico.
Amo sentarme a su lado en el vehículo con la música de fondo. Siento que los recorridos con él son muy íntimos y, aunque a veces apenas si hablamos sobre tonterías, mi corazón dice que es un rato en el que lo tengo a pocos centímetros de mí, donde lo único que podemos hacer es conversar entre nosotros.
—Lo hago porque quiero —asegura él—. Tengo un vehículo que apenas si uso para venir hasta aquí y regresar a mi hogar. Además, me agrada tu compañía. Siempre estoy solo en todos lados. Mis amigos viven lejos y en las clases de cocina son todas mujeres cuarentonas —suelta una carcajada—. Es como que... a todo mundo le caigo bien, pero con casi nadie logro forjar una amistad.
No sé qué decir ni cómo responder, pero no puedo guardar silencio.
—Eso es porque no saben que tienes tres hermosos gatos —suelto sin pensar—. Todos aman a los gatos, salvo que sean alérgicos. Si les dices a las personas que tienes gatos y les muestras sus fotos, te amarán.
—Quizás algún día pruebe esa táctica —responde él y comienza a reír.
Yo lo imito, no puedo evitarlo. Cada vez me resulta más cómodo ser yo mismo a su alrededor, sin tapujos ni miedo a pasar vergüenza. Entre nosotros existe una confianza extraña que surgió de forma veloz e inexplicable, pero que me encanta. Y creo que a él también.
El tiempo vuela a su lado. Las horas se vuelven apenas segundos cuando conversamos, no importa si es sobre tonterías o sobre asuntos un poco más serios. Esto es bueno y es malo porque antes de que lo note, ya es hora de abandonar el gimnasio.
Nos separaremos en algunos minutos y no volveremos a vernos hasta el jueves. Solo pensarlo entristece a mis mariposas.
Faltan menos de dos semanas para la graduación =O
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