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Capitulo dieciocho

Conversación en la cocina con las manos  llenas de harina

Eran casi las cinco de la mañana cuando se ató el delantal alrededor de la cintura. El demonio contempló su mesa de trabajo de mármol y sonrió con tristeza mientras acariciaba su superficie. Jezebeth se recogió su larga melena en una larga cola baja y puso una generosa cantidad de harina sobre la mesa. Había llegado la hora de comenzar con su trabajo.

Sus ayudantes chepeus aún dormían y él no pensaba despertarles. Nunca había visto a aquellos pobres diablillos disfrutar tanto y ser capaces de volver a experimentar sentimientos. Lo que hacía Nalasa era, simplemente, impresionante. Era algo que jamás había ocurrido. ¿Qué pensarían de ello los demás demonios del infierno? ¿Y Satanás?

Jezebeth hizo una especie de volcán y vertió agua en el centro para comenzar a amasar. Los demonios no comían pan pero la mortal que vivía con ellos ahí sí y al demonio no le importaba hacerle una gran hogaza para ella sola. Si sobraba - que era siempre - al día siguiente hacía torrijas. Aquello volvía locos a los hydrus.

Y también a Naamah.

Dejando de amasar por unos momentos, el cocinero añadió sal a la masa y también una porción de levadura fresca desmigada. Volvió a amasar la masa con los dedos llenos de harina. El sonido de unas pisadas hizo que mirase por encima de su hombro. 

Lo cierto es que no la esperaba tan temprano.

Naamah hizo acto de presencia descalza y con la única vestimenta de una ligera bata color champán. Sus rizos como llamas caían desordenados sobre sus hombros y el estómago del demonio comenzó a revolotear. Sería tan delicioso poder enterrar los dedos entre esa mata de cabello sedoso. Sería mil veces mejor que tener los dedos pegajosos por la masa inacabada del pan.

La diablesa le sonrió de un modo encantador y se quedó en el umbral de la puerta.

- No me esperaba encontrarte solo - dijo ella de pasada. 

- Ya ves, mis ayudantes aún duermen. No les sienta bien trasnochar tanto por la noche.

Ella se mordió el interior de la mejilla mientras él seguía amasando he intentaba no mirarla. Jezebeth era muy consciente de la incomodidad que Naamah sentía cuando estaban los dos solos. Deseaba tanto poder saber qué debía estar pensando, aunque se lo imaginaba. Él sería incapaz de volver a intentar algo con ella.

Se juró no volver a hacerlo nunca más.

La quería demasiado para volver a lastimarla de aquella forma. 

Daría cualquier cosa para poder retroceder en el tiempo y borrar la mancha de su intento por poseerla sin su consentimiento. Pero en aquel momento, su juicio estaba completamente nublado y sus sentimientos afloraron y tomaron el control. Se dejó llevar como si fuese un animal y la hirió profundamente en una etapa de su vida demasiado vulnerable: Samael acababa de abandonarla.

Y ella le quería tanto que incluso se rebajó ante él para recuperarle.

Por eso, cuando la encontró destrozada y llena de humillación, quiso apoderarse de ella y de su dolor. Solo quería amarla y que ella lo amase a su vez.

Pero fue en vano. A fin de cuentas eran demonios, unos demonios defectuosos. Si no fuese así, no sufrirían tanto. Porque incluso ahora, seguía siendo Samael a pesar de sus múltiples amantes humanos el que ocupaba su mente y alma.

Siempre sería Samael.

Jezebeth dejó de mirar la masa del pan y la miró a ella con una sonrisa tranquilizadora en los labios.

- ¿Querías algo? Es muy temprano para ti.

Naamah se cruzó de hombros cohibida sin atreverse a cruzar la puerta.

- Bueno… lo cierto es que no podía dormir y… me ha entrado hambre. 

El demonio dejó escapar una risita y se afanó más en acabar de amasar. Ya no le quedaba mucho.

- ¿Qué te apetece? Si te esperas un poco puedo hacerte unas torrijas con el pan de ayer.

Aquella perspectiva pareció gustarle y bajó la guardia entrando en la cocina.

- ¿De verdad? No me gustaría molestarte. La verdad es que me apañaría con cualquier cosa.

Jezebeth acabó por fin con la masa del pan y la envolvió en un trapo para que subiese.

- Bueno lo cierto es que no tengo ninguna otra cosa. Samael acabó con los pocos panes de leche que sobraron.

Nada más acabar la frase, se arrepintió de haber nombrado a Samael. La cara de Naamah se puso blanca y apartó la mirada rápidamente para ir a sentarse en uno de los bancos.

¿Por qué no podía olvidarle? 

¿Cuantos años más continuaría amando a alguien que no la merecía? 

¿Y él? 

Por mucho que se había resignado ¿cuándo dejaría de tener una mínima esperanza? Era un completo imbécil soñador. ¿De verdad que era un demonio? Cada día lo ponía en duda más de cien veces.

Limpió la mesa de trabajo, cogió la hogaza de pan blanco del día anterior y lo cortó todo en rodajas de un centímetro de grosor. Sacó un cacillo y puso una generosa cantidad de leche para ponerla en el fuego que encendió con un simple chasquido. Buscando entre los tarros de sus estantes de madera, Jezebeth alcanzó el tarro del azúcar y una ramita de canela. Añadió a la leche el azúcar y la ramita de canela y lo dejó que se calentase un poco. Cuando a la leche le falta poco para romper a hervir, apartó el cacillo y apagó el fuego con otro chasquido de dedos.

Ahora tenía que esperar a que la leche se enfriase.

El demonio, sin tener ya nada en lo que ocuparse, se quedó apoyado contra la mesa de mármol con la mirada fija en el techo. El ambiente en su cocina era casi irrespirable. 

- Creo que hoy lloverá - dijo intentando que la tensión desapareciese. No le gustaba que las malas vibraciones impregnasen sus dulces. Puede que pareciese una tontería, pero la comida no salía buena cuando el ambiente estaba tan cargado.

Naamah asintió mientras apoyaba los codos sobre sus rodillas y miraba el suelo. Su intento no había conseguido nada de especial. Todo seguía igual.

Rendido a la evidencia, permaneció callado y cuando la leche estaba casi fría, puso a remojo las rebanadas de pan. Mientras el pan se remojaba, batió unos huevos en un bol de vidrio duro y puso una gran sartén al fuego llena de aceite. 

Aún sin hablar, el demonio pasó las rebanadas por el huevo y comenzó a freír el pan completamente concentrado en la tarea. Su vocación siempre había sido la de cocinero así que no lo pensó cuando Araziel le pidió si podía trabajar para él. En todos los años que llevaba de cocinero jefe del castillo, jamás había recibido ningún tipo de orden o queja y había podido cocinar lo que él quería en todo momento.

- Tú eres el cocinero Jezebeth - le dijo una vez Araziel  - haz lo que quieras. Echa mano a tu imaginación y talento. Sorpréndeme.

Y eso intentaba cada día después de cien años, sorprender y hacer que la vida de su amo y amigo fuese algo más dulce. Igual que intentaba lo mismo con Naamah. 

Pero los dos casos eran en vano.

Dio la vuelta a las torrijas con el aceite chisporreteando y salpicándole en la cara. Le vino a la memoria una de las muchas conversaciones que solía tener con Marduk.

- Cuando uno está roto es demasiado difícil poder curarse, sobretodo cuando no deseas que el daño sea reparado.

Y eso era lo que le pasaba a Araziel que se consumía poco a poco intentando buscar su propia liberación: su muerte. 

Lo mismo ocurría con Naamah: no quería que nadie que no fuese Samael reconstruyese su alma herida. Y por eso Jezebeth agradecía que aquel maldito demonio no permaneciese muchas horas seguidas en el interior del castillo. No podía dejarse llevar por los sentimientos y partirle cada hueso de su cuerpo sin hacer que Araziel se enfureciese. Y él no quería tener problemas con el señor del castillo.

Sobre un paño limpio, el cocinero dejó escurrir las torrijas mientras preparaba el azúcar y la canela para rebozarlas y así acabar con el temprano desayuno de la diablesa.

- Jezz.

Jezebeth se dio la vuelta y miró consternado en dirección a Naamah. Le había llamado por el diminutivo cariñoso que ella misma le puso hacía ya más de cien años. Cuando solo eran amigos y nada entre ellos parecía desembocar en aquella relación difícil y esquiva. 

- ¿Por qué no quieres participar en la canción que va a componer Nalasa?

Él dejó escapar el aire por sus fosas nasales y le dio la espalda para rebozar las torrijas. Ella se levantó del banco y se acercó a él, lo supo cuando sintió su aroma a lavanda tan profundo y cercano tras de sí.

- ¿Es por mí? - quiso saber con la voz entrecortada.

Por supuesto que era por ella. Naamah había guardado las distancias con él todo lo posible y Jezebeth había decidido respetarlo simplemente porque la amaba.

Samael nunca haría lo mismo por ti - se dijo -. A él no le has importado nunca.

Jezebeth le puso el plato de torrijas en las narices.

- Yo soy un cocinero no un músico - le dijo con una sonrisa torcida -. Os las apañareis sin mí.

- A Nalasa le haría mucha ilusión que participases.

Eso lo sabía de sobras. Jamás había conocido a un ser humano que se hubiese involucrado tanto con unos seres infernales que solían martirizar a su raza. Pero ella se había abierto un hueco en el castillo y se había integrado como una más de la familia. Sin ella, todo sería ahora tan distinto y desolador. Incluso la piedra de cada muro lloraría y se sentiría sola si ella se marchase.

Nadie quería pensar en el día en que ella se marcharía de allí. Pero algún día lo haría de una forma u otra. La vida de los humanos era demasiado corta y puede que por ello encontrasen más pronto la paz.

- Eso ya lo sé. Es una mortal muy simple que se contenta con poca cosa.

Naamah asintió mientras daba un pequeño mordisco a una torrija. Jezebeth la invitó a que se sentase en el banco y ella se dirigió hasta allí con el plato en la mano mientras él colocaba dos caballetes y una madera para improvisar una mesa.

La mujer demonio, puso el plato sobre la madera mientras volvía a sentarse y engullía lo que quedaba de la torrija mordisqueada. Jezebeth pudo leer en sus ojos el placer que sentía al paladear el sabor dulce de la torrija y por ello se sintió feliz.

Los dulces era lo único que podía hacer por ella.

Los ojos dorados de Naamah se fijaron en los suyos como hacía años que no hacía. ¿Cuándo fue la última vez que ella le miró fijamente y sin pestañear?

- Te pido que toques el piano - le dijo seriamente.

La garganta del demonio se secó y le costó tragar saliva. Si ella pudiese quererle. Si se lo pidiese porque ella deseaba que lo hiciese y no por Nalasa entonces él… quizás…

- ¿Me lo pides por Nalasa? - quiso saber. Necesitaba saberlo.

- No: te lo pido por mí.

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