I. El detective
— ¿Ves esta? —dijo el chico, alzando una ceja y tocándola con el pulgar—. No fue la primera que me hizo, ni tampoco la más profunda que me dejó. Pero, vete a saber por qué, es la única que me arde tantísimo cuando algo huele a chamusquina.
Macer, el hombre gris que ha venido a verle, se ve incapaz de mirarle a la cara, así que no está muy seguro de si sonríe para sus adentros mientras habla o simplemente goza sin reparos de su incomodidad. Ambos están separados por un escritorio de los caros, de madera de eucalipto arcoíris, y la poca luz que entra por las ventanas de atrás solo ayuda a que este se vea más atractivo y atrayente, en su opinión. No como los ojos del muchacho, que son grandes, verdes y resplandecientes, pero tienen poco de natural..., poco de humano. «Otro estigma con el que cargar», le había comentado entre risas cuando no pudo aguantarlo más. En esos momentos le gustaría volver a la era de la combustión interna; al menos, podría dejar las intuiciones malrolleras de lado..., aunque ya se lo habían advertido.
— Es bastante especial, ¿sabes? —le explicó uno de sus muchos jefes. Él escuchaba, serio y erguido, sobre la alfombra de piel de megaterio que poseían todos los altos cargos en la Kapital—. Dicen que apareció por aquí hace años, antes de que existiera la cúpula taumatúrgica que nos protege de los del sur. Al parecer, él y su familia fueron brutalmente atacados por una de esas entidades demoníacas mientras practicaban vete-a-saber qué hechizo desagradable... Una tragedia, supongo. Lo increíble es que él sobrevivió gracias a los caprichos de la propia criatura y vagó solo y poseído por las ruinas de las ciudades sureñas hasta que, simple y llanamente, el demonio decidió marcharse. Eso sí —añadió. Macer detectó que estaba un tanto risueño—, ese ser del inframundo le dejó varios regalitos de despedida...
Ahora Macer sabía a qué se refería.
El chico tenía ojos de Leviatán, marcados a fuego en una cara llena de cicatrices que iban y venían de cada rincón insospechado. Sabía que él aún seguía con el pulgar pegado a la que tenía en la ceja, que era ancha y partía a esta en dos cúmulos de pelo anaranjado. Ni siquiera todo aquello era lo más increíble. A él le habían ordenado contactar con un detective, no con un muchacho de unos trece años que le hablaba como un hombre irónico de cuarenta. De hecho, hasta vestía como uno..., «uno pobre y vagabundo», se dijo por dentro: el sombrero de paja (marca Huck Lifeguard, sin duda) roto por más de un borde y demasiado grande para su cabeza de niño; la vieja camisa a cuadros abierta por el pecho debido a la falta de algunos botones azules, que, además, dejaba entrever otras cicatrices innecesarias, y pantalones dignos de cualquier payaso de calle: de color negro a rayas blancas y sujeto por tirantes de excesiva estrechez. Tampoco llevaba zapatos, como pudo comprobar de reojo: tenía los pies desnudos y estirados encima del escritorio y apuntaban hacia la estantería de animales disecados que Macer tapaba con el hombro; al igual que su rostro y sus ojos, también habían sido víctimas del demonio.
—Es lo que tiene andar por el paisaje desértico del sur durante vete-a-saber cuánto tiempo —habló otra vez el detective. Macer sintió que, al fin, quitaba el dedo de la llaga—. Aquí en la Kapital tenéis el gran invento del asfalto y las aceras de piedra... ¡Me encanta pasear mis pies destrozados por ellas, amigo, no me juzgues! —Volvió a estallar en esa risotada aguda que todavía le crispaba más los circuitos de entre la carne. Sonaba bipolar, lunática. Sin embargo, lo anterior debió ser una especie de chiste, porque al captar que él no se estaba cacareando de la misma manera, el chico carraspeó un par de veces antes de ponerse de brazos cruzados y contestar—: Bueno, ya me habían dicho que los hombres grises no sois muy divertidos. Seguro que es por todo ese latón que os cubre por dentro..., como si fuera músculo, ¿verdad? Bueno, amigo, da igual, no me respondas. Total, siempre he sido demasiado charlatán. Por eso se me da tan bien este trabajo en específico. Con tal de que me calle, la gente suelta un montón de cosas imprudentes. Así que, dime, ¿qué es lo queréis ahora de mí?
Por primera vez desde que se había sentado en la silla maltrecha de delante del escritorio, Macer alzó la cabeza y clavó los ojos en los del muchacho. Sí, para su sorpresa, le seguía pareciendo un muchacho, uno desgarrado y maldito, y se preguntó si no sería, encima, una de esas personas tan especiales que, por más que pasen los años, nunca parecen envejecer. Pero en cuanto pensaba en el discurso beodo de su jefe (su jefe número treinta y tres de los mil trescientos treinta y dos que tenía) esas chiquilladas humanas se le quitaban de los circuitos. «Todo se reduce a que un demonio, muy probablemente de poco rango, se encaprichó de tu cuerpo y lo infectó a su antojo. También quiere decir que ese demonio te mantiene en la forma en que te dejó para volver cuando le apetezca. Los jefes dicen que los niños les resultan más apetecibles».
— ¿Te asombra que sea tan jovencito? —le habló, de nuevo, por sorpresa—. Como ya he dicho, es otro síntoma que tengo que padecer y que no tiene ningún sentido para mí, aunque sí para las que dicen ser hechiceras y videntes en el mercado negro. Tengo muchos, ahora que lo pienso: las cicatrices, las deformidades de mis pies..., y supongo que no has pasado por alto estos ojazos, ¿eh, chaval? A mí me encantan, imponen a los clientes y a los que tengo que interrogar. Nadie se pasa de listo. Pero dejémonos de cháchara o no acabaremos nunca. ¿Alguien ha muerto? Dímelo.
Y Macer, al fin, se lo dijo.
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