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Capitulo veintisiete

Los anhelos del alma son el dolor del corazón

La ausencia del cuerpo caliente que hasta hacía poco la abrazaba con ternura fue lo que la despertó. Los rayos de sol ya despuntaban a través de la ventana abierta y una brisa cálida entraba por ella meciendo a su son las cortinas. Nalasa observó con la mirada perdida donde estaba y se llevó una mano a la frente. Le dolía terriblemente la cabeza y sentía los ojos secos al igual que su corazón. La joven se levantó mecánicamente de la cama y se vistió con un sencillo vestido verde de algodón.

El maravilloso sueño de la noche anterior había terminado.

El cuento había acabado y ella había perdido.

Tocó la campanilla que había sobre la mesita y tres diablillos aparecieron al cavo de unos minutos cargados con su desayuno. Comió todo lo que le trajeron si encontrarle el sabor a nada de lo que se metía en la boca y cuando terminó se encaminó al salón de música. Una vez allí, descorrió las cortinas y dejó que la luz bañase la habitación de piedra decorada con marfil y columnas con seres de fantasía esculpidos. Tomó con firmeza uno de los violines stradivarius y comprobó que las cuerdas estuviesen bien tensadas y que el instrumento continuase afinado.

Todo estaba correcto.

Se colocó el violín sobre el hombro y apoyó el mentón en el instrumento y comenzó a tocar la desgarradora canción que supuraba dentro de ella. El violín comenzó a canalizar su dolor y a llorar con notas desgarradoras y sentidas que penetraron en sus tímpanos. Parecía que el instrumento gritase desesperado un dolor indescifrable y una ausencia enorme. 

¿Cuánto rato estuvo tocando? ¿Cuantas horas el violín gimió y clamó su soledad? Se le engarrotaron los dedos y el cuello comenzó a dolerle al estar tanto rato en una misma postura. Pero aquello solo eran contratiempos y padecimientos insignificantes. Nalasa quería gritar y arrancarse el alma junto con el corazón y los pulmones. La tristeza que la invadía la amenazaba con ahogarla. Consumirla en la miseria. 

Una cuerda se rompió y golpeó el dorso de su mano haciéndole un corte superficial. El violín quedó en silencio y Nalasa bajó el arco y lo dejó caer sobre su costado. También bajó el violín y lo sujetó por el cuello antes de dejarlo caer al suelo donde repiqueteó dos veces. El arco no tardó en seguir su ejemplo y caer también. Los ojos castaños de ella se desenfocaron y a pesar de la luz del sol, todo estaba oscuro. 

Nalasa se quedó de pié con la mirada gacha y perdida. ¿Qué tendría que hacer ahora? ¿Agacharse y coger el violín? ¿Cambiar la cuerda rota? No lo sabía. No podía saber qué debía hacer.

- Tú - la llamó una voz infantil.

Ella se dio la vuelta por acto reflejo y miró a la esfera luminosa que tenía enfrente. Aquello era un alma sin duda, pero no era la de Kimi. La luz que él desprendía parecía la luz de la esperanza y del optimismo y aquella luz parecía fría y tan hiriente como cristales afilados.

- Tengo que hablar contigo - prosiguió el alma con voz de niña. Aquella voz le sonaba demasiado. Era la voz de la pequeña Fava.

Aquello pareció despertarla un poco.

- ¿Qué quieres? - le preguntó la muchacha con voz desganada. Lo cierto es que quería estar sola y no hablar con nadie. Parecía increíble que aquella noche fuese el baile de las flores. ¿Quién tendría ganas de fiesta?

Fava revoloteó ante ella antes de acercarse a las cortinas y correrlas para dejar el salón en la penumbra. A las almas no les gustaba el sol, les hacía perder fuerzas. Cuando pareció encontrarse mejor entre las sombras, Fava se materializó en su forma incorpórea de espíritu. La niña la miraba de forma fría y contenida. Toda ella destilaba odio y veneno.

- Quiero que te marches de aquí y que no regreses jamás - ordenó con contundencia.

Nalasa tomó asiento en una butaca que tenía a unos pasos y miró el stradivarius del suelo. Las palabras de Fava no le produjeron ningún tipo de reacción.

- Has traído la desdicha y la desolación al castillo. Por tu culpa Araziel sufre y se ha peleado con su amigo por protegerte. Solo le has traído problemas y desgracias como a todos nosotros - le reprochó con amargura.

¿Por qué siempre era la misma cantinela? ¿Por qué siempre tenía ella la culpa de todo? ¿Por qué tenían que recordarle que debía irse? Se le hizo un fuerte nudo en el estómago y comenzó a sentir nauseas.

- ¿Por qué tuviste que aparecer en nuestras vidas? Yo lo era todo para Araziel antes de que tú llegaras - la fulminó con la mirada -. Él me salvó trayéndome aquí y nunca me reprochó el que mintiera a todo el mundo cuando le acusé de haberme robado la honra. Araziel no lo hizo, fue uno de los muchachos de un pueblo vecino.

Fava calló y dejó escapar un gemido. Nalasa sintió compasión por ella. La pequeña alma estaba enamorada del demonio que la había salvado pero su amor era imposible y no correspondido. Ella estaba muerta y Araziel no.

Por eso la odiaba.

Odiaba que ella permaneciese con vida.

- ¡Él me quiere! - le gritó -. Me quiere y mi cariño no le hace daño. Conmigo era mínimamente feliz aunque solo me tratase como a una hermana pequeña.  Para mí ya estaba bien así. Aquello era suficiente y ya me había conformado.

La pequeña perdió la voz y sollozó sin que nada se derramase de sus ojos etéreos y brillantes. Sus hombros se convulsionaban y su garganta dejaba escapar los desgarradores sonidos. ¿Por qué tanto dolor e infelicidad? ¿Por qué Fava no se daba cuenta del amor que tenía tan cerca de su mano? Un amor que podría hacerla feliz. Pero la obstinación no la dejaba ver.

- ¿Por qué tuviese que interponerte entre él y yo? - dijo con la voz teñida por la rabia -. Ojalá te hubiesen devorado los lobos. ¡Ojalá Araziel te hubiese encontrado muerta!

¿Aquellas palabras tendrían que herirla? ¿Su rencor debería hacerla reflexionar y sentirse mal por causar tantos problemas? Nadie parecía compadecerse de su propio malestar, de su propio dolor que la martilleaba por dentro y destruía su cordura.

- ¡Márchate de una vez!

- Ya basta Fava.

Kimi apareció en escena y abofeteó a la fantasma. La mano espiritual del muchacho atravesó toda la cabeza de ella y Fava no pareció disfrutar con el contacto. Las dos almas se dedicaron sendas miradas intensas cada uno transmitiendo un sentimiento completamente diferente.

- ¿Por qué me traicionas Kimi? - quiso saber -. Eras mi mejor amigo - le recordó.

- Tú has acabado con nuestra amistad y con algo más ¿lo has olvidado? Porque yo no lo he podido hacer.

Ella frunció los labios en una mueca desesperada.

- Yo no quise decirte todas esas cosas tan horribles, pero tú me obligaste. Ella te está apartando de mi lado. ¡Todo es culpa de esa maldita entrometida!

Kimi dejó escapar un suspiro demasiado adulto y sentido. Un suspiro que abarcaba lo mal que lo estaba pasando.

- ¿Por qué te empeñas en culpar a los demás de tus problemas? Primero le echaste la culpa al señor cuando te entregaste a un hombre y él no quiso saber nada de ti después. Y ahora culpas a Nalasa de tus pesares. Eres despreciable.

Los ojos de Fava perecieron dos bolas de deslustroso cristal. La niña pareció perder todo su brío y toda su determinación al igual que pareció que su odio se marchitaba para que floreciese el desasosiego.

- No merezco esas palabras - le dijo al que fue su amigo. Kimi negó con la cabeza.

- Nalasa tampoco merece las tuyas.

- Tú también la prefieres a ella - sollozó -. Todos la preferís a ella. ¿Qué he hecho yo para que ya no me quieras?

El espíritu no dijo nada y la cara de Fava mostraba el desgarrador aspecto de la desolación. La pequeña tampoco dijo nada y recuperó su forma de  esfera antes de marcharse y dejarles solo.

Nalasa se levantó de la silla y pasó una mano por el brazo de Kimi. Fue imposible no atravesarle. Aunque él podía sostener objetos, los seres vivos no podían tocarle ni él a ellos. Las almas tampoco podían tocarse entre ellas sin sentir una especie de dolor, solo podían compartir sus mutuos sentimientos.

- Lo siento - le dijo ella. Puede que le hubiese dicho algo distinto si su estado de ánimo no hubiese estado tan perdido y olvidado. Puede que si él aún viviese no hicieran falta las palabras sino solo un simple contacto piel con piel. La mutua comprensión.

- No deberías hacerlo. Desde que morí he aprendido a aceptar rápidamente las decepciones de los demás. A que me traicionen y a traicionar.

Ella apartó la mirada. En otro tiempo también pensó que era lo suficientemente fuerte para superar los desaires y las decepciones. Pero siempre aparecía aquel resquemor que la torturaba por las noches y en sueños revivía de formas distintas los temores ocultos de su corazón. Y aunque estuviese muerto, Kimi no era invulnerable a ello.

Pero tu tampoco - se recordó. Ya estaba comenzando a sentirlo. 

Fava le había dicho una gran verdad: Araziel era desgraciado por su culpa y ahora lo sería más por haber cumplido su última voluntad. Pero era tan egoísta que no se arrepentía a pesar de las consecuencias que ya estaba experimentando en sus carnes. Lo haría tantas veces como fuesen necesarias si hiciese falta, pero nunca se arrepentiría aunque el alma se le partiese en pedazos por la perdida. ¿Cómo podía arrepentirse de haberse sentido amada por primera vez en su vida? Había entregado y había recibido a cambio tan intensamente que creyó morir por todos las abrumadoras sensaciones. Había sentido que volaba en sus brazos, que se emborrachaba con su ternura y como los dos se fundían en un solo cuerpo inmortal.

Le amaba.

Así de fácil.

Le amaba tanto y era tan sencillo hacerlo.

Pero dolía tanto que parecía consumirle la vida.

La mano incorpórea de Kimi quiso acariciarle la mejilla surcada de lágrimas. Sus ojos parecían dos pozos de cristalina agua.

- Ojalá pudiese abrazarte - susurró.

Ella también lo deseó. Lo deseó tanto como el respirar. Deseó que todo volviese atrás y que las cosas fuesen distintas. Deseó que Kimi aún continuase con vida y también deseó que Fava no se hubiese descarriado en su camino. 

Deseó todo lo que su alma anhelaba en silencio sabiendo que era inútil. 

Nada haría cambia el pasado.

La habitación ahumada apestaba a opio y a láudano. Una de las botellas de la  bebida alcohólica se había derramado sobre el suelo y había impregnado una de las alfombras. Pero no le importó. Nada podía importarle ya.

Naamah tomó otro trago de láudano y aspiró el humo que flotaba en el aire. Ya hacía rato que se le había acabado el opio y no había tenido más remedio que ir en busca del láudano para intentar embotar su mente y poder olvidar.

Pero su lucidez persistía en desaparecer.

¿Cómo podía estar aún en pie? Un humano normal se hubiese muerto por aquella cantidad de droga en su interior, pero ella no notaba ni un simple mareo. ¡Malditas drogas humanas! No servían para nada. 

La mujer pegó otro trago de la botella antes de estrellarla contra la pared que tenía enfrente.

Fuera, el ajetreo era palpable. Los diablillos estaban ultimando en el jardín los últimos preparativos para el festival de aquella noche. Los farolillos ya estaban encendidos y adornaban el camino y las ramas de los árboles. Podía imaginarse el aspecto mágico que tendría el sauce llorón rodeado por los farolillos rojos bajo su tronco.

Miró de reojo el vestido que descansaba en el respaldo de una silla. El satén de su vestido azul con flores doradas la llamaba con suplica, pero ella se sentía incapaz de vestirse como si no hubiese pasado nada; de calzarse sus bonitos zapatos a juego y bailar toda la noche. Las palabras de Samael la quemaban por dentro porque le había dicho la verdad. Si Samael hubiese matado a Araziel, ella no hubiese movido ni un dedo por detenerle al igual que si hubiese puesto fin a su propia viada. Ella no hubiese intentado defenderse. Habría muerto en sus manos si hubiese sido necesario.

Y se odiaba por ello.

Se odiaba a sí misma por ser tan estúpida y débil. ¿De qué había servido todo aquello? ¿Para qué quería el poder que le proporcionaba amarle si el sufrimiento era más fuerte y doloroso? No la compensaba. Había otros que la amaban y ella podía vivir con ello. Pero el amor de Samael la estaba consumiendo demasiado y ya no podía más.

Era insoportable.

Tocaron a la puerta y ella no respondió. No quería ver a nadie, necesitaba estar sola. Quería estar en soledad con sus miserables sentimientos. Pero al parecer no iban a permitírselo. Jezz abrió la puerta y la miró con sus ojos violeta remarcados con khol llenos de opresión. Ella tuvo que apartar la mirada rápidamente.

No podía soportar la angustia que estaba grabada en su mirada. Cuando se despidieron la noche anterior, él la había abrazado con tanta fuerza que creyó morir de dolor. De verdad que quería amarle. Deseaba tanto poder amar a Jezebeth que se hacía pedazos. ¿Por qué no se podía enamorar de él? Jezz la amaba con todo su ser y alma de una forma tan grande y fuerte que lo sentía en cada mirada, en cada gesto y cada vez que pronunciaba su nombre.

El demonio se sentó a su lado sin importarle el aire viciado a droga. Estaba muy elegante y guapo, sin duda, vestido para la celebración que en breve comenzaría. Llevaba una camisa blanca con un chaleco marrón oscuro con un pañuelo morado atado en su cuello y con un alfiler de plata. Sus pantalones eran del mismo color que el chaleco y sus mocasines eran negros. Su cabello plateado estaba recogido en su nuca por una cinta negra. Estaba tan espléndido que cualquier mujer se volvería loca.

- Está a punto de empezar la fiesta ¿no te vistes?

Naamah se frotó la cara.

- ¿Y tú? ¿Ya tienes el banquete preparado?

Él asintió diciéndole con la mirada que no le cambiara de tema, que aquello no venía a cuento. Él hacía banquetes todos los días.

- No voy a ir a la fiesta.

Jezz miró las botellas vacías de láudano que tenía a su lado - cuatro en total - y la que estaba hecha añicos a unos metros de ellos.

- ¿Por qué? - preguntó simplemente.

Ella dejó escapar una risita sarcástica. Él sabía perfectamente la respuesta a su pregunta. Sabía que podía sentir lo que ella estaba experimentando y el motivo de su desasosiego. Sabía por qué había estado bebiendo y fumando. ¿Es que había alguno de ellos que desease ese baile? No lo creía. 

Araziel se había pasado el día en una especie de limbo mientras que Nalasa tocaba el violín desconsoladamente. Marduk nunca había vuelto a ser el mismo - o eso le habían contado muchos demonios - desde que murió Asbeel y Jezebeth simplemente endurecía sus emociones con su resistente coraza.

- Sabes el porqué - le contestó.

Los brazos de Jezz la acercaron a su pecho y su olor dulce afloró dentro de ella. Siempre le había gustado el olor de Jezebeth. Incluso en el infierno siempre había estado ocupado preparando dulces y olía a eso. A dulces. A alegría. Naamah rompió a llorar mientras él le acariciaba el pelo tiernamente. ¿Cómo podía continuar queriéndola sabiendo lo zafia y ruin que podría llegar a ser con todos ellos por amor? Por un amor que había dejado de serlo para ser una obsesión marcada por el dolor.

Ámalo, ámalo, ámalo - se repitió una y otra vez. 

Quería hacerlo, necesitaba hacerlo para poder sobrevivir. Necesitaba que alguien le curase las heridas que habían supurado tantos años. Necesitaba que alguien la acunara por las noches y calmase su alma con ternura y afecto.

Sus brazos temblaban cuando los pasó por la espalda de Jezebeth correspondiéndole y entregándose por entero a él. El demonio se separó un poco de ella y la miró a los ojos. Su mirada le decía todo lo que ella necesitaba y le pedía lo que más ansiaba en aquel momento. No hizo falta hablar, sus ojos dorados le dieron la respuesta. Jezebeth rozó su nariz con la suya y pudo sentir su respiración en la piel. Su labios se entreabrieron y el aliento de él se mezcló con el suyo antes de que sus bocas se uniesen en un baile lento y lleno de sentimientos encontrados.

Naamah bebió todo lo que Jezebeth le entregó y sintió como algo dentro de ella parecía volver a encajar. Sus labios eran mejor que todo el opio que fuese capaz de ingerir. Las palabras de Samael quedaron tan lejos al igual que todo él. En su interior pareció abrirse un cajón y en ese cajón metió lo que una vez sintió por aquel demonio.

Puede que si asistiese al baile después de todo.

Puede que aquella noche, en brazos de Jezebeth, los anhelos de su alma sanasen.

Tardaban demasiado.

Araziel se miró en el espejo para acabar de vestirse. Pasó loas brazos por las mangas de su camisa y estiró el cuello antes de abotonar los botones de plata. Se suponía que los diablillos que había enviado a investigar al sacerdote de Sanol ya tendrían que estar de regreso. ¿Por qué tardaban tanto?

La semana pasada le habían traído un suculento informe. No tenía ninguna duda de que aquel mortal estaba bajo el yugo de un demonio y utilizaba a sus fieles por algún oscuro propósito que aún no sabía. Pero podría imaginarse el motivo: conseguir sentimientos humanos y absorber su poder. Pero como no podía estar seguro, había vuelto a enviar a sus siervos para que averiguasen el plan del sacerdote y la identidad del demonio.

Araziel se ató un pañuelo verde oscuro alrededor del cuello y lo decoró con un alfiler de oro blanco en forma de jazmín. Se colocó el chaleco y la chaqueta sin dejar de mirarse al espejo. Estudió su indumentaria: unos pantalones color chocolate, un chaleco negro y una chaqueta a juego con el pantalón. Pasó los dedos para lisar una arruga de su pañuelo verde intenso y se miró el rostro. Su cabello rubio sin repeinar, caía en lisos mechones hasta casi llegarle a los hombros. Bajo sus ojos ya no había ojeras y sus pestañas parecían más negras, largas y espesas que nunca.

Sacó un puro y se lo puso entre los labios. Aspiró el humo concentrado del puro y se asomó por la ventana. Todas las almas ya estaban en el jardín bajo el sauce llorón. Los diablillos también estaban con ellos mirando las gaitas y las flautas con las que tocarían la música del baile. No muy lejos había una tarima donde habían dejado el piano del salón de música y otros instrumentos, más concretamente: un violín, un laúd y una pequeña arpa. Aquella noche Nalasa, Naamah, Jezebeth y Kimi tocarían una canción que habían compuesto para la ocasión. Y él se moría de ganas de escucharla. Quería volver a escuchar la suave voz de Nalasa inundando el jardín. Quería sentir lo que guardaba en su interior para beber de aquella droga que lo envenenaba y a la cual se había enganchado a pesar de todo.

El demonio miró el reloj de su bolsillo y miró la hora. Faltaban cinco minutos para las diez, la hora del comienzo de la festividad y los dos hydrus no habían regresado. Habían quedado para ese día a las nueve trajeran las noticias que trajeran ¿a que venía la demora? ¿Significaba aquello que les habría ocurrido algo?

Araziel dejó escapar un suspiro de fastidio sin dejar de mirar por la ventana. Esperaría hasta mañana para tomar un decisión y pensar en su siguiente paso. Ahora tenía que bajar con los suyos para vivir un baile. Otro más después de un siglo.

Un baile que volvería a elegir su destino.

Un destino que volvería a marcarlo para siempre.

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