Cómo me convierto en un hombre del Buitre
Al amanecer, el Buitre y el contramaestre se abrieron paso entre los piratas que dormían resacosos. Vinieron a nuestra jaula pistolas en mano y, amenazándonos si no guardábamos sigilo, abrieron la puerta y se llevaron al viejo al camarote del capitán.
Al rato, el Buitre emergió de nuevo a cubierta.
—¡Despertad todos! —gritó golpeando con su pistola una jarra metálica—. Venid.
Mar se interesó por el anciano, pero el Buitre ni le miró.
Los marinos se fueron concentrando alrededor, preguntándose qué ocurriría.
—¡Escuchad! —prosiguió—. He estado charlando con el viejo, y me ha confesado que hay más oro.
Los piratas vocearon con alegría.
—Esa es la buena nueva, la mala es que el oro está desperdigado por la isla. El naufragio del Alma de Sevilla, hizo que las monedas se dispersaran por la costa.
La tripulación se lamentó.
—¿Y qué haremos? —preguntó un pirata.
—¿Pues qué podemos hacer? Bajaremos y rebuscaremos. Todo lo que hallemos hoy, nos lo llevaremos. No gastaremos más de un día en buscar: Manos a la obra.
Casi todos los piratas bajaron en barcas a la isla.
El Buitre y su contramaestre congregaron en cubierta a los marinos que quedaban. Todos acudieron, excepto el artista, cuyos pies estaban sujetos por grilletes al timón. Los dos malvados carcajearon, y sacaron pistolas en ambas manos.
—¡Levad el ancla! —ordenaron.
Los marinos miraron con suspicacia, pero obedecieron. Entre varios movieron la polea que elevaba el ancla. Cuando lo consiguieron, el Buitre prosiguió con su plan:
—Ahora, ¡al agua!
—No saltarem... —intentó replicar un marino, pero la pistola del Buitre fue rápida y certera.
El resto, viendo la suerte que correrían, saltaron al agua con palabras malsonantes.
—¿Pero, estáis locos? —gritó el artista—. Este barco precisa al menos diez personas para gobernarlo.
—¡Cierra la boca, maldito necio! Soy el capitán, y sé de sobra cómo gobernar mi barco— añadió el Buitre mientras guiñaba el ojo al contramaestre.
El contramaestre sonrió y guardó sus pistolas, momento que aprovechó el Buitre para apuntarle entre los ojos con la pistola que aún tenida cargada. El miedo y el desengaño se reflejaron en la cara del pirata. El Buitre disparó y el cuerpo del contramaestre se desplomó sobre la cubierta.
—Lo lamento socio —farfulló el Buitre—. Es mucho oro y, antes o después, tú habrías hecho lo mismo conmigo... ¡O quizás no! Bueno, bueno. Artista, pon rumbo sureste: a tierra firme.
—¿Me mataréis a mí también cuando lleguemos?— preguntó Miguel.
—No, amigo, tú no quieres oro. Esta gentuza no lo merecía, se intentaron amotinar, así que, si me sacas de aquí te regalaré un lingote y tu ansiada libertad. Por fin podrás ver a tu mujer y tus hijas, ¿eh?
En la arena los piratas se agolpaban chillando desesperados al vernos partir. El Buitre vigiló que no se aproximara ningún bote al barco, arrojó los cadáveres por la borda y se fue a su camarote. Retornó con el viejo maniatado, se acercó a la jaula y sacó las llaves de su bolsillo con una mano; con la otra, nos apuntaba con la pistola. Hizo pasar al viejo dentro y volvió a cerrar. Guardó de nuevo las llaves en su bolsillo y fue a dar indicaciones al artista.
Pasó un largo día, en el que el Buitre no nos suministró ni comida ni bebida. Tan sólo llevó algunos víveres al artista.
Mar pretendió abrir la cerradura a hurtadillas, pero fue inútil.
—Nos quiere matar de sed —se lamentaba el viejo mientras tosía—. Aún tengo el gaznate lleno de salitre.
El Buitre se movía en cubierta con viveza, tratando de suplir a toda una tripulación. Mientras, nuestra situación era cada vez más penosa y nuestro futuro más incierto.
Una de las veces que el Buitre descendió a la bodega, el artista, tras un silbido de alerta, nos arrojó un gran trozo de pan empapado en agua, que aunque apenas nos calmó la sed, consiguió salvarnos del desfallecimiento.
A la mañana siguiente oí una fuerte disputa entre el artista y el Buitre.
—¡Si no bordeamos la tormenta, el barco sucumbirá! —chillaba el artista.
—Ya, y si la bordeamos, los barcos españoles nos avistarán con toda seguridad. Eso es lo que tú querrías, no me creas tan necio.
—No podemos escondernos en la tormenta, y menos sin tripulación. ¡Será una muerte segura!
—Si viras el maldito rumbo —garantizó el Buitre mientras sacaba la pistola—, para ti también será una muerte segura. Respecto a lo de la tripulación, veré que puedo hacer.
El Buitre se acercó a la jaula con su mayor cortesía:
—Parecéis sedientos ¿os apetecería un trago de agua fresca?
Le miramos sin ánimo de responderle.
—¡Hagamos las cosas fáciles! Voy a abrir la jaula, y quiero que salga el chico. El resto no os mováis.
De nuevo llevó su mano al bolsillo y sacó las llaves, mientras que con la diestra sujetaba la pistola. Abrió la puerta y me invitó a salir; lo hice como pude, pues tenía entumecido todo mi cuerpo de estar afinado y sin moverme.
—Siéntate —indicó mientras cerraba la jaula—. Os traeré agua y comida. ¡Ah!, y no hagas bobadas.
Al poco apareció con unos panes mohosos y un cubo de madera, del que sacó un cazo lleno de agua. Cuando me sacié, se lo intenté pasar a Inés, pero el Buitre me detuvo:
—¡Espera! Dejaré que tus amigos se refresquen, pero recuerda que a partir de ahora, la vida de ellos depende de tu trabajo, ¿entiendes?
Afirmé con la cabeza. Él sonrió e hizo un gesto indicando que les podía pasar la bebida. Así lo hice, y ellos se abalanzaron sobre el agua. Después cogí un pellizco de pan y compartí el resto. El Buitre se acomodó tan cerca de mí que pude oler el alcohol que, junto a la mugre, afloraba por cada poro de su piel.
—El agua esta buena, pero yo prefiero el whisky o el ron ¿quieres? —ofreció mostrándome una pequeña botella que sacó del interior de su casaca. Moví la cabeza negativamente—. Eso está bien. Siempre he respetado a los hombres que no beben. Yo tomaré un trago. No lo olvides, ahora somos socios. ¡Mira, sólo quiero el oro! Si deseas que todo vaya bien, no tienes más que obedecerme. Todo el mundo sabe que soy un hombre de palabra. ¿Verdad...? —Guardó unos instantes de silencio.
Nos pusimos en pie. El Buitre me daba todo tipo de órdenes: que si tirase de tal cuerda, que atase esta otra, que moviera unos palos... Yo las ejecuté lo mejor que podía, pues eran tareas duras.
El cielo se oscureció en pleno día, el viento arreciaba cada vez más empujando a la lluvia, y las olas crecieron por instantes. No tardaron en brillar los relámpagos, que daban la sensación de irnos a caer encima de un momento a otro.
Afanado en mi trabajo, pasé cerca del artista.
—Cuidado con ese, muchacho —me susurró.
Le habría respondido, pero el Buitre me ordenaba bajar junto a él.
Estaba recogiendo una vela, estirando de su cuerda mayor, cuando una violenta ráfaga me hizo soltar la soga quemándome las manos. La vela impactó con estruendo sobre la trasera.
—¿Qué haces, maldito patán? —clamó el Buitre mientras venía corriendo.
—Lo siento –me disculpé.
—Ahora lo sentirás más.
Sacó la pistola del cinto y me apuntó con ella. Me agazapé, esperando el castigo, pero él giró el arma y disparó contra la jaula.
—¡No! —aúlle, mientras corría hacia mis camaradas.
Cuando llegué, vi que el disparo había impactado en el pobre viejo.
—¡Abuelo! —gemía Mar, el viejo expiró en sus brazos.
—Lo siento... —me disculpé.
Mar me aferró de la mano con firmeza y me repitió:
—No es culpa tuya, Juan, no es culpa tuya —Cuando me calmé, se acercó a mí, y susurró—. En cuanto se descuide, juégasela: quítale las llaves o la pistola y haz lo que tengas que hacer. Si alcanzamos tierra, somos hombres muertos.
—Juan, tenemos tarea —bramó el Buitre, cargando de nuevo la pistola—.Y ya sabes lo que pasará si te descuidas.
Trabajamos sin descanso recogiendo las velas, pero el viento y el oleaje eran demasiado fuertes. Llegó un momento en el que casi no podía mantenerme en pie.
La jaula seguía atada con firmeza a uno de los mástiles. En su interior mis amigos se bamboleaban de un lado a otro.
—¡Debéis plegar la vela mayor! —nos advirtió el artista— o la ventisca volcará la embarcación.
—¡Tiene razón! —confirmó el Buitre—. Juan, trepa y pliega la vela en el penol.
El barco zozobraba con furia, miré al palo mayor, subir era un suicido. El miedo me paralizó.
—¡Te he dicho que subas! —se reafirmó el Buitre.
Intenté obedecer, pero mis piernas no respondían. El Buitre sacó la pistola, y de nuevo, apunto a la jaula.
—Sabes lo que haré si no subes —me amenazo.
Tragué saliva y comencé a escalar. Pronto la zozobra no me permitió continuar y me limité a intentar no caer.
—¡Sube muchacho! —gritaba el Buitre.
—No puedo. Lo intento, pero no puedo —aseguré absorto en el precipicio de agua oscura que el bamboleo del barco dejaba bajo mis pies.
—Maldito mocoso, cuando esto termine, te azotaré hasta que revientes. ¡Sube, sube...! Maldita sea mi fortuna, tendré que ir yo.
El Buitre ascendió furioso por la cuerda paralela a la mía. Al llegar a mi altura, alargó su brazo para darme cachetes mientras gritaba:
—¡Maldito niño! Te juro que lo pagarás. Te voy a... ¡Ahhh! —chilló mientras caía tras la sacudida de una voluminosa ola.
Impactó en cubierta con un golpe seco y, mirando hacia abajo, le vi desvanecido.
—Juan, coge las llaves —apremió Mar.
Temblando, descendí fijando cada mano y pie antes de mover el siguiente. Salvando los balanceos me acerqué al cuerpo del Buitre. Me detuve a unos pasos de él, tomé aliento y busqué con urgencia la llave en su bolsillo. Me puse en pie, pero el tambaleo me derrumbó. Intenté incorporarme, algo me atenazaba: era el Buitre, que aturdido me agarraba el pie. Lanzó un terrible mamporro contra mi cabeza, pero antes de que me impactara, arrojé la llave hacia la jaula. Cayó demasiado apartada, y cuando Mar alargó el brazo intentando cogerla, el balanceo la alejó aún más.
—¡Mil diablos! Ahora te enseñaré lo que es bueno —gritó el Buitre golpeándome.
Mientras intentaba refugiarme de los puñetazos, el tambaleo cambió de lado y la llave llegó a las manos de Mar que, tras introducirla en la cerradura casi en el mismo instante, salió a cubierta como huiría un animal enjaulado.
El Buitre me dejó y, maldiciendo, sacó la pistola. No le fue fácil apuntar por el fuerte balanceo, aun así, disparó y Mar cayó a un lado. Yo me quedé aturdido por un gran dolor de cabeza.
Inés salió de la jaula tambaleándose. El Buitre blandió su sable, y con grandes zancadas se acercó a la chica. Ella retrocedió y cogió un palo que servía de herramienta a los marinos. El Buitre, con una sonrisa en los labios, lanzó un par de estocadas a Inés, que las paró a duras penas. El Buitre atacó de nuevo con todas sus fuerzas y, del impacto, Inés cayó cerca de la borda. El malvado avanzó hacia ella y, levantando la espada, lanzó el golpe final.
Mar, con un quemazo en la mejilla, desvió el acero del Buitre blandiendo una pala. La espada pasó tan cerca de Inés, que rasgó parte de su vestido. Un segundo palazo fue parado por el sable del Buitre, tras ello, se enzarzaron en un entrechocar de armas. Mar, arremetía con fuerza, pero la pala era más torpe que el sable de su contrincante.
Desde el suelo observé la situación haciéndome consciente del peligro de mis amigos y, a duras penas, me levanté.
El Buitre cogió su pistola por el cañón con su mano izquierda, y enganchó con ella la pala. Mar tuvo que soltarla para esquivar un tremendo espadazo y retrocedió unos pasos.
—Despídete, Demonio —le advirtió el infame.
—¡Mar, toma! —grité acercándole su espada.
Asió el mango plateado y desenfundó dejando la vaina en mis manos.
—Aléjate —me advirtió— ¿Reconoces esta espada, Buitre? Con ella terminaré la tarea que empezó mi padre cuando te cortó la oreja.
—¡Ah...! Me acuerdo de ti —balbuceó frotándose el hueco de su oreja cortada—. Por tu culpa me enviaron a las minas.
Sus armas chocaron de nuevo. El Buitre sujeto la espada de Mar con la pistola. Mi camarada se zafó, pero su contrincante ya había lanzado una estocada que impactó en su hombro izquierdo: la herida no fue seria, pero le hizo retroceder.
—Parece que no eres tan buen luchador como decían los rumores —se burló.
—Las espadas aún no han dicho su última palabra.
El Buitre saltó sobre Mar, que esquivó sus ataques. De nuevo reiteró su ataque con el mango de la pistola, pero Mar hizo un movimiento de recogida hiriendo el antebrazo del Buitre. Tras la siguiente ola, colisionaron de nuevo las espadas, momento que Mar aprovechó, para golpear con su empuñadura en la cara del Buitre y pegarle una patada en el vientre. El Buitre retrocedió y, antes de poder recomponerse, Inés le golpeó en la cabeza con su palo. El golpe, si bien no consiguió derribarle, le distrajo, momento en el que Mar aprovechó la zozobra del barco para atacar de nuevo. Las espadas, tras chocar, giraron al unísono para quedar confrontadas hacia el suelo. Mar miró la posición de las espadas y sonrió.
—Esta es la única realidad de la lucha... —sentenció mi amigo.
El Buitre se zafó del encontronazo e intentó lanzar una estocada circular al cuello de Mar, pero mi amigo, que parecía tener previsto el movimiento, fue mucho más rápido: le hundió la espada de mango plateado en el corazón antes de que el Buitre pudiera impulsar el ataque, y terminó la frase:
—... que antes o después, alguien acaba derrotándote.
El Buitre cayó de rodillas.
—Maldito Demonio de Mar —murmuró con sangre en la boca—, ahora que el oro era mío.
Y contemplando la escena con los ojos desorbitados, expiró y se derrumbó ante una nueva sacudida del océano.
Mar abrazó a Inés que aún blandía el palo. Me acerqué a ellos, pero cuando les vi besándose, avergonzado, me quedé unos pasos atrás. La tempestad deshizo el beso y ambos se volvieron hacia mí. Mar, pasándome la mano sobre el hombro, aseguró:
—Hoy has demostrado ser un hombre de valor.
Antes de llegar al castillo de popa, un brutal sonido llamó nuestra atención: un rayo había caído en el palo mayor partiéndolo en dos. Parte de la arbolada del barco se desplomó vencida por los maderos sueltos.
Mar empuñó la pala y corrió hacia el artista, que asustado se tapó la cara. Mar, sin prestarle atención, dio un fuerte palazo sobre la cadena liberándolo.
—Gracias —musitó aliviado el artista—. Me temo que en estos últimos tiempos había olvidado lo que es la camaradería. Santo Dios, creí que jamás nos libraríamos de ese hombre. Aun así, estamos en serio peligro. Lo primero que debemos de hacer para salvar el barco es anclar la carga, por el nivel de zozobra, sin duda, está suelta. También deberíamos cortar la arboladura que no podamos recoger, no hace sino dar fuerza al viento.
Bajamos a la bodega, donde los lingotes y la carga suelta golpeaban las paredes al ritmo del oleaje. Los golpes, ya habían dañado el casco: el agua nos inundaba de forma alarmante. Mar corrió a contárselo al artista:
—¡Hacemos aguas!
—¿Aguas? ¿Podéis reparar los boquetes?
—Yo no sé hacerlo...
—Sujetad el timón, veré que puedo hacer.
La tempestad jugó con el galeote mientras el artista cortaba velas e intentaba sofocar las fugas. Pensé que el barco se partiría en dos en aquellas largas horas. Finalmente, el viento descansó y el oleaje se calmó.
Nos juntamos los cuatro tripulantes en torno al timón.
—Esta nave se hunde sin remedio —explicó el artista—, si nos quedamos, nos arrastrará con ella. Aún queda un bote en el barco, parece que no está dañado.
—¿Un bote? —interrumpió Inés– ¡Estamos en mitad del océano! Con un bote no alcanzaremos tierra.
—Es el bote del capitán Robert, tiene una pequeña vela, y si Dios quiere...
—No podemos permanecer aquí —resolvió Mar.
Guardamos silencio hasta que Mar volvió a dar instrucciones:
—Inés, busca toda la comida y bebida que encuentres, Juan te ayudará. Artista, ven conmigo a coger instrumentos de navegación.
Marchamos a cumplir nuestras obligaciones. Mar y el artista entraron en el camarote del Buitre, tras coger los instrumentos necesarios, Mar revolvió el escritorio de la habitación.
—¿Que buscáis? —preguntó el artista.
—Un pacto, correspondencia, despachos... El Buitre me aseguró tener las espaldas bien cubiertas, quizás atesore algún informe de interés, alguna patente..., no sé.
—¿Documentos? Alguna vez vi a Robert amontonar cosas debajo de su cama.
Mar levantó el mugriento colchón y encontró una caja metálica cerrada. Disparó al candado y encontró un revuelto de papeles que examinó con precipitación. Guardó algunos bajo su ropa y se reunieron con nosotros en la bodega.
—¡Vayámonos! —gritó el artista.
—Pero, ¿el oro? —preguntó Inés—. Mi padre necesita...
—No hay tiempo —apremió el artista—. Si el barco se hunde cerca de nosotros, nos arrastrará. Debemos partir ahora.
—Pero, Mar... —insistió Inés.
—Está bien —cedió Mar—. Quizás necesitemos oro para conseguir una nueva embarcación.
Mar intentó acceder a la parte baja de las bodegas, donde estaba el oro, pero ya estaba abnegada por el agua.
—Toma, Inés, guarda estos papeles —dijo mientras se quitaba la ropa para zambullirse—. Quizás en alguno de ellos se refleje la participación del gobernador Cariván con las fechorías del Buitre.
Mar se sumergió y, tras varios intentos, rescató cinco lingotes.
El barco estaba medio hundido cuando terminamos de cargar el bote con las provisiones, los lingotes, la espada hermana y otros utensilios. Nos alejamos remando. Antes de perder de vista el galeote, pudimos ver como lo engullía el océano.
—En poco tiempo, he visto hundirse dos veces mi dinero —comentó Mar apenado.
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