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Muchas personas creen que tener privilegios es sinónimo de felicidad. No pueden estar más equivocados. La felicidad en sí es un privilegio del que no todos gozan. A veces nos engañamos a nosotros mismos o tratamos de convencernos de que estamos bien, pero no hay nada más alejado de la realidad. ¿Cuántas veces escuchamos a nuestros padres o a cualquier persona decirnos que lo tenemos todo para ser felices y que estamos siendo ingratos al no valorarlo? Uno puede tenerlo todo pero nada de eso sirve si no nos sentimos plenos.

Cuando llegué a ese lugar lo primero que sentí fue una terrible sensación de tristeza y soledad. Tenía frente a mí al ser humano en su máxima decadencia, pero aún así, ellos mantenían esa sonrisa debilucha en sus rostros. Era una sonrisa que luchaba por mantenerse allí, por ocultar vaya a saber cuántas cosas. En ese momento comprendí que incluso quienes dicen ser felices a veces no lo son.

Román me hizo pasar a una pequeña sala para presentarme a sus amigos. Sus nombres reales eran Hugo y Roberto, pero se cambiaban sus nombres cuando estaban trabajando en la calle. No quisieron entrar en muchos detalles sobre eso. Hugo era de mi estatura, pero delgadísimo. Estaba tan flaco que sus pómulos se marcaban hasta hundir sus ojos. También le faltaban algunos dientes. Roberto parecía un poco más repuesto, pero las ojeras que oscurecían su mirada me contaron sin palabras que no dormía muy bien. Ambos estaban sentados en un sofá de dos cuerpos, viendo la televisión. A su alrededor había varias pelucas y vestidos colgados de maniquís, o simplemente sobre el respaldo del sofá, o en el suelo. Frente a ellos, una pequeña mesa ratona, mugrienta y desgastada, sostenía dos latas de cerveza a medio terminar, el control de la tele y un cenicero lleno de cigarros aplastados.

Ambos eran verborrágicos, exageradamente simpáticos y hospitalarios. Esa clase de gente que es tan amable que incomoda. Hacían comentarios donde se insultaban a ellos mismos llamándose "marica" o "puta barata" y los dos se reían a carcajadas como si esa jerga fuera común entre ellos.

—Román nos estuvo hablando un montón de ti. Dijo que tu papá lo sacó del calabozo —comentó Hugo.

—Nos dijo que es médico. ¿Sabes si está tratando de descubrir la cura contra el SIDA? —ambos se carcajearon—. Es verdad, los médicos tienen cosas más importantes que atender, no trabajan en esas cosas.

—De hecho... —comenté de forma tímida—, sí. Mi padre junto a otros médicos están investigando sobre un medicamento antirretroviral, que puede servir para tratar enfermedades oportunistas. Pero por lo que sé, los efectos secundarios son muy fuertes.

Hugo revolvió los bolsillos de sus pantalones para buscar un cigarrillo. Cuando lo encendió, noté que no solo contenía tabaco. Tenía un olor muy fuerte similar al amoníaco.

—¿Sabes cómo le llama la gente normal a esta enfermedad? —me preguntó, luego de dar una larga calada—. Le dicen "el cáncer de los gays". La gente piensa que nosotros creamos una enfermedad exclusiva para nosotros. Algunos incluso dicen que Dios nos está matando por pecar. ¿Tú qué crees, Joaquín?

—De todo lo que dice la gente, no me creo nada —contesté con seguridad—. Las personas suelen hablar y dar opiniones sin fundamento. Incluso mi padre... Él lo hace todo el tiempo.

Hugo le dio otra calada a su cigarro, pero Roberto se lo quitó de la boca y lo apagó.

—No fumes estas porquerías delante del niño. Va pensar que somos unos drogadictos.

—¿Y no lo somos? —contestó Hugo entre risas.

Roberto no le contestó, solo negó con la cabeza.

—Parece que tienes los pies sobre la tierra —prosiguió Hugo—. Pero a veces eso no basta. Uno siempre cree que lo sabe todo y de pronto descubres que estás enfermo. Tener encima esta mierda es como una sentencia de muerte, ¿sabes? Tus días están contados. A veces quisiera volver a esos días donde me sentía libre y feliz. Mírame, ahora soy drogadicto y probablemente vaya a morirme pronto.

—No olvides que también te estás quedando calvo —dijo Roberto a modo de broma, luego de darle un suave golpecito en el hombro.

—Pero eso es por usar tantas pelucas. Lo bueno es que tener SIDA no hace que se te caiga el pelo. Sino la mitad de la población estaría calva.

Por primera vez ese par consiguió sacarme una sonrisa. En medio de todo el panorama desastroso, ellos sabían cómo sobrellevar la situación, de un modo, a mi parecer, poco ortodoxo.

—Nosotros le decimos a Román que estudie, que se cuide y que a pesar de todo siempre sea una buena persona —continuó Roberto—. Vaya a saber cuánto tiempo nos quede a nosotros, pero él tiene toda una vida por delante.

Román, que hasta el momento se había mantenido en completo silencio, intervino.

—Deja de hablar como si fueras a morirte mañana.

—Uno nunca sabe, querido—le respondió Roberto—. Esta enfermedad es impredecible. Y si no es la enfermedad, es la calle. Tú ya sabes que nosotros dos no somos ejemplo de nada, tú tienes que seguir tu instinto y cuidarte.

Román chasqueó la lengua.

—Odio cuando se ponen pesimistas al mismo tiempo.

—No es pesimismo, Román —dijo Hugo—. Es la verdad. Tenemos que ser realistas, porque si vivimos en una fantasía, la caída va a ser mucho más dolorosa.

Román me acompañó durante unas cuadras cuando regresaba a casa. Iba en silencio, con las manos en los bolsillos y la mirada triste.

Probablemente las palabras de Hugo y Roberto le hicieron pensar. Ninguno de los tres sabía cuándo sucedería, pero en algún momento, la enfermedad le arrebataría a sus amigos sin piedad alguna. Era terrible pensar en eso, pero Roberto tenía razón; ellos necesitaban ser conscientes y prepararse para ese momento, no solo a ellos, sino también a Román. 

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