Mi primer encuentro con el Buitre
Cuando llegamos al puerto, Mar se llevó el dedo a la boca para pedir sigilo.
—Aunque la aldea es pequeña, siempre hay un par de vigilantes en el muelle por la noche. Inés, date un paseo y si te topas con alguien, distráelo hablando. Juan, intenta echar un ojo algún barco pequeño y manejable. Yo intentaré coger a los centinelas por sorpresa. No seré brusco, son pescadores y posiblemente estén dormidos, será fácil encerrarlos en su propia garita.
Los tres nos separamos. El chucho siguió a Mar, que deambulaba entre los pesqueros, sin ver movimiento. Llegó a la caseta de los guardias, no se oía ningún ruido aparte del oleaje. Abrió con sigilo la puerta, y de repente, cayó el cadáver de uno de los guardias. El perro gimió, Mar desenfundó su espada y volvió sobre sus pasos. Entonces, en el silencio de la noche, se oyó a Inés gritando:
—¡Soltadme!
Mar se acercó, en un pequeño pesquero, varios piratas del Buitre retenían a Inés. El contramaestre sostenía un cuchillo a la altura del cuello de la chica.
—¡Entrégate, Demonio de Mar ,o la matamos!
Me acercaba con sigilo cuando aparecieron a mi alrededor varios piratas.
—¡Ya tenemos al otro!
—¡Entrégate, Demonio de Mar! —repetían los piratas mientras me sujetaban.
—¡Está bien! No les hagáis daño —contestó Mar mientras salía a la vista con aparente calma.
Los piratas corrieron hacia él. No sin temor, le despojaron de sus armas y le golpearon hasta que quedó postrado. Marqués intentó defender a su amo, pero se alejó tras el puntapié que le propinó uno de los marinos.
El contramaestre se acercó riéndose, dejando ver sus horribles dientes bajo su bigote.
El Arixandro, que así se llamaba el pequeño barco pesquero en el que nos encontrábamos, zarpó. Nos pusieron grilletes en pies y manos. Al amanecer, ya alejados de la costa, llegamos al barco del Buitre, donde el contramaestre nos condujo hasta su capitán.
—Pasen, mis apreciados invitados. Me presentaré, soy el capitán Robert Zan. Os esperaba —se pavoneó el Buitre con su traje negro y rojo, mientras el contramaestre le entregaba la espada de Mar—. ¡Qué hermosa espada. Hoy es un gran día: dos damas en mi galeón, la de la empuñadura y la linda doncella de carne y hueso que traéis.
—¿Qué hacemos con el pesquero? —preguntó un pirata.
—Dejadlo a la deriva, tenemos botes más que de sobra —contestó el Buitre—. Atad a los prisioneros a los mástiles.
Un momento más tarde, apareció el jefe de guardia en cubierta. Me levantó la cara con su mano y me miró atentamente.
—Este pillo es Juan de Vega; este otro, creo que es el Demonio de Mar; ella no sé quién es.
—Nos aseguraremos —afirmó el Buitre—: ¡Antonio!
Antonio, cojeando, se abrió paso hasta nuestro lado.
—Sí —confirmó—, es mi antiguo capitán, Juan e Inés, la hija del gobernador de Isla Jardín.
—¡Las cosas no pueden ir mejor! —exclamó el Buitre—. Al capitán le llevaremos vivo, como exigió el gobernador Cariván. Al pillo le mataremos y le daremos su cabeza a usted, después, me daréis la recompensa, tal como acordamos, y para ella: para ella, tengo planes especiales —clamó carcajeando a coro con su tripulación.
—Así sea —corroboró el jefe de guardia.
—¡Dadle una espada a este muchacho! —dijo el Buitre señalándome—. Hoy tengo ganas de divertirme.
—¿Por qué correr el riesgo? Puede hacernos daño —advirtió el jefe de guardia.
—Yo decidiré en mi barco que es o que no es arriesgado, y desde luego, este maldito mocoso cobarde, no lo es. Además, una persona honrada como vos, debería apreciar este gesto de caballerosidad hacia los prisioneros —el jefe de guardia puso mala cara, a lo que el Buitre respondió—. No se preocupe, dejaré reconocible la cabeza del crio.
La tripulación rio. Me soltaron y me dieron una espada, pesaba mucho para mí, pero intenté sostenerla con coraje. El Buitre, con destreza, sacó la suya, blandiéndola en la mano, mientras que con la otra asió la pistola por el cañón, moviéndola con agilidad.
—¡Cuidado Juan! —me advirtió Mar.
Inés miraba preocupada la situación, mientras intentaba inútilmente librarse de las argollas. El resto de la tripulación se paralizó para ver el espectáculo.
El Buitre, sonriente, se abalanzó sobre mí, chocando nuestras espadas. En el mismo instante en que los aceros chocaron, utilizó su pistola para sujetar mi arma, y lanzó una estocada circular a mi cuerpo. El miedo me hizo reaccionar: salté hacia atrás desenganchando mi espada y esquivando parcialmente la estocada del Buitre, que impacto en mi brazo derecho con un corte limpio, no muy profundo pero preocupante. Retrocedí unos pasos presa del pánico.
Toda la tripulación reía disfrutando del cruel pasatiempo.
El Buitre, paladeando la situación, volvió a acercarse. Intenté ponerme en guardia a pesar de la herida. De nuevo, los aceros chocaron. Hizo un movimiento circular con su espada y me golpeó en la muñeca derecha, haciendo que se me cayera el arma entre las risotadas de la tripulación. Era evidente que el Buitre no sólo quería vencerme, sino burlarse; pero aun así, estaba claro cuál sería el final de la contienda: me iba a matar.
Desarmado, comencé a huir, mientras me seguía pausadamente con una sonrisa en los labios. Algunos piratas me cortaron el paso.
—No le des la satisfacción de matarte, arrójate tú mismo al agua —gritó Mar a pleno pulmón, y añadió—: ¡Ale bato pwason, ale Ajani!
Asentí con la cabeza. El Buitre estaba a punto de alcanzarme. Desesperado, me lancé al agua.
El Buitre torció el morro.
—¡Disparad, malditos! —ordenó.
Una lluvia de plomo cayó sobre las burbujas que había dejado al sumergirme. Los piratas buscaron alguna pista de donde estaba, y aunque alguno creyó verme por un momento, finalmente no encontraron nada.
El Buitre, furioso, se volvió hacia Mar, increpándole:
—Cobarde —Poco a poco, su enfado se tornó en una carcajada alocada compartida por la tripulación—. Parece que vuestro compañero será pasto de los peces.
El jefe de guardia, se paseaba iracundo sin saber dónde ir. Finalmente se dirigió hacia el Buitre:
—Os recuerdo que sin la cabeza de Juan, no hay trato.
—Dije que le mataría, y así ha sido. ¡Vos lo habéis comprobado! —contestó malhumorado.
—Pero, yo no he visto su cadáver.
—¿Acaso creéis que está vivo? Seguramente le dio un disparo y su cuerpo se hundió como una roca, pasa a menudo. Además, aunque no le hubiésemos acertado, nadie herido en un brazo sobrevive en mitad del océano.
—Sigo diciendo que no he visto su cuerpo.
La mirada del Buitre echó chispas, y del carácter amigable que había mostrado con el jefe de guardia tornó a uno mucho más autoritario.
—¡Le he ejecutado, y en la próxima isla que desembarquemos, haréis efectivo el pagaré! Si no lo hacéis, os haré lo mismo que he hecho con él: os cortaré en un brazo, os tiraré en mitad del océano, y os dispararé, para ver si sois capaz de sobrevivir.
—Pero el cuadro...
—Olvida el maldito cuadro, o no saldrás de aquí con vida.
El jefe de guardia asintió con la cabeza.
—Os daré el dinero.
—Bien, mi estimado camarada —la expresión del Buitre volvió a mudar—. Pongamos rumbo al Norte. Allí hay varias islas muy animadas. Podréis hacer efectivo vuestro pagaré. ¡Meted a los dos tortolitos en la mazmorra! Más tarde nos ocuparemos de ellos.
Mar e Inés fueron encadenados en la oscura y húmeda mazmorra del galeote.
Yo no podía aguantar más, necesitaba aire. El plan de Mar era peligroso. Subí a la superficie y aún vi la nave del Buitre, así que, tomé de nuevo aire y me sumergí todo lo que pude.
De nuevo salí a respirar, el barco estaba más lejos. Repetí la misma operación hasta que estuve lo suficientemente alejado del galeote.
Busqué en el horizonte al Arixandro, el pesquero que habíamos abandonado: tardé un rato en localizarlo. Saqué fuerzas de flaqueza y braceé con toda mi alma. Hubo momentos que pensé que no lo conseguiría. El salitre del agua ardía en mi herida.
Finalmente llegué. Me agarré a la cuerda de amarre quecaía por estribor y subí a duras penas. Tumbado en cubierta, jadeando y taponándomela herida del brazo perdí el conocimiento.
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