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Una isla conocida

Al día siguiente, aún en la mazmorra, la luz de las rendijas indicaba el mediodía cuando oyeron pasos acercándose. El Buitre, Antonio y varios piratas aparecieron. Antonio se acercó cojeando a Mar para soltarle los grilletes.

—Antonio, ¿qué tal va tu pie? —se burló Mar.

—Si por mí fuera, os habría entregado al gobernador Cariván. Me parece una pérdida de dinero no entregaros...

El Buitre se acercó a Antonio y le pegó un fuerte manotazo en la cara.

—La próxima vez que oiga tus opiniones, te doy mi palabra de que te colgaré de los pulgares —le advirtió. Después, terminó él mismo de abrir los grilletes.

Ya en cubierta divisaron una alargada isla boscosa que se extendía ante ellos. El Buitre les acercó un cazo de agua:

—Capitán Mar, creo que nos conviene a los dos colaborar. ¿Ciertamente sois capaz de encontrar el oro?

—Dadlo por seguro, siempre que me llevéis a la isla indicada en el pergamino.

—Nos hallamos justamente donde apunta vuestro manuscrito. El artista ha hecho un buen trabajo. Bajaréis con varios de mis hombres, localizaréis el oro y os daré vuestra tercera parte, ¿entendido? La chica se quedará conmigo para asegurar vuestro regreso.

—¡De ninguna manera! Jamás la dejaría. Sean cuales sean los peligros de esta isla, apuesto a que son menores que el de una bella dama en manos de vuestra tripulación.

—Señor, tenéis mi palabra, y yo soy un hombre de palabra, ¿verdad contramaestre?

El contramaestre sonrió afirmando con su fea cabezota.

—Insisto, capitán Robert, no saldré de aquí sin la muchacha.

—Está bien, estamos entre caballeros —respondió el Buitre conteniendo la rabia—, quiero que tengáis presente que mi propósito es colaborar. ¿Alguna cosa más?

—Querría llevar mis armas, al menos mi espada.

—La verdad es que no os falta razón para pedírmela, ¿quién sabe que os aguarda en una isla tan grande como esta? Pero siento comunicaos que he cogido un especial cariño a vuestra espada de empuñadura de plata: es tan hermosa. De todas maneras, no tenéis nada que temer, mis hombres van armados, os escoltarán.

—Otra cuestión, ¿qué haremos cuando obtengamos el oro? No podemos establecernos en ninguna ciudad: en cuanto nos reconociesen, nos enjuiciarían por piratería.

—De eso no os preocupéis, tengo las espaldas bien cubiertas.

—¿Tenéis algún documento escrito?

—Lo tengo.

—¿Firmado por el gobernador Cariván?

—Sois muy curioso, pero ya os he dicho que tenemos las espaldas cubiertas.

Diez piratas montaron en el bote junto a Mar e Inés y, tras desembarcar en la fina arena, se perdieron entre la vegetación.

El Buitre se acercó a su timonel:

—Espero que todo salga según lo previsto. Situad el galeón junto aquel cabo del fondo.

Los hombres del Buitre abrían camino entre los arbustos envueltos por los sonidos de los pájaros y animales del lugar. Al alcanzar un claro, varios negros, vestidos con taparrabos, huesos en orejas y nariz, y apoyados en lanzas, se acercaron tranquilamente a ellos.

—Son los habitantes de la isla —explicó Mar —, por lo que se dice, son muy hospitalarios. Yo conozco algo de su dialecto.

Uno de los hombres del Buitre sacó su pistola y encañonó a Mar.

—Pregúntale dónde está el oro, o te pego un tiro.

Mar se acercó al que parecía el cabecilla intentando saludar en su dialecto; pero antes de que terminara la frase, el isleño le había golpeado con el palo de su lanza en la cabeza.

Mar cayó al suelo del impacto. Los piratas se alarmaron y uno de ellos, tomando la iniciativa, se adelantó pistola en mano.

—Matémoslos y vayamos por el oro.

Cuando el pirata apuntó al indígena, aparecieron decenas de ellos entre la vegetación amenazando con sus lanzas de puntas blancas.

Los piratas fueron desarmados y obligados a seguir el rumbo marcado por la tribu.

Pronto llegaron a un pequeño poblado. Su jefe era un tipo fuerte, la oscuridad de su piel contrastaba con su camisa blanca. Alarmados por los gruñidos, varios isleños acudieron con mosquetes en sus manos. El jefe se encaminó a Mar y le cogió entre sus brazos.

—Amigo Mar, Amigo Mar —clamó con su extraño acento— ¿Tú estar bien, amigo Mar?

—¿Ajani? —respondió Mar abriendo los ojos— ¿Por qué me han golpeado?

—Perdona a mi amigo Kurupa, no te reconoció; para él todos los blancos tenéis la cara igual. ¿Estos son amigos tuyos?

—No, todo lo contrario. Siento haberlos traído, pero mi situación era desesperada.

—No preocuparte, Mar, nosotros en deuda contigo. Tú liberar a mi pueblo. Ahora, nosotros ayudarte: custodiaremos a hombres malos. Ajani hablará con ellos, para que por su bien cambien. ¡Y si no cambian, nos los comeremos!

Los piratas palidecieron al escucharlo.

—Ajani, tengo que ir al otro lado de la isla con esa mujer, y necesito provisiones.

—Problema ninguno, amigo, la comida de Ajani es comida tuya. Bonita mujer, pregunta si quiere ser nueva mujer de Ajani.

—Pregúntaselo tú.

Ambos rieron mientras se daban la mano en señal de afecto. Ajani dio órdenes de liberar a Inés, que buscó cobijo junto a Mar.

—¿De qué conoces a esta gente?

—Hace años hicimos un viaje en común. Te presento a su jefe Ajani.

—¿Tú quieres ser la mujer de Ajani? —preguntó el isleño.

Inés negó con la cabeza.

Tras una pequeña conversación, los isleños trajeron provisiones, y mis amigos partieron acompañados por Ajani y un par de sus hombres.

—¿Crees que en esta isla está el oro? —preguntó Inés.

—¿Oro? Aquí no hay una mota de oro.

—Y entonces, ¿qué hacemos aquí? ¿Cómo vamos a salir de la isla?

—Todo está previsto..., si sale bien. Esta isla era uno de los puntos de descanso del Amanecer, y además, está en nuestra ruta. Siempre llevo en mi bota un mapa que guía hasta aquí. Sé que creías que había entregado al Buitre el que esbocé en Isla Jardín, pero ese, jamás se lo entregaría. Juan también conoce este sitio. Cuando hable por última vez con él, le indiqué que saltase del galeón, que nadase hasta el barco pesquero que habíamos abandonado, y que me recogiese aquí. Si aún está vivo, ya habrá llegado al punto de reunión. Como el galeote del Buitre viajaba en dirección contraria, tardé en darle la ubicación de esta isla para que Juan tuviese tiempo para llegar antes que nosotros. La nave del Buitre tardará bastante en rodear la isla, es muy ancha. Con un poco de suerte, ni siquiera nos verán huir.

—No creo que Juan haya sobrevivido.

—Es un chico fuerte: tengo fe en él.

—¿Ajani se comerá a los hombres del Buitre?

—Pregúntaselo a él: ¡Ajani!, la señorita quiere saber si te comerás a esos hombres.

El jefe de la tribu se acercó sonriente.

—Ajani vivió en Francia y España. Ajani no come gente. Los blancos pensar que los negros comemos gente; pero señora, yo no hablar en serio de comer hombres. Yo decir para amedrentar a hombres blancos. Ellos deben seguir nuestras leyes, o serán castigados.

La maraña boscosa llegaba hasta una gran playa de arena blanca. Al ver el barco pesquero, soltaron un grito de alegría.

—¡Te dije que nos reuniríamos con él! —rió Mar.

Mar corrió hasta una pequeña caseta fortificada de madera a los límites del bosque y golpeó la puerta:

—¡Ábreme! Soy el amo de Marqués.

Al oírles, abrí la puerta y les saludé con un efusivo abrazo.

—¡Me alegro de veros!

—Y yo de saber de ti, —respondió Mar riéndose— ¿Qué tal tus heridas?

—Bien, no son profundas. Me las he vendado.

Los isleños me saludaron con regocijo.

—Amigo Juan, tienes más altura —aseguró Ajani gesticulando—. Cuando conocerte en el Amanecer, tú sólo niño. Este hombre salvó la vida a mi pueblo.

Sacamos armas de la caseta y un saquete lleno de instrumentos de navegación. Los porteadores colmaron el barco de provisiones. Antes de zarpar, Mar le dio la mano a cada uno de ellos, cuando le tocó el turno a Ajani se despidió:

—Siento haberos enredado en esto, pero no veía otra salida. Ese hombre asesinó a mi padre y no quería...

—No preocupar Mar. Yo soy Ajani, el que gana la lucha. Mi pueblo está preparado por si vienen más hombres. Y a los que trajiste: tenemos viudas que necesitan nuevos maridos, ellas saber controlarlos bien. Que Dios os guie a buen destino.

Los isleños empujaron el pesquero hasta que no tocó fondo y se despidieron de nuevo moviendo las manos.

—No sabía que el Buitre hubiera matado a tu padre —dijo Inés.

—Yo tampoco —añadí.

—Eso es porque no os lo había dicho.

Tras guiñarnos un ojo, se quitó el cinturón, desmontó la hebilla, metió el dedo en la oquedad que creaba el rollo de cuero y extrajo un manuscrito.

—Aquí está el auténtico mapa.

Sacó una brújula y una especie de cruz de tres brazos con la que miró al sol y al horizonte. Consultó varias veces el escrito y, tras marcar el rumbo, me ordenó sujetar el timón.

Ya al mando de la nave les observé, acurrucados y agotados: hacían buena pareja.



El Buitre mandó llamar a su contramaestre.

—¡Infórmame!

—Todo va según lo predijisteis, señor: un barco pesquero ha zarpado.

—¡Bien! Este Demonio ha pensado que es el único que conoce el lenguaje criollo. Todo el mundo sabía que el Amanecer repostaba en esta asquerosa isla, dicen que está plagada de caníbales.

—Pero, ¿por qué os arriesgáis a dejarles marchar, señor?

—Nunca nos habría revelado la ubicación del Alma de Sevilla. Nos habría mareado con pistas falsas. Sólo siguiéndole, podremos localizar el oro.

—¿Y por qué dejasteis ir también a la chica?

—No habría partido sin ella, es un majadero —el Buitre observaba la espada de Mar mientras hablaba.

—Tenéis razón, señor.

—¡Claro que la tengo! Con ese barcucho no podrán dejarnos atrás. ¡Apagad todas las luces! Intentaremos seguirlos sin que nos vean. ¡Ah! Y que hoy no beba la tripulación ni se toque música —Después se acercó hasta el artista y tendiéndole el catalejo, señaló al pesquero con el dedo—. Deseo con todas mis fuerzas seguir el rumbo de ese maldito barco, más te vale que no lo perdamos. Si nos burlan, no sólo te mataré, sino que te juro por todos los diablos que buscaré a tu mujer y tus hijas para hacerme un chaleco con sus pellejos.

Miguel, el artista, asintió con la cabeza.

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