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10


Las vacaciones ya estaban a punto de terminarse y yo sentía que tenía demasiadas cosas pendientes.

Me había reunido con Francisco en varias ocasiones luego de aquel abrazo con sabor a poco. Conversábamos, nos reíamos de tonterías y el tiempo se nos iba volando, pero faltaba algo. Algo de lo que ninguno de los dos quería hablar, porque, probablemente, ambos estábamos muertos de miedo.

Esa tarde acordamos juntarnos cerca de su casa. Francisco sabía que mi regreso estaba próximo, así que queríamos capitalizar al máximo el poco tiempo que nos quedaba.

—Quiero enseñarte algo.

Me dijo cuando nos encontramos. Se veía muy emocionado.

Caminamos juntos hacia su casa cuando el sol apenas acababa de ocultarse. Cuando llegamos, en la puerta de una casita de dos aguas muy pequeña, había un auto estacionado. Lo primero que pensé cuando lo vi fue que era un pedazo de chatarra, pero Francisco estaba tan feliz que apenas podía ponerlo en palabras. Revolvió el bolsillo de su bermuda de mezclilla, sacó unas llaves y las agitó con energía.

—¡No me jodas! —exclamé —¿Entonces es tuyo?

Él asintió.

—Me lo regaló mi padre. Lo tenían tirado en el taller de un amigo suyo, así que mi padre se lo pidió. Él sabe algo sobre mecánica, así que lo reparó para mí. Entonces qué, ¿damos una vuelta?

—¡Seguro! ¿Tienes licencia?

Francisco hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¿Al menos sabes conducir?

—Claro, trabajé como aparcador durante un tiempo.

Ni siquiera lo pensé demasiado, solo me subí en el auto y esperé a Francisco. Tuvimos que golpear la puerta con bastante fuerza para que cerrara, pero esa hojalata tenía a Francisco desbordado de felicidad.

Lo encendió y emprendimos marcha hacia un lugar que Francisco llamaba su sitio secreto. Las primeras estrellas ya estaban comenzando a aparecer en el cielo cuando llegamos. Era una especie de colina donde se veía todo el pueblo.

—Este es mi lugar. Vengo aquí cuando estoy feliz, cuando estoy triste o cuando necesito estar en silencio. A veces también vengo cuando me peleo con mis papás.

Los dos nos reímos.

—Supongo que ahora estás feliz —le dije.

—Estoy feliz y triste. Feliz porque tengo un auto, pero triste porque te vas.

Suspiré.

—Bueno, pero vamos a volver a vernos. Vengo todos los años. Además, podemos seguir en contacto. Si quieres te llamo por teléfono.

—No me gusta hablar por teléfono. Mis papás están ahí escuchando todo.

—Entonces podemos escribirnos. ¿Alguna vez has enviado una carta?

Francisco se echó a reír.

—Todos mis amigos viven aquí. Las únicas cartas que he escrito han sido cartas de amor.

Los dos nos quedamos en silencio durante un rato. Francisco con las manos al volante, haciendo crujir el cuero que lo recubría cada vez que lo apretaba. Yo tragué saliva antes de volver a hablar. Estaba aterrado, pero era el momento y el lugar perfecto, solo tenía que animarme a hacerlo.

—Entonces... Envíame cartas de amor.

Sentía que los latidos de mi corazón podían escucharse por todo el auto. Tenía ganas de salir corriendo de allí y esconderme hasta que se me quitara la vergüenza, pero en lugar de hacer el ridículo preferí ser valiente y quedarme a esperar la respuesta de Francisco.

—Está bien —respondió finalmente—. Te enviaré cartas de amor. Pero asegúrate de que tus padres no las encuentren. Suelo ser muy apasionado cuando las escribo, seguramente se van a espantar.

Solté una carcajada nerviosa.

—Firma como si fueras una chica—respondí, siguiendo su juego.

—Firmaré como F. Tú sabrás que soy yo.

Asentí. Ni siquiera me había dado cuenta de que me estaba mordiendo los labios debido a los nervios. Francisco se deslizó para acercarse a mí y extendió su mano para tomar mi mentón con el índice y el pulgar, yo solo cerré los ojos y en ese preciso instante fue que sentí sus labios sobre los míos.

Nos estábamos besando.

No fue una vez, ni dos, ni tres. Nos besamos un montón de veces luego de la primera. Aquel rincón oscuro dentro del auto se convirtió en nuestro confidente. No habían ojos acusadores, ni miedo, ni nada, solo estábamos nosotros.

Cuando notamos que el tiempo se nos había pasado volando, no tuvimos más remedio que regresar. Mi padre seguía enojado conmigo así que estaba tratando de comportarme para evitar otra pelea.

—Entonces... Te voy a escribir —dijo Francisco.

—De acuerdo. Yo te voy a responder.

Ambos nos sonreímos.

Antes de bajar, Francisco se estiró para robarme un beso de despedida. Yo me bajé del auto con la sensación de que mi cuerpo no era el mío. Estaba flotando en las nubes.

Cuando entré a mi casa, me topé con mi hermana. Estaba con una expresión extraña en el rostro.

—¿Dónde demonios estabas? Papá lleva horas esperándote.

—Le avisé que saldría —me atajé de inmediato—. Él me dio permiso.

Ella chasqueó la lengua.

—¿Y ese auto en el que llegaste?

—Es de Francisco. Se lo regalaron sus papás.

Mi hermana no parecía muy convencida, pero nunca tuve la intención de convencerla de nada. así que solo me marché a mi habitación cuando dejó de hacerme preguntas.

Todavía sentía el calor de los labios de Francisco sobre los míos. Sentía el roce de sus manos acunando mi rostro. Era una sensación completamente maravillosa. 

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