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Los tres retratos

Al atardecer siguiente divisamos Isla de Fuego. Se llamada así por ser un enorme volcán, que aunque ya no echaba fuego, seguía calentando manantiales de agua. Su tierra era negra como la ceniza, y desde el barco se podía vislumbrar su forma de cráter montañoso modificada por la vegetación y las pequeñas y abundantes casas.

—¿Cómo robarás esta vez el retrato? —preguntó Inés con tono censurador.

—Lo he meditado mucho, y creo que de nuevo me acompañaras. No quiero dejarte sola en el barco, y menos ahora que nos persigue el Buitre.

—¡Ni lo sueñes! No te asistiré en tus pillajes ni una sola vez más.

—Piensa en tu décima parte —se mofó Mar.

Inés asintió con la cabeza. Mar por su parte, se limitó a sonreír y llevó un trozo de pan a Marqués, cogió la pistola, su espada de mango plateado, los cuadros robados y su nuevo sombrero negro de pluma blanca. Salió a cubierta, llegábamos al puerto. Golpeó el sombrero de plumón creando una gran polvareda, se volvió a la tripulación.

—Volveré con más dinero —afirmó.

—Te esperamos —respondió Jack—. Por cierto, ¿qué hacemos con el paquete?— añadió señalando a Antonio.

—No lo descarguéis aquí. No quiero encolerizar al gobernador.

—¿Quieres que te ayude? —pregunté.

—Sí —contestó mientras me llevaba a un lado para susurrarme—, necesito que te quedes en la orilla, junto a los guardias. Si ves aparecer el barco del Buitre, corre a buscarme, ¿entendido?

Asentí con mi cabeza. Mar alargó la mano hacia Inés y la ayudó a bajar. Una compañía de guardias se acercó a ellos y les pidieron que les acompañasen, ellos obedecieron. Inés frunció el ceño preocupada, pero se calmó al ver que Mar seguía alegre. Llegaron a un palacete. Los guardias les custodiaron hasta una gran escalinata de mármol e hicieron un gesto para que subieran.

Ascendieron hasta un rico salón, donde les esperaban dos guardias, un mayordomo y un caballero de unos cincuenta años: pelirrojo, con pelo largo, perilla y vestido con una elegante capa bermeja.

—¡Capitán Mario! Llevo mucho tiempo aguardando este momento—exclamó el pelirrojo mientras desenfundaba su sable.

—Gobernador Joaquín. He acudido lo más veloz que he podido —contestó Mar empuñando su espada de mango plateado.

Comenzaron a luchar en mitad del salón. Sus aceros chocaron repetidamente, hasta que Mar empujó al gobernador, que cayó tirando una mesa. Al instante se levantó con una ágil voltereta, y volvieron a chocar las armas varias veces hasta que las espadas confrontaron.

—Te estás volviendo viejo —le advirtió Mar.

—¡No podrás conmigo ni a los cien años!

Mar giró su espada sobre el arma de su contrincante, que salió volando y se clavó en un sillón dorado y rojo desparramando sus plumas.

—Ríndete —ordenó Mar.

—Ni lo sueñes —contestó el gobernador asiendo con gesto torero un largo tenedor de trinchar carne y el mantel de la mesa que habían derribado, mientras el resto de cubiertos caían por el suelo con gran alboroto.

Los contrincantes se miraban con fiereza y daban vueltas por la habitación. De repente, entró una enjuta y distinguida señora:

—¡Joaquín, Mario! Tendría que haberlo sospechado cuando oí el primer estruendo. ¡No acaba de venir el niño, y ya la habéis montado! Te debería dar vergüenza, Joaquín. Cómo has puesto el salón.

—Pero mujer, llevo mucho sin ver al chico... —se excusó el gobernador.

—¡No hay peros que valgan! Y tú, Mario, vete a cambiarte. No quiero verte con ese aspecto desarrapado. ¡Y saca de aquí ese sombrero! Está lleno de mugre.

—Ahora mismo, señora —respondió Mar.

—Pero antes, ven y dame un beso.

Mar obedeció, dando un beso a la gobernadora ante el pasmo de Inés. Después, le dio un cariñoso manotazo en la espalda al gobernador, que fue correspondido con una mirada de complicidad referente al enfado de la gobernadora. Tras indicar a Inés que esperase allí, salió de la habitación.

La gobernadora dio una ojeada a la muchacha.

—Veo que al fin, Mario se ha echado novia. Soy la gobernadora Julia, ¿cuál es vuestro nombre?

—Me llamo Inés, y no soy su novia, yo sólo...

—Bueno, a mí me da igual lo que seáis, siempre y cuando os comportéis en esta casa de forma decente.

Inés negó con la cabeza, pero antes de poder explicarse, la iracunda gobernadora había salido de la habitación.

Al rato, Mar apareció totalmente cambiado: con el pelo recogido, afeitado, con una camisa blanca impecable y unos elegantes pantalones. Inés observó sorprendida la transformación. El gobernador y Mar caminaron hasta una habitación, ella les siguió. Antes de entrar, el gobernador preguntó:

—¿Ella viene con nosotros? ¿Está enterada?

—Es la hija de Arturo Duarte, de Isla Jardín —respondió Mar—. He hecho un trato con ellos, les prometí la décima parte del oro.

El gobernador asintió con la cabeza, y los tres entraron en un amplio despacho con una mesa llena de manuscritos.

—¿Traes los otros dos retratos? —preguntó el gobernador.

—Te dije que no volvería sin ellos... aunque me ha costado años.

El gobernador se volvió hacia un espejo colgado en la pared. Cogiéndolo de su marco dorado, lo movió y descubrió una caja fuerte. Tras mover el repiquetear la rueda hacia un lado y otro, la abrió, buscó en su interior y extrajo algo de ella.

—Toma, Mario, aquí esta, tal y como te prometí. Me quito un peso de encima al entregártelo —aseguró mientras le enseñaba el retrato de un hombre joven con barba, que vestía un delantal bordado en rojo con la cruz de Santiago.

—El cuadro del cuarto pescador —exclamó Inés—. Al que mataron en la isla.

—Es el cuarto pescador, pero nadie le mató, jovencita —corrigió el gobernador con voz grave—. Era un gran amigo de mi padre, aún nos habla de él.

Mar giró el retrato para observar el mapa dibujado en su revés. Colocó junto a él los otros dos cuadros y los estudió. El gobernador observó las tres cartas de navegación atónito:

—¡Aquí no hay quien se aclare! Además, una de las cartas está emborronada.

—Tuve que saltar al agua.

—¿Al agua? ¿Metiste uno de los retratos en agua?

—Ya te lo contaré otro día, ahora dejadme solo: tengo que estudiar la trayectoria que realizó el barco.

El gobernador salió e invitó a Inés a sentarse en una pequeña mesa. Ella, ofuscada, obedeció, pero pronto comenzó a increparle.

—¡Así que fue usted él que le desveló la historia del oro! No tenía derecho a hacerlo, la tercera parte de ese oro pertenece a mi padre: nos ha traicionado.

—Yo no he traicionado a nadie, jovencita, ni he desvelado el secreto del oro a Mario. Él lo supo antes que yo, y por si no lo recuerda, legalmente, el oro sigue perteneciendo a la corona española. Así que, escuchad: no sois quien para juzgarme ni reclamar nada, y menos en mi casa. Parece que no habéis heredado el buen carácter de vuestro padre.

El gobernador dio media vuelta y se fue. Al rato, Mar salió del despacho con un papelucho garabateado, lo dobló y se lo guardó en un bolsillo.

—Acompáñame, Inés, te voy a presentar a alguien.

Ascendieron una escalera hasta otro pasillo con una puerta blanca. Mar llamó con suavidad y entraron en una coqueta habitación de adornos dorados. Había dos mesillas y una cama donde descansaba un chupado y pálido viejecillo.

—¡Hola, señor Joaquín! —saludó Mar.

El viejo abrió los ojos.

—Hola, Mariete, ¿cómo te encuentras?

—Muy bien.

—¿Has conseguido...?

—Sí, tengo los tres, y creo que he rehecho la ruta que hicisteis. Debió ser Isla Coral, la que avistasteis en primer lugar, aunque no es seguro.

—Es posible, pero aun así, te aconsejo que no vayas. Allí luchamos contra la peor tempestad de toda nuestras vidas —el hombre abrió unos ojos como platos—. Nuestro barco ascendía y bajaba sin cesar. La zozobra era tan fuerte, que tu abuelo cayó por la borda. Tu abuelo, que bondadoso era tu abuelo...

—¿Tu abuelo era uno de los pescadores? —preguntó Inés.

—Sí, pero nunca le llegué a conocer.

—Nunca lo olvidé —prosiguió el viejo—, de hecho mandamos gente para buscarlo, pero el océano se los comió a todos. Eso, o hallaron el oro y huyeron. Aunque no lo creo, mandé a gente honrada, una pena. No me has presentado a tu amiga, es muy linda.

—Me llamo Inés, soy la hija del gobernador Arturo, de Isla Jardín.

—¡Ah! El pequeño Arturito ya tiene hijas. Yo traté más con tu abuelo. Era un pícaro —añadió entre risas.

—Señor Joaquín, mi destino me espera. Volveré pronto —aseguró tomando la mano del anciano.

—Eso espero. Ten mucho cuidado.

Bajaron hasta el salón donde los gobernadores conversaban sentados a la mesa. Al verlos, la gobernadora se levantó y preguntó:

—¿Sabes lo de los chicos? —Ante el gesto negativo de Mar, la gobernadora prosiguió—. Se han enrolado en el ejército.

—Pensaba explicártelo durante la cena —intervino el gobernador Joaquín—. Hace unas semanas, estalló la guerra. Por lo visto, un príncipe austriaco ha atacado a nuestros aliados franceses. Un consejero del virrey nos solicitó gran parte de nuestras embarcaciones, y los chicos decidieron capitanearlas. De momento no tenemos noticias de ellos.

—Sabía que la guerra estaba próxima pero...

—Quizás también sea un buen momento para ti —añadió el gobernador.

—¿Qué quieres decir?

—La corona española está dando patentes de corso a cambio de su apoyo en la guerra. Con tus ahorros podrías comprar...

—¿Unirme yo a la Armada Real?

—Recapacítalo, si lo haces no tendrás que huir de las autoridades. Yo mismo puedo influir en el comandante de marina.

—Muy mal me tengo que ver para participar en una guerra —al ver el gesto dolido de la gobernadora, intentó corregir—: Lo siento, no quería...

—Sé lo que pretendes decir —contestó afectada—. Yo no quería que mis hijos fuesen a luchar, pero ellos lo han decidido. ¿Te quedarás a cenar?

—Lo siento, debo irme. Hay un barco que nos busca.

—¿Un barco?, ten cuidado —advirtió Joaquín con seriedad—. He oído rumores de que el gobernador Cariván ha contratado a un pirata para atraparte.

—Eso explicaría el ataque del Buitre —respondió Mar.

—El Buitre —exclamó la gobernadora—. Es el que mató a..., al maestro de esgrima de Isla Jardín.

—El maestro de esgrima —se sorprendió Inés—. Cuando yo era pequeña venía a mi casa a dar lecciones a mi padre.

—Sí —intervino el gobernador—, cuando vivía en Isla Jardín, le atacó el Buitre. En el combate, el maestro le cortó una oreja antes de morir, por eso le capturamos. Le condenaron a pasar el resto de sus días a trabajos forzados. Creo que terminó en las minas de plata del gobernador Cariván. El maestro de esgrima nunca tuvo igual con la espada, pero el Buitre le disparó a traición. Sé lo que estás pensando Mario, pero no, no lo hagas. Procurad no toparos con él. No es bueno enfrentarse a alguien de su calaña, no tiene piedad. Te he enseñado todo lo que sé sobre la lucha, pero ese hombre es muy peligroso. Usa la cabeza y no sólo el corazón.

—Te aseguró que algún día... —intervino Mar—. ¡Un momento! Entonces, el Buitre nos perseguía porque le había contratado el gobernador Cariván. Él prestó dinero al gobernador Arturo y si a través del Buitre boicotea sus barcos, en poco tiempo podrá expropiarle por impago.

—¡Tengo que avisar a mi padre! Cariván está detrás de todo.

—Pero —objetó Joaquín—, eso es sólo una conjetura. No podéis acusar al gobernador Cariván sin pruebas, o seréis vosotros quienes vayáis a prisión.

Durante un momento pensaron en silencio.

—Tengo el diario de bitácora de un barco que atacó el Buitre —recordó Mar—, aunque eso no creo que baste.

—El libro que me disteis a leer no basta —concluyó Inés—, son las elucubraciones de un capitán, pero no prueba la relación del Buitre con Cariván. Seguiremos adelante, buscaremos el oro y cuando esto termine, volveré y ayudaré a mi padre.

—Ya he cargado los caballos con tu dinero —anunció el gobernador—, tal y como me pediste.

Se despidieron entre las mil recomendaciones de cautela de la gobernadora.

Cuando llegaron a la puerta de la mansión, Mar se volvió hacia Inés:

—Por última vez, te pido que te quedes. Aquí estarás bien, te pueden llevar con tu padre si lo deseas. Si vienes conmigo, ya no habrá marcha atrás y tengo la impresión de que la búsqueda será dura y peligrosa. Si nos alcanza el Buitre... Te prometo que haré todo lo que esté en mi mano para traerte tu parte del oro. Confía en mí.

—Mi padre confió en ti, no sé si con buen criterio, pero he venido a asegurar mi parte del oro y llegaré hasta el final. De nada puedo ayudar a mi padre sin pruebas.

—No quiero que te pase nada —insistió Mar.

—Lo sé.

Ambos se clavaron la mirada hasta que un par de guardias aparecieron con los caballos. De camino al barco, Inés no paraba de preguntar. Mar permanecía callado.

—¿Qué esperabas, que hubiese nacido pirata? —respondió finalmente—. Con este dinero compraremos una embarcación nueva, más pequeña aún. Navegaremos sólo con algunos hombres de mi confianza. Dejaré el Amanecer en manos de Jack.

—¿Cómo debo llamarte ahora, Mario o Mar?

—Llámame como quieras, al principio la gente me llamaba Mario, pero los hombres pronto lo acortaron a Mar. Cuando gané a mi antiguo capitán en un duelo, algunos me pusieron el mote de Demonio de Mar.

En cuanto subieron al barco, me acerqué a ellos.

—¡Capitán! No os había reconocido con esas ropas.

—¡Juan, Juan! El hábito no hace al monje, como quedó demostrado en el Islote del Cuervo —añadió guiñando un ojo a Inés.

—No me lo recuerdes. Mi tía no me volverá a hablar en su vida.

—¡Oh! Tu tía... Aún me duele la cabeza —aseguró mientras se pasaba la mano por la sesera—. Por cierto, como os prometí, he traído: ¡dinero!

La tripulación gritó de alegría. Jack saltaba y aplaudía como un niño, el resto, se agolpaba para ver el botín.

El Amanecer puso rumbo hacia el Sur, hacia una dirección que sólo el capitán conocía.

Esa noche, mientras Mar dormía, Inés le observó envuelto por la luna llena. Se acercó y le besó la frente.

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