CAPÍTULO 1 - LUNES
La escuela en lunes es como una imitación barata del videoclip de Thriller: todos parecen zombis, alumnos y profesores por igual. Algunos no superan las fiestas del fin de semana o se asustan porque no hicieron nada de lo que se suponía que iban a hacer antes de regresar a la rutina. Están los que simplemente detestan levantarse temprano y los que tienen una fobia irracional por el comienzo de la semana. Se ven ojos rojos y pronunciadas ojeras por doquier. Hay chicos que se nota que ni se han lavado el rostro, a varias de mis compañeras les quedan restos del delineador que usaron el sábado por la noche. ¡Muchos ni tuvieron intención de peinarse! Sospecho que varios hasta llevan el pijama escondido debajo del resto de su ropa. Por los pasillos hay camisas puestas al revés, calcetines que no combinan, faldas arrugadas y otro montón de elementos estéticos particulares que desaparecen siempre al día siguiente.
Yo amo los lunes. Los adoro.
Me levanto temprano, me ducho con paciencia, desenredo mis rulos y los peino con cuidado. Me tomo mi tiempo para escoger un atuendo para la jornada escolar, el traje de baño, algo para hacer deporte y un último cambio de ropa para cuando salgo de la segunda ducha del día en el gimnasio. Todo tiene que ir a juego con las zapatillas y los lentes que decida llevar. Soy muy metódico en este sentido.
Mi abuela me prepara el desayuno y me queda incluso tiempo suficiente como para conversar con ella un rato antes de partir.
Los lunes tengo todas mis clases preferidas de la semana, salgo temprano de la escuela y, como si fuera poco, tengo la posibilidad de ver —por algunos segundos— al chico de las mil gorras. Hoy, como tantos otros lunes, me he pasado todo el rato pensando qué clase de gorra tendrá cuando llegue al gimnasio.
Verlo es refrescante. A veces lo imagino a mi lado. No sé si será gay o no, pero creo que él es el amor de mi vida, mi media naranja —o media fresa, prefiero las fresas porque las naranjas me causan acidez—. Desde la primera vez que lo vi tuve uno de esos flechazos divinos llenos de mariposas como en las películas románticas. Por mucho tiempo intenté convencerme de que es solo cuestión de soledad. Todos mis amigos salen con alguien ya, así que a veces me siento incómodo cuando vamos a algún lado en grupo. Me repetí a mí mismo que son mis ganas de enamorarme las que me llevaron a sentir esta absurda admiración por el chico.
Y no funcionó.
Cada día me gusta más, todos los lunes espero con ansias el momento de cruzar la puerta de vidrio para que él me salude. Ojalá que la recepcionista anterior nunca regrese.
Cuando el timbre que anuncia el final de mi última clase suena por todos los parlantes de la escuela, mi corazón se detiene por un instante.
Tengo una rutina: Me pongo de pie de un salto, recojo todas mis pertenencias sin mucho cuidado y salgo corriendo por los pasillos antes de que se llenen de alumnos. Busco mi casillero, arrojo el material escolar y tomo el bolsito naranja donde cargo con mi ropa deportiva. El naranja es mi color preferido.
Si quisiera, podría ponerme el traje de baño o los pantalones cortos y la camiseta holgada desde que me levanto por la mañana, pero no me agrada cómo se me ven los atuendos deportivos. No son de mi estilo. Yo prefiero mis pantalones ajustados y las camisas con estampados sobrios. Siento que parezco un espantapájaros pálido cuando me pongo ropa deportiva.
Ya falta poco. En unos minutos podré verlo.
Miro el reloj en el teléfono. Solo tengo que esperar un par de segundos para que suene el tan ansiado timbrazo. Los cuento en mi mente: veintitrés, veintidós, veintiuno, veinte, diecinueve...
—¿Gabriel Petronatti? —llama el profesor.
—¿Sí, señor Tyler? —consulto. Siempre me resulta confuso su nombre porque no sé cuál es el de pila y cuál el apellido. Se llama Marcus Tyler, o Tyler Marcus. No sé, es lo mismo.
—Necesito robarle algunos minutos apenas termine la clase —me pide.
"No, no, no, ¿justo en lunes?"
—Cla-claro —respondo, nervioso.
El timbre suena y veo cómo todos mis compañeros recuperan su libertad. Mis piernas urgen por comenzar a trotar rumbo al gimnasio, pero las controlo. Acomodo mis objetos personales con paciencia y luego me aproximo al escritorio del profesor.
—¿Puedo ayudarlo con algo?
—No, de hecho, soy yo quien quiere ayudarlo a usted —asegura. La verdad es que no está haciendo un buen trabajo en este momento, ¡me perjudica!—. Sus calificaciones han vuelto a bajar, supongo que ya lo sabe. Ha logrado el mínimo que necesita para graduarse en todas las materias salvo en la mía. Sé que se ha esforzado porque es su último año y me gustaría verlo graduarse sin más tropiezos.
Asiento, no sé a qué apunta. Le dejo continuar.
—Hay otros dos alumnos en su misma situación, pero ya he hablado con ellos sobre mi propuesta. Dígame, ¿quiere aprobar mi materia y graduarse con el resto de la clase?
—Claro que sí —respondo.
—A partir de la próxima semana, les daré clases extracurriculares a ustedes tres. Una hora exacta desde el último timbre. Es la única posibilidad que tendrá de graduarse este año me temo.
Las mariposas de mi estómago acaban de morirse. El flechazo me atravesó el corazón y estoy sangrando por dentro, ¿¡QUÉ!? Mis lunes son intocables, mis lunes son sagrados.
—Disculpe, ¿no podría ser otro día? Tengo natación en el gimnasio los lunes cuando terminan las clases —ruego. Espero que la desesperación no se note en mi voz.
—Lo lamento, pero es el único día que yo estoy disponible. Puede asistir y graduarse con sus compañeros. O puede escoger la natación y nos veremos de nuevo durante el verano —se excusa.
Sé que el profesor no tiene malas intenciones, ¿pero tenía que arruinar mis lunes? ¡Ahora entiendo por qué todos odian los lunes!
Suspiro.
—Lo pensaré —suelto al fin—. Intentaré cambiar el horario de mis clases de natación o buscar otro deporte que se ajuste mejor a sus horarios. ¿Puedo darle una respuesta la próxima semana?
—Claro. Que tenga un buen día —se despide el señor Tyler.
Cabizbajo, me marcho. Me sumo a la coreografía de zombis escolares por primera vez en lo que va del año.
¿Qué debo hacer? ¿Qué es más importante? ¿Graduarme con mis compañeros o ver al chico de mis sueños?
Malditos lunes.
Camino hasta mi casillero y continúo con la rutina. Destrabo el candadito, tomo el bolso naranja y cierro con tanta fuerza que la puerta rebota contra mi rostro y hace que mis lentes caigan al suelo. Maldigo en mi mente, pero no en voz alta. Me parece una falta de respeto lanzar insultos al aire.
Dejo escapar otro suspiro mientras me agacho para recogerlos; bien, no se han roto. Al volver a ponerme de pie, me doy la cabeza con la parte inferior de la puerta que sigue abierta.
Me sostengo los rulos con ambas manos y hago una mueca de dolor. No lloro ni digo nada a modo de queja, pero mis ojos se sienten húmedos. Esto me va a dejar un cuerno de unicornio. Genial —nótese el sarcasmo—.
"Calma, Gabriel. Calma. Quizás el chico de las mil gorras atiende el mostrador también otro día".
Dejo escapar un suspiro, cierro el casillero y me marcho. Antes de salir, sin embargo, me compro un chocolate en la máquina expendedora. Lo necesito. Lo necesitaré luego de ver al chico de mis sueños por última vez.
Sí, estoy siendo dramático, lo sé. No puedo evitarlo. El chocolate es parte indivisible de mi terapia personal contra la tristeza.
—¡Gaby! —escucho la voz de Mila, una de mis amigas, a mis espaldas—. ¡Qué raro que sigas por aquí! ¿No tienes Natación hoy? ¿O es que tu príncipe azul está de vacaciones?
Sonrío. Ella es la única que sabe sobre mi irracional atracción por el empleado del gimnasio. Nunca lo ha visto, pero le he contado sobre sus gorras en más de una ocasión.
Me volteo para saludarla con un abrazo. Nunca nos cruzamos en la escuela los lunes. Tenemos clases diferentes aunque estamos en el mismo año. Solo coincidimos en algunas materias a la semana.
Como los alumnos podemos escoger en qué orden tomar las asignaturas obligatorias —y luego buscamos clases optativas que se ajusten a lo que queremos seguir en la universidad—, es complicado acomodarse a las decisiones de nuestros amigos. En especial porque muchas de las amistades se forjan recién en el segundo o el tercer año.
Mila y yo nos comenzamos a hablar en una clase que compartíamos por casualidad, pero cuando quisimos coincidir en las materias de los semestres futuros, resultó que ella ya había tomado todas las clases que a mí me faltaban.
Tenemos intereses muy diversos. Cada uno de nosotros escogió primero lo que más le gustaba. Ella tomó cosas como Historia, Literatura y Ruso apenas entró a la secundaria. Yo inicié con Álgebra, Física, Francés y similares.
Al final, este último semestre escolar solo compartimos dos materias que a ninguno de los dos nos agradan: Biología II y Filosofía.
—Estoy saliendo para allá —admito con una sonrisa en mi rostro que intenta disimular mi ánimo real—. El profesor me retuvo un par de minutos nada más.
—¿Estás bien? Tus rulos parecen deprimidos. ¡Míralos! Se están cayendo como si lloraran —bromea—. ¿Te ayudo con algo? ¿Necesitas una sesión de estudio intensiva con la amiga más estricta que tienes?
—Nah, no te preocupes. Debe ser la humedad —miento. Intento alejar las preocupaciones al encogerme de hombros—. Pero ya me voy, no sea que mi chico cambie de turno con otra persona antes de que pueda verlo.
—Suerte con eso. —Mila se pone en puntas de pie y sacude mi cabello con sus manos—. Te llamaré esta noche para que me cuentes qué te ocurre. Porque sé que algo malo te pasa, no me lo puedes ocultar a mí.
Asiento y me despido con un gesto de mi mano.
Me detengo en la esquina del gimnasio. Estoy decidido a darle una buena mirada al chico de las mil gorras. No voy a asustarlo ni nada, pero quiero prestarle atención a los detalles, quiero devolverle el saludo por primera vez. Quizás incluso me atreva a acercarme lo suficiente como para leer su nombre en la identificación que lleva alrededor del cuello.
Como hago gimnasia sin lentes, nunca la puedo leer desde lejos. Hoy me aproximaré, estoy listo. Quiero dedicarle una sonrisa como las que él le otorga a cada miembro del gimnasio. Luego, iré a mi clase de natación, a la bicicleta, a las pesas y a las duchas. Lo mismo que cada lunes.
Por última vez.
Tomo una gran bocanada de aire y doy largos pasos hasta la puerta de vidrio. Estoy listo.
Ingreso como siempre, con una gran sonrisa despreocupada en mi rostro y los rulos que rebotan sobre mis hombros. Allí está él. Hoy lleva puesta una gorra deportiva negra con el símbolo de no sé qué marca de zapatillas. Lo he visto mil veces, pero no recuerdo exactamente de cuál es. Me gusta, le queda bien porque se camufla con su cabello oscuro.
Se ha puesto una camiseta amarilla sin mangas que hace que los músculos de sus brazos se marquen bien. Tiene un tatuaje, ¡nunca lo había notado! Es una flor de lis cerca de su hombro derecho, apenas un detalle. Mueve la cabeza al ritmo de la música que suena en la radio —a volumen bajo— y silba la melodía. No la reconozco.
Alza la mirada cuando oye mis pasos sobre el suelo de madera. Me sonríe.
Sí, me sonríe A MÍ. Siento que voy a morirme aquí y ahora al pensar que esta puede ser la última vez que este chico me obsequie su belleza. Tiene la hermosura ruda de un deportista hecho y derecho, pero sin ser intimidante en lo más mínimo. No le sobran músculos, pero tampoco le faltan. No sé cómo explicarlo, es masculino y delicado a la vez: perfecto.
Trago saliva.
—¿Te puedo ayudar con algo? —pregunta él.
¡Su voz! Tiene una voz de macho seductor que pensé que solo existía en mis sueños. Me siento sucio por cuánto disfruto del sonido. Rara vez lo he oído hablar y, cada vez que lo hago, mis piernas se tornan gelatina. Por suerte soy un buen actor y no dejo que mi emoción se note demasiado. Si la gente supiera las cosas que pasan por mi mente cuando veo a este hombre, me meterían preso por acosador.
Temo que lo he mirado muy intenso, o por demasiado tiempo. Él lo notó.
Maldición.
—Em... yo... —Me aproximo a su escritorio—. Tengo que cambiar el horario de mis clases de natación.
Verlo de cerca es todo un privilegio.
—Claro, permíteme un minuto. Gabriel, ¿cierto? ¿Cuál es tu apellido? —consulta.
Me quedo mudo. ¡Sabe mi nombre! Tengo que responder. Tengo que responder con naturalidad.
—Gabriel Petronatti con doble "t". Apellido italiano —explico.
—Perfecto, Gaby. Escucha. El sistema está caído desde hace casi dos horas y no sé si volverá a funcionar hoy. Anotaré que quieres cambiar tus horarios, pero como nos turnamos con el papeleo por ahora, necesito que envíes un correo electrónico mañana o pasado con tu pedido y tus horarios disponibles para ver cómo podemos acomodarte las clases. ¿Te parece?
—Claro —afirmo—. Muchas gracias...
—Matías. Me llamo Matías, pero me dicen Matute, o Tute directamente —añade—. Un gusto.
Es muy simpático.
Toma un papelito del escritorio y me lo pasa. Es una tarjeta personal del gimnasio. No, no es solo del gimnasio, es suya. Tiene su nombre, su casilla de correo electrónico y su teléfono. ¡OH, POR DÍOS, TENGO SU NÚMERO DE TELÉFONO!
—Gracias de nuevo, Matías —saludo, nervioso. Siento que mi corazón va a explotar. Es más, temo que si abro la boca un centenar de mariposas (que han revivido ya) escapará por mi garganta.
Me alejo por el pasillo tan casual como la emoción me lo permite. Quiero gritar. Estoy hiperventilando. En tan solo cinco minutos me dijo su nombre, su apodo, me dio su correo electrónico y su teléfono. Voy a morir.
Esto es obra del destino. Bendito lunes.
¡Mila no me lo creerá cuando se lo cuente!
Todavía no puedo superar lo que ocurrió. No voy a poder dormir por la emoción. Y si duermo, quién sabe qué clase de sueños tendré.
Ruedo de un lado al otro de mi cama y espero que mi amiga me llame. Estoy ansioso. No dejo de mirar la tarjeta personal de Matías. Me pregunto si soné muy formal cuando no lo llamé por un apodo. Es que me pareció una mala idea tratarlo como a un amigo de toda la vida.
El teléfono suena.
—¡Milatengoquehablarcontigoyamismo! —suelto todo junto sin respirar y sin dejar espacio alguno entre las palabras—. No te imaginas lo que ocurrió.
Le cuento todo con lujo de detalles. Creo que la aburro un poco, y es que no puedo dejar de pensar en los pequeños hoyuelos que se le forman al sonreír y que antes no había notado. Me voy de tema con cada mínimo detalle que he descubierto hoy.
—¿Ya le escribiste? —quiere saber ella. Va al grano.
—No, no sé qué decirle. No sé cómo hablarle. ¿Debería ser formal? ¿Debería ser informal? ¿Debería tratarlo de usted o de tú? Esto es importante.
Mila estalla en carcajadas.
—¡Y yo qué sé! Ponle algo como: "Hola, soy Gabriel, el chico de los rizos de oro. Estos son mis horarios disponibles y quisiera saber si puedo tomar otra clase de natación o qué opciones tengo dentro de mis posibilidades. Besos." —sugiere.
—¿Rizos de oro? ¿Besos? ¡Mila, esto no es una broma!
—Lo sé, lo sé. A lo que voy es que no deberías pensar demasiado. Tienes que ser tú mismo, actúa natural. Le escribes por algo relacionado con su trabajo, pero al mismo tiempo eres simpático. No es tan complicado, Gaby. Vamos. ¿Desde cuándo tú eres una bola de nervios? —bromea.
—No sé, me pone nervioso este tema. Gracias por escucharme. Es bueno poder contarle todo esto a alguien —admito. Los chicos no lo entenderían.
—Para eso estoy. Además, tú me ayudaste cuando yo tuve todo el caos emocional de Julián y Víctor. Ahora, vete a dormir que ya es casi medianoche. Te quiero, tonto. Nos vemos mañana.
—Yo también, Mi. Gracias. Nos vemos mañana. —Doy por finalizada la llamada y miro el cielorraso.
Soñaré con él.
Admítanlo, extrañaban los separadores con monigotitos lindos xD
Quisiera que me cuenten un poco sobre su primera impresión de la novela. ¿Qué tal les cae Gabriel? ¿Es la narración demasiado simple o demasiado compleja en comparación con lo que se esperaban? ¿Se me ha pasado algún argentinismo? xD
¡Ah! Y antes que me lo pregunten, la respuesta es sí. Tengo una imagen mental de cómo se ve el chico de las mil gorras. Lo imagino algo así como Pablo Heredia en Floricienta, pero con la piel un poquito más oscura xD (lo siento, es que justo estoy viendo la novela de nuevo).
Si no saben quién es, van a Google y listo (?), no se arrepentirán.
¡Nos leemos pronto!
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