Capitulo veinticuatro
Los deseos del gran Dios
Era noche cerrada y el ambiente era fresco a pesar de estar ya en la totalidad de la primavera. En el cielo nocturno no había luna y estaba cubierto de nubes negras que auguraban lluvia. Las calles estaban completamente desiertas y ni un solo farol alumbraba ninguna de las puertas de los vecinos.
Todo era oscuridad.
Dos diablillos hydrus, ocultos entre las sombras, se dirigían con paso veloz hacia el gran templo que se erigía en el centro del pueblo. Las altas columnas de la entrada coronaban la estructura marmórea del edificio y sobre la puerta de la entrada había unas runas que ningún ser humano sería capaz de entender.
Eran runas demoníacas y en ellas rezaba la siguiente inscripción: entrégame tus miedos para poder beber tu alma.
Los diablillos alargaron sus dos cabezas hasta un ventanuco y fijaron sus ojos de pez a la figura solitaria que estaba en el templo de rodillas frente a un altar. Tenía las manos unidas y parecía hablarle al vacío de forma reverente.
El hombre calló de repente y se dio media vuelta fijando la mirada al pasillo que recorría el gran salón del templo desde la puerta hasta el altar. El humano deslizó sus manos hasta sus costados y se puso en pie.
- Sabía que volverías - dijo el humano mirando hacía la puerta -. El gran Dios lo sabe todo.
- Puede que tu dios sepa muchas cosas pero no creo que sepa los motivos de mi regreso - dijo una voz muy conocida para los dos diablillos.
El sacerdote dejó escapar una risotada.
- Al gran Dios le dan igual los motivos
- Eso lo sé muy bien -reconocieron la voz de Samael que se acercó a Jioe y se puso en el campo visual de los hydrus. Los ojos de los dos diablillos se dilataron y brillaron con más intensidad de la habitual -. Sé perfectamente lo que pretende “tu dios” pero no puedo permitir que consiga su fin.
Jioe cogió aire por la nariz y arrugó la boca.
- ¿Entonces por qué has venido? Sabes que tendré que matarte si te interpones en su camino.
- Por mucho que Naburus te haya concedido poderes, ninguno de los dos sois rivales para mí. Te aconsejo que ni lo intentes si estimas algo tu vida.
- Yo solo sirvo a mi señor y Dios.
- Y yo solo sirvo a mis propios fines así que invoca a Naburus; necesito hablar con él.
El humano se puso rígido y comenzó a emanar un olor salado, el olor del sudor. Al parecer no le estaba gustando el tinte que estaba cogiendo la intromisión de aquel visitante.
- Mi señor solo quiere se molestado cuando es estrictamente necesario.
- Pues esto es más que necesario: es vital si quiere volver a conseguir ser el que fue en el pasado antes de que Araziel le matara. Para eso te a enviado aquí ¿no? Para alimentarse de los miedos y terrores de los pueblerinos que lo adoran ¿No te parece una razón suficiente? ¡Llámale!
El sacerdote asintió de mala gana y se remangó la manga de la fina túnica de algodón. Jioe sacó una daga de la funda colgada en su cinturón y alzando un cántico a las profundidades del templo, se cortó en el antebrazo. La sangre manó del corte profundo y recto con rapidez y el aire pareció espesarse y vibrar. El líquido escarlata pareció ser absorbido por algo sobrenatural y una presencia se manifestó. El sacerdote guardó la daga en su funda y bajó la manga ocultando el corte.
- ¿Mi señor? - preguntó dubitativo.
- ¿Para qué me molestas esclavo? Sabes que estoy demasiado débil para acudir si no es estrictamente necesario.
- Es necesario Naburus - intervino en la diatriba el demonio Samael.
Una risa brotó de la nada en la cual se encontraba el espíritu del demonio mayor que fue cien años atrás Naburus.
- Samael - celebró Naburus - esperaba tu regreso con gran expectación. Has hecho bien en llamarme Jioe - elogió a su siervo. El sacerdote hizo una reverencia al vacío del cual procedía la voz de su amo.
- ¿Y bien Samael? ¿Has decidido colaborar en mi causa y traicionar a tu mejor amigo? De hacerlo serías incluso más malvado que yo - dejó escapar una risa socarrona.
- No te confundas. Es cierto que estoy decidido a ayudarte a que recuperes la vida, pero no toleraré que mates a Araziel.
Se hizo el silencio en el templo y el aire comenzó a parecer viciado y a impregnarse del desagradable olor del azufre.
- ¿Cómo te atreves a desafiarme en mi propio territorio? - gritó Naburus indignado y lleno de furia.
- Los fuertes se comen a los débiles y tú, Naburus, eres más débil que un humano recién nacido. Si quisiera te podría devorar y lo único que ocurriría es que tendría un fuerte dolor de estómago durante unos días y el desagradable sabor a carroña en la boca.
El espíritu del demonio muerto comenzó a resoplar.
- ¿Entonces qué quieres demonio? - le exigió Jioe.
- Tú no te metas - le reprendió su amo -. Habla - le instó a Samael. Le picaba la curiosidad.
- He venido para hacer un trato contigo.
- No pienso desistir en mi empeño de matar a Araziel. Él me mató y exijo venganza.
- Quieres su cuerpo para conseguir lo que más deseas.
- Lo que quiero es todo lo que él me arrebató.
Samael se sentó en uno de los bancos de madera del templo y sacó un cigarrillo.
- Yo puedo conseguirte en buen cuerpo ¿qué te parece Jezebeth?
- ¿El cocinero? - se burló Naburus -. Es un demonio normal y corriente - si pudiese escupir lo habría hecho.
- Pero es fuerte. Si no, siempre queda Marduk.
- ¡Yo quiero a Araziel! - tronó.
Los diablillos continuaron en su puesto con sus largos cuellos tensos. Nunca se hubiesen parado a imaginar que el mejor amigo de Araziel estuviese en medio de aquella trama diabólica por parte de Naburus. Tendrían que marcharse y avisar a su amo cuanto antes. Tendrían…
Una fuerte presión comenzó a hacerse patente en sus gargantas y el aire empezó a faltarles. Los ojos se le hincharon al igual que las aletas que tenían por nariz. Las piernas y los brazos pataleaban en busca de algo que se les estaba siendo arrebatado. La muerte estaba cerca. La muerte. La muerte. Muerte.
Samael abrió su mano y estirazó los dedos. No había sido tarea fácil matar a los dos enviado de Araziel. Si esos diablillos alteraban a su amo, todo estaría perdido: ya no habría salvación para ninguno de ellos.
- ¿Qué has hecho? - dijo Naburus con tono exigente. Estaba comenzando a hartarse de la prepotencia de aquel maldito espíritu. Si no fuese porque le necesitaba…
- He eliminado a dos diablillos enviados por Araziel. Quiere investigar a tu esclavo por la medición que le impuso a una humana llamada Nalasa.
El sacerdote hizo una mueca despectiva.
- Así que sigue viva - susurró -. A pesar de los lobos que le envié en el bosque…
- No por mucho tiempo si Naburus acepta el trato que le propongo.
- Explícate de una maldita vez entonces. Cada vez estoy más débil.
Sí, lo podía notar sin necesidad de que él se lo dijese. A pesar de alimentarse con el odio y los miedos de los habitantes de Sanol a través de Jioe, no era suficiente. Gracias a algún tipo de invocación y magia negra, Jioe había encontrado el espíritu dormido de Naburus y el demonio le había provisto con su marca y con parte de sus poderes para que él le ayudase a volver a la vida.
- Lo que quiero es sencillo: estoy dispuesto a ayudarte con dos condiciones.
- ¿Qué condiciones?
- No dañarás a Araziel. Si lo haces te mataré.
Hubo un silencio prolongado.
- Me será difícil pero acepto.
Pues claro que aceptaba ¿Quién no lo aceptaría con tal de volver a la vida? Aunque era un demonio y los demonios no tenían palabra. Me traicionaras - pensó -. Pero no me importa si consigues mi objetivo. A fin de cuentas no me importaría tener que matarte de nuevo.
- ¿Y la otra condición? - preguntó con verdadera curiosidad.
- Quiero que mates a Nalasa. ¿Quieres destruir a Araziel? Solo con matarla lo conseguirás.
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