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Capitulo cuarenta y uno

Réquiem

Marduk no pudo detenerle. 

Lo intentó pero, a pesar de todo, Naburus era más poderoso que él. En un principio no pudo creerse lo que veían sus oscuros ojos rojos. Naburus se había precipitado sobre la espada de Samael atravesándose él mismo la garganta para luego expulsar un extraño líquido verde que obligó a Samael a retroceder y soltar la espada. 

Sin perder ni uno de los pocos segundos que había ganado con su ataque suicida, Naburus voló veloz hacia él, hacia la torre de plata. ¿Por qué viene hacia aquí? - se preguntó. Pero pronto comprendió lo que se proponía. Samael era más poderoso que él en todos los sentidos y si quería ganar tendría que devorar más almas.

Las que cuidaba su señor Araziel.

“No, no lo permitiré”.

Marduk desplegó sus alas y se interpuso en el camino del demente que se le acercaba. Hizo aparecer en su mano una fina lanza plateada dispuesto a atravesarle el pecho con ella, pero Naburus se arrancó la espada del cuello y paró su ataque.

- ¡Sal de mi camino! - le exigió con un chorreón de sangre. El mayordomo negó con la cabeza.

- Jamás. Pagareis por todo el mal que habéis echo.

- Iluso. - Naburus utilizó su espada con mandobles y estocadas desesperadas y Marduk las fue parando como pudo con su lanza. Por el rabillo del ojo vio como se iba acercando Samael.

“ Vamos Príncipe. Yo no podré contenerle por más tiempo”.

Naburus apretó fuerte la mandíbula al sentir la cercanía de su enemigo y su desesperación le dio más precisión o puede que se la diese su locura. La lanza de Marduk se partió en dos y el demonio le atravesó el costado con la espada antes de pegarle una patada a Marduk y estrellarlo contra el suelo con la espada clavada en el cuerpo. 

El mayordomo escupió sangre a borbotones de la boca mientras escuchaba los gritos de la cincuentena de almas que veían su final desde su torre. Algunas lograron escapar de Naburus precipitándose al albergue de su señor derrotado. Pero otras no tuvieron tanta suerte.

Naburus saboreó las cuarenta almas que pudo engullir y sintió como el terror y la desesperación le daban más poder. Se le habían escapado más de diez pero con aquellas ya tenía suficiente. La herida del cuello se curó sola a la vez que su cuerpo se tornaba más musculoso y fibroso. Sus alas se estremecieron a la vez que las venas se hinchaban y sus dos cuernos se alargaron y se afilaron. Ya estaba listo para la lucha y para salir vencedor.

Con una sonrisa en los labios se dio la media vuelta para recibir al príncipe del infierno que lo miraba con la cara llena de ira.

- Maldito gusano ¿cómo te has atrevido a quemarme la cara? A mí todo un príncipe del infierno.

La ira había nublado la sangre fría de Samael y eso sería su perdición.

- Creo que eres perfectamente capaz de entender que lo hice para quitarte de en medio durante unos momentos.

Samael se limitó a gruñir y se acercó al cuerpo agotado y herido de Marduk. El demonio mayordomo sangraba copiosamente y su cabello siempre inmaculado estaba despeinado. Samael se agachó a su lado, le arrancó la espada del cuerpo y le curó la herida de forma superficial.

- Vete de aquí Marduk, molestas.

Marduk atinó a asentir y a dirigirse con paso ligero hacia donde estaba su señor. Araziel, semiinconsciente, le costaba respirar y estaba con los ojos cerrados. Las almas que habían conseguido huir estaban allí junto con Kimi y Fava que se habían negado a refugiarse en la torre. También Naamah y Jezebeth estaban allí y a unos metros los diablillos custodiaban el cadáver de Nalasa bajo el sauce llorón.

¿Quien nos lo podría haber dicho? - pensó con amargura -. ¿Quién podría decirnos que esto acabaría así? Puede que muramos todos.

De vuelta en las inmediaciones de la torre de plata, Samael espada en mano luchaba encarnecidamente contra Naburus que reía sin parar parándole todos los goles con una espléndida y enorme hacha que había echo aparecer. ¿Cómo podía ser ahora tan poderoso? Aquellas cuarenta almas parecían haberle otorgado un poder equiparable al suyo. Sino superior - pensó cuando el hacha le hizo un corte superficial en el pecho.

Samael estaba comenzando a desfallecer. Parar los tremendos golpes del hacha de Naburus no era tarea fácil y los brazos ya estaban comenzando a pesarle demasiado. Si no acababa pronto aquel combate, podría perderlo él y si él perdía todos sucumbirían a Naburus. ¿Y quién tendría la culpa? Él y solo él.

“ No se saldrá con la suya”.

Samael arremetió con todas sus fuerzas contra Naburus y consiguió hacer retroceder a su contrincante.

- ¿Creías que podrías ganarme devorando a esas almas inocentes? - le espetó mientras saltaban chispas cuando la espada de Samael chocó contra el filo del hacha de Naburus que la alzó para proteger su cabeza.

- No lo creo - replicó el demonio hinchando los músculos y desarmando a Samael en un santiamén -. ¡Lo sé! - y le clavó el hacha.

El arma se clavó en el hombro derecho de Samael y le cortó carne y hueso hasta la altura del ombligo. El príncipe dejó escapar un jadeo ahogado y se habría caído al suelo de no estar el arma de Naburus clavada en su cuerpo y él sujetando el mango con fuerza. En cuanto el demonio sacó el hacha de su cuerpo, Samael cayó hacia atrás en un gran charco de su propia sangre. El príncipe del infierno intentó alzar una mano he invocar sus poderes curativos pero en su cuerpo ya no había nada.

Estaba demasiado malherido como para poder curarse así mismo. “ Me ha perforado demasiados órganos vitales. Estoy condenado a morir”. 

Te lo mereces - le dijo una vocecita -. Te lo mereces por haber traicionado a tu mejor amigo. Al único demonio que en verdad te quería como tal. Te lo mereces por provocar la muerte de un inocente ser humano.

- ¡SAMAEL! - gritó una voz. Una voz que lo había llamado tantas veces.  Naamah - atinó a pensar con su último atisbo de lucidez -. Ojalá… ojalá te hubiese podido decir lo mucho que te amaba. 

Y perdió el sentido.

La diablesa cayó de rodillas desconsolada y sollozando con fuerza. Jezz impotente y corroído de celos apartó la mirada. A pesar de todo, aún seguía amándolo. Eres un estúpido - se amonestó -. ¿Qué se creía? ¿Qué Naamah le iba a amar de la noche a la mañana? Lo había elegido a él sí, pero era porque Samael no quería saber nada de ella. Y ahora al verla completamente desconsolada, Jezebteh se daba cuenta que ella jamás llegaría a amarle tanto como había amado a Samael. ¿Pero qué importaba ahora eso? Naburus había conseguido acabar con el único que podría darle muerte. Ellos no tenían nada que hacer contra él. El mismo Araziel estaba en las puertas de la muerte. Solo los dioses del cielo y el señor del infierno sabría como era posible que continuase con vida. Pero no importaba, pronto recibiría el golpe final.

Pronto todos morirían.

Cuanta calidez.

Nunca antes había sentido una calidez semejante. O puede que si. Ahora que lo pensaba, había sentido algo parecido en su antigua casa de la ciudad donde su madre y su padre creaban una dulce y confortable atmosfera, en la cual ella se perdía y se mecía cual columpio en un inmenso roble.

Si, así era. Aquella calidez era la misma que la de su niñez. Pero la voz no.

Hacia rato que podía sentirla, una voz suave que cantaba en un extraño idioma aunque estaba segura de que aquello era una nana.

A pesar de no entenderla, Nalasa podía percibir lo que transmitía: amor. Un amor grande y dulce como un gigantesco terrón de azúcar. Un amor sin egoísmo y puro.

¿Quién canta? - se preguntó. ¿Quién en todo el mundo podría poseer aquella voz tan magnífica y angelical? Una voz tan pura que llenaba el corazón de una calidez tan resplandeciente. Tenía que saberlo.

Tenía que despertar.

Nalasa abrió los ojos y se encontró recostada en un sofá tapizado en hilo dorado. Miró a su alrededor y, por un momento, no pudo entender que hacía en aquella suntuosa habitación. Se sentía completamente desorientada y perdida. Entonces sintió un escalofrío y se miró las manos para luego mirarse el vientre. Algo le vino a la mente, una imagen borrosa e incoherente hasta que comenzó a tomar peso. 

En su cabeza vio a un joven y apuesto chico rubio con alas negras en la espalda. ¿Quién era? Le resultaba demasiado familiar y también le provocaba un extraño cosquilleo en su pecho.

Otras imágenes pasaron por su cabeza. Una hermosa joven gritándole llena de odio con un vestido de novia, un hombre calvo y de mirada malvada, una chica con el cabello rojo como el fuego, un mayordomo con una negra trenza impoluta, un joven con el cabello color ceniza y los ojos violetas rodeado de unos extraños seres de ojos grandes y brillantes. Recordó también el olor de los dulces y el de las risas de una luminosa bola de luz que flotaba. También recordó unos duros ojos del color de las perlas y el de algo que la atravesaba por dentro.

La muchacha se tapó la cara con las manos y cerró los ojos. Todas aquellas imágenes se reproducían con demasiada rapidez haciéndole estallar la cabeza hasta que se detuvieron en el joven rubio. Estaba desnudo sobre ella acariciándole la nariz con sus labios. Su peso era confortable y su cuerpo era un bálsamo de seguridad. Y ella lo amaba, lo amaba tanto que lo único que podía hacer era cantar para aliviar el dolor de aquel amor imposible entre una humana y un demonio.

 - Araziel - murmuró y algo parecido a una pared de cristal se hizo añicos y lo recordó todo. Abrió los ojos y miró a su alrededor. 

¿Dónde estaba? Ella había muerto en manos del demonio Naburus, el mismo que matara el primer amor de Araziel el señor del castillo de las almas. La habitación era luminosa y unas cortinas amarillas hacían que la luz mortecina del cielo crepuscular pareciese más brillante. La voz que cantaba había cesado.

Nalasa se levantó del sofá y clavó la mirada en la cuna que estaba cerca de la ventana. Un impulso hizo que se acercara a ella con paso lento pero firme. El corazón le latía fuertemente en la garganta - a pesar de estar muerta -. La joven se detuvo al lado de la cuna de madera y miró en su interior. Dentro había un pequeño bebé rubio que dormía. Era precioso y su pelusilla rubia parecía brillar con la luz del sol. ¿Quien era aquel bebé? ¿Dónde estaba? En ese preciso instante, el bebé abrió los ojos y parpadeó sin dejar de mirarla a los ojos. A Nalasa le dio un vuelco el corazón: los ojos de aquel niño eran grises. De un gris que ella solo le había visto a un demonio. El bebé le sonrió de un modo adorable y extendió sus manitas invitándola a que lo cogiese en brazos. Pero ella no se atrevió. No podía ser que aquel bebé…

- Veo que por fin has despertado y que mi niño ya desea abrazarte - dijo una voz dulce y femenina a su espalda. Ella se dio la vuelta y contempló a un hermoso ángel de cabellos dorados y ojos grises con alas negras de paloma en la espalda y sin colas. 

- ¿Quién sois? - le preguntó mientras el bebé hacia ruiditos deseoso de que ella le abrazase. La desconocida sonrió.

- Soy el ángel caído Asbeel, la madre de Araziel.

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