CAPÍTULO 25 - SÁBADO
Nota: este es el último capítulo (y hay un epílogo).
Julián se ha negado a atender mis llamadas. Me escabullí de mi hogar mientras todos dormían para ir a ver qué demonios desea, pero su repentina idea me ha puesto de malhumor. ¿Y si alguien intenta robarme, secuestrarme o violarme? O sea, es sábado por la madrugada, las pocas personas que todavía andan por las calles están ebrias, salvo escasas excepciones.
Desde el frente de mi hogar puedo verlo. Tiene la espalda apoyada contra un poste de luz y los brazos cruzados sobre el pecho. Su mirada está perdida en algún punto del firmamento, supongo que estará pensando en algo.
Camino con mucha prisa hacia él. Me siento insegura y la escasa iluminación en mi barrio acrecienta el miedo.
Cuando me ve llegar, sonríe. No lleva consigo ningún paquete así que supongo que no ha venido a darme un obsequio.
—¡Feliz cumpleaños, Mi! —comenta efusivo, pero sin alzar el tono de su voz—. Me alegra que hayas venido y, ¡wow! Si hasta te has arreglado para verme.
—¿Eh? —pregunto, confundida—. Solo me estaba probando el vestido nuevo que me obsequió mi hermano. Ni por casualidad me habría tomado el tiempo de elegir un buen atuendo solo para ver qué demonios quieres a esta hora. Es más —añado apurada—, si hubiera estado en pijama, seguro habría caminado descalza y todo por pura vagancia.
Julián se limita a sonreír. Sus ojos me dicen que quiere darme un abrazo pero que no se anima, le he visto poner esta misma expresión en otras situaciones; no sabría muy bien cómo describir la imagen, supongo que lo que recorre su rostro es una combinación entre tristeza y alegría al mismo tiempo.
—¿Para qué me llamaste? —consulto, ansiosa. Quiero regresar pronto a mi hogar.
—Elena me dijo que no sueles dormir antes de tu cumpleaños, así que se me ocurrió ofrecerte pasar la noche conmigo —suelta sin pensar. Enseguida, se corrige—. ¡No lo digo de forma sexual, no te asustes! Hablo de caminar un rato, quizás ir a tomar un helado a la estación de servicio que queda por aquí cerca o no sé, podemos sentarnos en el parque a conversar un rato. Lo que tú quieras.
Alzo una ceja ante sus palabras. No hay absolutamente ninguna tienda abierta tan tarde en mi barrio. Sé que en el centro hay algunos sitios que no cierran nunca, pero suelen ser para mayores de edad o para casos de emergencias (farmacias, hospitales y esas cosas).
—¿O sea que viniste tan solo a ayudarme a no morir de aburrimiento a causa del insomnio? —repito para asegurarme de haber entendido bien.
—Exacto, ¿qué quieres hacer?
—Sentarme en mi cama y leer un libro —respondo de mala gana—. Sabes que no me agrada demasiado esto de salir por las noches. Además, si mis padres se enteran, me van a matar.
—¿Qué tal si vemos alguna película? —sugiere Julián, ignorando mi declaración de hostilidad.
—El cine ya ha cerrado —recalco la obviedad. Con él, nunca sé si tiene algo en mente o si tan solo es estúpido.
—En tu habitación, boba —agrega. Pronto, y antes de que yo lo interrumpa, continúa con su explicación—. A tus padres no les sorprendería que te quedaras viendo televisión hasta tarde en tu cuarto, ¿verdad? Mientras no hagamos demasiado ruido, ni se enterarán. Solo debes cerrar la puerta. Soy veloz, puedo esconderme en tu armario como en las películas si es que desean ver qué haces. —Julián me guiña un ojo.
—Si quisiera ver una película, podría hacerlo yo sola sin tu compañía —insisto—. No me convencerás de permitirte entrar a mi hogar en secreto para encerrarte conmigo en mi cuarto, a solas y a oscuras durante la noche.
—Tengo una última propuesta que no podrás rechazar. Si me dices que no te interesa, me marcharé.
—Te escucho —murmuro, mi paciencia flaquea.
—Traje un disco externo con todas las películas de Harry Potter subtituladas y en buena definición. Nunca las he visto y estoy dispuesto a hacer una maratón contigo mientras me explicas las diferencias que tienen con los libros —dice él.
—¿¡Cuándo demonios has planeado todo esto!? Y no me digas que hace cinco minutos.
—Hace una hora, cuando te llamé —admite—. Por eso tardé tanto en venir. Ya tenía las películas en mi computadora porque quería verlas yo solo esta noche, así mañana podría sorprenderte. Pero luego, recordé lo que me dijo Elena y pensé que las disfrutaría mucho más si pudiera verlas contigo. ¿Qué dices, Mi?
Me muerdo el labio inferior. ¿Qué debo hacer? Por un lado, creo que sería muy egoísta de mi parte el decirle que regrese a su hogar a esta hora, solo y luego de haberse tomado la molestia de venir por mí a la madrugada. Por el otro lado, tengo miedo a que tenga segundas intenciones; hasta el momento me ha demostrado respeto, pero sé que eso puede cambiar en cualquier instante, ¡y si mis padres se enteran no sé qué haré!
Julián toma mi mano y me hace volver a la realidad. Sin decir una palabra, empieza a caminar rumbo a mi casa. Lo sigo en silencio, supongo que él ya ha decido por mí y que, sin importar lo que yo le diga, seguirá insistiendo. En el peor de los casos, puedo gritar con fuerza para que mi padre y mi hermano vengan al rescate.
Suspiro y me dejo llevar por Julián. Él sabe cómo entrar a mi casa por la puerta trasera. Nos quitamos los zapatos en el umbral y subimos las escaleras en puntas de pie. Todo parece estar en orden, las luces están apagadas y no se escucha ningún sonido.
Pocos metros nos separan de mi habitación cuando oigo que una puerta se abre a mis espaldas. Mi corazón se detiene al instante y no puedo siquiera respirar. Con temor, giro la cabeza para ver qué ocurre.
—¿Mila? —pregunta Alan entre bostezos. Se frota los ojos y sonríe al verme acompañada.
—¡No es lo que...! —empiezo a decir en un susurro preocupado. No sé qué mentira inventar porque sé que la verdad no es creíble.
—Yo... —comienza a disculparse Julián al mismo tiempo.
—No hagan mucho ruido —nos interrumpe mi hermano—. Feliz cumpleaños, que pasen una buena noche. —Sin darnos tiempo a contestar, vuelve a cerrar la puerta de su habitación.
Respiro. Ahora siento que el corazón me late a mil pulsaciones por minuto. Deseo explicarle a Alan lo que ocurre, no quiero que piense mal de mí. Sin embargo, no parece importarle la idea de que traiga a un chico de noche a casa y en secreto. Me pregunto si él habrá hecho algo similar cuando tendría mi edad. No, no me lo pregunto, estoy segura de ello.
—¿Tu hermano? —pregunta Julián en un susurro.
Asiento en silencio y abro la puerta de mi habitación para que podamos entrar y ponernos a salvo. Mis manos no pueden dejar de temblar.
—Parece simpático —añade, aliviado.
—Lo es.
—¡Esta es mi escena preferida! —exclamo cuando vamos ya por la tercera película. El sol comienza a asomar en el horizonte y nosotros seguimos tan despiertos como cuando nos encontramos en la esquina.
Julián presta atención. Cada tanto me hace preguntas sobre la trama o los personajes. Y yo, claro, aprovecho para marcar las partes mal adaptadas que recuerdo. Él parece disfrutar de la historia en general.
Esta noche he notado que ya no me siento incómoda cuando lo tengo cerca. Pude confiar en él y no me decepcionó. Julián no ha intentado propasarse conmigo en ningún sentido, ni siquiera se atrevió a poner su brazo alrededor de mi cintura cuando nos sentamos lado a lado en mi cama. De vez en cuando, nuestras manos se rozaban sin querer al movernos, nada más.
En algún momento de la noche bajé a la cocina en busca de un aperitivo y tuve la fortuna de encontrar una caja de cereales de chocolate. La compartimos entre risas porque cada tanto los cereales se nos caen entre las sábanas.
Se acerca el final de la película. Sé que él deberá marcharse pronto para no levantar sospechas. Me encantaría continuar pronto con la maratón. Incluso le he prometido que le ayudaré a encontrar un buen cuestionario online para ver a qué casa pertenece. ¡Eso será interesante! Sospecho que es Hufflepuff.
Cuando aparecen los créditos, Julián bosteza.
—No sé cómo nos mantendremos despiertos todo el día —susurra. Sus brazos están estirados hacia arriba.
—¿Mucho café? —sugiero—. Y azúcar. Los parques de diversiones han sido creados para vender dulces.
Él suelta una suave carcajada, se controla para no despertar a nadie.
—Sí, tienes razón.
—Debes irte —le recuerdo—. Gracias por hacerme compañía.
Él se pone de pie y acomoda su camisa, que se le ha desabotonado en la parte inferior. Sacude luego los cereales de sus pantalones y vuelve a bostezar.
—Tengo una idea —susurra de repente, su mirada en la ventana—. Son casi las seis de la mañana. Puedo salir de tu casa muy rápido por la puerta de atrás, cruzar el jardín y tocar el timbre del frente en un par de minutos. Si alguien se despierta, le dices que son tus amigos que han venido a buscarte para ir a desayunar juntos. De lo contario, solo dejas una nota y nos vamos al centro, Starbucks ya está por abrir. Pedimos un café con algo dulce... o dos —añade—. Me acompañas a mi casa para recoger tu obsequio y luego vamos juntos al parque de diversiones. ¿Suena bien? Yo invito.
Lo pienso. No es un plan descabellado porque, después de todo, yo me fui muy temprano de casa hace apenas un par de días para darle su pastel de desayuno a Elena. Mis padres no dudarán si les digo que lo mismo ha ocurrido y que mis amigos vinieron por mí. Sí, tiene sentido. El problema es que mi hermano pensaba acompañarme a la reunión y ahora tendrá que ir por su cuenta. Creo que no le molestará. Su actitud de hace un par de horas me hace pensar que se alegra de verme con un chico, aunque la situación no se parezca en nada a lo que él tiene en mente.
—De acuerdo, pero necesito quince minutos como mínimo para cambiarme de ropa, peinarme y escribir la nota, por si acaso—explico. Sé que darme una ducha está fuera de las posibilidades; no quisiera dejar a Julián congelándose en la calle por una hora. Por fortuna, me he dado un buen baño ayer, así que no estoy tan mal.
—Perfecto. Entonces, ya salgo de tu casa y me voy a caminar alrededor de la manzana para que el frío de la mañana me ayude a mantenerme despierto. En quince minutos estaré en la puerta. Nos vemos, Mi.
Julián recoge sus zapatillas y se asoma al pasillo. La casa sigue en completo silencio. Apurado, se desliza con sigilo hasta la puerta trasera. Yo miro por la ventana del frente hasta que lo veo pasar. Me saluda desde la acera y comienza a caminar hacia la avenida con las manos en los bolsillos.
"Cuando Eli se entere, si es que le cuento, me dirá que ya actuamos como novios", pienso mientras niego con la cabeza.
Tengo quince minutos para alistarme.
El sueño acumulado comienza a afectarme. En los momentos de silencio, mi mente se desconecta por el cansancio. Sentada en el taxi rumbo al parque de diversiones, permito que mi mirada se apague a través de la ventana. Veo sin mirar, sin pensar. Siento el peso de mis párpados, que amenazan con cerrarse.
—Oye, Mi —dice Julián—. Si hubieras podido pedirme cualquier obsequio que solo yo fuese capaz de darte, ¿qué hubieras escogido?
—Me gustan las sorpresas —contesto en medio de un bostezo.
—No, ya sé que te he comprado algo. Pero me refiero a cosas especiales, no a lo que compras en las tiendas. Podría haberte dibujado algo o cocinado, tal vez. Incluso podría haberte escrito una carta.
Estallo en carcajadas, un poco más despierta.
—No gracias. He tenido más que suficiente mala gramática con los mensajes de Víctor. Creo que la próxima vez que reciba una carta llena de errores, la quemaré —bromeo, sin intenciones de ofenderlo. Luego, añado—. De hecho, ¿sabes qué? Te hubiera pedido que comenzaras a utilizar el maldito autocorrector del teléfono conmigo, ¡y no más abreviaturas!
El taxista ríe en voz baja, no quiere interrumpirnos.
—Puedo intentarlo —promete Julián—. Sabes que lo haría por ti.
—No, no por mí, deberías hacerlo por el bien de la humanidad —corrijo—. Sé que pedirte que aprendas a escribir es imposible, pero me encantarías que enviaras mensajes de texto legibles.
—¡Tampoco es para tanto! —suelta—. Vamos, dime que escriba algo ahora mismo para que te lo mande. Lo pondré en mi teléfono sin abreviaturas ni nada, lo mejor que pueda. Luego me dices qué tan mal está. Si cometo menos de cinco errores, admitirás que no soy tan desastroso como insinúas.
—De acuerdo —acepto su desafío—. Escribe lo siguiente: Un murciélago experto en heráldica ha diseñado un escudo iridiscente para el gobernador de Bacadehuachio —deliro. No sé ni lo que acabo de decir, pero busqué palabras complicadas.
Julián escribe a toda velocidad.
—Necesito un minuto para corregir lo que puse rápido —anuncia.
—Okay —espero. Veo el parque a lo lejos y sé que pronto llegaremos.
—¡Listo! —anuncia él—. Mira y dime qué tan mal quedó esa ridiculez que me dictaste. Y sé que lo has hecho a propósito, pero como es tú cumpleaños te lo perdonaré.
Tomo su teléfono entre mis manos y leo.
"Un murcielago exsperto en eráldica a diseñado un escudo iridicente para el governador de bacadejuachi".
Estallo en carcajadas y empiezo a contar cuántas palabras tienen errores.
—Creo que son siete —menciono. Dudo, no estoy segura si se me ha pasado alguno—. Está mucho mejor que los mensajes que me envías, al menos se entiende. Pero definitivamente tienes que activar ese autocorrector, que para algo viene instalado y es gratis.
Julián suspira, resignado. Le regreso el teléfono para que pueda borrar la oración. Lo observo con detenimiento; su expresión muestra frustración ante el reciente fracaso. Creo que él pensaba que lo haría mejor.
—¿Sabes? Yo también cometo errores de vez en cuando —admito para levantar su ánimo—. Hace poco me olvidé de ponerle tilde a una palabra en la tarea de Historia.
El taxi se detiene antes de que Julián pueda contestarme. Me dedica una sonrisa y busca su billetera para poder pagar por el viaje. Antes de descender, mi mirada se distrae por un momento. Me concentro la mochila que ha tomado de su hogar, se supone que allí tiene mi obsequio, pero no me lo ha entregado todavía. ¿Qué será?
Frente a la boletería, Gabriel nos espera, sonriente. Se ha puesto una camiseta un tanto ajustada de esas que dicen "Keep Calm and Carry On"; parece ropa de mujer por el cuello en forma de V, pero no digo nada. Tal vez lo sea. Y le queda genial.
—Es un idiota —susurra Julián entre risas.
—Igual que tú —le respondo—. Solo que de diferente forma.
—Supongo que tienes razón.
Corro hacia mi amigo y lo abrazo con fuerza. Seguro nos vemos como hermanos porque ambos tenemos el cabello en tonalidades similares y muchos rulos. Gabriel se ha puesto tanto perfume que me asfixio y tengo que alejarme de él.
—¿Te has bañado en colonia cuando saliste de la ducha? —pregunto mientras intento no toser.
Julián ha colocado sus manos en los bolsillos del pantalón. Observa en silencio, sin decir nada. No parece ofendido ni celoso, aunque tal vez un tanto incómodo.
—Algo así. Abrí el perfume para ponerme un poco, y el gato saltó sobre mí como si fuese un ninja. Solté el frasco por la sorpresa y terminé bañado en colonia —explica y acompaña el relato con gestos—. Pero mejor apestar a algo lindo que a sudor, ¿no?
—Correcto —afirmo.
Para la una, todos han arribado. Víctor y Miguel son los últimos en llegar; dicen que fue porque no encontraban espacio en el estacionamiento. Supongo que, además, el tema de la silla de ruedas debe retrasarlos a menudo.
Elena lleva puesta una falda... ¡Una falda en un parque de diversiones! No sé qué se le cruzó por la mente cuando escogió su atuendo, pero me cuesta quitarle la vista de encima. Tristán no se ha afeitado; ambos están cansados como si vinieran también de una noche en vela. Un escalofrío recorre mi cuerpo al imaginarlos juntos y sin ropa. No puedo evitarlo. Eso explicaría todo. Ella seguro se quedó en casa de él y no tuvo tiempo de cambiarse.
Mi hermano también tiene puesto lo mismo que ayer. Si no mal recuerdo, incluso durmió con esa ropa, es un sucio. No sería la primera vez que duerme vestido para poder levantarse tarde al día siguiente. Mi madre se enfada siempre que lo descubre. Le encanta el orden en la casa, pero su higiene personal necesita mejorar.
Entre conversaciones superficiales, nos acercamos a la taquilla que vende entradas para el parque; la fila no es demasiado extensa. Víctor toma la delantera y paga por mí pase antes que Julián, se asegura incluso de escoger el que cuesta más dinero que me permite subir a las atracciones sin tener que esperar en línea: el pase flash; Julián arquea una ceja al notarlo, pero no dice nada. Pide el mismo tipo de entrada para él mismo.
En menos de media hora ya estamos dentro. Me coloco en el centro del grupo, emocionada, y desdoblo el mapa de la zona.
Nunca entenderé cómo los diseñadores pueden ser tan crueles. Hacen impresiones enormes, ponen la letra en miniatura que casi no se puede leer y luego tienen el descaro de doblar el maldito papel en como trescientas partecitas chiquititas que caben en el bolsillo. ¿Se piensan que los visitantes van a poder volverlo a la normalidad luego? ¡Es imposible!
Decidimos ir rumbo a la zona de atracciones acuáticas porque mojarnos alrededor del mediodía es lo más lógico, así nos secaremos. Me dispongo a doblar el mapa otra vez, pero no puedo. Me frustro luego de tres intentos y se lo paso a Alan. Mi hermano vuelve a intentarlo y tampoco lo logra, aunque su versión ha quedado mejor que la mía. Gabriel se lo arrebata, asegura poder lograrlo, pero le es imposible hacer más de un doblez bien. Miguel ofrece ayudarnos, así que analiza las líneas por un rato antes de rendirse; ni siquiera lo intenta. Víctor pregunta si podemos enrollarlo como pergamino, pero no tenemos con qué atarlo luego. Finalmente, Julián toma la iniciativa. Arruga el mapa y lo arroja a un cesto.
—Podemos tomar otro de las casillas de información cuando lo necesitemos. Estamos perdiendo demasiado tiempo en un papel.
—Por primera vez en años, estoy de acuerdo contigo —admite Gabriel.
Y así, nos aventuramos a la primera atracción.
Subimos en grupo a la montaña rusa de agua y a las sillas voladoras. El resto del tiempo siempre optamos por cosas diferentes.
Elena y Tristán van juntos a todos lados y se separan de nosotros a menudo; no creo que lo hagan a propósito, sino que por costumbre a salir en sus citas románticas. No me molesta su actitud. Esta es también su fiesta de cumpleaños y ella tiene del derecho de disfrutarla a su manera.
Miguel tiene miedo a las alturas, así que escoge con cuidado sus actividades, tolera alguna que otra atracción porque quiere acompañar a su mejor amigo, pero lleva un buen rato pálido como fantasma.
Víctor, por su parte, quiere probar cada cosa que ve en el parque, aunque a varias se le prohíbe la entrada porque no son seguras para alguien en su estado. Está muy emocionado.
Julián, Alan y Gabriel están a mi lado casi todo el rato. Es como si les diera igual la situación. Hacen lo que yo quiero hacer, suben a lo que yo quiero subir. Son sombras que no puedo sacudirme. Tienen tanta iniciativa como una roca.
Ya casi dos horas después de nuestro arribo, el hambre comienza a apoderarse de nosotros. Sabemos que no es una buena idea comer demasiado en un parque de diversiones, pero es imposible ignorar los rugidos del estómago. En lo personal, confío en que algo rico podrá ayudarme a mantener mi energía.
—¿Quieren ir a comprar algo? —sugiere Gaby. Su mirada ya está fija en uno de los stands que vende papas fritas.
—Sí —admite Julián. Parece indeciso—. Mila y yo no hemos almorzado antes de venir.
—Pero a esta hora las filas para comprar comida son casi tan extensas como las de las atracciones. —Se queja mi hermano, sin ganas. Odia esperar.
—¡Tengo una idea! —sugiero yo entonces. Veo en la situación una buena oportunidad para cumplir con la promesa que hice un par de días atrás—. Ustedes vayan a comprar algo para todos. Busquen a Eli y a Tristán y consigan una mesa para almorzar. Víctor y yo subiremos a la torre mientras esperamos. Con el pase flash, no tardaremos tanto.
—Me parece bien —se apresura a decir Gabriel. Creo que lo hace para que Julián no tenga tiempo a protestar—. Es tu cumpleaños, así que disfrútalo al máximo. Nosotros iremos a los stands, ¿qué quieren que compremos?
Le damos nuestra orden y algo de dinero antes de marcharnos.
Así es como me quedo a solas con Víctor en medio de la fila flash para subir a la torre de caída vertiginosa, algo que sería imposible hacer con el estómago lleno. Es una de mis atracciones preferidas porque, cuando se llega al a cima, puede verse la ciudad entera hasta el río. El paisaje es tan hermoso como en la rueda de la fortuna, pero menos aburrido porque las sillas se mueven luego con prisa.
—¿Asustado? —le pregunto cuando llega por fin nuestro turno. Sé que deberé ayudarle a bajar de la silla de ruedas y tengo pavor a hacerlo caer.
—Nunca. Me encantan estas cosas —admite. Su sonrisa resplandece con sincera alegría—. Amo los parques de diversiones y hace años que no vengo a uno. No puedo esperar a probar aquella cosa de allá. —Señala a El dragón hambriento, la atracción más popular.
Le dedico una sonrisa y aseguro que iremos luego hacia allí.
Subimos por una rampa y, con cierta dificultad, lo aproximo a la atracción. Le permito usarme como soporte para estabilizar sus pies sobre el suelo por un instante mientras se gira y se deja caer en la butaca de la torre. Acomodo su silla de ruedas a un lado, junto al operador de la maquinaria, y ocupo el espacio a su lado. La disposición de los asientos permite que haya cuatro personas en cada lado. Yo me he asegurado de conseguir nuestro espacio con vista al norte.
Un empleado traba nuestros cinturones y sostenes con cuidado. Se toma su tiempo, y lo agradezco. No quisiera morir en mi cumpleaños. De pequeña, me asustaba venir al parque porque recordaba una de las películas de Destino Final. Ahora y no.
Cuando todos los espacios están ocupados y revisados, un fuerte timbre nos advierte sobre el inicio del movimiento. Las sillas suben a con lentitud hacia la cima, nuestros pies cuelgan en el vacío. El paisaje es como lo recuerdo de mi última visita: hermoso.
—¿Sabes? —dice Víctor en un susurro. Su vista está clavada en el horizonte—. Te agradezco mucho por la oportunidad. Hace años que no me divertía tanto.
—No es problema. Deberíamos repetirlo más a menudo —invito yo, sincera. Creo que esta clase de salidas con amigos son las mejores que existen. Y, entre más seamos, más divertida es la tarde.
—Cuando te vi por primera vez —añade él—, pensé que nunca sabrías de mi existencia. ¡Y cuando te escribí, creí que me ignorarías! —enfatiza—. Nunca pensé que podríamos conversar frente a frente. El día que me esperaste en la escuela, sentí que mi corazón dejaba de latir. Estaba seguro de que estabas allí para insultarme.
Suelto una carcajada.
—¿Y por qué haría eso? ¿Porque escribes mal? —bromeo. Ya casi hemos alcanzado la cima—. No has hecho nada que merezca mi enfado, solo me has dado un susto con tu espionaje virtual.
—Lo siento.
—No te disculpes —respondo. Me giro entonces para ver su semblante.
Aquí, a casi cincuenta metros del suelo y rodeados por extraños, el mundo entero cobra una nueva forma que no puede apreciarse desde el suelo.
Víctor parece tan enérgico como en las viejas fotos que salían en los periódicos sobre su accidente. Su cabello desprolijo ondea con la brisa y la gran sonrisa que decora su rostro forma pequeñas líneas junto a sus labios. Está sonrojado, pero me es imposible saber si es a causa de la conversación o por el fuerte sol del mediodía. Se ve extremadamente feliz, como un niño al que le han prohibido jugar por mucho tiempo.
Siento deseos de abrazarlo y de protegerlo. Me embarga la imperiosa necesidad de ayudarlo a disfrutar de la adolescencia como cualquier otro chico de nuestra edad. Lo observo, y en su perfil creo ver cómo se disipan las sombras de su situación. Aquí y ahora, Víctor no es diferente al resto. Sus piernas se mecen al igual que las mías y no necesita de nadie.
Supongo que los videojuegos han sido su refugio ante la imposibilidad de practicar deportes, porque al verlo bajo el sol puedo asegurar que él ha nacido para estar así, disfrutando de un día al aire libre, sin temor al qué dirán ni obstáculos que le impidan brillar.
Víctor se gira y me sonríe, sus ojos están casi cerrados por su enorme algarabía. Le devuelvo el gesto sin pensarlo y me prometo ser para él una chica en la que pueda confiar, una compañera de travesuras como Alan lo es para mí. Sé que no es lo que él desea, pero es lo mejor que puedo ofrecerle. Mi corazón me dice que el lazo que forjaremos será fuerte y duradero. Estoy feliz de haberlo conocido.
Cierro los ojos por un instante y permito que el viento acaricie mis pestañas mientras descendemos a gran velocidad. Nuestros discordantes gritos de emoción son el mejor obsequio que el día podrá darme. Él es mi chico de la mala gramática, y yo soy su pésima jugadora de League of Legends. Cada quién tiene algo en lo que puede destacarse y algo en lo que apesta. Es lo justo.
Terminamos de almorzar casi a las cuatro de la tarde. El sol todavía brilla en el cielo, pero el paisaje comienza a tornarse rosado en un preludio del próximo ocaso. En esta época del año, a eso de las seis ya no queda iluminación diurna en las calles.
A pesar de haber comido bastante, Alan y Gabriel han decidido ir directo a El dragón rojo. Víctor decide acompañarlos con la intrépida apuesta de que, si alguno de ellos vomita, deberá comprarles un suvenir a los otros. Miguel irá a modo de juez. El pobre chico no ha disfrutado del día como los demás. Entre el mareo y el aburrimiento, se ha pasado la tarde sentado en bancas y jugando en su teléfono. Mientras comíamos, le pregunté qué quería hacer y él me dijo que veía tan feliz a su mejor amigo que con eso le bastaba. Acepté su respuesta con una sonrisa porque no supe qué contestarle. En el fondo, entiendo cómo se siente; la alegría de Víctor ilumina su rostro y lo hace brillar.
—¿Tú no vas? —pregunto a Julián cuando los demás emprenden el camino hacia la montaña rusa—. Suena como el tipo de cosas que te interesan.
—No, quizá más tarde —responde él.
Elena y Tristán debaten entre ellos cuál será su próxima aventura. Ella quiere ir a la rueda de la fortuna porque es romántica, pero su novio prefiere buscar algo más entretenido como el tren fantasma. A mí no me interesa ninguna de las dos opciones.
—¿Qué quieres hacer? —inquiere Julián. Posa una mano sobre mi hombro.
—No lo sé —admito—. Dudo poder tolerar una atracción después de todo lo que comí. Voy a explotar.
—¿Qué tal si vamos hacia las casetas de premios? Ya sabes, esas que tienen juegos como tiro al blanco.
—¿Intentas ser el adolescente cool de las películas que gana un oso de felpa enorme para conquistar a su chica? —quiero saber.
—Tal vez. —Julián se encoge de hombros—. Si funciona en el cine, tal vez también sea así en la vida real.
—De acuerdo, pero si no ganas nada, me enfadaré —miento. Él sabe que es una broma y me sigue el juego.
—Me parece bien. Seré un galán cliché para ti.
Nos ponemos de pie y abandonamos a Elena y a Tristán. Todavía están enfrascados en su debate.
¡Lo ha logrado! No puedo creerlo. Después de casi veinte intentos fallidos, Julián obtuvo un premio en los juegos de habilidad. No es un oso gigante, pero de todas formas me lo obsequia. Se trata de un conejo blanco del tamaño de una sandía. Es muy felpudo y suave, aunque tiene una oreja torcida.
—Estas cosas están arregladas para que nadie obtenga buenos premios —se queja él por quinta o sexta vez. Intenta convencerse a sí mismo de que el problema no es su pésima puntería, pero en el fondo sabe que hemos visto a varias personas cargando el premio mayor entre sus brazos durante la tarde.
—Mejor así —digo sin pensar, para que no se sienta mal. Lo que menos quiero es que su humor decaiga por algo tan tonto como esto—. No tengo mucho lugar en mi habitación, así que el conejito es más práctico.
—¡Pero si es deforme y feo! Ni siquiera nos dieron uno bueno.
—En serio, me gusta así, defectuoso y con fallos. Es como yo, como todos. Es hermoso con sus imperfecciones. Tú también tienes defectos y no por eso te desprecio, tu ojo sigue un poquito morado y has subido dos kilos —bromeo.
—¡Oye! Ese es un golpe bajo —contesta Julián con una carcajada—. Pero si a ti te agrada, eso es lo que importa. Feliz cumpleaños, Mi.
—Me has saludado como veinte veces en lo que va del día —le recuerdo.
—Lo sé, y lo seguiré haciendo cada vez que encuentre una oportunidad. —Toma mi mano con naturalidad, sin miedo ni vergüenza. Sabe que no me enfadaré—. Estaba pensando...
—¿Tú piensas? —bromeo.
—Sí, de vez en cuando —admite con una sonrisa—. Me parece que es el momento indicado para darte tu obsequio. ¿Quieres ir a la rueda de la fortuna así nadie más lo ve?
—No —respondo con prisa—. No hay nada más aburrido que esa cosa.
—¡Pero si es muy romántica! —insiste.
—¡Con más razón me niego! —le pego un codazo amistoso.
Julián suspira, un tanto decepcionado. Luego, esboza una sonrisa comprensiva.
—Admito que me esperaba esa respuesta, ¿qué tal si vamos al estacionamiento entonces? Lo único que necesito es algo de privacidad porque no quiero darte el obsequio frente a los demás y que digan tonterías.
—Eso suena mejor, supongo. Aunque me preocupa que vayas a darme algo como... no sé, lencería sexy.
Comenzamos a caminar rumbo a la entrada del parque entre carcajadas por mis ocurrencias; quiero adivinar qué me entregará, pero se me acabaron las opciones así que me la paso inventando objetos absurdos como naves espaciales que caben en un bolsillo.
No estamos muy lejos del sitio. Vamos hasta el edificio de casi seis pisos que bloquea la poca claridad que queda en el cielo. Cientos de vehículos se acomodan uno junto al otro como si fuesen un ejército de cucarachas.
Subimos hasta la terraza, que es donde hay menos automóviles. El viento frío sopla con más fuerza que antes.
No estamos solos. De vez en cuando, vemos el movimiento de personas que llegan o se marchan del parque, luces que se encienden y se apagan y pasos en la lejanía. Pero sabemos que, al menos, ninguno de nuestros amigos nos encontrará.
Caminamos sin rumbo hasta detenernos en una esquina. No lo hemos decidido en voz alta, pero a ambos nos agrada el espacio.
—Mila —dice Julián de repente. Me temo lo peor—. Cierra los ojos.
Muy por el contrario, los abro todavía más, a la espera de una explicación. Él lee en mi expresión que no confío en lo que piensa hacer.
—Escucha —insiste—. No he tenido tiempo de envolver tu obsequio. Lo puse en mi mochila, así como lo tenía en casa. Solo quisiera que no lo vieras hasta que pueda colocarlo en tus manos.
Sigo sin creerle, pero obedezco. De todas formas, sin mis lentes y con tan poca luz, apenas puedo diferenciar siluetas.
—Si intentas cualquier cosa rara, te golpearé —le advierto.
—Lo sé. También me arrojarás gas pimienta —admite él—. Solo espera un minuto. No te atrevas a espiar.
Oigo cuando se quita la mochila de los hombros y la coloca en el suelo. Escucho también cuando la abre.
—¿Falta mucho? —quiero saber. Temo que, si mantengo los ojos cerrados, me dormiré.
—Ya casi —asegura.
Silencio. ¿Qué demonios está haciendo?
—Mila —dice mi nombre otra vez—. No te atrevas a mirar hasta que yo lo diga, sin importar cuánto te tiente la idea.
—Solo apresúrate —insisto.
Julián posa una de sus manos sobre mi hombro. Siento que me observa, me analiza. Es incómodo y un tanto vergonzoso. Me muerdo el labio inferior, pero él no dice nada. El silencio me pone nerviosa.
Está cerca. Mis sentidos me aseguran que no queda demasiado espacio entre nosotros, ¿el muy idiota piensa besarme contra mi voluntad? Tenso mi cuerpo y preparo mi brazo para darle un golpe si fuese necesario.
Espero un poco más.
Sus labios se posan entonces sobre mi piel, justo en medio de mi frente.
Suspiro, aliviada.
—Feliz cumpleaños, Mi —susurra—. Ahora sí, puedes abrir los ojos.
Me relajo. Estoy confundida. Julián tiene una mano todavía en mi hombro y la otra escondida tras su espalda. Parpadeo varias veces para ajustarme a la luz y sonrío.
—Espero no defraudarte —extiende un objeto hacia mí.
Miro el libro con cautela y, en parte, me decepciono. Ya lo he leído.
—Lo tengo en casa —susurro.
—Está firmado por la autora. Y dentro hay otro obsequio, pero deja que te explique. —Toma aire—. Resulta que le pedí a Elena un listado de tus libros modernos favoritos. Después, busqué en las páginas oficiales de los autores para ver si alguno de ellos firmaría ejemplares o algo en Chicago, donde vive mi padrino. Esta mujer era la única. Llamé a mi padrino y le pedí que fuera a conseguir un ejemplar firmado para ti. Claro que yo pagué por el libro, la entrada al evento y el envío. —Hace una pausa para que yo pueda procesar lo que dijo—. El problema es que hace dos días todavía no había llegado en el correo, así que pensé que no lo tendría a tiempo para tu cumpleaños y decidí comprarte otra cosa también muy especial que había visto en internet. El libro llegó ayer, así que tienes doble obsequio.
—Gra-gracias —admito, sorprendida. Nunca hubiera pensado que él se esforzaría tanto por mí.
En silencio y bajo su atenta mirada, abro el libro para ver la dedicatoria. Esto es increíble, ¡hasta puso mi nombre con letra muy grande! Dice: "De una autora para otra, espero algún día hallar una novela con tu nombre en librerías. ¡Mucha suerte!".
Me cuesta contener las lágrimas. Él no se hace una idea de qué tan importante es ese mensaje, que me lo dedicó una persona a la que admiro. Aquellas palabras de aliento me hacen desear llegar a casa para ponerme a trabajar con mayor seriedad en algún proyecto de los que estaba planeando.
Quiero abrazar a Julián, pero antes debo averiguar qué es el otro obsequio. Él dijo que estaba dentro de la novela, así que empiezo a pasar páginas hasta que hallo un sobre.
Con mucho cuidado, lo abro. Hay dos entradas para algo, pero estoy tan ciega que no puedo leer. Acerco los papeles hasta que chocan con mi nariz, la iluminación no ayuda.
—¿Necesitas que te diga? —bromea Julián.
Asiento con un gesto.
—¿Conoces el lago que está a unas dos horas de aquí, hacia el norte? —pregunta él.
—Nunca he ido, pero sé de cuál me hablas —admito.
—En la orilla hay un pequeño puerto y una gran avenida turística. Una vez al mes, se organiza un festival especial que es la atracción de la zona. Hay comida, juegos, artesanías y otras cosas —explica con prisa—. Pero, además, hay un bote que es como un minicrucero de tres horas que zarpa a las nueve de la noche. Incluye la cena y culmina con un show de fuegos artificiales en la orilla que se ven hermosos desde el lago, por lo que sé.
—Yo...
—Espera —me interrumpe—. Quiero que sepas que no es una cita. He decidido obsequiarte ambas entradas para el crucero. Puedes ir con quien desees: Gabriel, Elena o incluso Víctor. Es en dos semanas, así que tienes tiempo de decidir. —En su rostro se dibuja una sonrisa, aunque esquiva mi mirada—. Sé que no me ves de la misma forma que yo a ti, pero eso no quita que te aprecie y que quiera verte feliz, Mi. Te debo muchísimo. Gracias a ti, he recuperado a uno de mis viejos amigos. Gracias a ti, Mila, he subido mis calificaciones. Me has mostrado un mundo que jamás hubiera imaginado, un mundo en el que los sentimientos van más allá de las apariencias y del pretender. Tu sinceridad, aunque es ruda, me cambió. Me haces bien. Me ayudas a poner los pies sobre la tierra cuando hago estupideces. Me enseñas a ver mis propios defectos. Jamás me arrepentiré de haberme acercado a ti, aunque las cosas no hayan resultado como las planeé. —Julián traga saliva, su voz tiembla un poco—. No quiero perderte. Te necesito a mi lado, con o sin romance.
Ahora sí, estoy llorando. Las palabras de Julián me han tomado por sorpresa. Desde mi punto de vista, yo solo he sido egoísta con él desde el momento que lo conocí, ¿cómo es que puede decir tantas cosas bonitas sobre mí cuando yo no he hecho nada en realidad?
Abro la boca para responderle, pero mi elocuencia se esfuma. Es como si las palabras hubieran escapado de mi garganta.
El silencio es incómodo, extraño. Necesito romper el mudo hechizo entre nosotros si es que no quiero darle una falsa impresión de desprecio. Si no puedo hablar, necesito actuar.
Cierro los ojos y tomo una gran bocanada de aire antes de arrojarme contra su pecho en un fuerte abrazo. Mi cabeza descansa sobre su corazón, tiene los latidos acelerados y también llora. No puedo verlo sin lentes, pero siento el temblor de sus manos cuando me rodea. Cada tanto, nuestros teléfonos vibran, deben ser los demás. Los ignoramos y, luego de un rato, dejan de insistir.
—Eres un idiota —susurro cuando las estrellas dominan el firmamento. La luna menguante se alza sobre nosotros. Calculo que deben ser alrededor de las ocho de la noche—. Nada de lo que has dicho es cierto, pero admito que he aprendido a quererte. Gracias Julián, gracias por ser exactamente lo que yo necesito que seas para mí.
Y con esto termina la novela. No se asusten que todavía queda el epílogo que sé que les encantará ;).
Les dejo unos monigotitos de algunos personajes.
MILA
JULÍAN
VICTOR
ELENA
TRISTÁN
GABRIEL
TOTTO
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