Cuevas, perros y espectros
Navegamos un par de días por aguas revueltas, el clima se iba tornando más frío. Al anochecer del tercer día estalló una gran tormenta que zarandeó al barco. Las olas nos subían hasta el cielo, para precipitarnos con un gran chapoteo. Me até junto a Inés por miedo a caernos al agua, y en ese presidió, gritamos aterrados en cada descenso. Mar que se había atado junto al timón, intentaba sortear las olas para que ninguna rompiera sobre la cubierta. Desde lo alto de una gran ola, me pareció vislumbrar a lo lejos la silueta de un barco, pero fue tan fugaz que creí que eran imaginaciones mías.
Tras unas interminables horas, la turbulencia mermó. Cuando al fin aparecieron las estrellas, Mar las estudió con sus artilugios para confirmar el rumbo.
—La latitud es la correcta —repetía—, pero es difícil estimar en que longitud está la isla.
Navegamos varios días oteando el horizonte, sin rastro de cualquier otro barco, hasta que una tarde grité:
—¡Tierra a la vista!
Bordeamos una isla montañosa de frondoso bosque hasta que divisamos, encallados y comidos por la vegetación, los restos del Alma de Sevilla. Del gran buque sólo quedaba la mitad; partido por su centro, el agua cubría gran parte de las bodegas.
—Lo hemos encontrado —grité.
—Jamás lo habría imaginado así —respondió Inés—, es enorme y lleno de hiervas.
Mar, que se limitó a sonreír, no acercó el barco por miedo a encallar en la costa rocosa, así que, atracamos en una playa cercana de arena nacarada. En un claro cercano a la playa, encontramos un esqueleto que aún conservaba un harapiento mandil bordado con la estrella de Santiago.
—¡El cuarto pescador! Lleva el mismo delantal que vestía en el retrato —exclamó Inés.
—Enterraré el cadáver —dijo Mar.
—Perdóname, Mar —añadió Inés—, por un momento no recordé que son los restos de tu abuelo, pero piensa que lleva aquí desde hace muchos años...
—No buscaré el oro hasta enterrarle; pero si quieres, puedes adelantarte.
Mar bajó un cucharón del Arixandro y cavó un agujero en la arena. Tras enterrar al esqueleto, juntó dos palos en forma de cruz, los puso encima de la tumba y murmuró una oración.
Inés, que se había acercado al Alma de Sevilla, pronto regresó con las manos vacías.
—¿Has visto el oro? —preguntó Mar.
—No he podido ni entrar en el barco. Habrá que esperar a que baje la marea.
—Echaré un vistazo.
Intentamos acercarnos a los restos del buque entre las rocas, pero el oleaje era tan fuerte que nos tuvimos que retirar. Llegamos a ver el interior de la embarcación que, con algunos arbustos, parecían dar continuidad al bosque en mitad del agua.
—Si el oro está aún dentro, lo tendremos que trasladar en... — planificaba Mar.
—¡Allí, a lo lejos! El galeote del Buitre —le interrumpí.
—¡Otra vez él! No tenemos provisiones para partir.
—Además, su barco es más rápido —nos recordó Inés.
—Esconderemos el pesquero entre las rocas.
Corrimos hasta el barco. Sin tiempo para izar las velas, Mar y yo usamos los remos auxiliares. Lentamente conseguimos llevarlo tras unas rocas.
—Estás rocas —aseguró Mar— disimularan el barco, pero no impedirá que lo encuentren si desembarcan.
—El galeote ya está cerca de la playa —el advertí.
—Habrán visto los restos del Alma de Sevilla —contestó— desembarcarán y más vale que no nos encuentren. Tenemos que ocultarnos: bordearemos las rocas y huiremos montaña arriba.
Ejecutar el plan no fue tarea fácil. Tras abandonar el barco, tuvimos que mojarnos y trepar entre las rocas hasta llegar a un sendero que ascendía a la cima.
—¡Ahí hay una cueva!— señaló Inés.
—Podemos escondernos en ella —sugirió Mar.
La cueva era muy profunda. Utilizamos nuestras espadas para cortar ramas y arbustos con la que disimulamos la entrada. Ya desde dentro, escuchamos a los hombres del Buitre.
—Esta cueva es muy amplia —observó Mar—. En caso de ser descubiertos, podemos escapar por sus pasillos.
—¿Qué es eso? —preguntó Inés.
—¡Ladridos! —respondió Mar—. Los perros nos encontrarán por el olfato.
En silencio, escuchamos voces cercanas.
—Profundicemos en la cueva —sugirió Mar.
No había terminado la frase, cuando un enorme perro negro emergió entre los matojos y le mordió en la manga izquierda. Instintivamente, sacó la pistola y le disparó en la cabeza. El estruendo resonó por la cueva.
—Por allí —gritaron los piratas alarmados por el estruendo.
El murmullo de la muchedumbre y nuevos ladridos sonaron cada vez más cerca.
—¡Vamos! Con suerte habrá otra salida —nos apuró Mar perdiéndose en la oscuridad.
Inés le siguió, así que hice lo mismo tanteando con los brazos.
Oí unos ladridos cercanos y distinguí dos ojos rojos en la oscuridad, por su altura adiviné el gran tamaño del segundo perro, que ya nos alcanzaba gruñendo. Inés y yo disparamos al unísono sobre el animal, que cayó estruendosamente.
—¡Tened cuidado! —advirtió Mar—. Casi me voláis la cabeza.
—Oigo otro perro —indicó Inés.
Durante un momento se hizo el silencio. Mar, que se había adentrado, nos advirtió:
—Hay un agujero en el suelo. Si descendemos por él, los perros no podrán seguirnos.
—¿Cómo es de profundo? —pregunté.
—Braza y media más o menos. Hay una pequeña grieta por donde entra el sol. Nos colgaremos de los brazos para acortar la distancia hasta el suelo.
Mar fue el primero en saltar y, después, nos ayudó a bajar. Encontramos un ancho pasillo que conducía a un pequeño precipicio de unas dos brazas de altura. En un lado de la pared había una grieta vertical por la que pasaba algunos rayos de sol y agua de mar que creaba una laguna bajo el precipicio.
Pensando en cómo descender, un golpe brusco a nuestra espalda nos sobresaltó. Era un gran perro marrón, que tras recuperarse de la caída, embistió rabioso hacia nosotros.
Mar desenvainó la espada y fue a su encuentro. La fiera, al ver que se encaraba, saltó sobre él y chocó contra su pecho. La fuerza del impacto desequilibró a Mar que cayó por el precipicio junto con el perro.
Tras la zambullida, Mar salió desorientado a tomar aire, y nadó hacia la orilla rocosa del otro lado del acantilado. Cuando hizo pie, avanzó hasta que el agua sólo le llegaba a la rodilla. El perro también emergió y, nadando, persiguió a su presa. En cuanto pudo, volvió a arremeter contra Mar, que al haber perdido la espada, azuzaba al perro con el mango de la pistola.
Con un rápido movimiento, el perro mordió la pistola, y con fuertes sacudidas la echó a un lado y saltó sobre Mar. De nuevo rodaron por el agua, momento de confusión que aprovechó Mar para atrapar con todas sus fuerzas las mandíbulas de la bestia. Sujetándolo con dificultad levantó los ojos, y sorprendido, lo vio. El sol que pasaba por la grieta iluminaba una figura fantasmagórica que le contemplaba con ojos hundidos. Mar, estremecido, gritó de miedo.
Alarmados reparamos en él.
—Esa cara —aseguró Inés— la he visto antes. ¡Es el hombre del cuadro...! No puede ser, le hemos enterrado.
—El fantasma del cuarto pescador —exclamé echándome las manos a la cabeza.
—Habéis venido a robar mi oro —clamó la figura con voz metálica.
—¡Ayúdame! —le pidió Mar sujetando la boca del perro—. He perdido mi espada en el agua.
—¿Y por qué habría de socorrer a un fullero como tú?
—Porque soy tu único nieto.
—Yo no tengo nietos.
—Soy tu nieto: he visto tu retrato más de mil veces.
—Te confundes de hombre, muchacho.
—¡Tú eres Mario! El pescador que vino a esta isla con Joaquín, Marcos y Honotorio Cariván. Yo también me llamo Mario, en honor a mi abuelo.
—¡No puede ser! Mi mujer murió...
—Murió al poco de nacer tu hijo, mi padre. ¡Ayúdame! Este bicho tiene mucha fuerza y no sé cuánto aguantare.
—¿Cómo sé que eso es cierto?
—¿Esperas que te traiga mi registro de nacimiento? Tendrás que creerme.
—Pues no te creo —clamó el viejo, amenazándole con un palo.
—¡Espera! —gritó Mar—. El viejo Joaquín me cuenta muchas cosas sobre ti, me dijo...
—Joaquín, ¿aún vive? Está bien, te ayudaré: aunque sigo sin fiarme.
Cuando el viejo se acercó, Mar vio que no era ningún fantasma, sino su abuelo de carne y hueso, asalvajado y con una avanzada edad.
El viejo se quitó una larga tela que hacía las veces de cinturón, y la ató alrededor de la boca del perro. Después, lo echó a un lado con un palo.
—Prefiero no matar al chucho, quizás me haga compañía. Aquí estoy muy solo. ¡Jamás sospeché que tuviera un nieto!
—Pues yo siempre sospeché que tenía un abuelo —bromeó Mar aliviado.
El viejo sonrió:
—¡Estoy muy fatigado! —Después, nos miró a Inés y a mí—. Y ellos, ¿quiénes son?
—Ella es Inés, la nieta de Arturo, el pescador que viajó contigo.
—¡Arturo, menudo pillo era Arturo! —rio el viejo.
—Y él, es mi amigo Juan.
—Está bien —dijo el náufrago mientras tosía—. ¡Bajad de ahí! Debemos escondernos en la cueva de arriba. Por lo que he visto, hay muchos hombres que os buscan, y no parece que traigan buenas intenciones.
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