2
El calor sofocante de la mañana me arrancó de la cama.
La casa estaba tan silenciosa que me di cuenta de inmediato que no había nadie en ella.
Sobre la mesada de mármol, un plato con algunas frutas cortadas me recibió junto a una nota que, reconocí por la impecable caligrafía, había dejado mi madre.
"Nos fuimos a la playa, no quisimos despertarte. Ya le pagamos al jardinero".
Sentí algo desagradable en el pecho.
Me había quedado dormido.
Aproveché la privacidad que me brindaba la soledad para hacer un berrinche. Supongo que mi padre intentó ser benevolente al permitirme un par de horas más de sueño. Quizá tuvo en cuenta que, durante la época de estudios, me levanto todos los días a las cinco de la mañana.
Tal vez si no hubiese pasado la noche en vela pensando en la sonrisa de ese muchacho hubiese dormido lo suficiente como para levantarme temprano y volverlo a ver.
Hubiese podido aprovechar su último día de trabajo en mi casa y por lo menos preguntarle su nombre antes de que sus preciosos ojos de caramelo quedaran ocultos entre mis recuerdos.
Me senté de mala gana en la butaca y el cuero se quejó bajo mi cuerpo. Ni siquiera el sabor dulce de la fruta que mi madre había cortado para mí consiguió hacer que aquel desasosiego abandonara mi pecho.
Era un tonto.
Sufría por alguien que ni siquiera conocía del todo bien. Pero me había decepcionado tanto que incluso tuve la sensación de haber perdido a alguien muy importante.
Quizás era por mi edad. Mi condición de adolescente en ocasiones me hacía experimentar las cosas de una forma mucho más visceral. Era la única manera que tenía de vivir mis emociones cuando mi propia existencia se basaba en las reglas de dos adultos que a su vez vivían absortos en las reglas de otros más.
En pocas palabras, me sentía censurado.
Probablemente mi hermana no pasaba por estos conflictos. Ella tenía suficiente con el simple hecho de ser mujer. Pero al menos —a pesar de las limitaciones que tuvo gracias a mi padre— ella podía enamorarse y tener un novio sin estar bajo la mira pública.
Quizá yo también podría vivir un romance maravilloso si tan solo tuviera algún tipo de interés por las chicas. No era que no me resultaran atractivas; solo no llegaba a sentir esa atracción sexual que los chicos normales sentían por ellas.
Sí, el sapo de otro pozo.
Me bajé de la butaca con desgano y caminé hasta la habitación para revolver mi maleta en busca de mi bañador.
Sabía perfectamente dónde encontrar a mis padres, así que preparé mi morral y me marché a nuestro lugar de encuentro.
Para mi sorpresa, al llegar al punto donde ellos solían estar, no pude encontrarlos por ninguna parte.
—Precisamente ahora se les ocurre explorar otros sitios —dije para mí mismo en voz baja, luego de chasquear la lengua.
Mi desgano era tal que ni siquiera tenía energías para regresar a casa. Así que dejé caer mi morral sobre la arena y me tumbé boca arriba, con las manos cubriendo mis ojos para protegerme del sol.
Al final, las vacaciones resultaron ser tan sosas como siempre.
—¿Señor Hernández?
Levanté uno de mis brazos con pereza y en ese momento todo mi mal humor desapareció de inmediato.
Ahí estaba él. El jardinero.
Llevaba puesto su gorro de paja, los pantaloncillos con tirantes manchado de pasto y sus pies descalzos, semi hundidos en la arena.
Me senté con prisa y lo miré, con la mano sobre mis cejas para proteger mis ojos del sol. Su sonrisa radiante me puso un poco nervioso. No sabía qué decirle.
—Sus padres estuvieron aquí hace un rato. Andaban con su hermana.
—¿Sabes hacia dónde fueron?
Él hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Su mamá me dijo que iban a ir a almorzar a algún lugar, pero no mencionó dónde. Me dijo que usted se había quedado durmiendo en la casa.
—Mi madre siempre tan lengua larga —comenté entre dientes.
—Está bien, está de vacaciones, ¿no? La gente hace esa clase de cosas cuando está de vacaciones. Comer mucho, dormir mucho, holgazanear... Vacaciones. Para eso son.
—Perdona, ayer tuve que entrar a la casa rápido porque mi padre no paraba de llamarme y no pude saber tu nombre. ¿Podrías decírmelo?
—Me llamo Francisco José González. Con z al final. Hijo de don José González y doña Lucía Perez. Usted se llama Joaquín, ¿cierto?
Asentí.
Su presentación me había resultado un poco graciosa.
—Mi padre ha sido el jardinero de su familia durante años. Incluso creo que nuestras madres estuvieron embarazadas casi al mismo tiempo.
—Entonces tienes mi edad —indagué.
—Dieciséis años cumplidos hace tres meses.
—Yo también tengo dieciséis.
El chico me dedicó una media sonrisa.
—¿Puedo sentarme junto a usted?
—Claro. Y deja de tratarme de usted, por Dios. Tenemos la misma edad.
—Mi papá dice que se le trata de usted a las personas por respeto.
—Tranquilo —contesté—, si me tratas de tú igual consideraré que me estás tratando con respeto.
—Está bien. ¿Puedo decirte Joaquín?
—Ese es mi nombre, puedes usarlo. ¿Yo puedo llamarte Francisco?
—Ese es mi nombre —repitió él con una sonrisa—. Puedes.
—Muy bien. Es un placer conocerte, Francisco.
—El placer es completamente mío, Joaquín.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro