IV. Los planos
—Ella era más inteligente y sensible —aclaró Calan mientras se secaba el sudor de la frente con los dedos; la lumiah con fufu desprendía demasiado calor para su gusto—. Creo que por eso fue capaz de chantajearme. Aunque sea un idiota y me encanten las fiestas, me importa mi reputación, mi sueldo... Usted lo sabe. Si viera las fotos que sacó mientras yo estaba distraído...
—Hay pocas cosas que me sorprendan a estas alturas —respondió el detective, con la boca llena y moviendo las cejas partidas en su dirección—. Pero continúe. Y rapidito. ¡Estoy a punto de acabarme el plato!
—La cosa es que yo tenía que hacer un viaje de negocios hasta Mntalmal Rashôdû por unos tratos políticos. Shani..., Sala —corrigió— lo sabía; ella era de allí. Y entonces me pidió lo de la cripta.
—¿No podía ir ella misma?
—Estaba ocupada con mil entrevistas después de la inauguración de la biblioteca. Además, creo que otro de los jefes la tenía... Los veía cuchicheando a escondidas por... En fin. La cuestión es que yo me negué. Pero después me mostró las fotos y acabé accediendo. Si la hubiera visto con esa carita...
—Aligere.
—La cuestión es que hice una escapada nocturna donde me hospedaba y conseguí encontrar la dichosa cripta.
—¿Qué quería Sala de su cripta familiar? —volvió a insistir el detective; el fufu le empapaba las mejillas infladas de carne.
Calan dudó un momento, pero...
—Un libro —acabó por tartamudear—. Debe estar aún en su casa.
Ashaniea Sala residía en un complejo bloque de apartamentos que diseñó a mediados de mil novecientos siete como prueba de iniciación. Un edificio oscuro de balcones rojos y ondulados que quedaba justo frente a la biblioteca de la que nadie dejaba de hablar. «¡Es una maravilla arquitectónica!», la había definido la mujer de la radio. Y era verdad que, vista de tan cerca, al detective casi se lo parecía: era enorme, pues a pesar de que las nubes tapaban cualquier rayo de sol, brillaba con luz propia. No es que fuera un ávido lector, pero hasta a él le estaban entrando ganas de mirar por dentro.
—Impresionado, ¿eh? —dijo Calan a la vez que rebuscaba la llave en sus bolsillos—. Shani se mejoraba cada día; esta es, sin duda, su obra magna. ¿Sabe que la construyeron sobre la base de la mansión de Julgang Schrömeyer? Quizá por eso es tan grande...
—¿Quién es Julgang Schrömeyer? —cuestionó el detective, por primera vez desconcertado desde que Calan lo había conocido en persona.
—Fue un científico famoso. Aunque yo creo que, en especial, es conocido por su asesinato. Fue hace dos años, lo degollaron encima de un círculo mágico, ¿¡se lo puede creer!? Nunca encontraron al culpable.
Al detective por poco volvió a escapársele una de aquellas carcajadas chirriantes. «Parece que a Sala solo la rodeaban historias truculentas», se abstuvo de decir al ver el modo en que la llave resplandecía juguetona en la mano de Calan que, al final, había conseguido relajarse a su lado.
Sin embargo, una vez pasada la interminable escalera de caracol hasta el piso de Sala, el que se puso cada vez más histérico fue él. Como los balcones, la puerta a su morada era de color rojo; un detalle que al detective solo podía indicarle el peligro y lo ganadora que había sido su intuición desde el principio. «Terminemos con esto de una vez», pensó, abrazándose a sí mismo mientras Calan repetía su gesto en la entrada y les daba la bienvenida a ambos a la casa.
—No ha cambiado nada. ¿La policía ni siquiera hizo un registro rutinario? —murmuró el funcionario. Luego se dirigió al detective—: El libro debe estar escondido en alguna parte. Yo... Si no le importa voy a tomarme una copa. Sala era una fanática del applejack y...
—Sírvase —tosió el detective y lo apartó a empujones con los nervios masticándole la piel. Cuanto antes comenzara a buscar, antes se acabaría la tortura nefasta que le recorría de arriba abajo.
Calan, en silencio, se encogió de hombros y caminó hasta el que había sido el lugar favorito de Sala para reunirse con él: el despacho con puerta shoji del fondo. Y sin que el detective le prestara demasiada atención, se encerró allí completamente solo.
No pasaron ni cinco minutos de eso cuando, en el comedor, el detective sacó de uno de los cajones del escritorio el libro al que Calan se estaba refiriendo. No tenía nombre en ninguna de las solapas y al tacto le pareció estar tocando la piel de una araña.
Los ojos se le abrieron como platos. Pero no pudo soltar en alto ninguna maldición y prefirió abrir el libro por dónde Sala lo había dejado doblado.
—«La red tendida por los cielos, aunque rala y anhelante, con el tiempo no deja escapar a nadie» —leyó en voz queda las palabras marcadas entre párrafos de parafernalia mágica. Era el proverbio que habían encontrado en la galleta de la fortuna, a un costado de su cadáver... «Lo sabía», se dijo, ahora con pruebas de que no iba nada desencaminado. Aquello no era otro que el LIVOOK MAG, el libro de los magos.
En su triunfo y desesperación le dio por mirar hacia los planos de la biblioteca que yacían colgados en la pared, junto a ellos. Ojalá no lo hubiese hecho porque entonces notó la forma que parecía esconderse tras él.
El detective dejó el libro en la mesa y sin pensárselo dos veces rascó lo que aparentaba ser un grabado y después quitó los gráficos de en medio.
Pensó en otro insulto al ver la figura que se había estado ocultando de él: la mujer con pelo de serpiente y ocho patas, pintada en la pared; la conocía muy bien. «No me extraña que me encuentre tan mal», quiso reírse. No obstante, el sonido de algo cayéndose al fondo del apartamento le hizo ponerse todavía más en alerta.
—¿Calan? —lo llamó, dándose la vuelta hacia la puerta shoji. Pero Calan no respondió.
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