Leyre movía aceleradamente la pierna en gesto de impaciencia. En cualquier momento la puerta se abriría y aparecería ese chico tan mono que hace más de una semana la intrigó. Al fin podría volver a observar su rostro, oler su aroma y sentirse intimidada por sus pupilas.
A sus oídos llegó el sonido de un picaporte al moverse, rápidamente alzó la vista a la puerta, para ver unos oscuros mechones filtrarse por ella, precedidos de unos ojos marrones acompañados de una cálida sonrisa.
La joven presionó los labios, pues no sabía que decir. Él acaba de plantarse frente a su figura, que permanecía sentada sobre la cama. La mano del muchacho amenazó con alcanzar la suya, la adolescente hizo retroceder su extremidad, a causa de un nada justificado temor, pero aún así el pelinegro logró acariciarsela. Ella se rió y subió la cabeza, encontrándose con su cara, la cual le proyectaba una punzante mirada que se le clavaba en lo más hondo, le daba la sensación de tener el cráneo sujeto, incapaz de menearlo. Los labios le temblaban y podía escuchar la fusión de sus respiraciones. De pronto, sintió sus manos alrededor de los bordes de su barbilla y cercanías, algo le dijo que llevaban un tiempo allí. Sus pupilas, como las de un conejito, brillaban maravilladas como resultando testigos de una aparición divina, dirigiéndose suplicantes hacia el visitante. Este no pudo resistirse más, pues su corazón palpitaba bestialmente dentro de su caja torácica pidiéndole lo acordado, se lanzó a su boca atrapando su labio inferior, sus organismos se aceleraron presa del deseo y la espalda de la chica cayó tumbada sobre la cama a razón de la pasión por la que se había dejado llevar el joven. Esto no cesó su beso, ya que ellos continuaron una coreografía interpretada por sus lenguas hasta que se separaron y los dos se contemplaron atónitos.
-Hola pelirroja.

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