
El jefe de guardia debió hacer caso al artista
En la oscura mazmorra del galeote, Inés y Mar seguían encadenados a la pared.
—Mar, ¿Por qué no te fugaste en el puerto?
—¿Cómo dices?
—Bueno, ya sabes... creí que alguien como tú...
—¿Pensaste que te abandonaría? —replicó indignado—. Perdonad que os diga, ¡señorita!, que el gobernar un barco robado no me hace semejante al Buitre o que cualquier otro de su calaña. Yo no me regocijo haciendo daño a nadie. No todos los marinos somos iguales.
—No quería decir que actúes como el Buitre, yo sólo...
—¡Déjalo! Ya tenemos bastantes contrariedades como para discutir bobadas. Se han hecho con todos mis ahorros y el Amanecer está en el fondo del muelle, pero ahora hay que preocuparse en cómo salir de aquí con vida.
—Tienes razón. No puedo dejar de pensar en ese pobre muchacho, Juan: sé que le apreciabas. Lo siento mucho.
—Yo también. Pero, ¿quién sabe?, quizás pronto nos encontremos con él.
—No me digas eso, sabes que estoy aterrada.
Ambos enmudecieron al escuchar los pasos que se acercaban. Era el Buitre que entró en la sala con gesto amable:
—Capitán Mar, ¿No es así como os suelen llamar? Estas circunstancias tampoco son gratas para mí. Ya sabéis, atacar a otro bucanero, un agremiado, alguien al que estoy hermanado.
—Yo no estoy hermanado con vos.
—¿Ah no? Si no estoy mal informado, tenemos el mismo oficio. Pero os expondré la situación: el gobernador Cariván ha puesto un elevado precio a vuestra cabeza, y cierto es que a mi tripulación y a mí nos cautiva el dinero. Sin embargo, tengo la sensación de que se me oculta algo. He oído algo de un cuadro robado, quizá si me lo explicáis bien, no os entregue a Cariván. Pensadlo, os salvaríais de la horca y hasta podríais hacer negocio. Soy un hombre razonable.
—Mire capitán Robert, realmente hay algo de alta cuantía detrás de toda esta historia, oro, mucho oro; pero resulta, que tan sólo yo sé llegar hasta él. Podríamos ser socios, si me promete una tercera parte.
—¡Eres un bocazas! —chilló Inés—. No le digas nada. Este infame ha arruinado a mi padre, no tienes derecho.
El Buitre se llevó la mano a su fino bigote.
—¿Una tercera parte? Me parece un precio razonable, pero, ¿de cuánto oro hablamos?
—Muchísimo —aseguró Mar—, la mayor riqueza que hayáis visto jamás.
—¡Cállate! —chillaba desesperada.
—Callaos vos, u os silenciaré con un balazo, me da igual que seas la hija del gobernador Duarte —ordenó el Buitre, encañonando a Inés con una pistola en el entrecejo.
Sus verdes ojos bizquearon y, asustada, enmudeció.
—¡Alto! —le advirtió Mar en ese mismo instante— Si tocas un solo pelo de su cabeza, si le haces el menor rasguño, jamás obtendrás el oro. Sólo yo sé dónde se ubica y te aseguró que si le profieres el mínimo daño, me llevaré el secreto conmigo al infierno.
—Enternecedor, ya imaginaba que teníamos dos tortolitas. ¿Y cómo sé que no me estás embaucando con esto del oro?
—Preguntad al jefe de guardia —respondió Mar—. Él es la mano derecha del gobernador Cariván, seguro que lo sabe. Cuando lo hayáis corroborado, os daré más detalles.
—Espero que la historia sea cierta por vuestro bien. Mantendré una charla con el jefe de guardia, hasta entonces, deleitaros con la travesía —se burló con una extravagante reverencia, y se marchó.
—¿Por qué se lo has contado? —le reprochó Inés.
—¿Tenías una idea mejor?
—No me fío de él. No creo que nos dé la tercera parte del oro.
—¡Claro que no! No nos dará nada, y si consigue el oro, nos matará.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque le he exigido la tercera parte de las ganancias, que es una cantidad muy alta, y no ha regateado. No tiene ningún propósito de darnos nada, y dudo que nos quiera dejar con vida para que podamos testificar contra él: es un sanguinario.
El galeote llegó a un bullicioso puerto. Cumpliendo su palabra, el jefe de guardia salió para hacer efectivo el pagaré, varios piratas le escoltaron. A las pocas horas volvió con el dinero, que el Buitre cogió con alegría.
—Ya tenéis vuestro dinero. Ahora, llevadme de regreso a Isla de Plata.
—Tranquilo, amigo, daremos un pequeño rodeo. Negocios.
—Pero eso no es lo acordado. Si el gobernador Cariván se entera...
—Señor —interrumpió Antonio—, haced caso a este hombre. Es mucho dinero el que nos ofrece Cariván.
—¿Y a ti, quién te ha dado vela en este entierro? —preguntó el Buitre—. La próxima vez que abras tu maldita bocaza, haré que te lamentes de ello.
—Lo siento, señor.
Cuando ya estaban en alta mar, el Buitre se acercó al jefe de guardia y le pasó el brazo por la espalda en señal de amistad.
—Desde que os vi por primera vez, ¿sabéis lo que tengo ganas de hacer? —preguntó alegre.
—No lo sé —respondió con voz entrecortada el jefe de guardia.
—Desvalijar a un ricachón asqueroso como tú, y tirarlo por la borda —aseguró apuntándole con una pistola.
Le despojó de sus armas excepto la espada, cogió el dinero que llevaba encima y lo lanzó a la tripulación. Los hombres estallaron en vítores. Antonio, que contemplaba la escena, se llevó la mano a la calva y resopló:
—¡Estamos perdiendo mucho dinero!
El Buitre guardó su pistola, desenfundó la espada con la diestra y con la zurda sacó un cuchillo. Miró al jefe de guardia con una sonrisa que le heló el corazón.
—Veamos como luchan los jefes de guardia... ¡Vamos, maldito viejo!
El jefe de guardia, temblando, empuñó su espada y atacó con desesperación. El Buitre lo detuvo con una estocada y le pegó una patada en el vientre. Retrocedió llevándose la mano izquierda al estómago e intentó erguirse con la respiración cortada. El Buitre avanzó e hizo una finta con la espada. El arma del jefe de guardia salió a defenderse, pero el Buitre retrocedió su acero, empujó la espada de su oponente, le clavó el cuchillo en el hombro y, ante el regocijo de la tripulación, le puso el filo de la espada al cuello.
El jefe de guardia lloró:
—Os advierto, he dejado orden de comunicar al gobernador Cariván que vuestro trato se ha vuelto muy hostil en estos últimos días.
—¡Te voy a matar como a un perro sarnoso! —aseguró cambiando la espada por un látigo que le facilitó el contramaestre.
Loco de ira, los ojos del Buitre chisporroteaban mientras hacía bufar el cuero.
—Por favor —gemía el jefe de guardia.
—¡Traidor! —gritó mientras le flagelaba.
—Yo no os he traicionado.
—¿Ah, no? ¿Y por qué diablos no me has hablado del oro?
—El gobernador me ordenó que no dijese nada. Vuestra misión era la de encontrar vivo al Demonio de Mar, y no...
—¿No? Pues mi misión ha cambiado —Pegó un latigazo—. Ahora, mi misión es hacerme con ese oro. Ese cerdo de Cariván me ordenó hacer el trabajo sucio con los barcos de Isla Jardín —El Buitre iba aumentando su tono de voz según hablaba—, y piensa que mientras él se va a hacer rico en tierra, sin hacer nada, yo viviré eternamente en esta pocilga con olor a brea. ¡Está muy equivocado! Dime todo lo que sepas, si no quieres que te mate ahora mismo.
El jefe de guardia, llorando, miró a su alrededor en busca de ayuda. El resto de piratas se burlaban de él, excepto uno: durante unos segundos, su vista se topó con los anteojos de Miguel, el timonel bajito de pelo rubio rizado, que miraba preocupado la situación.
Un nuevo latigazo hizo que el jefe de guardia se retorciese y, protegiéndose con las manos, las palabras fueron saliendo de su boca.
—El gobernador nunca me habló mucho de ello. Sé que hay un barco llamado Alma de Sevilla, dicen, que lleno de lingotes de oro. Hay unos cuadros donde está dibujado cómo llegar a él. Cariván me mandó capturar vivo al Demonio de Mar y encontrar los retratos que tuviese. Me dijo que, quizás, él supiera donde estaba el barco. No sé nada más, os lo juro.
—¿El Alma de Sevilla? Así que, la historia del oro es verdad —murmuró tocándose el vacío que dejaba su oreja cortada—. ¿Dices que hay unos retratos que indican el camino? Nunca oí nada de eso. ¿Y Cariván creé que el oro aún está allí?
—Me imagino, si no fuese así, no se tomaría tantas molestias.
—Hace años esa historia me costó una oreja —respondió mientras señalaba el vacío—, y muchos años de mi vida. ¿Quién sabe?, quizás ahora...
El Buitre se alejó del jefe de guardia enrollando el látigo.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó el contramaestre.
—No podemos dejar que hable con Cariván, pero prometí que si me contaba lo que sabía, no le mataría. Y sabéis que soy hombre de palabra, ¿verdad, contramaestre?
—Sí, capitán —respondió con su sucia sonrisa.
El jefe de guardia se calmó:
—Gracias, señor Robert, mil gracias.
—No lo puedo matar —prosiguió el Buitre—. ¡Tiradlo por la borda!, pero vivo, ¿eh?
Le sujetaron entre risas y pasaron unas ásperas cuerdas por sus muñecas. La desesperación le dio fuerzas para zafarse y correr hacia el castillo de popa, donde estaba Miguel, el timonel.
—¡Ayudadme! Hablad con ellos. Vos no... —el contramaestre y otros hombres se abalanzaron sobre él antes de que terminase la frase.
—Parad, dejadle —gritó Miguel.
El Buitre fue hacia el timonel.
—Cállate, patán —voceó—. Si no fuera porque conoces las artes del mar, te tiraríamos a ti también.
Las risas estallaron entre la tripulación. Ataron finalmente al jefe de guardia, le vendaron los ojos con una tela y le empujaron por la borda. Nunca más se supo de él.
El Buitre llevó a un lado al contramaestre:
—Así que, lo de los cuatro pescadores es verdad. Quizás tengamos entre manos un buen negocio, el definitivo. Voy a hablar con nuestros invitados. Que me acompañe el artista.
La puerta de la mazmorra se abrió, y el Buitre apareció acompañado del contramaestre y de Miguel.
—Capitán Mar, parece que somos nuevos socios; pero necesito una prueba de buena voluntad, decidme ¿tenéis alguna pista fiable del oro?
—Por supuesto, la guardo dentro de la bota derecha.
El Buitre, tras tirar de ella, encontró un papel en su interior. Lo abrió y examinó cuidadosamente, y después dijo:
—Os presento a Miguel, es el artista del barco.
El Buitre le extendió el mapa a Miguel.
—¿Artista? —preguntó Inés.
—Sí —respondió Mar—, así lamamos a las personas cultas que conocen las artes de navegación y saben llevar los barcos en un rumbo determinado. Es decir, un cerdo como este, que ha estudiado, pero se vende por dos monedas.
Miguel le miró furioso, pero el Buitre intervino de inmediato:
—Calma, caballeros. El señor Miguel no está aquí por dinero, lleva dos años con nosotros. Pertenecía a la armada española, pero si quiere volver a ver a su mujer e hijas deberá pasar con nosotros otros tres años. Es de buena familia, muy influyente, dicen ofrecieron un buen rescate por él; pero por desgracia no abundan los bueno timoneles entre mis hombres.
—Podéis mirar el mapa todo lo que queráis —aseguró Mar—, pero la localización exacta sólo la sé yo. Si nos hacéis daño, nunca os la desvelaré, lo juro.
—Mirad capitán Mar, yo soy un hombre de palabra, ¿verdad, contramaestre?
El contramaestre afirmó con la misma sonrisa que le puso al jefe de guardia.
—Mi tripulación lo sabe, Miguel lo sabe —añadió, mientras el artista hizo un levísimo gesto de negación—. Sólo me interesan los negocios. Estuve muchos años preso, exprimiendo las minas del gobernador Cariván y, allí, aprendí lo que es la disciplina, el rugido del látigo: la gente obedece lo que teme, y así soy yo. Si me ayudáis, no os haré nada, tenéis mi palabra; pero si me mentís, os arrepentiréis de haber nacido.
—¿Y por qué os mandaron a las minas? —preguntó Mar.
—¡Eso no es asunto vuestro! —contestó el Buitre, que salió dando un portazo.
—O quizás sí —masculló Mar.
El contramaestre también salió de la mazmorra. Miguel, se rezagó para susurrarles:
—Lamento mucho vuestra situación, pero os recomiendo que le digáis al capitán Robert todo lo que sabéis: le he visto hacer las cosas más horribles que puedan imaginarse para sonsacar testimonios. Os lo ruego señorita, no os resistáis.
El barco siguió navegando rumbo al sur."
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