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Prefacio

1992, D.C.

En un parque de naturaleza abundante, un hombre esperaba paciente con su mirada clavada en el cielo, donde colores de tonos naranjas y morados conformaron la puesta del sol; contempló con admiración el evento, desde su hogar resultaba difícil obtener aquella vista, la ausencia de la noche no lo permitía, así que agradeció poder estar allí, aunque fuera en misión.

Una corriente de aire fresca pasó junto a él, se permitió sentir el roce del viento contra su piel, no era el más sano, eso lo sabía, y no entendía por qué las personas lo preferían; arrugó su entrecejo al remediar en sus pensamientos, se recordó que no se trataba de preferir, sino de que aquel aire, contaminado, era el único que conocían los humanos.

Percibió obstáculos en el camino del viento, aparentes muros que impedían el libre correr, observó hacia el lugar de donde provino en principio y pudo apreciar lo que muchas personas no vieron: un grupo de cuerpos aglomerados entre los árboles del parque. Mantuvo la calma mientras se alzaba, cerró el libro que descansó en sus piernas y caminó hacia la arboleda, cuidándose de no llamar la atención.

—Que la gloria de El Primer Edén sea eterna... —pronunció como un rezo invocador cuando estuvo rodeado.

—...así como la vida de quienes lo habitan —contestaron de entre ellos.

Giró su cuerpo al receptor, el más alto de todos ellos, un hombre de gran tamaño cuyo atuendo solo dejaba visible parte de sus brazos, su cuello y su rostro, lo poco que se apreciaba permitía deducir que se trataba de un guerrero que debía guardar con recelo anécdotas de batallas que marcaron su vida y también su piel, pues la cantidad de cicatrices que atravesaban sus brazos y subían por su cuello no era normal. Más llamativo que las líneas curvas rosáceas en su piel, eran sus ojos, tan refulgentes en un tono gris blanquecino que no podían ser humanos.

—Elialh —saludó el hombre del parque con una inclinación de cabeza hacia el mencionado.

—Es una fortuna verte de nuevo, Neith —contestó mientras lo veía incorporarse. Neith era centímetros más bajo y por mucho, más delgado, «un ser que no conocía el campo de batalla», se aseguró Elialh—. ¿Dónde están los Dabeilhs?

—En el mismo lugar, no se han movido durante la última hora.

Elialh recibió la información con un asentimiento leve, giró sobre sus tobillos, acatando la atención de sus acompañantes, guerreros que vestían de negro con líneas plateadas atravesando las prendas.

—Rodearemos la zona, eviten a los Segundos Hijos, si alguno se ve de por medio, deben alejarlo antes de continuar. El objetivo es averiguar qué pretenden estos Dabeilhs, del resultado dependerá nuestro siguiente movimiento.

Los guerreros afirmaron en acorde.

—Dispérsense —ordenó.

El procedimiento fue tan monótono y protocolar como solía serlo, en formación se dividieron para cubrir todo el terreno, con la cautela de un depredador, se dedicaron a observar el movimiento del objetivo: un grupo de hombres Dabeilhs reunidos en la salida más oscura y solitaria del parque. Lo que en principio fue un silencioso intercambio de palabras, se convirtió en una discusión cuando dos siluetas delgadas ocultas con capa y capucha se acercaron a ellos.

Elialh estudió los gestos bruscos que acompañaban las palabras subidas de tono, sin duda algo molestaba a los hombres, aunque eso parecía no afectar los recién llegados que, inmóviles, se dedicaron a escuchar el recital de palabras obscenas y sin sentidos que escupían los Dabeilhs. Previendo un enfrentamiento, Elialh ubicó a sus compañeros, todos a la espera de ese movimiento que los obligara a actuar; el corazón de Elialh galopó en su pecho por la adrenalina que despertaba la expectativa, pero tan rápido como aceleró, retomó un ritmo sano al dejar de escucharlos; una de las siluetas encapuchadas alzó la mano al frente, pidiendo silencio, la mantuvo en alto por algunos segundos y Elialh juró ver sus delgados dedos inclinarse de una extraña forma, el movimiento se perdió ante su vista cuando todos los que allí estaban desaparecieron al emprender la huida en diferentes direcciones.

—Nos descubrieron —alertó Elialh; terminó por convencerse que el movimiento de los dedos había sido la señal—. ¡Persíganlos! Que no se acerquen a los Segundos Hijos.

Elialh escogió a su presa, el causante de la persecución, sus hombros se movieron hasta formar un pequeño círculo con ellos, la acción provocó el majestuoso crecimiento de un par de alas desde sus omoplatos, una marea de plumas grises y blancas que intercaladas formaron una capa que lo alzó del suelo. Se reprochó por no haberlas usado segundos antes, su presa llevaba la delantera por mucho, él conocía de primera mano la rapidez de los Dabeilhs, tal parecía que el ser condenados a huir por la eternidad, les había dado la suficiente motivación para agilizar el vuelo y la visión, pues con la llegada noche y los abundantes árboles, el Dabeilh parecía anticipar cada árbol y esquivarlo sin dificultad, forzado a disminuir su velocidad para evitar estamparse contra el tronco, Elialh dejó que el trecho que los separaba se duplicara.

Los árboles se volvieron menos y un espectáculo de luces creció con el avanzar, con ellas, el sonido, los olores y el espeso aire cortado por el humo. Elialh maldijo.

—No lo hagas, proscrito —dijo para sí, viendo la cercana ciudad a donde su objetivo se dirigía.

Las alas del Dabeilh, tan oscuras que desaparecían con las sombras, se contrajeron en su espalda, provocando el descenso repentino e impredecible, Elialh no alcanzó a desviarse para seguirlo, y por causa de las luces de la ciudad, tuvo que alzarse por sobre los edificios para evitar ser visto.

El Dabeilh avanzó con rapidez entre las personas, llegando a mezclarse con ellas, aunque su capucha seguía siendo notable; miraba hacia atrás y arriba sin encontrar señal del Malaikah que lo seguía, se felicitó, como tantas veces antes, por lograr escapar del enemigo.

Con confianza anticipada, salió del boulevard para ir a las continuas calles con menos tráfico, alcanzando un callejón donde planeaba volver al Imperio.

—Te confiero el mérito por lo que hiciste —susurró una voz ronca.

Giró bruscamente hacia el lado más oscuro del callejón, una figura alta se detenía bajo poca luz, sus ojos destellaron con un resplandeciente gris blanquecino tan distintivo que no podía tratarse de un error. Elialh dejó ver su rostro, una ladina sonrisa marcada en sus labios provocó el nacimiento de un hoyuelo.

—Pero no fue suficiente. Decepcionante —añadió con fingida emoción.

Sin pronunciar palabra, desplegó sus alas queriendo huir por arriba del callejón, esa vez Elialh anticipó su movimiento y saltó para atrapar la punta de un ala con sus manos, usándola como asestar su cuerpo contra el muro más cercano, lo vio golpear y caer, seguido de un crujido o quizás un quejido, no pudo descifrarlo, pero aseguró que su presa produjo ruido; confirmó que había sido su ala cuando la vio crisparse y luego quedar inmóvil.

—Supongo que ahora tendrás que usar tus pies —señaló Elialh mientras avanzaba.

Todavía boca abajo, giró el cuerpo del Dabeilh con tanta fuerza que su arrebató la capucha de su cabeza, un rostro femenino oscurecido por el dolor y la rabia lo encaró, Elialh apartó sus manos e inclinó todo su cuerpo hacia atrás, estableciendo una sana distancia entre sus cuerpos. El desconcierto atravesó su rostro.

—Una amante del Caído en Tierra Media, no es común.

—No soy amante de nadie —refutó la Dabeilh con dureza, apoyó su torso sobre sus codos, sabía que intentar ponerse de pie podría interpretarse como un ataque que de seguro sería respondido.

—¿Qué eres entonces? ¿General de sus ejércitos? No mientas.

—No es que te importe —contestó y la velocidad de sus movimientos impactó al Malaikah que pasó a estar en el suelo luego de que ella barriera sus pies con sus piernas.

El sonido de algo pequeño rodando por el suelo llegó a los oídos de la mujer y antes de seguir avanzando en su camino de huida, una barrera invisible la detuvo, se quejó por el impacto y por la extraña sensación de ahogo, miró al suelo para encontrar un circulo extendido a su alrededor, radiante en un tono plateado, enseguida reconoció la cápsula que la encerraba.

—Volveré a preguntarlo y realmente espero algo de simpatía de tu parte. Qué. Eres.

Demostrando un total rechazo hacia el término «simpatía», la Dabeilh permaneció en silencio.

—¿Por qué peleabas contra los otros Dabeilhs?

—Un desafortunado desacuerdo —contestó—. No lográbamos coincidir en la cantidad de Segundos Hijos que mataríamos.

La Dabeilh ladeó una sonrisa perversa y la cápsula destelló, causando un efecto asfixiante en ella.

—Te escuché —presionó Elialh—, los acusaste de traición... ¿traición hacia quién?

—Hacia tu patético padre —escupió entre jadeos y la cápsula volvió a destellar, aumentando la presión que la sofocó, jadeante, cayó de rodillas.

—Cada vez que mientas te ahogarás a ti misma —explicó él.

Ella conocía el efecto de las cápsulas, lo aprendió durante su entrenamiento, ahora parecía querer probar su tolerancia, eso o su nivel de arrogancia era peligroso.

—Si nunca has sido honesta, te recomiendo empezar ahora, tu vida puede depender de ello.

La Dabeilh lo vio desde el suelo, jadeante por aire, pero con la mirada despreciable que se negaba a desaparecer, la particular mezcla de colores que componían su iris fue menguando con la falta de oxígeno, el brillo era cada vez más escaso y la palidez de su piel iba en incremento.

Querubín. —Con aquel nombre, la presión disminuyó—. Traicionaron al Gran Querubín... o eso pretendían.

La cápsula redujo su brillo al tiempo que el oxígeno penetraba en sus barreras invisibles para poder llegar a ella y ser inhalado.

—Escaparon del Imperio para venir aquí y buscar poder en la sangre de los Segundos Hijos —jadeó—; se me advirtió de sus intenciones y me enviaron a detenerlos, por eso discutía con ellos. No soy amante del Querubín, soy cazadora, me envían por los Insubordinados.

—¿El rey del Infierno tiene rebeldes?

Un jadeo se cortó con un gruñido proveniente de ella, el brillo en sus ojos recuperó su fuerza y el color negro bordeado por el rojo flameante se hizo intenso.

—Unos pocos idiotas casi extintos. Me he encargado de ellos uno por uno, separando su cabeza de su cuerpo, sin fallar jamás.

—Discutible —atajó y ella bufó—. Fallaste esta noche, tus Insubordinados escaparon —destacó con una sonrisa presumida asomándose en sus labios.

Ella realmente deseaba golpearlo, golpearlo tan fuerte que su cabeza dejara de estar unida al resto de su cuerpo o, al menos, lo suficiente para desfigurarle el rostro, así no volvería a sonreír jamás.

—Ve el lado positivo... salvaste a los Segundos Hijos.

—¿Crees que lo hago por esas... criaturas? —cuestionó, asqueada ante la idea. Pisar el suelo de aquel mundo se convirtió en una ofensa para ella, se puso de pie— Sus vidas me importan tanto como la tuya.

—Y supongo que eso vuelve sencillo tomar una vida humana de vez en cuando.

La Dabeilh apretó los labios, reprimiendo la respuesta, Elialh arqueó una ceja, inquisitivo, su espada, que había colgado de su espalda, marcó la palma de su mano con el mango cuando la sostuvo en alto, con el filo hacia ella.

—Nunca he tomado una vida humana —respondió.

Era sabido que los Dabeilhs llevaban el pecado y la muerte a los Segundos Hijos, los humanos que habitaban aquella tierra ubicada entre dos reinos enemigos, así que las palabras pronunciadas difícil serían creídas, de no ser por la inmutabilidad de la cápsula. Con desasosiego, Elialh vio de la cápsula a ella y de ella a la cápsula, no hubo efecto; la espada dejó de apuntarle y sus labios se entreabrieron para hablar, pero lo que fuera a decir murió en su boca ante la proximidad de Malaikahs, advertida por el sonido de sus alas.

—Y aquí vienen, dignos y orgullosos Hijos del Altísimo —insultó—. Toda una tropa para matar a una simple Dabeilh.

—Si eres cazadora del Caído, debes tener todo menos simplicidad. Satanás no confiaría tal misión en una criatura simple —replicó, viéndola de pies a cabeza, aunque aparentara la imagen de una mujer normal, no lo era en realidad, un talento especial debía tener para ser tan cercana al Caído.

—Nunca he matado a un Segundo Hijo —repitió con menos molestia esa vez—, cazo a quienes lo hacen y esta noche evité que muchos murieran, tú mismo lo has dicho. ¿De qué me acusarán?

—Tu sangre negra basta para acusarte.

—¿Mi sangre? No sabía que podía elegirse la sangre que llevarías tras el nacimiento. El que sea Dabeilh no fue por elección, así nací, pero claro que eso no es excusa ¿cierto? Porque ustedes, seres de gran sabiduría, jamás se han detenido a pensar que muchos de nosotros servimos por obligación y no por gusto.

—¿Y tú sirves por obligación?

Dudó. No esperó recibir esa pregunta, ni siquiera pensó sus palabras antes de ella.

—Al principio —contestó con la verdad cuando mentir no fue una opción.

—Eres igual al Caído.

—¡No hay sangre roja en mis manos, no pueden condenarme!

—Aunque no hayas matado, has cooperado a la corrupción de este mundo.

Elialh necesitó un momento para asimilar el sonido que inundó sus oídos, ella estaba riendo, la observó opacar el sonido mientras cubría su boca con los dedos.

—Pero, cariño. —Respiró—... ¿qué cambio pude haber hecho? Este mundo ya estaba corrompido cuando llegué.

Sus palabras habían causado el efecto esperado, lo vio abrir y cerrar la boca en un intento de replicar, pero sin lograr hacerlo y ella sonrió, triunfante.

—¿Ahora de qué me acusarás?

La siguió observando sin decir nada, sintió que su batallón se acercaba y en un minuto decisivo tomó una decisión que seguro se reprocharía después, con su espada interrumpió la línea que conformaba la cápsula y la pequeña prisión que la había encerrado, se desvaneció.

—Espero que demuestres mayor rapidez que la de hace un rato —le dijo—. Esfúmate.

Sin creérselo, la Dabeilh corrió fuera del callejón, observó una vez más al Malaikah que había sido su captor y libertador al mismo tiempo.

Elialh recibió a su batallón y les informó del desafortunado escape del Dabeilh luego de una ardua batalla donde un Segundo Hijo había intercedido, convirtiéndose en la causa del escape triunfal, omitió en todo momento el género del Dabeilh así como una lista de detalles que habrían sido razón suficiente para arrebatarle su espada y condenarlo al exilio o algo peor; el trabajo de sus compañeros resultó fructífero, por lo que una pérdida no pareció ser tan importante. Con el resto de los Dabeilhs atrapados, partieron para terminar con la misión.

Y aunque Elialh la había dejado en libertad sin condición alguna, la Dabeilh regresó, esperando encontrar respuestas a las preguntas que atenazaban en su cabeza, pero entendió que solo un ser sería capaz de responder y esa noche no regresó como ella lo hizo.

Por noches regresó al mismo callejón y a la misma hora, esperando ser notada por alguna especie de rastreador que advirtiera su presencia, pero cada día fue más decepcionante que el anterior, eso solo aumentó su ansiedad, esperar no era lo suyo, vivir sin respuestas tampoco lo era, un raciocinio peligroso para un ser que poco conocía el miedo, fue eso mismo lo que la condujo a cometer lo que llamaría la mayor de sus locuras.

Durante el día se acercó a una iglesia, conociendo el particular efecto que causaba en los suyos, algo de lo que pocos sobrevivían. Su corazón latió con prisa por la adrenalina, en su mente solo se repetía la misma escena una y otra vez, la de un Malaikah, su adversario por naturaleza, dejándola en libertad.

Se detuvo justo donde una línea se dibujaba, invisible para los Segundos Hijos, perceptible para ella, era similar a la de una cápsula, solo que con un mayor brillo que desprendía un calor intenso. Cerró los ojos y repitió el momento en que un par de ojos grises blanquecinos la miraron mientras le regresaban la libertad, los mismos ojos que antes vieron a sus hermanos para darles condena, quitándoles mucho más que la libertad.

«¿Qué cambió con ella?», se preguntó y abrió los ojos para avanzar a la respuesta.

Poco antes de que su cuerpo rozara la barrera que protegía la iglesia de seres como ella, un cuerpo grueso y rígido se interpuso, los penetrantes ojos que invocó en sus recuerdos, volvieron a verla con algo semejante a la furia.

—¿Qué crees que haces? —preguntó, empujándola consigo para alejarla de la barrera— Si te dejé vivir no fue para que te suicidaras hoy.

—¿Por qué? —preguntó ella sin dar chance a mayores palabras y se animó a repetir la pregunta cuando la duda se asomó en el rostro de Elialh— ¿Por qué me dejaste vivir?

—¿Por eso me has estado buscando? —Asintió y él resopló—. Ustedes los Dabeilhs están dementes.

—Si consideras que ambas palabras tienen el mismo número de letras y la misma inicial. —Se encogió de hombros, ladeando una sonrisa—... tiene algo de sentido ¿no?

—¿Qué quieres saber? —preguntó más relajado, una minúscula sonrisa se asentó en sus labios y en sus mejillas se marcó el inicio de un hoyuelo.

—Lo que dije... era cierto, jamás he matado a un Segundo Hijo, pero eso nunca me salvó de sus armas, lo he intentado y todos dicen que miento. Tú me creíste y me liberaste, ¿por qué?

Elialh inspiró mientras miraba a su alrededor, se empezó a cuestionar sus razones para haber seguido a la Dabeilh una vez supo que había regresado al callejón, quizá debió ignorar sus llamados de atención, quizá debió dejar que atravesara la barrera y luego ordenar que alguien recogiera las cenizas restantes de ella, pero por obra de lo desconocido, el curso de su brújula lo había guiado por un camino distinto y ahora estaba allí, frente a una Dabeilh temeraria con tendencia suicida, respondiendo a una pregunta que él mismo se había hecho por días.

—Como mis hermanos, creo que no te hubiera creído.

La Dabeilh despojó su rostro de sonrisa, no era para nada la respuesta que esperaba y, siendo sincero consigo mismo, tampoco fue lo que él deseó decir. Inspiró una vez más, queriendo atraer las palabras.

—No fue por tus manos libres de sangre que te liberé, sino por lo que dijiste: «este mundo ya estaba corrompido cuando llegué» —citó—. Tenías razón, no tuve motivo para retenerte.

Su garganta picó al decir esas palabras, sus cánones dictaban que los Dabeilhs eran la fuente de la corrupción en la Tierra Media, la causa de que los Segundos Hijos deshonraran al Altísimo y, sin importar la identidad del Dabeilh, debía ser perseguido, acusado y juzgado, pero la corrupción inició hacía tantos siglos que no podía atribuirse su existencia a las generaciones posteriores, pero lo hacían, los Malaikahs lo hacían sin rechistar, atribuyó el hecho a que la tradición de su linaje se fundaba en la fe ciega, nunca antes se había preocupado por analizar los preceptos que regían a los suyos hasta ella.

—Eso no ha detenido a tus hermanos antes. —La escuchó replicar.

—Me detuvo a mí, es lo importante. Te hubiera entregado sin dudar de no ser por eso, pero me liberé de vivir con la muerte de un Dabeilh que no aportó a la perdición de este mundo.

—Exageras ahora —interrumpió—. Ciertamente no he matado, pero no significa que no haya hecho otras cosas.

—¿Cómo qué? —preguntó y ella percibió el tono irónico en su voz.

—¿Te burlas de mí?

—Un poco —confesó, ampliando su sonrisa, y para ella no fue una ofensa.

—Me llamo Susan —dijo entonces, él evitó carcajearse—. Lo sé, lo sé. La mujer que me dio la vida no se esforzó demasiado en darme un nombre, me llamó como la mujer que la ayudó en el parto... luego la asesinó.

—Interesante historia —contestó, dubitativo.

—Y que criatura tan curiosa.

—¿Qué criatura? —preguntó, confundido.

—Tú.

Aquello le arrebató la carcajada que llevaba minutos conteniendo, ella lo escuchó, tuvo la sensación de satisfacción que a menudo sentía cuando cumplía las misiones encomendadas, y no era que hacerlo reír fuera una misión para ella, pero sin duda se sintió afortunada de haber provocado esa reacción en un Malaikah.

—Tengo nombre —dijo él tras reír—, es Elialh.

—Pues hola, Elialh —contestó antes de empezar a alejarse.

—¿Dices hola y te vas?

—¿Acaso no me seguirás? —preguntó, viendo sobre su hombro— ¿No es eso lo que ustedes hacen? ¿Seguir Dabeilhs? Cumple tu misión, Malaikah, y por favor, no me defraudes.

Elialh hizo lo que le pidió, no la defraudó, la siguió durante los siguientes cuatro años, de ciudad en ciudad, de país en país. Le fue imposible predecir el siguiente movimiento de Susan y aunque lo desconocido era fuente de incertidumbre en el pasado, con ella resultó emocionante.

Una noche de 1996, Elialh siguió el rastro hasta una casa desalojada sin más luz que la provista por el sol, el suelo de madera crujió con sus pasos, hizo el mayor esfuerzo por avanzar sin que el ruido advirtiera su presencia; un celaje atravesó por la estancia continua, se giró al percibirlo, pero encontró el lugar vacío, una segunda vez pasó tan rápido que solo sintió el aire batido, antes de que una tercera vez, se giró y fue directo a la sombra, atrapando el cuerpo contra una pared. Susan se removió en un intento de liberarse, pero Elialh la inmovilizó ubicando su rodilla derecha entre las piernas y sujetando sus manos contra la pared.

—Me perdiste el rastro por dos días —destacó ella con su respiración agitada.

—Te di un descanso de dos días luego del último enfrentamiento —replicó—, fui compasivo.

—¿Esperas mi agradecimiento?

Una sonrisa coqueta se adueñó de los labios de Elialh, tan extensa que sus hoyuelos se marcaron y sus ojos se achinaron, las pestañas se entrelazaron y el hermoso color de sus ojos se vio entornado por ellas.

—Lo que espero es mi premio —contestó.

Lo siguiente fue que su cuerpo se inclinó al de ella, Susan atajó sus labios al instante, como si los esperara todo el rato, liberó sus manos solo para unirlas detrás de su cuello donde sus dedos juguetearon con la cadena dorada que identificaba a los Malaikahs, con las piernas rodeó la cintura de Elialh, quedando enganchada a él; se hundieron en el beso, profundizando el contacto de sus labios y la cercanía de sus corazones. Elialh caminó llevando el peso de ambos hasta la habitación que resguardaba una vieja cama y mientras el frío se volvía intenso en el exterior, helando cada cuerpo desafortunado, ellos se dieron el calor que necesitaban para mantener sus cuerpos.

Perdieron la noción del tiempo, un hecho que se volvió costumbre cuando se unían luego de la persecución de varios días. Elialh envolvía sus dedos en la cadena que rodeaba su cuello mientras sus ojos, con un brillo tenue, miraban hacia el exterior a través de la única ventana en la habitación, nubes grises se habían encargado de opacar el sol durante la tormenta, lo que reducía la cantidad de luz que disfrutaban.

—¿Elialh?

Se volvió para ver a Susan sentarse justo detrás de él, sostenía contra su cuerpo las frazadas que cubrieron su desnudez; sus ojos, entrecerrados tras horas de un sueño profundo, no mostraban atisbo del particular brillo que enmarcaba su iris, eran solo negro, un hermoso color oscuro que Elialh disfrutaba. Una sonrisa melancólica se curveó en sus labios, no lo suficiente grande como marcar los hoyuelos, Susan percibió un deje de tristeza, algo que había notado en numerosas ocasiones y que odiaba, pues el deseo de hacer hasta lo imposible para quitarle la tristeza se apoderaba de ella y no entendía cómo o en qué momento un Malaikah empezó a tener tal efecto.

—Todo estará bien —susurró, apoyando su barbilla en el hombro de Elialh—. Quédate junto a mí y te aseguro que todo siempre estará bien.

Entrelazó sus dedos con los de él, sintiendo como sus finos dedos eran abrazados por los suyos. Elialh besó su frente y permaneció allí, con los labios rozando la piel cálida de su amada.

—Quedarme contigo es lo que más deseo —susurró y ella se permitió suspirar de alivio; por reparar en la tristeza de Elialh, no fue consciente de la suya, inspirada por el temor a que un día él dejara de seguirla como había prometido hacerlo.

Susan empujó los pensamientos negativos hasta el rincón más apartado de su mente, solo así el sentimiento se redujo y quiso hacerlo con Elialh, por lo que abrazó su brazo mientras sus labios dibujaban un camino de besos desde su hombro hasta su cuello, lo escuchó liberar una risilla alegre y seductora, el corazón latió de prisa, contenta de poder aligerar el peso que llevaba.

—Mi Susan... —pronunció, levantando su barbilla para que conectaran sus miradas, el brillo volvió a sus ojos y el blanquecino predominó como una luz esperanzadora, y en los de ella, el fuego cobraba dominio.

Un sutil beso se plantó en sus labios, un contacto breve pero suficiente para encender el resto de su cuerpo. Las manos viajaron al cuerpo de Elialh y luego de cortas caricias sintió como cada musculo se tensaba bajo el tacto, no fue normal, buscó los ojos de su amado, estos miraban hacia la puerta.

—Qué... —Antes de poder terminar la frase, Elialh ya se encontraba de pie con la espada en mano y sin nada más que sus pantalones.

Susan entendió su estado de alerta y rebuscó entre la cama cada pieza de ropa que usó al llegar, también buscó su espada, aquella a quien confiaba su vida en cada batalla; caminó justo detrás de Elialh que los guiaba hacia la estancia principal, su cuerpo bloqueó la vista de Susan, en principio no pudo observar la razón de que los músculos en su espalda se contrajeran de una manera insana.

—Rafael Arcángel. —Lo escuchó decir y ella misma se tensó ante el nombre.

Era imposible, había cuidado bien sus pasos para que solo Elialh pudiera seguir su rastro.

Se movió para intentar ver lo que él, pero Elialh bloqueó el espacio, obligándola a permanecer detrás. ¿Era posible que Rafael Arcángel, uno de los Malaikahs originales y líderes de las legiones, ignorara su presencia? No lo creyó, así que aferró su mano al mango de la espada. Bien sabía que las habilidades de un Arcángel eran superior a la de cualquiera de los otros grupos que componían la tercera jerarquía de los Malaikahs, eran expertos en el rastreo, natos para la batalla.

—Elialh —respondió una voz áspera cargada de emociones, Susan reconoció la ira entre ellas.

El sonido del metal chocando contra la madera hizo eco en la estancia, Susan vio la espada de Elialh junto a sus pies y sus manos abiertas a cada lado de su cuerpo, se estaba rindiendo. «No sin pelear primero», pensó y fue hacia el frente, pero Elialh atrapó su brazo en el proceso y la retuvo de ir más allá, con los ojos rogaba que no lo hiciera, que parara, como si tuviera poder sobre su cuerpo, sus manos se abrieron y dejó caer la espada.

—¿Qué has hecho? —cuestionó Rafael al verlos juntos, ahora la decepción embargaba su voz y eso pareció afectar a Elialh. ¿Acaso estaría avergonzado? —Cuando en las Sagradas Escrituras dicen «Amad a vuestros enemigos...», estoy seguro de que no se refieren a esto... ¡Esto! Lo que has hecho, es sacrilegio —escupió y el dorado que rodeaba sus ojos chispeó—. Atrápenlos.

Susan se percató de la presencia de otros Malaikahs que ante la orden no dudaron en ir sobre ellos. Elialh, sin mostrar resistencia alguna, dejó que fuera sometido por los suyos, de su boca no salió más que un suspiro cuando su rostro fue a dar con el suelo, los Malaikahs no estaban siendo cuidadosos. Susan se resistió como lo gritaba su instinto, entre bramidos y patadas clamó el nombre de su compañero y lo buscó desesperadamente, encontrándolo con su frente apoyada contra el suelo, ya nadie lo sujetaba, aun así, permaneció inmóvil. Verlo de tal forma, rendido sin dar pelea, apagó sus ganas de luchar y dejó de resistirse, fue puesta de rodillas frente a Rafael.

Algo en ella le dijo que su mirada debía estar puesta en el gran Malaikah para recibir cualquier reprimenda que saliera de su boca, pero ella no era Malaikah, no le debía respeto, así que en vez de hacer lo que se consideraba apropiado, hizo lo que su corazón le gritó y fue buscar a su lado los ojos de quien rehuyó de ella.

Confirmó que había vergüenza en Elialh, vergüenza, decepción y, con pena, Susan reconoció también el arrepentimiento.

—Lo prometiste —susurró ella—. Prometiste que nunca dejarías de seguirme.

Los barrotes fueron testigos de los incansables golpes y gritos lanzados por Susan. La Dabeilh no paraba de pelear desde que la encerraron en aquella celda.

—¡No pertenezco a su sistema! ¡No pueden tratarme ni juzgarme como un Malaikah! —Golpeó los barrotes y por más fuerza que ejerciera sobre ellos, no cedían— ¡No tienen poder sobre mí!

El silencio fue lo único que obtuvo como respuesta; cansada de ser ignorada y con su cuerpo magullado después de tanto usarlo para golpear los barrotes, se dejó caer en el suelo. Sus piernas temblaban sin control y sus dedos se acalambraban por tener las manos cerradas en puños por mucho tiempo. La impotencia se abrió paso en su interior al recordar las últimas horas, como había tenido que dejar caer su espada y rendirse ante los Malaikahs, como después fue arrastrada contra su voluntad y expuesta como «la semilla del pecado», como se habían referido a ella de la manera más denigrante y no haber tenido la oportunidad de demostrar que podía ser peor de lo que decían, todo eso se acumuló y explotó como un volcán de furia pura y, una vez más, se levantó para seguir peleando, después de todo, hacerlo era la razón de su existencia: pelear hasta morir. Arremetió con todo lo que daba contra las rejas que la mantenían prisionera.

—Susan, para —resonó una suave voz.

Un oleaje frío recorrió su cuerpo, apaciguando la furia del momento. Su voz, era su voz de verdad, estaba allí, estuvo allí todo el tiempo, escuchándola pelear y no dijo nada. Imaginó la razón y no pudo contener la incertidumbre de no saber.

—Elialh —llamó, abrazándose a los barrotes para intentar ver fuera—. Elialh, dime que no te arrepientes, dime que me equivoqué en lo que percibí en la cabaña, que no te sientes avergonzado de haber estado conmigo. Por favor, dime que... —su voz se quebró—. Dime que no te arrepientes.

Pasó un minuto, tal vez dos, antes de que escuchara algún sonido, un suspiró largo y cansado que escapó de entre sus labios.

—No me siento avergonzado, Susan. Pero no te equivocas en lo del arrepentimiento. —Su pecho ardió al escucharlo—. Me arrepiento que me descubrieran porque sé que ahora te matarán y no sé cómo evitarlo.

Se quedó sin palabras ante la revelación. ¿Había sido esa la razón de su silencio? Creyó que la estaba ignorando, pero ahora creía que su silencio se debía a que estaba tratando de idear una manera para salvarla.

Su frente descansó contra uno de los barrotes e inspiró para calmarse. Un conglomerado de sentimientos se arremolinó en su pecho. Le quería, no se arrepentía, deseaba salvarla, pero no podía, ellos la matarían.

El sonido de un engranaje poniéndose en marcha resonó por el pasillo donde se dividían las celdas, una puerta se abrió y seguido varios pasos resonaron, un ritmo, dos, tres, seis. Seis cuerpos se dirigían hacia ellos.

—Susan, retrocede —advirtió Elialh y ella obedeció, fue hasta el rincón más apartado.

Malaikahs vestidos de negro y armadura plateada, caminaron en fila, dos de ellos fueron hacia la celda de Elialh, Susan escuchó que abrían la puerta y dos más se dispusieron a abrir la de su celda, el quinto Malaikah permaneció entre ambas celdas, se trataba del mismo que dio la orden de apresarlos en la cabaña: Rafael Arcángel.

—Tus manos... muéstralas —ordenó y Susan hizo lo que ordenaba mientras su vista saltaba de lado a lado, sintió aquello como una trampa, pues aseguraba la presencia de un sexto Malaikah que, por alguna razón, evitaba ser visto.

Elialh fue sacado de su celda, la mirada que le dirigió, cargada de desesperanza y temor, produjo un escalofrío en ella.

—Camina —dijo Rafael, apuntando hacia la puerta, ella buscó a Elialh y él asintió, solo entonces empezó a andar.

Al otro lado de la puerta los recibió una estancia de techo elevado, iluminada y desprovista de ventanas que impedía determinar el lugar donde estaban. Susan avanzaba con un Malaikah a cada lado, sobre el hombro pudo ver que Elialh venía detrás.

—No pueden someterme a sus leyes —decía, viendo la nuca de Rafael, su mano descansaba sobre la empuñadura de la espada—. No tienen potestad sobre mí.

—La tenemos ahora que has corrompido un cuerpo celestial —replicó sin verla.

—¿Corrompido? —cuestionó— Solo es una maldita excusa.

—Es un motivo —corrigió con dureza el Arcángel—. Nuestras leyes son claras, ningún Malaikah verá al enemigo como su semejante. Siglos de disputas nos han diferenciado y mientras tu raza no acepte su culpa y se reconcilie con el Altísimo, seguiremos siendo diferentes, dos linajes que no deben ligarse. Ustedes han roto esa ley, es menester actuar en consecuencia, dictar justicia.

—¿Esto te parece justicia? Es más un patético teatro.

Rafael detuvo el andar y con él toda la caravana, encaró a Susan y demostró la ira contenida en sus ojos, su mano apretada en su espada, las venas brotadas en su cuello y su respiración tan violenta que cada exhalación llegaba hasta ella.

—Muestra inteligencia como tu compañero y permanece en silencio. En ocasiones, estar callados puede salvar vidas.

Elialh no se detuvo como el resto, dio tantos pasos como se lo permitieron y quedó lo suficiente cerca.

—¿Debo tomar eso como una amenaza? —demandó ella, retándolo.

—Tómalo como una muestra de indulgencia —contestó.

—Trágate tu indulgencia, no la quiero —dijo y escupió. Su saliva alcanzó el rostro del Arcángel que, impávido, siguió mirándola; los Malaikahs a su lado la tomaron de cada brazo y la empujaron hacia el suelo, obligándola a arrodillarse, ella se quejó.

—¡No la toquen! —bramó Elialh, soltándose del agarre de sus escoltas para ir hacia los otros— ¡Quiten sus manos de ella!

—¡Elialh! —gritó Susan cuando uno de los Malaikahs se inclinó sobre su hombro con tal fuerza que logró dislocarlo.

—¡Que no la toques!

Empujó al Malaikah que intentó retenerlo y fue hasta el otro, al que había provocado daño en ella, con sus manos encadenadas alcanzó a tomarlo por el borde de la armadura que cubría su tórax y lo atrajo al tiempo que pegaba su frente con la de él, aturdido, el Malaikah retrocedió con sus manos cubriendo su frente, Elialh llevó sus manos a la cintura para arrebatarle la espada que llevaba envainada, antes de usarla siquiera, Rafael desplegó sus imponentes alas y se alzó lo suficiente para batirlas en su dirección, un iracundo movimiento de aire lo hizo volar lejos, la espada cayó junto con él.

Rafael Arcángel lo vio desde el aire del mismo modo en que lo vio en la cabaña, una mezcla de ira y decepción. Susan fue sometida una vez más y Elialh se negó a permitir que volvieran a tocarla, corrió por la espada y tras tomarla, se giró hacia el Arcángel, una figura emergió de un lado y se plantó frente a Elialh, se trataba de un hombre alto, cabello largo y blanco, vestido con túnica, la sexta presencia, reconoció Susan.

Ante Elialh se encontraba un Malaikah Querubín, uno de los primeros después del Altísimo. Aladiahm era de los más antiguos, el ser que con fervor extendía a todos la gloria de la deidad que consideraban un padre, se le consideraba como una de las voces directa del Altísimo y estar en su presencia era el mayor honor conocido; pasmado, soltó la espada y la ira abandonó su cuerpo.

—Señor —saludó con honesta admiración mientras se inclinaba.

—Basta, no es preciso —le detuvo el Querubín.

Aunque el rechazo había sido hiriente, fue imposible para Elialh tener algún sentimiento negativo hacia él, le admiraba de una forma que no podía describir.

Aladiahm hizo un movimiento de manos hacia los Malaikahs y estos se movieron para abandonar el lugar, Susan se quejó cuando la sujetaron de los brazos para ponerla en pie, su hombro dolía, pero su concentración estaba en el Querubín, que apareciera hasta entonces disparó una alerta en ella. «Lo matarán.», pensó y quiso volver, pero sus escoltas la empujaron más allá de la puerta que se cerró al pasar, alejándola de Elialh.

Aladiahm aguardó que la puerta se cerrara antes de volverse hacia Elialh.

—El amor es extraño —comenzó diciendo y sus ojos azules le miraron, Elialh sintió que penetraban en su alma en busca de algo—. Tan impreciso que es temido, ¿opinas igual? ¿Has temido al amor?

Elialh lo pensó y negó.

—Temo vivir sin amor —respondió y Aladiahm enarcó una de sus cejas blancas, inquisitivo—. El amor... es todo —aventuró a decir sin saber con precisión a dónde llegaría, de pronto recordó un pasaje de las Sagradas Escrituras y se dijo que resumía a la perfección lo que en su corazón yacía—. El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, no se jacta ni se envanece. El amor no hace nada indebido, no conoce de las injusticias, mas goza de la verdad... Esto es verdad —culminó con la emoción que invocó un brillo en sus ojos, la luna se reflejó en ellos y el Querubín sonrió al verla.

—Es verdad —aceptó porque más que escucharlo, lo vio—. "El amor todo lo puede y todo lo soporta...", dicen las Sagradas Escrituras y me da la impresión de que has soportado tanto en nombre de lo que sientes; aun conociendo las leyes que transgredes, tienes esperanza de que tu amor todo lo podrá porque estás dispuesto a soportarlo todo por ella, y yo te pregunto... ¿realmente soportaras todo? ¿Es tan grande tu amor?

Con el corazón desbocado, Elialh afirmó, sin duda, sin pensarlo, sin retardo; el azul en los ojos del Querubín se volvió tan blanco como la luz de la luna, Elialh se sintió absorbido por ellos, por su intensidad y hermosura.

Un estado de trance se apoderó de sí, al punto que no recordó el momento en que Aladiahm posó su mano en su hombro, su voz era suave, aunque clara, delicada pero firme y le habló con calma.

—Por tu valentía y tus años de dedicación incondicional, se te brindará la oportunidad de alcanzar la redención para ti... y para ella.

Escucharlo paralizó el corazón de Elialh. ¿Redención? ¿Acaso era esa la oportunidad para salvarla?

—Pero la redención demanda un tributo —continuó diciendo.

Elialh estaba congelado en la palabra «redención», podía salvarla, así lo que dijo a Susan estando en la celda moriría allí. Iba a salvarla. La esperanza afloró en su alma como nunca antes. ¿Qué había dicho luego el Querubín? ¿Cuál era el precio para obtener la redención?

—¿Qué tributo? 

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